LA CAZA DEL REY DE LAS SELVAS
Después de haber recomendado la mayor vigilancia a los beduinos y al moro, el marqués y sus compañeros se alejaron del campamento, internándose en unos espesos matorrales, donde era fácil esconderse.
El león debía de haberse detenido a unos trescientos pasos de las hogueras. A la sazón ya no rugía, y quizás se acercaba arrastrándose para sorprender a sus enemigos.
El marqués, después de recorrer un corto trecho, se había detenido cerca de los límites del matorral, enfrente de un espacio descubierto.
—El león, pasará, seguramente, por aquí —dijo volviéndose a sus compañeros—, es el camino más breve para llegar a nuestro campo.
—Pues ocultémonos —añadió Ben Nartico—, porque si nos ve, dará un rodeo para caer sobre los animales por la parte opuesta.
—No hagamos fuego todos juntos —dijo el marqués—. Muchas veces una sola descarga no aterra a esas fieras.
—Es cierto.
—Dejaremos el honor del primer disparo a la señorita Ester, y vos haréis el segundo, amigo Ben.
—¡Gracias, marqués! —respondió la hermosa judía—. Trataré de no errar el tiro.
—¡Silencio! —dijo Nartico—. ¡Me parece que el león ha vuelto a emprender su marcha!
—¿Habéis oído algún rumor?
—Sí; he oído moverse las ramas, marqués.
—Entonces, es posible que sea el león, porque en estas selvas no debe de haber hombres, especialmente a tal hora.
—Pues tomemos posiciones —dijo Ester arrodillándose detrás de un tronco de encina.
—¡Admiro vuestra tranquilidad! —exclamó el marqués.
—¿Por qué?
—Porque me sorprende extraordinariamente ver a una mujer que no tiembla delante del rey de las selvas.
Ester se volvió hacia él, le miró con sus ojos negros, y se sonrió en silencio.
—¡Alerta! —dijo Rocco en aquel momento.
Una forma negra envuelta en la oscuridad avanzaba cautelosamente al través del espacio descubierto, deteniéndose cada dos o tres pasos.
—¿Acaso será el león? —preguntó Ester.
—Es imposible saberlo con seguridad —respondió el marqués, que estaba detrás de ella, pronto a acudir en defensa suya en el caso de un asalto imprevisto—. Con esta oscuridad, no se distingue nada.
—Es verdad.
—Esperemos que se acerque.
—Entretanto, apuntaré —dijo la joven.
—Y yo lo mismo, hermana —agregó Ben Nartico.
El animal se encontraba en aquel instante a un centenar de pasos, y no parecía tener gran prisa en avanzar; quizás había olfateado el peligro, y tomaba sus precauciones para atravesar la explanada.
—Me parece que no es un león —dijo Ben después de algunos minutos de silencio—, tiene demasiadas vacilaciones.
—Será una fiera prudente —replicó el marqués.
—¡Se ha parado! —dijo Rocco.
El animal se había ocultado detrás de un matorral.
—¡Ah, cobarde! —exclamó el marqués—. ¡No se atreve a avanzar!
—Pero ofrece un buen tiro —dijo Ester—. Le descubro muy bien, y puedo matarle.
—¿Queréis disparar?
—Sí, marqués.
—¡Rocco, preparémonos!
—También yo le veo —replicó el coloso.
La hermosa judía había apuntado la carabina apoyando el cañón en el tronco de una acacia para hacer blanco con mayor seguridad. Estaba muy tranquila, como si no se encontrase delante de una de las fieras más peligrosas del desierto: sus hermosos brazos no se agitaban con el más leve temblor.
—¡Bella y valerosa! —murmuró el marqués con admiración—. Si…
Una súbita detonación le cortó la frase: la fiera, que estaba agazapada entre las matas, se alzó de golpe girando sobre sí misma, y después cayó sin lanzar un rugido.
—¡Buen golpe! —exclamó el marqués—. ¡Señorita Ester, que sea enhorabuena!
—¡Es una cosa fácil, como habéis visto! —respondió la joven.
—Pero ¿qué animal hemos matado? —preguntó Ben Nartico—. ¿Es un león, o una pantera?
—Ahora lo sabremos —dijo el marqués.
—Ya iban a lanzarse fuera del bosque, cuando por la parte del campamento oyeron gritos de terror, seguidos de tres detonaciones.
—¿Quién asalta a nuestros hombres? —gritó el marqués deteniéndose.
Un rugido formidable resonó en la selva; uno de esos rugidos tan potentes, que no se olvidan nunca una vez oídos.
—¡El león! —exclamó el marqués aterrado.
—¡Al campamento, señores! —dijo Ben Nartico.
Y todos se lanzaron a la carrera. Apenas habían recorrido unos cincuenta pasos, cuando vieron una sombra saltar fuera de un matorral, pasar por encima de ellos con la rapidez de una flecha, y desaparecer en el acto en medio de los árboles.
El marqués y Rocco habían preparado los fusiles de repetición.
—¡Demasiado tarde! —dijo el primero.
—Era el león; ¿no es cierto? —preguntó Rocco.
—¡Si! —respondió Ben Nartico con voz alterada—. ¡Un león enorme, que casi estuvo a punto de derribarme!
—¡Atención, que puede repetir el salto!
Todos apuntaron las armas hacía los árboles entre los cuales se había ocultado la fiera, creyendo verla aparecer de nuevo.
—Acaso se haya alejado —dijo el marqués después de unos momentos de angustiosa espera—, no se oye nada.
—Repleguémonos al campamento —dijo Ben Nartico—, aquí no estamos seguros.
Volvieron a reanudar la marcha con las armas preparadas, y en pocos minutos llegaron a las hogueras.
El moro y los dos beduinos estaban todavía dominados por la mayor exaltación, y arrojaban por todas partes tizones encendidos.
—Señores —dijo El-Haggar con voz aterrada—, el león se ha aprovechado de vuestra ausencia para asaltarnos: acaba de arrojarse sobre uno de nuestros asnos, y de un zarpazo le ha despedazado la espina dorsal.
—¿Y no se lo ha llevado?
—No, porque le disparamos dos tiros.
—¿Y no le habéis dado?
—La acometida fue tan imprevista, que no hemos tenido tiempo para apuntarle.
—¿Hacia dónde ha huido?
—Hacia el centro de aquel grupo de árboles.
—¡Delante de vosotros! ¡Entonces, los leones son dos!
—¡Diantre! —exclamó Rocco—. ¡El negocio es serio!
—¿Y la fiera que ha caído en la explanada? —preguntó Ester—. ¿Será otro león también?
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Rocco.
—¡Dar una buena lección al matador de nuestro asno! —dijo el marqués.
—¡Se me ocurre una idea! —exclamó Rocco.
—Pues venga.
—Todo el mundo sabe que los leones tienen la costumbre de volver al sitio donde han matado una presa.
—Sí; para devorarla antes que las hienas y los chacales se apoderen de ella.
—Pues llevemos al asno fuera del campo, y aguardemos a que vuelva el león. ¡Oh! ¡No tardará en aparecer; os lo aseguro!
—Pongamos en ejecución tu idea —dijo el marqués.
Llamó a los beduinos y al moro, y les dio la orden de arrastrar al asno a ciento cincuenta metros del campamento, cerca de un matorral.
Mientras aquéllos obedecían, el marqués, ayudado por Rocco y por Ben, amontonó una porción de ramas cerca de una de las hogueras, formando con ellas una especie de barricada.
—Nos ocultaremos aquí —dijo—, no viéndonos leones, en seguida volverán para llevarse la presa.
Hizo echarse a los dos beduinos y al moro cerca de los camellos, y después se escondió detrás de la barricada, acompañado de Ben Nartico y Rocco.
La selva estaba entonces silenciosa. Parecía que los dos leones, desanimadas por el mal éxito de su primer asalto, se habían alejado, porque ya no se les oía rugir.
Sin embargo, ni el marqués ni sus compañeros se dieron por convencidos.
—Es una astucia suya —había dicho el marqués: estoy seguro de que nos acechan. Mientras vuelven, retiraos a descansar, señorita Ester.
El marqués había cazado muchos leones, y conocía todas las estratagemas de tales fieras.
Aunque se haya escrito lo contrario, es indudable que el león del África septentrional es mucho mayor y más vigoroso que el del África meridional, y nunca renuncia a su presa.
Tiene una audacia increíble, y no teme al hombre. En esto se asemeja a los tigres de la India, que después de haber hecho la primera víctima humana afrontan resueltamente la presencia del cazador.
Generalmente, el león, que vive de animales sorprendidos en los bosques, huye casi siempre del hombre; pero si vence y devora a uno, entonces se vuelve extremadamente peligroso.
Se atreve a entrar de noche en los aduares para devorar a los beduinos y a los árabes desprevenidos, y ya no le atemorizan las hogueras encendidas.
Para demostrar cuánta es su audacia, bastará decir lo siguiente:
En Tsavo, en la Uganda inglesa, se estaba construyendo un ramal de ferrocarril.
Una noche desaparecieron dos trabajadores chinos: habían sido devorados por un león, el cual tuvo la audacia de penetrar por la noche en el campamento, defendido por trincheras y habitado por centenares de personas.
Pocos días después aquel animal, que se había aficionado a la carne humana, volvió al mismo campamento, y se llevó de él a un indio.
Al día siguiente se encontró la cabeza de aquel infeliz, única parte de su cuerpo que el león dejó intacta.
El inglés Patterson, uno de los directores del ferrocarril en construcción, espantado por el creciente número de las víctimas, preparó una emboscada; pero el león huyó de ella, y con una habilidad increíble entró en el campamento por la parte opuesta y se llevó otro trabajador.
Se redoblaron las hogueras y los centinelas; pero todo en vano.
El formidable cazador de hombres dos noches después saltó el foso, desgarró la tienda que servía de hospital, hirió mortalmente a dos enfermos, derribó a un enfermero, y se lo llevó al bosque para devorarle con toda tranquilidad.
Por último, y después de preparar varias emboscadas, el león fue muerto cuando ya había devorado en algunas semanas una veintena de trabajadores, entre negros, indios y coolies chinos.
Por tanto, el marqués podía estar seguro de la vuelta de los dos leones. En efecto; aun no había transcurrido una hora, cuando Rocco observó que una sombra se deslizaba cautelosamente detrás de las matas, tratando de acercarse al campamento.
—¡Ya vienen, señor marqués! —dijo.
—¡Me lo imaginaba! —respondió el corso—. ¿Vienen ambos?
—No he visto más que uno.
—¿Dónde estará el otro? ¡Estemos en guardia para que no se nos eche encima por otro lado! Dejad que yo solo haga fuego: vosotros reservad vuestros tiros para el otro.
—¡Aquí está, marqués; miradle! —exclamó Ben Nartico.
—¡Qué animal tan soberbio! ¡Nunca he visto otro semejante!
El león había salido del matorral, y se plantó delante de la primera hoguera, acotándose el lomo con la cola.
Era un animal verdaderamente espléndido.
Medía cerca de dos metros, y tenía una melena pobladísima y muy obscura, que le daba un aspecto imponente.
Sus ojos relampagueantes se habían fijado sobre el montón de ramas, como si hubiera adivinado que allí estaban ocultos sus enemigos.
No obstante, se mantenía erguido, con la cabeza alta y el cuerpo recogido, como si se preparase a empeñar la lucha.
El Marqués introdujo silenciosamente el cañón de su carabina Martini por entre dos ramas, y apuntó a aquel terrible enemigo.
Ya iba a disparar, cuando un rugido terrible, ensordecedor, seguido de los gritos de los beduinos, resonó a sus espaldas.
—¡El león! ¡El león! —decía asustado El-Haggar.
El marqués retiró el arma y se volvió.
El segundo león había caído de improviso en medio del campamento, saltando por encima de las hogueras.
Espantado quizás por los gritos de los beduinos, permaneció un momento inmóvil.
—¡Encargaos del otro, señor marqués! —gritó Rocco haciendo fuego al mismo tiempo que Ben Nartico.
A los dos disparos cayó la fiera; pero se levantó pronto. De un salto formidable derribó la tienda donde Ester descansaba, y se lanzó fuera del campamento. En aquel mismo instante la barricada cayó encima del marqués bajo el impulso de un choque formidable, y el segundo león saltaba a su vez dentro del campamento.
Viendo cerca a un camello, saltó sobre sus lomos rugiendo espantosamente, mientras Ben Nartico y Rocco se arrojaban delante de la tienda, entre cuyas pieles se debatía Ester tratando de salir de ella.
El marqués, que no había perdido la sangre fría, se había incorporado con la carabina en la mano.
—¡A mí! —gritó.
El león estaba a diez pasos y se esforzaba por derribar al camello, que hacía esfuerzos desesperados para desembarazarse de aquel extraño jinete.
—¡Cuidado! —gritó Ben, que volvió a cargar precipitadamente el arma, mientras Rocco ayudaba a Ester a salir de la tienda.
El marqués avanzaba intrépidamente hacia la fiera, apuntando su carabina al pecho del animal para herirle en el corazón.
También Ben Nartico preparaba su arma, y Rocco y Ester se disponían a ayudarle.
De pronto el león, después de desgarrar horriblemente la piel del pobre camello, se recogió sobre sí mismo.
El marqués se encontraba a seis pasos de la fiera.
—¡Va a lanzarse sobre vos! —gritó Rocco—. ¡Fuego, señor marqués!
Un tiro resonó en aquel instante, y el león se desplomó dando un rugido horroroso; pero en seguida volvió a levantarse.
Ya iba a precipitarse sobre el marqués cuando Ben Nartico, Ester y Rocco hicieron una descarga.
La fiera volvió a caer para no levantarse, se debatió algunos momentos y después quedó rígida.
—¡Por Baco! ¡Vaya una piel dura! —exclamó tranquilamente el marqués—. ¡Y, sin embargo, tengo la seguridad de que le he dado en el corazón!