LAS PANTERAS DEL DESIERTO
Cuando la caravana volvió a ponerse en camino, el sol iba a ocultarse en un verdadero océano de fuego.
El astro, todavía resplandeciente de luz, declinaba rápidamente, tiñendo de color rojo de incendio la interminable playa de arena, mientras la luna surgía por el lado opuesto, también brillante como un disco de plata.
Los camellos, bien descansados, se pusieron en camino con paso más rápido que antes, no obstante el calor que se dejaba sentir aún entre aquellos cúmulos de arena que se perdían en el horizonte.
Una calma pesada, que hacía la respiración difícil, flotaba sobre el desierto e impedía respirar libremente a los hombres; pero la refracción de la arena, tan molesta para los ojos, había, en cambio, desaparecido con gran satisfacción del marqués y de Rocco, cuyos párpados estaban hinchados.
Poco a poco las sombras de la noche caían sobre el desierto: parecía que desde Oriente extendían un enorme velo, que avanzaba cada vez más. Por el contrario, en Occidente, el horizonte llameaba todavía, como si cráteres inmensos de volcanes invisibles arrojaran sobre el firmamento mares de lava.
Las puestas del sol en el desierto son verdaderamente maravillosas. No hay pluma que pueda describir la misteriosa melancolía de aquellos crepúsculos espléndidos; melancolía que aumenta con el silencio profundo que reina en aquellas interminables landas.
En el mar, en las montañas, en las llanuras, en las gargantas más abruptas y salvajes, se oye siempre algún rumor: o el grito de las aves, o el monótono cri cri del grillo, o el zumbido de algún insecto nocturno, o el murmullo de un río, o el lejano crepitar de una cascada, o el susurro de las hojas sacudidas por la brisa. Pero en el desierto, nada, absolutamente nada: ni un rumor, ni un grito, ni un sonido, porque la Naturaleza está muerta.
Solamente algunas veces por la noche el misterioso silencio llega a ser interrumpido por el aullar lamentable del jaguar, errante por entre las dunas en busca de una presa; pero este aullido, en vez de alegrar el ánimo, lo entristece.
El sol había ya desaparecido, y la luna se había elevado sobre el horizonte, ascendiendo con lentitud por un cielo de transparencia increíble. Sus blancos rayos se reflejaban vagamente sobre las arenas, y proyectaban de un modo desmesurado las sombras de los camellos y de los caballos.
—¡Se diría que éste es el reino de la muerte! —exclamó el marqués—. ¡Parece que vamos seguidos por una legión de espectros que se deslizan sobre la arena! Y, sin embargo, ¡cuánta poesía! —añadió—. ¡Nunca hubiera creído que las noches fuesen tan espléndidas en el desierto! Tienen tristeza, no se puede negar; pero, en cambio, ¡qué calma tan majestuosa reina en estas llanuras! ¿Qué te parece todo esto, bravo Rocco?
—Pues que voy sudando como si me encontrase en un horno —respondió el hércules, que no tenía un temperamento muy romántico—, y que pagaría a precio de oro una buena botella de cerveza helada.
—¡Vaya un sibarita!
—No me negaréis, señor marqués, que hace aquí un calor de infierno. ¡Cualquiera diría que bajo estas arenas corre la lava de un volcán!
—El Sahara no tiene siquiera uno, bravo Rocco.
—Decidme, señor marqués: ¿el Sahara ha sido siempre lo que es hoy?
—Los antiguos le han visto siempre cubierto de arena.
—¿Y no es posible transformarlo?
—Ya se intenta hacer algo en ese sentido, y con éxito.
—¿Por quién?
—Los franceses de la Argelia meridional han comenzado ya a cultivar una parte del gran desierto, creando multitud de oasis donde las plantas crecen con profusión.
—¡Cómo! ¿Han llegado a cultivar estas arenas? —pregunto admirado Ben Nartico.
—Si; y no han de pasar muchos años sin que se demuestre que el Sahara no es una región árida e inhabitable, como hoy se afirma.
—¿De veras?
—Se ha creído hasta ahora que bajo estas arenas faltaría toda huella de humedad; pero ya se ha comprobado que el agua no falta. Pues bien; el general Desvaux, convencido de ello, ha querido hacer experimentos que han resultado sorprendentes. Suponiendo que el subsuelo del Sahara era como un inmenso lago subterráneo comprendido entre dos estratos impermeables, dió al ingeniero Jus el encargo de abrir un pozo artesiano. Terminada la perforación en Gedida en Junio de 1856, se confirmaron en absoluto las suposiciones del bravo general, porque se obtuvo un chorro abundantísimo, el cual podía facilitar 4000 litros de agua por minuto: la suficiente para regar el mayor oasis. Tras este pozo se abrirán otros, y seguirán abriéndose otros nuevos en lo sucesivo. De ese modo los oasis crecerán rápidamente, y acabarán por vencer al desierto. Ya en la actualidad se cultivan en Argelia muchos terrenos que se juzgaban improductivos en absoluto.
—¡Es maravilloso! —exclamó Ben Nartico.
—Es el principio de la transformación del desierto. Dentro de pocos siglos, una buena parte del Sahara será muy productiva, merced a la actividad y al genio de los europeos.
—He oído hablar también de un proyecto grandioso, que consistiría en transformar una parte del desierto en un enorme lago.
—Sí, Ben; y no me asombraría que ese proyecto llegara a realizarse. Fernando Lesseps, el famoso ingeniero del canal de Suez, no sólo había estudiado ya ese proyecto, sino que estaba convencido de su éxito. Se pretendía inundar 8000 kilómetros cuadrados del desierto, o sea toda la parte baja, mediante un canal de 160 kilómetros de largo abierto en Gabes. En diez años de tiempo y con 200 millones de gasto, se podría realizar tan colosal empresa.
—Pero se sumergerían también muchos oasis.
—Eso es indudable, amigo Ben; pero ¿qué ventajas no reportarían al comercio y las naciones mediterráneas, puestas de este modo en comunicación con el Sultán?
—¿Y se realizará?
—Eso, ¿quién puede decirlo? El Gobierno francés no se atreve a hacerlo por ahora; pero lo que se ha negado hoy se puede conceder mañana.
—Entonces, ¡adiós las caravanas! —dijo Rocco—, ¡adiós la poesía del desierto!
—Desaparecerían; pero ¿quién no estaría satisfecho de pasar el desierto en un magnifico vapor? —dijo el marqués riendo—. Yo renunciaría de buen grado a los camellos y a los dátiles, aun cuando sean excelentes. ¿Y vos, Ben?
El judío iba a responder, cuando en medio de las dunas de arena resonó un grito agudo, un grito terrible; el grito de una criatura humana que estuviera próxima a la muerte.
—¡Parece que piden auxilio! —dijo el marqués deteniendo su caballo y sacando del arzón la carabina.
Todos se incorporaron sobre las cabalgaduras para abarcar mejor el horizonte.
Las dunas estaban tan altas en aquel sitio que era imposible ver a lo lejos.
En aquel momento el grito resonó más perceptible. Aquella voz había gritado en árabe:
—¡Auxilio! ¡Auxilio!
—¡Allá abajo asesinan a algún hombre! —dijo el marqués, preparándose a lanzar su caballo en aquella dirección.
—¡Despacio, señor! —dijo Ben—. ¡No olvidéis que estamos en el desierto, y que el desierto es el reino de los tuaregs!
—¡Tenemos buenas armas!
El marqués espoleó a su caballo y se dirigió hacia el sitio de donde habían partido las voces.
Ben y Rocco le siguieron, mientras los dos beduinos y el moro rodeaban el camello de Ester empuñando sus fusiles.
Pasadas algunas dunas, el marqués se encontró en una hondonada. En el centro de ella estaba tendido en el suelo un hombre envuelto en un kaik oscuro y luchando desesperadamente contra un enorme animal que trataba de devorarle.
Viendo aparecer a los tres jinetes, la fiera había dado un rápido salto hacia atrás, abriendo desmesuradamente las fauces.
Era un animal casi del tamaño de un león, con el cuello corto, el cuerpo robusto, las patas gruesas, y la piel esmaltada de manchas grises y negruzcas.
—¡Es una pantera del desierto! —exclamó el marqués al ver a la fiera—. ¡Cuidado! ¡Es casi tan peligrosa como un león!
Saltó con rapidez a tierra para hacer fuego sobre la pantera con mayor seguridad, y gritó a sus compañeros:
—¡Auxiliad al hombre! ¡Yo me encargo del animal!
Comprendiendo el peligro, la fiera había retrocedido hasta un montón de rocas que emergían entre la arena. El marqués iba a echarse la carabina a la cara, cuando de pronto vió desaparecer a la pantera por una hendidura de las rocas.
—¡Se ha ocultado! —exclamó—. ¡Ya te descubriremos más tarde!
Y, seguro ya de tenerla en su poder, se unió con sus compañeros, que ya habían levantado al hombre acometido por la fiera.
Era un individuo de cerca de sesenta años, con la tez morena, una larga barba blanquísima, y el cuerpo extraordinariamente flaco.
No llevaba más arma que un nudoso bastón; sin embargo, debía de haberse defendido gallardamente, porque sólo se veían las huellas de un zarpazo en la mejilla izquierda.
—¡Alá os lo premie! —dijo cuando Rocco le hubo lavado la herida—. ¡Creí que había llegado mi última hora!
—¿Quién sois?
—Un pobre marabut, y me he perdido en el desierto al separarme de la caravana con la cual marchaba. Hace ya más de cinco días que camino al azar.
—¿Y pudisteis resistir tales fatigas?
—Muero de hambre, y apenas puedo sostenerme en pie.
—Os llevaré en mi caballo —dijo Ben—. ¿De dónde venís?
—Del Sahara central; del oasis de Argan y de Birel-Deheb.
Ben cambió con el marqués una mirada que quería significar:
—¡Este hombre puede sernos muy útil!
—Rocco —dijo el marqués—, conduce a ese hombre adonde está El-Haggar, y haz que acampen los caballos. Nosotros entre tanto trataremos de descubrir a la pantera.
—¡Dejadla! —respondió el coloso.
—No, Rocco; pienso utilizar su piel.
El hércules levantó en sus robustos brazos al viejo, le puso sobre la silla de su propio caballo, y se alejó entre las dunas.
—¿Qué queríais darme a entender, amigo Ben? —le preguntó el marqués cuando se encontraron solos.
—Que ese marabut puede darnos preciosos informes sobre el coronel Flatters.
—¿Podremos fiarnos de él? Los marabuts son fanáticos.
—No podrá haceros traición, porque debe de tener prisa por llegar a Marruecos. He visto que lleva la bolsa bien repleta. Le daremos un camello, y le enviaremos a Tafilete.
—Más tarde le interrogaremos: ahora busquemos a la pantera.
—¿Os gusta la caza?
—Más que la guerra.
—Pues vamos a descubrir al animal.
—No será empresa difícil.
—¿Suponéis que saldrá de su guarida?
—Quizás.
—Nosotros la obligaremos a hacerlo, señor marqués. Por aquí no faltan hierbas secas.
—¿Queréis ahumarla?
—Sí, en el caso de que no salga voluntariamente.
Ataron los caballos juntos, y se aproximaron al montón de rocas con el dedo en el gatillo de las carabinas. En el fondo de una hendidura vieron brillar dos puntos luminosos y oyeron un ronco gruñido.
—¡Nos espía! —dijo el marqués.
—¡Cuidado! ¡Si es una hembra y tiene cachorros, se defenderá desesperadamente!
—Tenemos balas en abundancia. ¡Ved; acaba de desaparecer! Acaso sea profunda la cueva.
—Haré fuego: estad vos preparado para darle el golpe de gracia.
—La espero —dijo con calma el marqués.
—Y yo también —añadió una voz a espaldas suyas.
—¿Eres tú, Rocco?
—¿Queríais que os dejara solo en el peligro?
—¡Atención! —dijo Ben.
Avanzó hasta la boca de la hendidura, y disparó el arma.
El tiro fue seguido de un rugido; pero la fiera no salió.
—¡Ahumémosla! —dijo Rocco—. Cuando no pueda resistir el humo, saldrá afuera.
Ben y Rocco llevaron varios brazados de hierba seca, y la arrojaron con las convenientes precauciones delante de la madriguera.
La pantera, como si hubiera adivinado sus intenciones, empezó a rugir espantosamente.
Rocco encendió un fósforo y marchó con loca temeridad a pegar fuego a la hoguera. Ya iba a retirarse, cuando la furiosa fiera, dando un salto repentino, atravesó por encima de las llamas con la rapidez del rayo.
La embestida había sido tan rápida, que el gigante no tuvo tiempo de esquivar el choque, y cayó pesadamente sobre la espalda.
—¡Huye! —gritó el marqués.
Pero ya era tarde para pensar en una retirada: la bestia se había arrojado sobre él con furia increíble, tratando de destrozarle con sus poderosas garras.
Por fortuna, el coloso estaba dotado de una fuerza hercúlea. Al verse perdido, y en la imposibilidad de evitar el ataque, había estrechado entre los brazos a la pantera con rabia tal, que le arrancó un grito de dolor.
Un oso gris no hubiera podido hacer más con un jaguar. Rocco no dejaba la presa, y sometía a dura prueba la fortaleza de sus costillas.
El marqués y Ben habían avanzado; pero no se atrevían a hacer fuego por miedo de matar al compañero con la misma bala que hiriese a la pantera. Una y otro formaban un solo grupo.
—¡Suéltala, Rocco! —gritaba el marqués.
Pero el coloso apretaba con mayor fuerza; sus poderosos brazos la estrechaban cada vez más haciendo crujir los huesos del animal.
—¡Déjadme hacer! —decía—. ¡La ahogaré!
La pantera, sintiéndose desfallecer, hacía esfuerzos prodigiosos por hurtar el cuerpo, y trataba de destrozar el cráneo de su enemigo.
Rugía ferozmente, y sus fauces se cubrían de espuma sanguinolenta.
De pronto dió un rugido más ronco y luego se estremeció, mientras los potentes brazos del coloso se estrechaban cada vez más sobre su cuerpo.
—¡Allá, va! —gritó el hércules, lanzándola a cuatro o cinco pasos de distancia—. ¡Señor marqués, podéis darle el golpe de gracia!
La advertencia llegó a tiempo, porque el feroz animal volvió a levantarse más amenazador que nunca.
En aquel momento dos balas le destrozaron el cráneo y la hicieron caer para no levantarse más.
—¡Por el alma de Satanás! —exclamó el marqués maravillado—. ¿Qué clase de brazos son los tuyos?
—¡Dos brazos robustos! —respondió el coloso.
—¡He aquí un hombre que vale por veinte! —dijo Ben—. ¡Si los tuaregs nos asaltan, no quisiera hallarme en su pellejo!
—¡Ni yo tampoco! —añadió el marqués.