CAPÍTULO III

EL GOBERNADOR DE TAFILETE

Mientras el Gobernador hablaba con el marqués, la muchedumbre había vuelto a reunirse en la plaza, excitada por los sectarios, los cuales invocaban sobre los kafires todas las maldiciones de Alá y de Mahoma.

Todas las razas y todas las sectas de Marruecos estaban representadas en aquella multitud.

Había moros con vestidos de gala, con enormes turbantes de distintos colores, con caftanes blancos, azules y rojos, o con kaiks de lana blanquísima adornados con flecos.

También se veían entre ellos los árabes, los cuales representan la segunda clase, con bormis de tela y capuchas de lana, armados con largos fusiles de mecha; asimismo se veían habitantes del desierto, flacos como arenques, nerviosos y ágiles, con piel morena y curtida por los rayos del Sol; y, por último, negros del interior, altos y musculosos, con los cabellos ensortijados y grandes ojos que parecían de porcelana.

Detrás de todos ellos iban los encantadores, los santones, derviches y beduinos, todos más o menos armados y dispuestos a asesinar a los kafires que habían tenido la audacia de interrumpir la ceremonia religiosa, y de hacer perder o, por lo menos, retardar la entrada de los fanáticos en el maravilloso paraíso del Profeta.

El infortunado judío era quien atraía especialmente las iras del populacho.

Si se hubiera dejado matar, todo habría concluido tranquilamente, porque de los moros caídos en la contienda con los europeos nadie hacía caso.

¡Vale tan poco la vida de un hombre en África! Quizá lo único que sentían era que sus compatriotas hubiesen caído en lucha con los infieles.

Al ver aparecer a los asaltantes, un rugido inmenso salió de todos los labios.

—¡Justicia! ¡Justicia! ¡Matadlos! ¡Venga su cabeza! —decían a gritos.

El Gobernador hizo que veinte jinetes pasaran delante de él, dándoles órdenes de prepararse a cargar.

Viendo a los caballos avanzar al trote en masa casi compacta, la multitud se abrió en dos filas para dejar el paso libre.

—Señores —dijo el Gobernador volviéndose hacia el marqués, que caminaba a su lado rápidamente—, os ruego que no cometáis la menor imprudencia si queréis salvar la vida.

—No temáis; permaneceremos tranquilos —replicó el marqués—. Así es que podéis anunciarles que les daréis nuestras cabezas mañana: será una buena noticia para ellos.

—¡Ah, señor marqués! —dijo Rocco conteniendo un acceso de risa mientras el Gobernador hacía una mueca de disgusto—. ¡No prometáis tanto!

—¡Bah! ¡Mañana estaremos en el desierto!

Los gritos y las amenazas del populacho eran ensordecedores. Moros, árabes y negros blandían con furia los yataganes y cimitarras y apuntaban los fusiles; pero cuando los soldados del Gobernador bajaron las lanzas, todos se apresuraron a abrir paso, dejando la calle libre.

No ignoraban que el representante del Emperador no era hombre capaz de dejarse intimidar, y que sus cabezas corrían el riesgo de encontrarse al día siguiente clavadas en las murallas.

En Marruecos la justicia es rápida y terrible.

Los jinetes, amenazando con dar una carga, atravesaron la plaza, rechazaron brutalmente al populacho, y bien pronto se encontraron en una vasta explanada sobre la cual se alzaba un soberbio castillo rodeado de jardines.

Después de atravesar un puente levadizo penetraron en un espacioso patio de forma cuadrada y circundado de un pórtico sostenido por columnas de mármol con arcadas agudas y admirablemente labradas.

Una fuente con un gran surtidor que lanzaba un enorme chorro de agua, mantenía en el patio una deliciosa frescura; debajo de las arcadas se veían espléndidos tapices de Rabat.

El marqués se aproximó entonces al Gobernador, el cual se había desmontado del caballo, y le deslizó en la mano una bolsa bien repleta, de propiedad del judío.

—Repartidla entre vuestros soldados, excelencia —le dijo.

—Así lo haré —respondió el marroquí, escondiéndola antes de que los jinetes hubiesen podido verla.

—Y gracias por vuestra intervención, excelencia.

—No he hecho más que cumplir con mi deber; pero el pueblo reclama justicia, y hay que otorgársela.

—¿Y cómo?

—Mañana mandaré colgar tres cabezas de los garfios de la puerta de Oriente.

—¿Las nuestras? ¡Ahí!

—¡Oh; no, señor marqués! —respondió el Gobernador—. Tengo rebeldes que han incurrido en la pena de muerte: escogeré tres de ellos y se los entregaré al verdugo.

—Nosotros somos blancos, excelencia.

—Teñiremos las cabezas de los rebeldes.

—¡Qué hombre más admirable! —murmuró Rocco, que había oído el diálogo—. ¡Hará carrera en Marruecos!

El Gobernador, después de confiar su caballo a un esclavo, condujo al marqués y a sus acompañantes hasta una inmensa sala, no sin haber lanzado antes una mirada de repugnancia al judío. Aquel hombre en su palacio le parecía una enormidad, y tenía miedo de que le contaminase con su presencia.

Como todas las habitaciones de los moros acomodados, tenía el pavimento de mosaico y cubierto de espléndidos tapices; muchos espejos y labores adornaban la sala, y a lo largo de las paredes corría un diván de seda roja.

En un ángulo de la estancia, sobre un pebetero artísticamente cincelado, se quemaba polvo de áloe, que esparcía un grato aroma en el ambiente. El Gobernador hizo que sirvieran a sus huéspedes pastas y madjum, un delicioso manjar compuesto de manteca, miel y especias. Tomado en pequeñas dosis, produce una deliciosa embriaguez; pero si se toma en abundancia, causa un letargo profundísimo.

—Permaneceréis aquí hasta que vuestra caravana esté dispuesta —dijo al marqués—. Ya he dado orden para que os proporcionen camellos y hombres.

—No ahorréis nada, excelencia; quiero animales robustos y hombres de confianza.

—¿Cuántas bestias necesitáis?

—Media docena de camellos y dos caballos.

—¿Os bastarán dos hombres?

—Sí, con tal que sean robustos.

—Lo serán. Además, agregaré a vuestra caravana un hombre que os será muy útil y que podrá protegeros en el desierto mejor que vuestras armas.

—¿Quién es ese hombre?

—Un moro que tiene la bendición de la sangre sobre las manos.

—No os comprendo, excelencia —dijo el marqués mirándole con estupor.

—El que posee esa bendición puede curar toda enfermedad, y nadie se atrevería a tocar a un hombre que poseía tal don.

—¿Y quién se lo ha concedido?

—Alá.

—¡Ahora comprendo! —dijo el marqués, conteniendo un acceso de risa.

—¡Y yo, ni una palabra! —murmuró Rocco.

El Gobernador se levantó, diciendo:

—Os haré servir la cena aquí, o en el patio, y si deseáis descansar hasta la hora de partir, mis divanes están a vuestra disposición.

—¡Gracias, excelencia! —replicó el marqués, acompañándole hasta la puerta. Después, volviéndose hacia Rocco, le preguntó:

—¿Están preparados los equipajes?

—Sí, señor; no hay más que cargarlos en los camellos.

—Señor —dijo en aquel momento el judío—, ¿adónde vais?

—Al desierto: ¿queréis acompañarnos? El aire de Tafilete puede ser peligroso para vos.

—También yo tenía preparada una pequeña caravana para recorrer el desierto.

—¿Vos? ¿Qué negocio tenéis en el desierto?

—Debo ir a Tombuctu.

—¿Ignoráis acaso que está prohibida en esa ciudad la residencia de europeos y judíos?

—Lo sé; pero tengo necesidad de ir a ella.

—¿Por qué motivo?

—Más tarde os lo diré, señor marqués. No es prudente hablar de ciertas cosas aquí, donde pueden existir espías.

—¿Espías?

—Los hay en todas partes. Cuando estemos en el aduar de mi amigo Hassan nada tendremos que temer.

—¿Quién es Hassan?

—Un judío como yo, que tiene sus tiendas en los confines del desierto.

—¿Lejos de aquí?

—A unas diez horas de marcha.

—¿Habéis recorrido ya el Sahara?

—Sí, señor marqués.

—Entonces, podréis sernos muy útil.

—Haré lo posible por demostraros la gratitud que os debo.

—Lo que hice no tiene nada de particular.

—¡Oh, señor marqués!

El corso estuvo un momento silencioso mirando al judío: parecía que quería decirle alguna cosa en confianza, pero se contuvo y murmuró:

—¡Más tarde!

—¿Qué queréis decir? —preguntó Ben Nartico.

—No hablemos aquí; me habéis enseñado a ser prudente. ¡Conque chitón! Aquí está la cena: viene a buena hora; ¿no es cierto, Rocco?

—¡Ya lo creo! —respondió el coloso—. ¡Aquellos gritos horribles me han abierto un apetito de lobo!

Cuatro negros vestidos de modo muy pintoresco habían entrado en la sala llevando una mesa magníficamente servida.

—¡El Gobernador hace los honores de la casa como un príncipe! —dijo el marqués olfateando con delicia los manjares—. Se la hará pagar cara, aumentando los gastos de la caravana; pero, en suma, hay que agradecerle la atención.

La comida, aunque todavía no había concluido el ayuno del Ramadán, era bastante buena. El alcuzcuz, es decir, el plato nacional, rompía la marcha; después venía un enorme trozo de cordero y algunos pescados muy apetitosos, que los comensales paladearon con delicia.

Faltaba el vino, por estar prohibido este licor por el Profeta; pero había cerveza. Claro que el marqués echaba de menos el Burdeos, y Rocco se acordaba del excelente campidano.

Después de cenar, y cuando estaban encendiendo las pipas, les avisaron que la caravana estaba dispuesta y que los aguardaba a un kilómetro de la ciudad, cerca de una mezquita derruida.

—¡Se diría que el Gobernador tiene prisa por enviarnos al desierto! —dijo el marqués.

—¡Menos mal! —repuso Rocco.

—Acaso teme que la multitud vuelva a amotinarse contra nosotros —añadió el judío.

—Y para no tener que preocuparse de nosotros, nos manda a habérnoslas con los bandidos del Sahara. Sin embargo, debemos estarle muy agradecidos.

—¡Y tanto!

—Amigo Nartico, ¿dónde encontraremos a vuestra hermana?

—He encargado a un criado del Gobernador que la acompañe hasta el aduar de mi amigo. A estas horas debe de estar ya fuera de Tafilete.

—¡Veo que no habéis perdido el tiempo!

—Ni yo el mío tampoco —dijo Rocco—. He mandado que tomen nuestros equipajes, y ya deben de estar sobre los camellos.

—Entonces, ya no resta más que ponernos en camino.

En el portal les aguardaban doce jinetes para escoltarlos hasta más allá de las murallas, a fin de que el populacho no les jugara alguna mala partida. El Gobernador fue a saludar al marqués.

—Os deseo un viaje feliz —les dijo—, y espero que informaréis al cónsul francés en Tánger de la buena acogida que os he dispensado.

—Sin duda, excelencia —respondió el corso—. Antes de entrar en el desierto enviaré un correo a la costa, y algunos regalos para vos que tengo en las maletas.

—La escolta se encargará de ellos —se apresuró a decir el Gobernador.

—El regalo estará más seguro —refunfuñó Rocco—. ¡Avaros y fanáticos; así son los marroquíes!

Montaron los caballos que el Gobernador había puesto a su disposición y se alejaron del palacio precedidos por la escolta, que, lanza en ristre y pronta a cargar, se preparaba a amparar a los viajeros contra las probables acometidas de los moros.

Por fortuna, el Gobernador había elegido un buen momento para desembarazarse de sus peligrosos huéspedes. El cañón anunció un cuarto de hora antes el fin del ayuno, y toda la población se encontraba delante de las viandas para festejar dignamente la clausura del Ramadán.

—No se ven por las calles más que perros hambrientos —dijo Rocco, que empuñaba un revólver—. Por lo visto, las gentes tienen fe ciega en las promesas del Gobernador.

—¡Hum! ¡Lo dudo! —respondió el marqués.

—También yo —añadió el judío.

—¡Ya se convencerán cuando vean nuestras cabezas en los ganchos de la puerta de Oriente! —dijo Rocco, riendo a carcajadas.

—¡Compadezco a los tres pobres diablos encargados de ocupar nuestro puesto!

—Un poco antes o un poco después, estaban ya destinados a irse al otro mundo.

—¡Y hasta creo que saldrán ganando!

—¿Y por qué, señor marqués?

—Porque las autoridades marroquíes tienen la costumbre de someter a los condenados a las torturas más espantosas; ¿no es verdad, amigo Nartico?

—Sí, es cierto: acostumbran arrojarlos en fosas rellenas de cal viva para que se quemen lentamente.

—¡Infames! —exclamó Rocco—, ¡no se puede inventar un tormento peor!

Mientras atravesaban las calles, en todos los patios interiores de las casas se oían gritos y cantos de alegría: en las terrazas brillaban ya luminarias de varios colores.

Aunque escuchaban el galopar de los caballos, ningún moro aparecía en el umbral de las puertas.

Todos ellos estaban ocupados en divertirse y solemnizar el fin del Ramadán, atracándose de manjares como hacemos nosotros en Navidad.

En menos de veinte minutos la escolta avanzó hasta las murallas, casi derruidas en absoluto, y después de dar la contraseña a los centinelas salieron al campo.

Apenas había salido la Luna, que derramaba sus rayos azules en un cielo purísimo, de una transparencia admirable, iluminando la inmensa llanura como si fuese de día.

También la campiña estaba desierta: no se veía ningún jinete por parte alguna. No se crea, sin embargo, que empezaba el desierto, pues acá y acullá se delineaban graciosamente grupos de higueras chumbas de dimensiones gigantescas y varias palmeras con hojas dispuestas en forma de abanico.

En algunos caseríos lejanos resonaban tiorbas y tamboriles, porque también los árabes del campo festejaban el fin del Ramadán.

La escolta seguía galopando por terrenos estériles y casi arenosos, cuando el jefe de los soldados se volvió hacia el marqués, e indicándole una pequeña mezquita, cuyo derruido alminar se dibujaba claramente sobre el azul del cielo, le dijo:

—Tu caravana está allí.

—Muy bien —dijo el marqués respirando tranquilamente—; ahora ya podemos considerarnos seguros.

Luego, inclinándose hacia Rocco, añadió:

—Si el coronel está aún vivo en el desierto, nosotros le encontraremos; ¿no es verdad?

—Sí, señor marqués.

—¿De qué coronel habláis? —preguntó el judío, que había escuchado estas palabras.

—Del coronel Flatters —respondió el marqués—, vamos en busca suya.

Después, sin aguardar respuesta, espoleó vivamente al caballo, galopando hacia la mezquita.