LAS PRIMERAS ARENAS
El resto de la noche transcurrió tranquilamente, aun cuando el segundo león prorrumpió más de una vez en rugidos, que más parecían de dolor que de cólera.
Hacia las seis de la mañana, el convoy, con un asno y un camello menos, levantaba el campo para descender hacia el desierto.
El marqués había mandado desollar el león y regaló la soberbia piel a la hermosa judía, que agradeció mucho el obsequio.
—Todavía nos queda otra fiera —dijo Rocco—. La que ha matado la señorita Ester.
—Pues vamos en su busca —replico Ben.
—Cuando la caravana marche hacia el desierto, nos acercaremos a la explanada —añadió el marqués.
Montaron en sus caballos, y mientras Ester, sentada en la tienda portátil que llevaba el camello, seguía a los beduinos y al moro a través de las últimas colinas, ellos se dirigieron hacia el sitio donde se habían emboscado la noche antes.
No les fue difícil encontrar el rastro de la caza de Ester. El animal estaba muerto; pero, como habían supuesto, no se trataba de un león.
Era una hiena, fiera muy abundante en las cercanías del gran desierto, de color oscuro, cabeza grande, hocico puntiagudo y cuerpo alargado.
Estos inmundos animales, aunque armados de agudos colmillos y garras afiladas, no se atreven a afrontar la presencia del hombre: viven exclusivamente de carroñas, y hasta se asegura que desentierran los cadáveres para devorarlos.
—¡Buen disparo! —dijo el marqués, que la había observado atentamente—. ¡La bala le había atravesado el cráneo!
—¡Desollémosla! —añadió Rocco empuñando el cuchillo de monte.
—No vale la pena, Rocco: es una piel que no tiene valor alguno.
—¡Vamos, señores! —replicó Ben Nartico—. ¡No es prudente que permanezcamos alejados de la caravana!
—¿Parece que no os fiáis mucho de nuestros guías? —dijo el marqués.
—No dieron ayer noche muchas pruebas de valor.
—¡Ni siquiera el hombre que tiene la bendición de la sangre! —añadió en tono burlón Rocco.
—¡Oh! Los leones producen siempre cierto efecto, aun en los hombres más animosos —respondió el marqués—. Hay que esperar algunos días antes de juzgar a nuestro moro.
Volvieron a emprender el camino, y pocos minutos después se reunían a la caravana.
Los camellos avanzaban con mucha fatiga, por no estar habituados a los terrenos húmedos que entonces recorrían.
Como viven en los terrenos áridos y arenosos, la vegetación exuberante les produce cierto malestar.
Pero olfateaban ya las ardientes emanaciones del gran desierto, y aun cuando el camino fuese malo para ellos, hacían esfuerzos prodigiosos para llegar pronto a aquel océano de arena.
A las diez de la mañana la caravana hizo una breve parada cerca de un pequeño aduar formado por un par de tiendas y un pequeño seto de arbustos, donde pastaban unos cuantos carneros negros. Aquel aduar debía de ser el último.
Su propietario, un viejo árabe de barba blanca, que contrastaba con el largo kaik de lana oscura que envolvía su flaco cuerpo, recibió cortésmente a los extranjeros, repitiendo muchas veces:
—¡Salam alikum! (¡La paz sea con vosotros!).
Después un muchachillo sacó una ghirba llena de leche, y el viejo se la ofreció a El-Haggar, diciéndole:
—Tú eres el hombre que tiene la bendición de la sangre. Así, pues, bebe el primero, porque tengo necesidad de tu auxilio.
—¿Me has reconocido? —preguntó el moro.
—Sí —dijo el viejo.
—¿Qué puedo hacer por ti?
—Tengo un hijo enfermo.
—Le curaré —respondió el moro.
—¡Oh! —murmuró Rocco—. ¡He aquí a nuestro guía convertido en médico!
El viejo, que había entrado en la tienda, salió en seguida de ella llevando entre los brazos un chiquillo de cuatro o cinco años, cuya cabeza estaba cubierta de una costra repugnante.
—Mi hijo está muy enfermo —dijo—; pero tú le curarás, y Alá te bendecirá.
—Y me darás un carnero —añadió El-Haggar, que no concedía gratis su bendición. Después hizo sentar al niño delante de él, y sacando del bolsillo una piedra y un eslabón, empezó a percutirlos fuertemente, arrancando al pedernal una infinidad de chispas, al propio tiempo que recitaba el primer versículo del Corán y repetía de cuando en cuando:
—¡Bismillah! (¡En nombre de Dios!).
Luego levantó con mucha solemnidad al pequeñuelo, diciendo seriamente:
—¡Tú curarás presto! ¡Qué me traigan el carnero!
—¡Este hombre es un hábil embustero! —dijo el marqués a Ben Nartico.
—No, señor; lo hace de buena fe —respondió el judío.
—¿Y en qué consiste la bendición de la sangre?
—Es un don natural que sólo poseen aquellos cuyos brazos han cortado muchas cabezas.
—¿Y El-Haggar es de esos? —preguntó Rocco haciendo verdaderos esfuerzos para contener la risa.
—Debe de haber cortado muchas.
—¿Y creéis en la eficacia de su bendición?
—He visto curar a otros niños que tenían la misma enfermedad.
—¿De modo que sólo puede curar las enfermedades de la cabeza?
—Las únicas.
—¡Qué lástima! —exclamó Rocco en tono zumbón.
—Veo que dudáis del poder de su bendición. Sin embargo, yo he visto a los árabes realizar curas maravillosas; y, cosa más extraña aún, su influencia curativa alcanza hasta a las mismas plantas.
—¡Eso si que es curioso! —dijo Rocco soltando una carcajada.
—Yo mismo he podido convencerme de ello —respondió Ben Nartico con mucha seriedad.
—¿De qué modo?
—En mi jardín tenía varios albaricoqueros que no daban fruto y varios olivos que eran también estériles. Me aconsejaron que me dirigiera a uno de esos hombres que tienen el poder de curar las plantas, y, en efecto, así lo hice, con el mejor resultado.
—¿Y cómo se realizó el milagro? —preguntó atónito el marqués.
—Ahumando los árboles con tres cabezas de carnero quemadas debajo de ellos[3].
—¡Es increíble!
—Pues en la época de la floración todos los cultivadores emplean ese procedimiento.
—Y con los olivos, ¿qué se hace? —preguntó Rocco—. Me conviene saberlo, porque en mi isla hay muchos que permanecen improductivos.
—Pues se hace un agujero en ellos, se les introduce un pedacito de oro puro, y después se cierra la abertura con cáscaras de huevo y greda. Es un experimento que podéis hacer, y que aquí conocen todos[4].
—Pues hablaré de él a mis compatriotas si salgo con vida del desierto —dijo Rocco con tono de incredulidad.
Habiendo descansado lo suficiente, el marqués dió la orden de marcha, deseando acampar en el desierto aquella misma noche.
El terreno comenzaba a presentarse casi estéril, viéndose ya estratos de arena conducida por los vientos abrasadores del Sahara.
Los camellos habían apretado el paso, ansiosos por recorrer las llanuras. De pronto, al trasponer una loma, el marqués y sus compañeros vieron extenderse delante de sí una llanura ondulada cubierta de arena, que se perdía en los limites de un horizonte inflamado por los rayos del sol.
—¡El desierto! —exclamó Ben Nartico.
—¡Con su simoun! —dijo Rocco—. ¡Mirad aquella nube inmensa que avanza allá sobre la arena!
—Te engañas —replicó el marqués—; si el simoun soplara, se verían todas esas colinas de arena en movimiento.
—¿Pues qué significa esa nube? ¿Acaso en el desierto llueve? A mí me han dicho que aquí nunca cae ni una gota de agua.
—Es otro error, bravo Rocco.
—¡Cómo! ¡Lo he leído en muchos libros!
—Pues bien; esos libros no dicen la verdad, porque también en el Sahara llueve. ¿No es cierto, Ben?
—Sí, señor marqués; entre Julio y Octubre suele caer algún aguacero; pero solamente en ciertas partes del desierto. En otros parajes pasan quince años sin que caiga una gota de agua.
—Y, sin embargo, aquélla es una nube, y muy oscura —insistió el coloso—. Un ciego podría verla.
—Dudo que sean vapores acuosos —dijo Ben Nartico, que observaba el horizonte atentamente.
—El pobre viejo a quien acabamos de dejar —dijo en aquel momento El-Haggar acercándose— será digno de compasión dentro de poco.
—¿Por qué? —preguntó el marqués.
—Porque dentro de dos o tres horas no le quedará una brizna de hierba para mantener a sus corderos, ni una sola hoja en los árboles; esa nube que vemos es una nube de langosta.
—¿De langosta?
—Que procede del desierto, donde depositan las crías durante la época de reproducción. Ahora vienen tan hambrientas, que caerán sobre Marruecos, talándolo todo.
—¿Y no hay manera de detener la invasión? —preguntó Rocco.
—¿Cómo?
—Encendiendo hogueras y mandando a su encuentro millares de campesinos.
—No servirían para nada —añadió el marqués—. Tú no puedes imaginar la cantidad enorme de insectos que caen sobre los campos. Verás cómo todas estas plantas son devastadas en pocos minutos, sin que quede una hoja intacta. Un huracán, una tromba, un ciclón, una granizada, no significan nada en comparación con una nube de langostas.
—También en Cerdeña suelen verse; pero se combaten, señor marqués.
—No siempre. En Europa se han visto muchas invasiones terribles, que han destruido las cosechas en provincias enteras. Algunas de ellas son memorables. En 1690, por ejemplo, la Lituania y Polonia fueron invadidas por tal plaga de langosta, que se perdió todo, y las casas se llenaron también de insectos, obligando a sus moradores a abandonarlas. Cuando regresaron, las despensas estaban vacías.
—Es un verdadero desastre —dijo Ben.
—En Francia, en 1613, una calamidad idéntica arruinó varios departamentos, especialmente a Marsella.
—¡Aquí está la vanguardia que llega! —exclamó Ben Nartico—. Antes de que caigan encima de nosotros internémonos en el desierto Donde no ven vegetación no bajan.
Los camellos avanzaron rápidamente entre la arena.
Las primeras columnas de langosta aparecían ya, manteniéndose a cincuenta o sesenta metros del suelo.
Iban tan agrupadas, que interceptábanlos rayos del sol, y causaban con las alas un rumor extraño que semejaba el ruido producido por un salto de agua.
—¡Qué enormidad! —exclamó Rocco mirando con estupor aquellos inmensos enjambres de insectos alados, que parecían no tener fin—, ¡y no poder destruir esta plaga!
—No nos detengamos, si hemos de llegar a tiempo para incorporarnos a la caravana de Beramet —replicó el marqués.
—¡Saludemos al desierto! —dijo Ben.
Pocos minutos después hombres y camellos atravesaban las ardientes arenas del Sahara, mientras los batallones de langostas continuaban volando en filas nutridas, produciendo una rápida corriente de agua y un estrépito incesante.