CAPÍTULO VI

HACIA EL DESIERTO

Una hora después la caravana del marqués y la de Ben Nartico se alejaban del aduar para internarse en el desierto, cuyas arenas, transportadas por el soplo furioso del simoun, comenzaban a aparecer sobre aquellas llanuras, aun no completamente estériles.

El convoy se componía de once camellos, cargados de víveres, de objetos de cambio y de odres de agua, y, además, de dos asnos y de cuatro caballos de raza árabe, animales hermosísimos y veloces como el viento.

El marqués, Rocco y Ben Nartico, vestidos de árabes, con blancos kaiks y caftanes de varios colores, precedían a la caravana en unión del moro. Todos iban armados con fusiles de repetición y revólveres, que tenían escondidos en las fundas de las sillas.

Detrás de ellos, y conducido por uno de los dos beduinos, avanzaba un gigantesco camello que llevaba sobre la joroba una especie de tienda de campaña.

Era el camello de Ester, la cual, cómodamente sentada dentro de la tienda en un bonito cojín de terciopelo, regalo de Hassan, hablaba de vez en cuando con sus acompañantes por entre las aberturas de la tela.

Tras este camello iban los demás en una larga fila, atados los unos a los otros y vigilados por el segundo beduino, que cabalgaba en uno de los asnos.

La inmensa llanura era cada vez más árida. Solamente a mucha distancia se descubría de cuando en cuando algún mísero aduar circundado por rebaños de carneros que pastaban las escasas hierbas de las hondonadas.

Sin embargo, aún no estaban en el desierto, que comenzaba a desplegar sus estériles mares de arena detrás del riachuelo de Igiden, que serpenteaba a lo lejos.

Mientras la caravana marchaba con rápido paso, gracias a los gritos incesantes de los beduinos, el marqués y Ben Nartico habían entablado una interesante conversación.

—Amigo mío —dijo el caballero al judío—, aún no me habéis indicado el objeto de vuestro viaje.

—En efecto.

—Para ir a Tombuctu en compañía de vuestra hermana, es forzoso que os mueva a ello una imperiosa necesidad, porque el desierto es peligroso para todo el mundo.

—Pues hago este viaje con el propósito de recoger una considerable herencia —respondió el judío—. No os lo he dicho antes porque ciertas cosas no deben decirse en presencia de testigos.

—¡Una herencia en Tombuctu! —exclamó con asombro el marqués.

—Sí, señor marqués. Mi padre murió en esa ciudad después de haber hecho una fortuna considerable.

—Sé que Tombuctu es una ciudad donde no se permite vivir a los extranjeros, y menos a los judíos.

—Es cierto; pero mi padre se fingió ardiente secuaz de Mahoma, nadie conoció su verdadera condición de judío, y vivió tranquilamente en Tombuctu siete años. Hace dos meses un fiel criado suyo atravesó el desierto para venir a darme cuenta de la muerte del pobre viejo e invitarme a ir a Tombuctu para recoger mi herencia.

—¿En qué consiste?

—Se trata de muchos millares de monedas de oro y de alhajas, escondidas en un pozo de la casa donde vivió mi padre.

—¿Y dónde está ese criado?

—Me ha precedido en el viaje. Nos aguardará en el oasis del Eglif.

—Acaso pueda darnos noticias sobre la suerte del coronel Flatters.

—Es posible, porque Tasili debía de estar en Tombuctu en la época de la matanza de la expedición francesa; pero es fácil que antes tengamos otras noticias.

—¿Por quién?

—Por los judíos del desierto.

—¡Cómo! ¿Hay hebreos en el Sahara?

—Muchos —respondió Ben Nartico—. Los tuaregs los llaman dagtumas, y viven diseminados en muchos oasis.

—¿De dónde proceden?

—Parece que huyeron de Marruecos durante la invasión árabe por negarse a abrazar su culto.

—¿Y qué hacen en el desierto?

—Trafican con las caravanas.

—¿Y los tuaregs no los inquietan?

—No; pero los tratan como a una raza inferior. Mis pobres correligionarios se ven obligados a buscar un protector entre los tuaregs, a quienes pagan una suma anual.

—Parece que no son muy animosos.

—No han nacido para hacer la guerra. Sin embargo, sus protectores los obligan algunas veces a empuñar las armas, y hasta a ponerte en la vanguardia para recibir los primeros disparos.

—¡Esos bandidos son unos verdaderos canallas! —dijo Rocco.

—Ya tendréis ocasión de conocerlos.

—¡Los recibiremos como se merecen! —añadió el marqués—. ¡Por fortuna, no nos faltan armas ni municiones!

Hacia el mediodía la caravana se detuvo por primera vez cerca de un grupo de palmeras para que los camellos descansasen y los viajeros pudieran resguardarse de los rayos del sol.

Aquellos árboles estaban coronados por un inmenso penacho de treinta a cuarenta hojas y ramos de flores en forma de mazorcas, que debían producir más tarde una fruta azucarada muy parecida a los dátiles, si bien de calidad inferior.

Este género de palmeras nace hasta en los terrenos más áridos, y son muy útiles, porque, además del fruto, se comen también las hojas frescas, y la fécula contenida en el tronco puede reemplazar a la harina del sagú.

El marqués ayudó a Ester a bajar del camello.

Después ordenó que se extendiesen tapices a la sombra de los árboles, durando la parada hasta las cinco de la tarde.

Un profundo silencio reinaba sobre aquella llanura, abrasada por los rayos del sol, que caían a plomo.

Ni siquiera se oía el zumbido de un insecto ni el canto de una cigarra: solamente los escorpiones, que abundan en el desierto, huían a bandadas ante las pisadas de los viajeros, ocultándose entre la arena.

Dos horas antes de la puesta del sol, después de la comida, que había consistido en carne fiambre y unos cuantos higos secos, la caravana volvía a emprender la marcha para alcanzar un collado donde sabía el moro que existía una fuente.

La travesía de este último trozo de la llanura se realizó felizmente, a pesar del calor que abrasaba a los viajeros, los cuales acamparon al fin bajo un espeso bosque compuesto de palmeras, encinas y acacias.

—Es la última etapa —dijo El-Haggar, el guía moro—. Mañana estaremos en el desierto.

—Y caminaremos con rapidez —añadió el marqués—. Tenemos prisa de llegar a Beramet para incorporarnos a una caravana que debe atravesar el desierto al mismo tiempo que nosotros; así iremos más seguros.

—No podremos llegar hasta pasado mañana —replicó el moro—. Las marchas entre la arena son fatigosas para los camellos.

—Pues los obligaremos a andar deprisa; no van muy cargados.

—Lo intentaremos, señor.

—¿Y dónde está la fuente de que me has hablado? Será prudente proveernos de agua.

—Lo haremos mañana.

—¿Y por qué no ahora?

—Porque por la noche aquel sitio es muy frecuentado por animales feroces: los leones, las hienas y las panteras acuden en gran número.

—¡Bah! ¡No me inspiran miedo! Ya he hecho conocimiento con los leones de Argelia, y, además, no creo que abunden por estos lugares:

Como si las fieras quisieran darle un solemne mentís, en aquel mismo momento se oyeron en lontananza feroces rugidos que repercutían en el bosque.

—¡Demonio! —exclamó el marqués—. ¡Los moradores de la selva se anuncian ya! ¡Tus palabras, amigo El-Haggar, han sido confirmadas!

—Ya os lo había dicho —murmuró el moro sonriendo.

—¿Y no vendrán a importunarnos esos peligrosos vecinos?

—Encenderemos hogueras alrededor del campamento para ahuyentarlos.

Prepararon la cena mientras los dos beduinos y el moro encendían cuatro fogatas.

En lo más intrincado de la espesura se oía de vez en cuando, y cada vez con mayor ímpetu, la nota cavernosa y potente del león. Sin duda, había olfateado la presencia de los animales y de los hombres.

Acaso aguardaba las últimas horas de la noche para acercarse.

Cada vez que resonaba el rugido los pobres camellos se acercaban asustados unos a otros, y los propios caballos alzaban las orejas con inquietud.

—¡Ese caballero empieza a resultar aburrido! —dijo el marqués llenando la pipa—. ¡Si al menos se dignara acercarse a tiro de fusil, le saludaría de buen grado!

—No se atreve —dijo Rocco—. Habrá advertido que estamos bien armados.

—O sabrá que está con nosotros el hombre que tiene la bendición de la sangre en las manos —dijo Ben Nartico.

—Yo se las he mirado, y no he visto en ellas nada de particular —murmuró Rocco irónicamente.

En aquel momento los rugidos del león aumentaron con violencia.

—Señores —dijo Rocco—, ese animal pide de cenar.

—Así parece —añadió el marqués.

El-Haggar, que velaba cerca de las hogueras, se acercó con una larga espingarda en la mano.

—Señor marqués —dijo—, el león amenaza nuestro campo. Debe de ser un viejo que ya ha saboreado carne humana.

—¿Un animal peligroso?

—Indudablemente —añadió el moro, que parecía muy inquieto—. Cuando los leones han devorado a un hombre, afrontan cualquier peligro para sacrificar otros.

—Como los tigres de las praderas indias. ¿Le has visto?

—Todavía no; pero tengo la seguridad de que se acerca.

—Ven, Rocco —dijo el marqués cogiendo una carabina Martini—, si ese señor se impacienta, le calmaremos con una onza de plomo.

—¿Qué tratáis de hacer? —preguntó el moro con espanto.

—Voy en su busca —replicó el marqués con voz tranquila.

—¡No os separéis de las hogueras! ¡El león os asaltará!

—Y nosotros le asaltaremos a él; ¿no es verdad, Rocco?

—Y le mataremos.

—¡También voy yo! —dijo Ben Nartico—. ¡No soy mal tirador!

—¿Y por qué he de permanecer yo inactiva? —exclamó una voz armoniosa a espaldas de ellos.

Ester, que había salido de la tienda, estaba de pie a pocos pasos de los cazadores y apoyada marcialmente en una pequeña carabina americana.

—¿Vos? —exclamó el marqués contemplándola con admiración—. ¿Vos afrontar a un león?

—¿Y por qué no? —dijo la linda judía con voz tranquila—. Sé manejar un arma de fuego como un hombre; ¿no es verdad, Ben?

—Hasta tiene mejor puntería que yo —respondió Nartico.

—Es un animal muy peligroso —dijo el corso.

—Entre cuatro le afrontaremos mejor, señor marqués.

—Es una caza terrible, que impresiona a los más expertos cazadores.

—Pero no es nueva para mí. ¿Te acuerdas, Ben, de aquel león que nos asaltó a la orilla del Atlántico?

—Sí que me acuerdo; tú le remataste de un balazo, porque a mí me falló el tiro. Si quieres venir con nosotros, en marcha.

—¡Admirable valor en una mujer! —murmuró Rocco al oído del marqués.

—Marqués —dijo la joven—, el león se impacienta. ¡Oid cómo ruge!

—Pues bien, señorita; vamos a ofrecerle una cena de plomo.

—Y de pólvora —añadió Rocco.