CAPITULO IV

LA CARAVANA

El marqués Gustavo de Sartena, como la mayor parte de los habitantes de Córcega, había nacido para la vida aventurera.

De temperamento inquieto y ardiente naturaleza, se había convencido pronto de que su isla natal era demasiado pequeña para él, y que, en cambio, el mundo era muy vasto y podía ofrecerle muchas distracciones.

Robusto, valeroso, casi temerario, y rico por añadidura, se había lanzado desde muy joven a través del ancho mundo, devorado por un deseo insaciable de aventuras más o menos peligrosas.

A los quince años ya había atravesado dos veces el Océano Atlántico, creyendo encontrar en él los héroes de Cooper y de Aymard; a los diez y ocho años visitó la India y China; a los veinticuatro era ya teniente de spahis, y combatía en los confines de Argelia contra las kabilas.

Ya estaba a punto de pedir el retiro para ir a Australia en busca de nuevas aventuras, cuando un acontecimiento imprevisto le hizo cambiar de propósito.

Una noticia que había conmovido al mundo científico y, sobre todo, al ejército francés, empezó a circular por todas partes.

La expedición del coronel Flatters, organizada en 1881 con el propósito de hacer los estudios preliminares del famoso ferrocarril transahariano, había sido asaltada y destruida por los bandidos del desierto.

El coronel, el capitán Masson, los ingenieros, el guía y la escolta, vendidos por los soldados argelinos, habían sido asesinados y aprisionados por los terribles tuaregs. Las primeras noticias fueron transmitidas por algunos argelinos de la escolta encontrados casi moribundos en el desierto, donde habían caído durante una marcha terrible perseguidos por los bandoleros.

En el primer momento se creyó que el coronel había muerto en la pelea; pero después empezaron a circular rumores insistentes anunciando que estaba en poder de los tuaregs, y que éstos le llevaban hacia Tombuctu, la reina de las Arenas.

¿Cuál de ambas versiones era la auténtica? Nadie lo sabía con certeza: sin embargo, la sospecha de que el coronel podía estar vivo y en poder de los bandidos había hecho palpitar de esperanza a muchos corazones, entre los cuales se encontraba el del marqués de Sartena.

Se le presentaba una magnífica ocasión para recorrer el desierto y averiguar la verdad. ¿Por qué no aprovecharla? En aquella empresa había gloria que obtener, aunque también mil peligros.

El desierto estaba cerrado a los europeos por la parte de Argelia, porque los tuaregs vigilaban sin descanso, dispuestos a asesinar a la primera caravana que osara penetrar en las ardientes arenas del Sahara. En cambio, por la parte de Marruecos la entrada estaba libre.

El marqués de Sartena tomó en seguida una resolución.

—Vamos a buscar al coronel —se dijo—; y si aún está vivo, le libertaré.

Y en el acto puso manos a la obra. Después de haber obtenido de su jefe una licencia de quince meses y varias recomendaciones del gobernador general de Argelia para las autoridades marroquíes, emprendió el viaje. Conociendo bien a los moros, se guardó mucho de indicar el verdadero objeto de su excursión. Para despistar a los árabes anunció que su expedición se limitaba a un simple reconocimiento en los oasis del desierto, y nada más.

A los pocos días desembarcaba en Tánger, acompañado solamente de Rocco, su fiel servidor, a quien consideraba como un amigo, y que le había seguido ya a través del Océano y del continente asiático. Después de obtener apoyo del embajador de Francia partió desde Tánger para Tafilete, la ciudad más meridional del Imperio.

Gracias a sus cartas de recomendación, el Gobernador, como hemos visto, le ayudó a formar la caravana, seguro de hacer un buen negocio y de aumentar su bolsa.

Lo demás queda dicho.

***

La caravana organizada por el gobernador de Tafilete se componía de siete camellos, verdaderas naves del desierto, dos caballos, un asno y tres hombres.

Uno de ellos, el de la bendición de la sangre, era un moro de elevada estatura, de color moreno, con los ojos negrísimos y relampagueantes. Los otros dos eran beduinos del desierto; pequeños, flacos y de una lealtad muy dudosa, porque no tienen escrúpulo en robar o asesinar a un hombre, aunque haya estado en su compañía mucho tiempo y les haya prestado verdaderos favores.

El moro de la bendición, después de haber cambiado algunas palabras con el jefe de la escolta, se acercó al marqués y le dijo:

Salem-alek (La paz sea contigo). Yo soy El Haggar.

—El que tiene orden del Gobernador para acompañarme; ¿no es cierto?

—Si.

—¿Conoces el desierto?

—Lo he atravesado muchas veces.

—Si me eres fiel, te recompensaré espléndidamente; si me engañas, te perseguiré de muerte.

—Mi cabeza responderá de mi lealtad: así se lo he jurado sobre el Corán al Gobernador.

—¿Conoces a tus compañeros?

—Han viajado conmigo muchas veces, y nunca me dieron motivos de queja.

—¿De modo que podemos confiar en su lealtad?

—Son beduinos, señor —respondió el moro.

—Quieres decir que no debemos fiar mucho de ellos; ¿no es eso?

El moro no respondió.

—¡Los vigilaremos! —respondió Ben Nartico, que había asistido al coloquio.

—¿Están todos mis equipajes cargados? —preguntó el marqués.

—Un oficial del Gobernador ha presenciado la carga.

—No, no falta ninguno —dijo Rocco, que había hecho una rápida inspección.

—Pues despidamos a la escolta.

Mandó abrir una caja, sacó un estuche con joyas y una bolsa repleta de monedas, y entregó ambos objetos al jefe de la escolta, diciéndole:

—El estuche es para el Gobernador, y la bolsa, para pagar los gastos de la caravana: contiene más de la suma fijada.

Mientras la escolta se alejaba al galope, el marqués se volvía hacia el judío.

—Vamos al aduar de vuestro amigo —le dijo—. Vuestra hermana habrá llegado ya.

—Vamos, señores. Allí reposaremos antes de internarnos en el desierto, y quizás tengamos alguna buena noticia para vos, señor marqués.

—¿Qué queréis decir?

—Hassan trafica con las gentes del desierto, y puede saber muchas cosas que vos y yo ignoramos.

Los dos beduinos, dando un grito gutural, hicieron levantarse a los camellos, y la caravana se puso lentamente en marcha a través de la silenciosa llanura, dirigiéndose hacia el Sur.

Los animales que el Gobernador había adquirido por cuenta del marqués pertenecían a la especie conocida con el nombre de djemel, o sea, de dos jorobas. Menos inteligentes e infinitamente menos rápidos que los maharis, que son los camellos más veloces en la carrera, resisten mejor que éstos las fatigas y la sed, y por eso son muy apreciados en el desierto.

En cambio, dígase lo que se haya dicho de ellos, son de una docilidad muy dudosa y bastante testarudos. Cuando se echan al suelo por estar demasiado cargados, ni caricias ni palos consiguen levantarlos.

Sin embargo, no se puede negar que prestan excelentes servicios, aunque pongan a prueba la paciencia de sus conductores.

Si no se les vigila, van cada uno de ellos por un lado, desviándose a diestra y siniestra. Si encuentran un árbol, chocan contra él para desembarazarse de los equipajes, que toleran, pero no aceptan de buen grado. Agreguen a esto los lectores los muchos insectos que pululan sobre su piel y el nauseabundo hedor que exhalan, y se convencerán de que se ha fantaseado un poco sobre estas naves del desierto, y sobre su docilidad, paciencia y dulzura.

No se puede negar, no obstante, que son admirables por su sobriedad, puesto que pueden resistir semanas enteras sin beber una gota de agua, a pesar de los terribles calores que reinan en los desiertos del Sahara.

Se alimentan con un poco de cebada o un poco de hierba amarga que las mismas cabras desdeñarían. Por eso un pasto fresco y abundante suele hacerles daño, corriendo el peligro de morir de indigestión.

—¿Qué os parecen estos animales? —preguntó el marqués al judío.

—Que han sido escogidos con cuidado, señor —respondió Ben Nartico—. El Gobernador no os ha engañado.

—¿Y qué pensáis de mis hombres?

—Me parece que del moro podéis fiaros, porque no es tan fanático ni tan traidor como los árabes del desierto. En cuanto a los dos beduinos, no confío en ellos. Habrá necesidad de vigilarlos. Son gentes que no tienen escrúpulo alguno en asesinar a los cristianos después de haber vivido en su compañía mucho tiempo. Tienen la ferocidad en la masa de la sangre. Algunas veces mutilan un cadáver para desahogar su odio sanguinario, gritando desaforadamente; ¡Allah Kebir[2]! No respetan a amigos ni a enemigos, y matan por matar, siempre en nombre de Dios. En suma: son feroces, malos y traidores. Tal es el retrato fiel de los beduinos del Sahara.

—¿Tenéis algo más que añadir? —preguntó Rocco.

—Me parece que ya he dicho bastante para poneros en guardia.

—Y aun más de lo suficiente para que los estrangule al primer síntoma de traición —dijo el colono—. El Gobernador general no pudo proporcionarnos peor gente.

—Y, sin embargo, son los únicos que conocen los caminos del desierto —añadió el judío.

—Tenemos buenos fusiles de repetición —dijo el marqués—. Si se portan mal, les alojaremos una onza de plomo en la cabeza. ¿No es verdad, Rocco?

—Yo me encargo de hacerlos entrar en razón a puñetazos —respondió el coloso.

Mientras charlaban la caravana marchaba lentamente hacia el Sur. A pesar de los gritos de los dos beduinos, los enormes animales no apretaban el paso; al contrario: trataban algunas veces de detenerse, no encontrando quizás muy agradable aquella marcha nocturna.

La campiña era cada vez más estéril; los matorrales de áloes y las higueras chumbas escaseaban más y más. No obstante, todavía se divisaba de cuando en cuando la alta copa de alguna palmera, y también se veía algún que otro terreno cultivado y circundado de cañas y de arbustos. En cambio, no se descubrían ni cabañas ni tiendas; solamente alguna ermita mostraba sus paredes blanquísimas. En estas capillas se entierra a los santones, los cuales no son, en realidad, más que verdaderos locos, aunque a los marroquíes les parezcan seres extraordinarios.

Ya comenzaba a amanecer, cuando en una hondonada rodeada de grupos de palmeras aparecieron algunas tiendas de colores oscuros dispuestas en dos filas.

—¡El aduar de Hassan! —dijo Ben Nartico, volviéndose hacia el marqués—. ¡Venid, señores; nos adelantaremos a la caravana!

El aullido prolongado de un perro interrumpió en aquel instante el profundo silencio que reinaba en la llanura.

—Ya nos han visto —dijo el judío—. Hassan nos aguardará a la entrada del aduar.

Espolearon a los caballos y se dirigieron al galope hacia las primeras tiendas. Un viejo de aspecto patriarcal, con larga y blanca barba, todavía robusto a pesar de la edad, y envuelto en un amplio alquicel, salió a su encuentro pronunciando la frase sacramental de:

—¡Salem Alek! (¡La paz sea con vosotros!).

—Mi antiguo amigo Hassan —dijo Ben Nartico besándole la mano—, te presento a mis buenos amigos.

—¡Bien venidos sean a mi aduar! —respondió el patriarca—. Todos mis bienes les pertenecen.

—¿Y mi hermana? —preguntó el judío.

—Ha llegado hace tres horas, y está descansando en la tienda.

—¡Gracias, amigo Hassan!