CAPITULO XI

LAS CONFESIONES DEL MARABUT

Cuando volvieron al campamento, que estaba situado en la margen de aquella hondonada, encontraron al marabut sentado delante de una olla y comiendo con apetito de lobo.

El pobre diablo, que no había probado bocado en cinco días, devoraba con tal ansia, que se exponía a tener una indigestión. En el desierto debía de haber sufrido mucho, a juzgar por la extremada extenuación de su cuerpo.

Los marabuts pasan por ser los más fieles apóstoles del islamismo y gozan de tanta fama como los santones, pues pertenecen a una secta cuyo único propósito es propagar la fe del Profeta.

Se encuentran en todas partes: lo mismo en los límites del desierto que en Marruecos y en Argelia.

Son una especie de monjes: algunos de ellos buenos, austeros y compasivos; feroces e impostores otros.

Algunos tienen mujer; pero una sola, aun cuando las leyes musulmanas permiten muchas, si bien, por regla general, los marabuts viven solitarios, ocupando el tiempo en estudiar el Corán y en ayunos continuados. Los más ignorantes, en cambio, se entregan a las mayores extravagancias, como los derviches girantes de Turquía.

Los hay entre ellos que pasan por adivinos, se jactan de operar milagros, pronostican las victorias en tiempo de guerra y venden amuletos para librarse de las armas de los enemigos. También alardean de ser famosos curanderos, y sus recetas consisten casi siempre en un pedazo de papel sobre el cual escriben algunas frases del Corán. Lo más curioso del caso es que hacen tragar a los enfermos estas recetas.

Siguen siendo todavía personajes importantes y hasta peligrosos en las kabilas. Con pocas palabras suelen encender terribles rebeliones entre las tribus ignorantes y crear verdaderas conflictos al Sultán.

Nadie desconoce que las tribus de Marruecos se han sentido siempre animadas de verdadera hostilidad contra los encargados de recaudar las contribuciones en nombre del Sultán: los ministros de éste, para evitar los gastos de una campaña contra los rebeldes, recurren a los marabuts, los cuales aconsejan a los kabileños el pago de los tributos, sin perjuicio de reservarse una parte importante para ellos.

El marabut recogido por los europeos en el desierto acababa de hacer también un largo viaje con el propósito de buscar recursos en el centro mismo de los oasis de los tuaregs, bajo pretexto de que aquel dinero debía servir para destruir a los infieles.

Por desgracia suya, la caravana en cuya compañía viajaba había partido sin avisarle, y el infeliz, abandonado en el desierto, sin víveres y sin animales, se vió, como ya saben los lectores, a punto de encontrar su tumba entre las fauces de la pantera.

Una vez que hubo repuesto sus fuerzas, el marqués le interrogó bruscamente diciéndole:

—¿De modo que habéis presenciado la destrucción de la columna francesa del coronel Flatters?

Al oír aquellas palabras el santón miró al marqués con estupor.

—¿Qué decís? —preguntó finalmente, no sin cierta inquietud.

Después de decir esto se acercó a él, y le examinó con atención.

—¡Ah! —dijo—. Vos no sois un marroquí, sino un europeo vestido de árabe; ¿no es cierto?

—Es cierto —respondió el marqués.

—¿Francés quizás?

—Casi, porque soy argelino.

—¿Y qué hacéis en el desierto?

—Voy al Senegal, y atravieso el Sahara por asuntos comerciales.

—Sospechaba que ibais en busca de los tuaregs.

—¿Para qué, si todos los individuos de la expedición han sido muertos?

—¿Todos?

—¿Acaso sabéis vos alguna cosa? ¿Vive alguno de ellos?

El marabut no respondió. Sus miradas inquietas pasaban del marqués a Rocco, y de éste a los judíos.

—Escuchadme —dijo el primero—: Si me contáis lodo lo que sabéis de esa tragedia, os regalaré un camello para volver a Marruecos, y hasta un hermoso fusil para defenderos.

—¿No me lleváis en vuestra compañía?

—¿Con qué propósito? Nosotros vamos hacia el Sur.

—¿Hace mucho tiempo que faltáis de Argelia?

—Dos meses, próximamente.

—Entonces, ¿no sabéis que uno de los guías de la expedición ha sido detenido y envenenado?

—Nada sé; conque hablad.

El marabut volvió a vacilar durante algunos momentos, y luego dijo con voz temblorosa:

—¿Supongo que no me juzgaréis cómplice de los tuaregs?

—¡De ningún modo! Los marabuts son hombres santos.

—Y cuando haya hablado, ¿me dejaréis marchar?

—¡Os lo prometo!

—¡Este santón no debe de tener la conciencia muy tranquila! —murmuró Rocco al oído del marqués.

El marabut estuvo algunos instantes callado, como si recogiera sus recuerdos, y luego dijo:

—Yo me encontraba en el oasis del Rhat, que bien puede llamarse la ciudadela de los tuaregs, cuando ocurrió el asesinato de la expedición. Como habréis sabido, el coronel, además del capitán Masson y de varios ingenieros, llevaba una escolta de cazadores argelinos del regimiento número I, entre los cuales se encontraban dos hombres que debían traicionarle: Belkasemben-Ahmed que se ocultaba bajo el nombre de Bascir, y El-Abiod-ben-Alí.

—Lo sabía —dijo el marqués.

—Esos dos soldados no eran argelinos, como se había creído, sino originarios del país de los tuaregs. Al llegar la expedición al desierto, Bascir, de acuerdo con su compañero, urdió la venta de los expedicionarios para apoderarse de las armas, de los víveres y del dinero que llevaban. Con el pretexto de conducir al coronel a visitar una mina de oro, llevó a la columna a Ued-Dom, y luego desertó con El-Abiod para prevenir a los tuaregs. A la mañana siguiente 1200 bandidos del desierto cayeron sobre la expedición, cercándola por todos lados. El coronel, el capitán y un sargento cayeron vivos en las manos de sus adversarios; otros, guiados por un cabo, lograron abrirse paso a través de los bandidos y huyeron hacia el Norte; pero la mayor parte de ellos cayeron acuchillados por los tuaregs. Debo añadir que algunos días antes los tuaregs habían tratado ya de destruir la columna vendiendo a los expedicionarios dátiles envenenados, y a consecuencia de ello expiraron algunos soldados entre tormentos horribles. Volviendo a la emboscada, los supervivientes continuaron la retirada hacia el Norte.

—Conozco todos esos detalles terribles —interrumpió el marqués—. Esa retirada será legendaria, como el naufragio de la Medusa. Esos desgraciados morían de hambre y sed, y se asesinaban recíprocamente en furiosos accesos de verdadera locura, cayendo casi todos en la arena, que mordían con rabia en los últimos espasmos de la agonía.

—¡Qué horror! —dijo Ester.

—Pero proseguid —replicó el marqués, dirigiéndose al marabut—. ¿Qué ha sido del coronel y del capitán?

—Del coronel nada sé de positivo: he oído decir que le habían llevado a Tombuctu.

—¿Creéis que aún viva?

—Lo ignoro.

—Jurádmelo.

—¡Lo juro sobre el Corán!

—¿Y el capitán Masson?

—Vi su cabeza clavada en una pica, y también la del sargento.

—¡Infames! —gritó Rocco.

—Me habéis dicho que uno de los traidores ha sido arrestado.

—Sí; Bascir, el cual tuvo la audacia de ir a Argel, donde fue reconocido por uno de los pocos supervivientes.

—¿Y ha confesado?

—Todo; añadiendo además que el coronel Flatters había sido asesinado por negarse a escribir una carta pidiendo una columna de socorro.

—¿Habrá dicho ese miserable la verdad?

—Lo dudo, señor.

—¿Vive aún ese hombre?

—He sabido que fue envenenado el 8 de Agosto en la cárcel de Biskra por los amigos de los tuaregs.

—Y el compañero de Bascir, ese infame El-Abiod, ¿sabéis dónde se encuentra? —preguntó Nartico.

—Me han dicho que es camellero en una caravana que se dirige hacia Tombuctu.

—¡Ese es el hombre que buscamos y que ha sido señalado por el viejo Hassan! —dijo el judío al corso, hablando en lengua francesa.

—¡Le encontraremos! —exclamó el marqués.

Y dicho esto, mandó escoger uno de los mejores camellos.

—¡Es vuestro! —dijo al marabut—. ¡Conque buen viaje!

—¡Qué Dios vaya en vuestra compañía!

Se montó en la silla, anduvo unos pasos, y de pronto se volvió, diciendo al marqués:

—¡Tened cuidado! Los tuaregs están alerta para que ningún europeo se interne en el desierto. ¡Temen la venganza de los franceses!

—¡Gracias por el aviso!

—Señor, ¿qué es lo que dice ese santón? —preguntó Rocco mirando al marabut, que desaparecía por detrás de las dunas—. ¡Yo creo que no ha sido ajeno a la matanza!

—¡Esos santones son peligrosos! —añadió Ben Nartico.

—Debimos detenerle.

—No, porque le prometí auxiliarle en su viaje: solo cumplo mi palabra.

Media hora después la caravana volvía a emprender la marcha, dirigiéndose hacia el Sur.