CAPÍTULO XIII

LOS HURACANES DEL SAHARA

Ya hacia más de diez días que la caravana caminaba dirigiéndose siempre hacia el Sur, cuando una mañana, después de una penosa marcha nocturna, el marqués y sus compañeros vieron aparecer en la tienda a El-Haggar con el rostro descompuesto.

—¡Señores —les dijo muy alarmado—, un peligro, y quizás un peligro tremendo, nos amenaza!

—¿Son los tuaregs? —preguntó el marqués amartillando su carabina.

—No; los tuaregs no nos amenazan: es el simoun, que se prepara a soplar. Dentro de pocas horas el desierto estará en plena tempestad, y hay necesidad de buscar un refugio si no queremos ser enterrados entre la arena.

Al oír aquellas palabras, el marqués, Ester y Ben Nartico se habían precipitado fuera de la tienda; pero, con gran asombro suyo, no vieron nada que anunciara la proximidad del terrible viento de fuego que todo lo deseca, que evapora el agua dentro de los odres, y que levanta enormes olas de arena que lo arrasan todo en pos de sí.

Una calma completa reinaba en todas partes, y hasta donde la vista alcanzaba, las arenas permanecían inmóviles: solamente por el aire se extendía una ligerísima gasa de vapor blancuzco; pero nada tenía de amenazador.

—¡No sopla ni un hálito de viento, y nos anuncias los estragos del simoun! —exclamó el marqués—. ¡Estás soñando, por lo visto!

—Yo lo veo —replicó el moro, cuyas miradas se fijaban con insistencia hacia el Sur.

—¿Dónde?

—¿No descubrís aquel punto negro, apenas visible, que se alza allá, sobre el horizonte?

—¿No es un montón de rocas?

—No, señor marqués: es una nube que avanza y anuncia el simoun. Preguntádselo a los beduinos, y confirmarán lo que os digo.

—¿Y qué es preciso hacer?

—¡Partir, partir a escape! A tres o cuatro millas más al Sur hay una porción de rocas que nos ofrecerán un buen refugio contra la arena.

—Pues vamos.

—Los camellos deben de estar fatigados.

—Al advertir el peligro sacarán fuerzas de flaqueza.

Las tiendas fueron alzadas, y en seguida las cargaron sobre los animales.

También las pobres bestias daban pruebas de una grandísima inquietud: los camellos sacudían nerviosamente la cabeza y lanzaban de vez en cuando resoplidos de terror.

En tanto, los vapores blanquecinos aumentaban: ya cubrían casi todo el cielo, y por el Sur comenzaba a soplar por intervalos alguna ráfaga abrasadora.

Los dos beduinos y el moro se habían puesto a cantar para animar a los camellos, cuya inquietud crecía por momentos. Sus resoplidos eran cada vez más agudos, y olfateaban el aire, ya muy cálido, aspirándole fragorosamente. En cambio, los caballos —cosa extraña— tenían el cuello muy turgente y se mordían con furor.

En los últimos confines del inmenso desierto las arenas empezaban a formar torbellinos.

—¡Este simoun debe de ser una cosa terrible! —dijo el marqués, el cual, a pesar de su valor empezaba a sentir una profunda agitación nerviosa—. ¡Se diría que mi corazón tiembla delante de un peligro desconocido!

—Igual terror sienten todas las caravanas.

—Si llegásemos al refugio que nos promete El-Haggar, todo acabará en una lluvia de arena.

—¿Y luego, marqués?

—¿Qué queréis decir?

—¿Nos quedará agua suficiente para llegar al oasis del Marabut? Aquí está el mayor peligro.

—¿Acaso podrá absorberla el viento? —preguntó Rocco.

—¡Cuántas caravanas han sido privadas de ella por el simoun, y cuántas han muerto de sed!

—¿Supongo que no trataréis de asustarme?

—¡No es momento éste para bromear —respondió Ben Nartico—, sino de tomar una rápida resolución!

—¿Cuál? —dijo el marqués.

—Pues preceder a la caravana con dos maharis, porque temo que el simoun se nos eche encima antes de llegar al refugio.

—Iba a proponéroslo —replicó El-Haggar, que marchaba al lado suyo—. Los caballos están muy cansados y apenas pueden andar.

—Marqués —dijo Ben—, ¿sabéis montar en los maharis?

—Sí, porque los usamos en las campañas con las kilbilas.

—¿Queréis encargaros de mi hermana? Yo iré con Rocco.

—Con mucho gusto.

—Dejemos los caballos y montemos en los maharis. Son mucho más veloces y más resistentes. En menos de media hora estaremos en el refugio.

—¡Apresuraos, señor marqués! —exclamó en aquel momento el moro—. ¡Las arenas empiezan a formar remolinos!

La nube había cubierto el cielo, y del seno de ella salían fragores estridentes, como si miles de armones de artillería corrieran desenfrenados sobre puentes metálicos.

Un viento cálido, que secaba los labios, soplaba sobre el desierto con silbidos prolongados levantando inmensas ondas de arenas, las cuales corrían desenfrenadas entre las dunas: parecían impregnadas de fuego, y brillaban con resplandores de llamas.

El marqués había saltado sobre el mahari y tomó entre sus brazos a Ester, mientras Ben y Rocco montaban en el otro.

—No os cuidéis de nosotros —dijo El-Haggar—; si la arena nos impide llegar al refugio, nos quedaremos aquí. Ya nos veremos más tarde, cuando el simoun haya cesado. ¡Qué Alá y Mahoma os protejan!

Los dos maharis se habían lanzado a la carrera entre torbellinos de polvo.

Si los camellos son las naves del desierto, los maharis son los corceles, porque son más nobles, más ágiles y más afectos a sus dueños. Recorren sin detenerse cerca de sesenta millas, y algunas veces más.

El marqués, sólidamente atado a la silla, que era cóncava para impedir que el jinete fuese arrojado a tierra, estrechaba entre sus brazos a la hermosa judía, y trataba de proteger su rostro contra las arenas que se arremolinaban delante de ellos.

Ben y Rocco los seguían a pocos pasos, agarrados a los dos salientes de la silla, y manteniéndose encorvados para resguardar los ojos y la boca.

La caravana había desaparecido entre columnas de arena, y marchaba velozmente hacia el Norte.

El viento, ya desencadenado por completo, rugía entre las dunas, que sacudía y dispersaba en todas direcciones; parecía que el desierto acababa de transformarse en un océano tempestuoso. Verdaderas oleadas de arena envolvían a los fugitivos; olas de arena más peligrosas y más imponentes que las del mar.

El cielo parecía henchido de llamas, y la nube, que semejaba ser de fuego, irradiaba un calor imposible de resistir.

Los fugitivos se sentían calcinar vivos, como si se encontrasen en el cráter de un volcán en erupción.

Pero los maharis no cesaban de correr; desfilaban como trombas, con el cuello extendido y la cabeza rozando el suelo para no respirar aquella atmósfera abrasadora.

Subían y bajaban por las dunas sin detener el paso y bajo una lluvia furiosa de fragmentos de roca y de granos de arena que el viento levantaba en horribles torbellinos.

—¡Esconded la cabeza en mi kaik! —decía el Marqués a la hermosa joven cuando las arenas descendían hacia el suelo—. ¡Valor! ¡El refugio no está lejos!

—¡El viento nos arranca de la silla! —respondía Ester, agarrándose fuertemente al marqués para no ser arrastrada por el huracán.

—¡No temáis; me mantendré firme!

—¿Y la caravana?

—¡Ya no se la descubre!

—¿Y mi hermano?

El marqués se volvió, y se figuró ver entre las nubes de arena, que eran cada vez más densas, una sombra gigantesca galopar entre las dunas.

—¡Me parece que nos sigue! —dijo.

El dromedario corría como loco, lanzando de vez en cuando resoplidos sofocados.

¿Adónde marchaba? El marqués no lo sabía; pero tenía fe en el maravilloso instinto del admirable corredor.

Los torbellinos de arena se sucedían en tanto, cada vez más furiosos y frecuentes. El mahari de Ben había desaparecido.

Entretanto, el calor aumentaba. Era ya tan intenso, que en ciertos momentos el marqués sentía síntomas de asfixia; le parecía que al través de sus labios entraban corrientes de lava que le abrasaban los pulmones.

El vértigo empezaba a trastornarle la cabeza; los ojos, llenos de arena, se le cerraban a pesar suyo, y sentía en los oídos ruidos extraños y confusos. Sin embargo, resistía tenazmente, manteniéndose en la silla con el vigor de la desesperación.

Con ambos brazos sostenía el cuerpo de Ester, estrechándola contra su pecho. Los largos cabellos negros de la judía, empujados por el viento, azotaban su semblante.

De pronto el mahari detuvo bruscamente su carrera. El marqués levantó la cabeza, y entonces descubrió al través de las olas de arena una masa enorme que interceptaba el camino.

Recorridos unos diez o doce pasos más, el mahari se arrodilló, escondiendo la cabeza entre las patas.

El marqués saltó a tierra estrechando entre sus brazos a Ester, y después se lanzó hacia adelante en dirección de aquella masa oscura.

Aquellas oleadas de arena los embestían con furia extrema, cubriéndolos a entrambos, mientras que el viento rugía furiosamente.

Viendo abrirse ante sus ojos un espacio oscuro, el marqués entró en él con resolución.

Era una cueva que parecía haber servido de madriguera a algún animal del desierto, de forma irregular, con el suelo cubierto de arena fina, y que se abría en medio de un montón de rocas.

Cuando depositó en tierra a la joven judía, advirtió que Ester no daba señales de vida.

—¿Qué significa esto? —murmuró con angustia—. ¡Agua! ¡Agua! —gritó, como si pudieran oírle.

Entonces recordó que el mahari llevaba dos odres de agua, y sin pensar en las oleadas de arena que invadían el desierto, ni en el peligro de ser enterrado, se lanzó nuevamente al aire libre.

El mahari no debía de estar muy lejos.

Le descubrió arrodillado a cuarenta pasos, y ya casi cubierto por la arena.

Sin perder un instante se apoderó de los dos odres de agua y tornó hacia la cueva, cayendo y levantándose muchas veces.

El viento era entonces tan furioso, que le zarandeaba sin descanso.

Cuando llegó a la cueva la judía había vuelto en si.

—¡Marqués —exclamó al verle—, os juzgaba perdido!

—¡Tomad; aquí traigo agua!

La joven acercó sus secos labios a la abertura del odre y bebió a largos sorbos, teniendo sus ojos fijos en los del marqués.

—¡Gracias! —dijo con un acento dulcísimo.

El marqués sonrió, y luego a su vez acercó el odre a sus labios, y bebió por la misma abertura que Ester.

Cuando hubo saciado la sed se acordó de sus compañeros, diciendo:

—¿Y vuestro hermano? ¿Y Rocco?

—¿No los habéis visto? —preguntó Ester con inquietud.

—¿Queréis que vaya en su busca?

—¡Os expondríais a un serio peligro, marqués! ¿No oís cómo se debaten las arenas contra las rocas y cómo ruge el viento?

—Es verdad, Ester; pero no puedo permanecer inactivo mientras están fuera.

—Nada podréis intentar.

—¡Veamos!

El marqués se acercó hacia la abertura de la cueva, y comprendió en el acto que toda tentativa sería inútil.

El desierto estaba en completa tempestad y ofrecía un espectáculo terrible.

Las dunas se deshacían como si fueran de nieve, y el viento, cada vez más abrasador, cada vez más impetuoso, levantaba la arena en tal cantidad, que entenebrecía el cielo.

Las olas arenosas se arremolinaban en todas direcciones, alzándose y hundiéndose alternativamente en continuo movimiento.

En algunos instantes aquella oscuridad resplandecía con una luz viva y rojiza, como si el desierto estallase en llamas, y como si el cielo reflejara el incendio de la arena.

Empujados por el huracán, caían a cada instante de lo alto de aquel montón de rocas verdaderos aludes de guijarros que chocaban unos con otros estrepitosamente.

—¡Ah, marqués! —dijo Ester acercándose a él—. ¡Tengo miedo!

—Estamos bien resguardados —respondió éste—. Nosotros no corremos ningún peligro. En cambio…

Y no se atrevió a concluir la frase.

—En cambio, puede correrlo mi pobre hermano, ¿no es eso?

—¡Qué idea! ¡También habrá encontrado un refugio!

—¡Me parece que me falta aire para respirar!

La joven, que se sentía próxima a desfallecer, se retiró al fondo de la caverna, mientras el marqués se mantenía cerca de la abertura, con la esperanza de ver a sus compañeros.

También él luchaba, aunque en vano, contra el cansancio que le invadía a pesar suyo. Las piernas se negaban a sostenerle, y tuvo necesidad de recostarse sobre e suelo.

De pronto cerró los ojos. Los rugidos espantosos de la tempestad ya no llegaban más que de un modo vago a sus oídos, y se sentía dominado por una languidez deliciosa.

Todavía luchó algunos momentos; pero, al fin, vencido por el cansancio, se dejó caer, en tanto que las arenas, empujadas por el viento, continuaban acumulándose delante de la cueva, amenazando enterrarle vivo con la joven judía, que también dormitaba en el interior.