CAPÍTULO IX

EL DESIERTO DE SAHARA

Como todo el mundo sabe, el Sahara es el más vasto desierto del Globo, la mayor extensión de arena que existe en parte alguna.

Se extiende desde el 16º al 30º de latitud, y ocupa una extensión de 4500 kilómetros de largo y 1000 de ancho. Se puede calcular su superficie en 4 400 000 kilómetros cuadrados, aproximadamente.

En contra de lo que se ha creído y se ha dicho hasta ahora, el Sahara no es una inmensa llanura toda cubierta de arena y sin una gota de agua; una especie de mar de fuego extremadamente peligroso de atravesar, como se ha dado a entender.

Tampoco es una gigantesca cuenca de un mar hoy extinguido, o mejor, un pequeño océano, dada su enorme extensión.

En él hay llanuras, hay hondonadas y hay también rocas, y bastas cadenas de montañas altísimas, sobre cuya cima el agua se congela, porque aquellas estribaciones, especialmente la del Haggar, alcanzan una altura de 2500 metros.

¿Qué más? El Sahara tiene también sus ríos, que no son perennes, esto es cierto; pero que en ciertas épocas del año corren con furia durante semanas enteras.

Tales son los onadis, que se pierden después en la arena, y que desembocan en lugares que permanecen en seco la mayor parte del año.

No obstante, como ya queda dicho, hay ciertos sitios donde sólo llueve una vez cada veinte años, y donde el calor llega a más de 50 grados. En cambio, en los oasis y durante la estación invernal, no es raro ver bajar la temperatura a siete grados, y lo propio sucede en las alturas de Tasili, de Egele, de Muydir y sobre los montes del Adrar, del Waran y del Tinge, que alcanza una elevación de 1330 metros sobre el nivel del mar.

Las dunas de arena no se extienden por todo el desierto, como se ha creído hasta hoy; ocupan solamente la región baja, que comprende el suroeste de Marruecos y el sur de la Tripolitania, corriéndose hasta cerca de la ribera izquierda del Nilo.

Este es el verdadero desierto caldeado, sin agua, sin vegetación, donde sólo crecen unas cuantas hierbas llamadas agtil y algunos arbustos.

Aquí es donde sopla el terrible viento llamado el simoun, que deseca y absorbe la humedad de las plantas, que hace evaporarse el agua contenida en los odres, y que levanta olas enormes de arena a tanta altura, que algunas veces entierran a caravanas enteras.

Sin embargo, en esta peligrosa región el agua no falta a cierta profundidad. Así, en estos últimos años los europeos han abierto con feliz resultado en el oasis boreal bastantes pozos artesianos que dan agua en mucha cantidad.

Los peligros mayores, más temibles que los de la arena y de los vientos, proceden de sus habitantes, de los tibbus y de los tuaregs, pueblos de origen árabe, que viven exclusivamente de la rapiña, asesinando y saqueando a las caravanas que atraviesan el desierto; gente intrépida y feroz, fanática y salvaje, que se jacta de asesinar cristianos.

Como los lectores pueden ver, se han forjado muchas leyendas sobre los tremendos peligros del desierto, y quizás Soleillet, el famoso explorador francés, no ha dejado de tener razón para declarar, aun cuando esto haya parecido una paradoja, que el camino mejor para ir de Argelia al Níger es el del desierto, y que si el Sahara es completamente estéril, consiste en que nadie lo ha cultivado.

La caravana del marqués de Sartena se había internado valerosamente en el desierto caminando en fila.

El moro, jinete en un asno, iba a la cabeza, en su calidad de guía, orientándose entre las arenas sin necesidad de brújula, porque a los habitantes del Sahara les basta para ello con el sol y la estrella polar. Detrás del moro marchaba el camello de Ester, seguido por el marqués, Rocco y Ben, y, por último, cerraban la marcha los demás animales, guiados por los beduinos.

El desierto se extendía hasta perderse de vista, confundiéndose con el llameante horizonte; pero no era una llanura plana, sino una continua ondulación de colinas arenosas dispuestas de mil modos, más o menos altas. Y aquí y allá se veían esparcidas algunas hierbas y hedysarum albagi, plantas que tienen profundas raíces y hojas cortas con púas, de que gustan mucho los camellos.

En lontananza se descubrían aún algunos grupos de palmeras.

—¡Qué tristeza —exclamó el marqués— y, sobre todo, qué silencio reina en este mar de arena!

—¡Y apenas hemos comenzado a recorrerlo! —añadió Rocco.

—¡Ya nos acostumbraremos!

—Y entonces no nos parecerá tan triste —dijo Ben—. Los hombres que guían las caravanas aman estos lugares. Cuando van a Marruecos, ansían el momento de volver a su Sahara.

—Y sin embargo, no deben de llevar una vida muy alegre —añadió el marqués.

—Es cierto —replicó el judío—. La vida del desierto está llena de fatigas y de privaciones. Todos los años un buen número de esos valientes exploradores dejan sus huesos calcinarse bajo el ardiente Sol del desierto.

—¿Y sopla muchas veces el simoun? —preguntó Rocco.

—Ya veréis sus efectos en los innumerables esqueletos que encontraremos —respondió Ben—. Se puede asegurar que los caminos que conducen al Niger están todos cubiertos de huesos de hombres y de animales: no es caso raro que una caravana entera desaparezca entre la arena para siempre.

—¡Demonio! —exclamó Rocco—. ¡El cuadro es poco agradable!

—Sin contar los que mueren de sed —añadió el marqués.

—En Marruecos se recuerda todavía con horror la caravana que en 1805 pereció toda por encontrar los pozos secos —dijo Ben.

—¿Era numerosa? —preguntó Rocco.

—Se componía de dos mil personas y de mil ochocientos animales entre camellos y asnos.

—¿Y perecieron todos?

—Todos los cadáveres fueron encontrados amontonados alrededor de los pozos secos.

—¡Qué hecatombe! —exclamó el marqués.

—Confío en que tendremos mejor suerte —dijo Rocco.

Mientras hablaban, la caravana marchaba lentamente serpenteando por entre las dunas.

El calor comenzaba a hacerse insoportable, y la luz reflejada en las arenas hería cruelmente los ojos, mientras un polvillo impalpable se levantaba bajo los cascos de los animales, produciendo a los viajeros frecuentes accesos de tos.

En algunos momentos parecía que de las hendiduras del terreno brotaban llamas, como si bajo aquella arena circulase la lava de un invisible volcán.

También aquel silencio profundo, no interrumpido por el grito de un ave ni por el chirrido de un insecto, producía un extraño efecto de desaliento y de tristeza en el ánimo de los dos europeos, no familiarizados aún con los terribles mares del desierto.

El marqués había intentado cantar una canción corsa; pero pronto se vio obligado a cerrar los labios, porque el polvillo impalpable que le entraba en la boca le secaba las fauces.

Además, su voz, perdiéndose en aquella llanura interminable de arena, en vez de alegrar el ánimo, lo entristecía, porque se apagaba bruscamente y sin eco, como si el calor la absorbiese con la humedad.

A mediodía, después de una penosa marcha de cuatro horas, la caravana se detuvo en un minúsculo oasis constituido por una docena de palmeras cargadas de dátiles y de un poco de césped formado de lichen esculentus.

El desierto puede considerarse como la patria de la palmera, porque crece en todos los oasis espontáneamente, sin exigir cultivo alguno y resistiendo con tenacidad a las sequías más continuadas.

Si el camello es necesario al habitante del desierto, la palma lo es aún más; y se comprende la veneración que el árabe tiene por esta planta, sin la cual no podría vivir.

De la palmera extraen los luarega lo más preciso para su vida.

Las hojas tiernas les sirven de ensalada, el dátil lo emplean de diferentes maneras, y mediante una incisión hecha en el tronco del árbol extraen de él un jugo refrescante que llaman leche de datilero, muy agradable al paladar. Por último, con las hojas secas construyen esteras, tapices, cestos, sombreros y cuerdas muy sólidas.

De los dátiles, que, como nadie ignora, contienen una gran cantidad de azúcar, de almidón y materias mucilaginosas, obtienen los tuaregs una harina que se conserva durante largo tiempo, y que constituye su principal alimento.

También extraen de ellos un jarabe exquisito, llamado miel de dátiles, que sirve para condimento del arroz. Dejando fermentar el fruto, sacan asimismo de él un licor muy agradable, que pueden convertir en vinagre y en alcohol por medio de la destilación.

Por último, la madera de estos maravillosos árboles produce un combustible que desarrolla un calor casi igual al de la hulla.

¿Se puede pedir más a una planta?

Mientras el marqués, ayudado por Ester y el moro, armaba las tiendas, pues quería prolongar la parada hasta la puesta del sol, y Rocco preparaba la comida, Ben y los dos camelleros entraban a saco en las palmeras, despojándolas de su exquisito fruto.

—¡La recolección ha sido abundante! —dijo Ben presentándose con una soberbia carga de racimos de dátiles—. ¡Se podría hacer excelente miel!

—¿Y quién se encargará de ello? —preguntó el marqués.

—Yo, señor marqués —respondió Ester, que estaba chupando con sus hermosos labios, rojos como el coral, un riquísimo dátil.

—Hecho por vos, me parecerá más gustoso —dijo galantemente el marqués—. Si lo permitís, yo os ayudaré.

—¡Aceptado! —replicó Ester riendo—. La fabricación no es fácil.

—Yo, entretanto, os traeré un vaso de leche de datilero —añadió Ben—. La planta morirá; pero quedan muchas.

—¿Y por qué? —preguntó el marqués.

—Pues porque se desangra por la incisión.

Y dicho esto hizo una cortadura en el tronco, tomó un odre, y empezó a recoger el líquido que brotaba por la herida de la planta.

Mientras se llenaba el odre, el marqués, Ester y Rocco fabricaban la miel; operación facilísima, que no requiere más que un poco de fuerza y una olla de barro con el fondo agujereado, en la cual se exprime la fruta hasta que suelta el jugo.

De este modo obtuvieron una buena cantidad de miel.

Terminada la comida, todos se tendieron bajo las tiendas para dormir la siesta, mientras los camellos rumiaban en medio de las arenas, insensibles, como la salamandra, a las mordeduras de aquel sol de fuego.