SEPULTADOS EN LA ARENA
Cuando, después de un sueño que quizás había durado muchas horas, el marqués abrió los ojos, una semioscuridad reinaba en torno suyo.
Sorprendido por aquel cambio de luz, y no pudiendo sospechar que ya hubiese caído la noche, se levantó bruscamente y miró con terror a todos lados.
Una angustia imposible de describir se apoderó de él al observar que la abertura de la cueva estaba completamente cegada por las arenas. La escasa luz que iluminaba el antro provenía de una hendidura, no más larga de seis pulgadas, abierta en la bóveda de la roca; de una grieta, en suma, que no podía dar paso a la persona más delgada.
—¡Encerrados! —exclamó con acento de terror.
Se acercó cuanto pudo a la hendidura y escuchó atentamente los rumores del exterior.
El simoun debía de seguir todavía, porque oía confusamente los zumbidos espantosos del huracán.
Entonces se aproximó a Ester. La hermosa judía dormía aún y tenía entreabiertos los labios, que dejaban asomar dos hileras de dientes blanquísimos.
Un ligero carmín se había difundido por su semblante, dando a la piel un esplendor insólito, como los reflejos producidos por un rayo de luz que pasara al través de un cristal rojo.
—¡Parece que sueña! —murmuró el marqués—. ¡Qué terrible despertar la aguarda! ¡La dejaré dormir mientras busco una salida!
Se alejó algunos pasos, dirigiéndose hacia el montón de arena; luego se volvió hacia la joven. Le había parecido oír un suspiro.
—¡Ester! —dijo.
La joven abrió los ojos.
—¿Dónde estoy? —murmuró.
—En el refugio.
—¿Y esta oscuridad?
—Las arenas han cerrado la abertura.
—¿Qué decís?
—La verdad, Ester: estamos sepultados vivos.
—¡Dios mío! ¿Y mi hermano?
—No sé nada de él; pero tranquilizaos: yo os aseguro que saldremos.
—¿Y por dónde?
—¡Ya veremos! Acaso el espesor de la arena no sea tan grande como he supuesto.
—¡Tengo miedo!
—¿Y de quién, Ester? ¿De mí quizás?
—¡Ah! ¡No! —exclamó vivamente la joven—. Pero ¿y si no pudiéramos salir y debiésemos morir aquí, en el desierto?
El marqués palideció.
Entre ambos prisioneros reinó un largo silencio. Ester miraba al marqués con angustia, esperando una respuesta, una palabra de esperanza.
—Estamos perdidos; ¿no es cierto? —dijo la joven al fin.
—¡No; no hay que perder el ánimo! Trataré de horadar la arena con la carabina.
—¿Se romperá?
—¡Intentémoslo!
Recogió el arma, sacó los cartuchos, y acercándose a la enorme masa que obstruía la entrada, metió en ella el cañón.
La arena, apenas agujereada, empezó a caer de todas partes.
—¡Está demasiado seca! —dijo el marqués—. Por esta parte no podremos salir.
—¿Por dónde, pues?
—No lo sé; pero no quiero que vos, tan joven y tan hermosa, encontréis la muerte en el desierto.
—¡Moriremos juntos! —dijo ella con voz apenas perceptible.
El marqués no contestó: sus miradas habían vuelto a fijarse obstinadamente en la hendidura por donde penetraba un hacecillo de luz.
—¡Allí! —dijo—. ¡Nuestra salvación está allí! ¡No, Ester; no moriréis! ¡Yo os salvaré!
Aquella grieta se encontraba en un ángulo de la caverna, a unos quince pies de altura, y si no permitía el paso de una persona, era fácil llegar a ella agarrándose a la punta de las rocas, especialmente para un hombre tan robusto como el marqués.
Llegar a la grieta no significaba la libertad; pero el marqués tenía un proyecto, peligroso quizás, pero de posible resultado.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó Ester viendo al joven dirigirse hacia el ángulo de la cueva.
—¿Tenéis cartuchos?
—Si; lo menos dos docenas.
—Y yo, casi el doble. Dadme los vuestros para sacar la pólvora.
—¿Queréis hacer una mina?
—Precisamente.
—¿Cederá la roca?
—Lo veremos. Con dos libras de pólvora se puede provocar un estallido formidable.
—¿Y si no cede?
—¡Se cumplirá la voluntad de Dios!
Dicho esto se agarró a las paredes, y poniendo los pies en las hendiduras, empezó a trepar con la agilidad de un gato.
Ester seguía con ansiedad todas las maniobras del marqués, el cual, después de esfuerzos inauditos, logró subir hasta la hendidura y la examinó con atención.
—No hay más que diez o doce centímetros de roca. ¡Y aquí veo un agujero que parece hecho a propósito para recibir una buena carga de pólvora!
—¿Ruge el simoun todavía?
—Me parece que empieza a calmarse. ¡Preparemos la mina!
Se agarró fuertemente a la pared, y después de haber bajado un par de metros, se dejó caer sobre el piso arenoso de la cueva.
Entre los dos deshicieron los cartuchos, poniendo la pólvora en una bolsa de piel.
—Conservemos una docena de cartuchos intactos, por si acaso los necesitamos.
Después preparó el marqués una mecha con un pedazo de su kaik impregnado en pólvora mojada.
La temperatura que reinaba en el refugio era tal, que no tardó en secarse.
—Retiraos hacia la salida —dijo el marqués—, y enterraos en la arena, porque la explosión puede determinar la caída de muchas rocas.
—¿Y tendréis tiempo de hacer vos lo mismo?
—La mecha tardará lo menos cuarenta segundos en consumirse.
Se metió en el bolsillo la bolsa de la pólvora, y volvió a subir con la misma fortuna que antes. Vació la pólvora dentro del agujero, puso la mecha, y luego obturó el orificio con arena y guijarros.
—¿Estáis escondida? —preguntó.
—Si.
Encendió la mecha sirviéndose de un fósforo, y luego se dejó caer como antes, corriendo hacia donde estaba la judía, casi sepultada entre la arena.
El marqués hizo lo propio.
La mecha se quemaba con lentitud, lanzando un surtidor de chispas. De pronto iluminó la cueva un vivísimo resplandor, seguido de una detonación espantosa y de rumor de rocas desplomadas.
El marqués se lanzó en medio del humo para ver el efecto del barreno.
La mina había abierto en el ángulo de la bóveda un ancho espacio.
—¡Estamos en salvo! —gritó con júbilo el marqués—. ¿Veis? —dijo a Ester después de desembaragarla de la arena, que la cubría casi del todo—. ¡Saldremos y encontraremos a vuestro hermano!
—¡Sí; vos podéis salir; pero yo no!
—¡No había pensado en eso! —rugió el marqués—. ¡Si pudiera izaros hasta allí!
—¡Nos mataríamos entrambos!
—¿Qué hacer? ¿Dejaros sola? ¡No; eso nunca!
—Permaneceré aquí hasta que hayas encontrado a mi hermano: con su ayuda y con las cuerdas de los camellos, podré salir.
—¿Y si durante mi ausencia sobreviene algún peligro?
—¿Cuál? La caverna está abandonada; y, además, tengo la carabina. Partid; buscad a mi hermano, y luego tornad aquí.
—¡Ester!
—¡Marqués!
—¿No tendréis miedo?
—¡Ninguno!
—¿De veras?
—¡Ea; andad!
El marqués estrechó la mano de la joven con visible emoción y se lanzó hacia la hendidura con la carabina a la espalda.
Al llegar a ella, a fuerza de brazos se deslizó hacia el exterior, poniendo los pies en una especie de plataforma adosada a una roca gigantesca.
El desierto se extendía delante de él hasta perderse de vista; pero estaba completamente transformado por el simoun. Las largas filas de dunas habían desaparecido o cambiado de dimensiones.
Allí donde antes existían levantamientos se veían hendiduras; donde antes se extendía una llanura se levantaba una montaña de arena. En suma, era un verdadero caos.
—El desierto ha cambiado de aspecto —murmuró el marqués.
Miró en todas direcciones; pero en vano: ningún rastro se veía de sus compañeros.
Se inclinó sobre el borde de la plataforma, y miró hacia abajo. La pared pedregosa descendía dulcemente y ofrecía una salida fácil.
El marqués observaba todos estos detalles, cuando su atención fue atraída por una forma blancuzca cae se agitaba en la arena cerca de la entrada de la caverna.
—¡El mahari! —exclamó con voz alegre—. ¡El inteligente animal me ha olfateado!
Entonces volvió rápidamente hacia la abertura, y llamó a Ester.
—¿Habéis visto algo? —preguntó la judía.
—Supongo que nuestros compañeros estarán detrás de las dunas —dijo para no asustarla—. Montaré en el mahari, y regresaré pronto.
—¡Andad, marqués!
Este se deslizó por la parte pedregosa del peñasco, y se acercó al mahari.
El inteligente animal se arrodilló al verle para que pudiera montar con más facilidad.
—¡Adelante! —le dijo—. ¡Busca a los otros!
El mahari, como si hubiese comprendido estas palabras, olfateó el aire durante algunos instantes, y después se lanzó a la carrera por el desierto.
¿Adónde se dirigía? El marqués lo ignoraba; pero tenía confianza ciega en el animal.
La carrera se aceleraba cada vez más. El veloz animal subió sobre un cúmulo enorme de arena respirando estruendosamente.
Bajó en seguida, y casi enfrente de una duna lanzó un agudo grito.
Otros semejantes contestaron casi en el acto, y el marqués vio aparecer repentinamente entre las arenas algunas cabezas de camello.
Tras de los camellos aparecieron El-Haggar y los dos beduinos.
—¡Vos! —exclamó el primero—. ¡Solo! ¿Y los otros?
—Pero ¿no han vuelto Ben ni Rocco? —preguntó el marqués palideciendo densamente.
—¡No los hemos visto!
—¿Ni siquiera a su mahari?
—¡Tampoco! ¿Y la señorita Ester?
—Está en sitio seguro.
—¿Llegasteis a la caverna?
—Sí.
—Acaso estén en otra los dos desaparecidos.
—Pero ¿hay más de una?
—Hay varias.
—¿Próximas?
—No, señor.
—¿Las conoces?
—Me he refugiado muchas veces en ellas.
—Pues coge las cuerdas y sígueme. Primero atenderemos a Ester, y luego a los otros.
Un momento después, el uno en un mahari y el otro en el mejor caballo se dirigían hacia el enorme montón de rocas.
Cuando subieron a la plataforma y se inclinaron sobre la hendidura, encontraron a la valerosa judía sentada en medio de la caverna y con la carabina entre las rodillas.
Pronto fueron echadas dos sólidas cuerdas, y un momento después la joven se encontraba sobre la roca, juntamente con los dos odres, que eran demasiado preciosos para dejarlos en la cueva.
—¡Marqués —dijo la judía con mucha emoción— os debo la vida!
El marqués no respondió y sonrió dulcemente.