LA MATANZA DE LA EXPEDICIÓN FLATTERS
Los aduares marroquíes y argelinos se encuentran, por regla general, en los confines del desierto, y están constituidos exclusivamente por tiendas formadas de un tejido de palma y lana de cabras. Les sirven de sostén algunas estacas atadas con cuerdas.
Por lo común, tienen ocho o diez metros de extensión y dos de altura. Están divididas por paredes de junco, y las mujeres tienen en ellas un departamento reservado.
Sus muebles no pueden ser más sencillos: algún arcón, dos o tres tapices y una enorme piedra para triturar el trigo.
El fogón está a campo raso, para evitar que el humo penetre en las tiendas. Cerca del aduar hay casi siempre un aljibe, porque en aquellos lugares escasea el agua.
Los habitantes de los aduares son casi todos pastoras. Crían camellos, carneros y cabras, y no es raro ver centenares de animales pastando en derredor de las tiendas.
Por lo común son árabes, descendientes de aquellos formidables guerreros que, después de haber conquistado el África septentrional, invadieron a España y amenazaron a Francia, salvada del peligro de aquella irrupción por la valerosa espada de Carlos Martel.
Vueltos a África, estos árabes viven ahora tranquilamente en sus aduares, que sitúan lo más lejos posible de los gobiernos marroquíes, para huir de las vejaciones de las autoridades.
Pero aunque son pastores, se transforman cuando llega el caso en guerreros terribles, y sostienen sangrientas luchas contra las tropas del Emperador encargadas de exigirles el pago del garalme, o sea, de la contribución territorial.
Hassan, el amigo de Ben Nartico, no era verdaderamente árabe; pero había adoptado sus costumbres, como hacen todos los judíos que viven al sur de Marruecos.
Era pastor y traficante, muy conocido de todas las caravanas que atravesaban el desierto del Sahara, y podía prestar verdaderos servicios al marqués.
Al oír ladrar a los perros, los servidores de Hassan, todos esclavos sudaneses, se habían apresurado a salir al encuentro de los viajeros.
El viejo les dio algunas órdenes; después condujo al marqués y a su compañero bajo una espaciosa tienda cuyo pavimento estaba cubierto de tapices de Rabat, y les ofreció unas tazas de leche de cabra recién ordeñada.
—¡Cuánta paz reina en este lugar! —dijo el marqués—. ¡He aquí una existencia envidiable!
—No siempre, señor —replicó el viejo—. Aquí nos encontramos en los confines del desierto, y tras esta calma puede venir de un momento a otro el fragor de la lucha.
—¿Llegan hasta aquí los tuaregs?
—Si no vienen los tuaregs, suelen venir los scellaks, nuestros enemigos declarados.
—¿Conocéis vos a los tuaregs?
—He tenido relaciones con ellos. Cuando saquean alguna caravana, no es raro que se acerquen hasta este sitio para vender el fruto de sus rapiñas: armas, pólvora y vestidos.
—¡Ah! —exclamó el marqués mirando a Rocco, que entraba en aquel momento.
—¿Qué significa esa exclamación?
—¿Habéis oído hablar del coronel Flatters?
—¿El que mandaba la expedición de los franceses?
—Sí.
—Dicen que fue asesinado por los tuaregs.
—Eso se dice.
—Es una historia que todos conocen en el desierto.
—¿Sabéis con certeza lo que ha pasado?
—Con certeza, no; pero os mostraré algunos objetos que he comprado a los tuaregs, cuya procedencia es harto sospechosa. Acaso tengan alguna relación con la matanza de aquella expedición.
—¡Es imposible! —exclamó el marqués poniéndose en pie.
—¿Y por qué motivo?
—La caravana del coronel fue destruida en el desierto argelino, a mucha distancia de este lugar.
—¿Y eso qué importa? ¿Creéis que la distancia sea obstáculo para que un objeto hallado en el desierto argelino pueda llegar aquí? Para los tuaregs la distancia no existe.
—¿Cómo?
—Además, ¿acaso nosotros mismos no mandamos nuestras mercancías a Tombuctu, y más lejos todavía?
El marqués se disponía a responder, cuando en la entrada de la tienda apareció una mujer que vestía el airoso traje de los judíos.
Era una joven de diecisiete a dieciocho años, de extraordinaria belleza, alta y delgada, con los ojos negros y brillantes, y una soberbia cabellera del mismo color que formaba gracioso marco a su rostro alabastrino.
Llevaba un hermoso y rico traje que hacía resaltar sus hermosas formas. El corpiño era de seda roja recamado de oro, y la falda que ceñía sus torneadas piernas también estaba bordada con hilo dorado. De sus orejas, menudas y rosadas, colgaban ricos pendientes esmaltados de piedras preciosas, y un collar de perlas espléndidas rodeaba su garganta, de contorno irreprochable.
Sus cabellos estaban recogidos en trenzas por debajo de una riquísima sfifa, especie de diadema que usan las judías, y que está compuesta de esmeraldas y zafiros.
Al ver a aquella joven, el marqués no pudo contener una exclamación de asombro.
Aunque conocía la belleza de las mujeres hebreas del África meridional, belleza que contrasta extrañamente con la fealdad de los hombres, nunca había visto una hermosura semejante.
En aquella judía se confundía el esplendor oriental con la finura europea. La delicadeza de sus líneas era verdaderamente notable, aunque el corte de su cara no fuese precisamente griego ni romano.
Era menos puro que el primero, pero más gracioso que el segundo.
—Mi hermana Ester —dijo Ben Nartico presentándola al marqués, el cual parecía fascinado por el fulgor de aquellos hermosos ojos negros, que le contemplaban fijamente.
—¡No he visto mujer más hermosa ni en Argelia ni en Marruecos! —dijo el corso, saludando cortésmente a la joven.
—Aquí está el desayuno —dijo en aquel momento Hassan—. No puedo ofreceros más que lo que se produce en el desierto.
Cuatro esclavos habían tendido una bellísima estera de varios colores y colocado en ella algunos recipientes de porcelana.
—Señor marqués —dijo el viejo mientras todos se sentaban en torno de la estera—, los manjares no serán de vuestro gusto; pero hay que habituarse a la cocina del Sahara.
—Estoy acostumbrado a todo —dijo el marqués—. En la campaña contra las kabilas he comido con mucho apetito las cosas más estupendas.
Un negro entró en aquel instante con un cordero asado, cuyo olor prometía maravillas.
Hassan lo trinchó rápidamente y ofreció los mejores trozos a los convidados, diciendo:
—¡Alham dillak! (¡Alabado sea el Señor!).
Cuando todos se hubieron servido, hizo enviar el resto del cordero a los hombres de la caravana. A este primer plato sucedió el segundo, compuesto de dátiles secos y albaricoques mezclados con harina, manjar que los árabes estiman mucho, pero que no suele agradar a los europeos.
Por fortuna para ellos, Hassan lo reemplazó pronto con un guiso de pollo compuesto con cebollas y manteca, que pareció muy apetitoso a los invitados.
No había vino; pero, en cambio, el patriarca hizo llevar un odre de piel de cabra lleno de agua mezclada con leche de camella, que tenía un cierto sabor rancio. Hassan bebió el primer sorbo, diciendo:
—Sora (Salud).
—¡Allah y seltnek! (¡Dios te salve!) —respondió Ben Nartico.
—Repetidlo también vos, señor marqués —dijo el viejo sonriendo—. Adquiriréis la costumbre de hacerlo, y eso os será útil.
—¿Por qué? —preguntó el marqués un poco sorprendido.
—¿Sabéis por qué os he ofrecido este almuerzo puramente beduino?
—No, en verdad.
—Para habituaros.
—¡Todavía no comprendo!
—Si queréis atravesar el desierto sin tropezar con muchos peligros, será necesario que os hagáis pasar por árabe: es un consejo que debéis aprovechar, si no queréis correr la misma suerte del coronel.
—¿Es decir…?
—Que debéis vestiros de árabe, rezar como un árabe y comer como un árabe. El europeo no puede alejarse mucho en el desierto.
—No había pensado en ello —replicó el marqués—. Aprovecharé el consejo y lo pondré en ejecución; pero yo no tengo vestidos árabes.
—No os preocupéis por eso: mis cajas están repletas de ellos. Ahora tomemos café, y luego os enseñaré lo que os he prometido.
En el desierto se toma quizás mejor café que en Constantinopla o en El Cairo, aunque lo preparen de un modo verdaderamente primitivo.
En vez de molerlo, lo aplastan entre dos piedras, y después lo echan en el agua, añadiéndole un poco de ámbar gris. El recipiente donde se cuece es una simple vasija de barro.
Hassan lo sirvió, sin embargo, en una vasija de porcelana que tal vez por casualidad había llegado al desierto entre otros objetos robados a las caravanas.
Cuando los huéspedes hubieron saboreado la deliciosa bebida, el anciano se levantó, abrió un viejo cofre y sacó de él un kepis, que entregó al marqués, el cual lo reconoció en el acto.
—¡Es de los cazadores de África! —dijo.
—En el forro hay escrito un nombre —dijo Hassan—. Mirad, leed.
—¡Masson! —gritó el marqués palideciendo—. ¡Masson! ¡El nombre del compañero del coronel Flatters!
—Era un capitán; ¿no es cierto?
—Sí.
—¿Qué formaba parte de la expedición asesinada de modo tan feroz por los tuaregs?
—¡Si! ¡Sí! —repitió el marqués, que estaba dominado por una gran emoción—. Decidme: ¿cómo se encuentra en vuestras manos? ¿Cómo este kepis, perdido en el Sahara central, ha podido venir a vuestro poder?
—Ya os lo he dicho: en el desierto no hay distancias para los tuaregs. Los ladrones que asaltan una caravana en Ahaggar suelen encontrarse quince o veinte días después en los confines de Marruecos.
—¿De veras?
—Son movedizos, como las arenas que el simoun empuja. Gracias a sus camellos corredores, viajan con extraordinaria rapidez. Ahora os explicaréis cómo ha podido llegar a mis manos esta prenda.
—¡Si!
—Apenas hace quince días llegó a este aduar un argelino llamado Subbi, acompañado de cuatro tuaregs, para ofrecerme muchos objetos que, según dijo, habían sido hallados en el desierto.
—¿Qué objetos eran?
—Armas de fábrica francesa, vestidos y mercancías de distintas especies. En mi condición de negociante, lo compré todo a bajo precio, presumiendo que tales objetos procedían de alguna caravana robada.
—¿Y el kepis?
—En el kepis no puse atención alguna. Solamente hace algunos días, después de haber vendido las armas y los vestidos a una caravana que se dirigía hacia Mogador, recordé el nombre que estaba escrito en el forro. Este nombre fue una revelación para mi, porque había oído hablar del desdichado fin de la expedición Flatters.
—El hombre que acompañaba a los tuaregs, ¿era realmente un argelino?
—De eso no estoy seguro, señor marqués —respondió Hassan.
—Probablemente, sería uno de los soldados indígenas que vendieron al coronel.
—Es posible.
—¡Es necesario que yo encuentre a ese hombre! —exclamó el marqués.
—Decidme, señor —dijo Hassan mirando fijamente al corso—, ¿tratáis de internaros en el desierto para averiguar si el coronel ha muerto en realidad?
El marqués vaciló en contestar.
Ben Nartico añadió:
—Podéis hablar con entera libertad. Hassan guardará el secreto.
—Pues bien: sí —dijo el marqués—. No se tiene certeza de su muerte, y hasta se sospecha que los tuaregs se hayan apoderado de él para venderlo al sultán de Tombuctu.
—Vos me habéis dicho que deseabais encontrar al argelino.
—¿Sabéis dónde se halla? —preguntó el marqués.
—Sí; he sabido que forma parte de una caravana que ahora está aprovisionándose en Beramet y que debe atravesar el desierto hasta Kabra, junto al Níger. Así me lo ha referido un camellero hace dos días.
—¿Es una caravana numerosa?
—Lleva lo menos trescientos camellos.
—¿Y se encuentra todavía en Beramet? —preguntó con ansiedad el marqués.
—Hasta ayer noche no debía salir de allí; de manera que con una rápida marcha podréis alcanzarla dentro de pocos días.
—¡Ese hombre será mío! ¡Rocco, Ben Nartico, en marcha!
—¡Un momento, señor! —dijo Hassan—. ¿Vos y vuestros compañeros habláis el árabe?
—Un poco.
—¿Conocéis las oraciones de los mahometanos?
—Como un mollah (sacerdote encargado de interpretar el Corán).
—Pues vestíos de árabes. Ya os lo he dicho: un europeo no iría seguro por el desierto. Los tuaregs velan, y os asesinarían, sospechando que fuereis espía francés.
—Pues nos transformaremos en árabes.
—Yo estoy dispuesta —dijo Esther con voz armoniosa y tranquila.
—¿Y no tendréis miedo de afrontar los terribles peligros del desierto?
—No, señor —respondió la joven sonriendo.
—He aquí una muchacha que tiene más valor que un guerrero —murmuró Rocco—. ¡Bella y animosa! ¡Ojalá abra brecha en el corazón del marqués!