TRES CONTRA MIL
El pequeño edificio, que los fugitivos habían ocupado sin tomarse el trabajo de pedir permiso al propietario, se componía de dos únicas habitaciones de pocos metros en cuadrado, llenas de bancos que servían de sillas, cántaros, garrafas y tazas de metal y de loza, la mayor parte desportilladas y rotas.
Los muebles consistían en un banco macizo y en una especie de angarilla que servía de lecho al dueño del café. También había un hornillo de hierro, sobre el cual hervía una olla de agua.
—Rocco —dijo el marqués después de haber arrojado una rápida mirada en torno suyo—, ¿se puede atrancar la puerta?
—Con el banco bastará —replicó el coloso—. Pesa mucho, y detendrá los proyectiles de esta gente, que no dispone de pólvora inglesa. ¡Ayudadme! —añadió.
El coloso levantó el banco, que estaba clavado sólidamente en el suelo, y luego, sin aparentar el menor esfuerzo, lo transportó hasta la puerta, que quedó atrancada hasta la mitad de su altura.
El judío se apresuró a colocar sobre el banco la angarilla, mientras que el marqués amontonaba rápidamente los sacos del café.
—¡Está hecho! —dijo Rocco.
—¡Y a tiempo! —replicó el marqués—. ¡Ya llegan esos endiablados fanáticos como una manada de lobos hambrientos! ¡Alto allá, bribones! ¡Por aquí no se pasa!
Rugidos terribles empezaban a oírse fuera de la casa: los fanáticos y sus partidarios, al ver la puerta atrancada, habían prorrumpido en gritos de rabia.
—¡Fusilémoslos! —gritó una voz.
—¡Despacio, amigo! —dijo el marqués, que no había perdido un átomo de sangre fría—. ¡No somos faisanes para dejarnos fusilar tranquilamente!
—¡También tenemos pólvora y balas! —añadió el coloso.
—¡Y también agua hirviendo! —agregó el joven—. ¡Basta subir a la terraza para bautizar con ella a estos paganos!
—¡De eso yo me encargo! —replicó el judío.
—Os aconsejo que no os presentéis todavía. ¿Parece que os odian mucho?
—Porque soy judío.
—¿Tenéis muchos enemigos en la ciudad? —preguntó el marqués.
—Ninguno, caballero, porque sólo hace dos días que me encuentro en Tafilete, y…
La conversación fue interrumpida por un disparo de fusil.
Un marroquí había avanzado cautelosamente hasta la puerta, manteniéndose escondido detrás de las paredes, y había descargado el arma a través de una hendidura abierta entre dos sacos. La bala pasó silbando por entre el marqués y el judío: un paso sólo que hubiesen dado, habría sido mortal para alguno de los dos.
Viendo huir al marroquí, Rocco empuñó rápidamente el revólver, que había dejado sobre el banco, e hizo fuego a quemarropa.
El hombre lanzó un grito; pero continuó su carrera hasta mezclarse entre el populacho, que se había detenido a unos cincuenta pasos delante de la casa.
—¿Erraste el tiro? —preguntó el marqués.
—No; le he tocado, señor —respondió Rocco—. ¡En Cerdeña no se apunta del todo mal!
—¡Y también en Córcega! —agregó el marqués riéndose.
—Hemos tenido una prueba de ello hace poco, cuando enviasteis a cenar con Mahoma a aquel energúmeno.
—¿Bromeáis? —exclamó el hebreo, atónito ante la sangre fría de sus salvadores.
—¿Qué queréis que hagamos? ¡Rocco y yo nos divertimos! —respondió el marqués.
—Pues no hay que confiar en que los marroquíes nos dejen tranquilos, señores.
—¡Bah! ¡Eso lo veremos!
—Se nos echarán encima y nos asesinarán.
—Tenéis miedo, ¿no es cierto?
—No, caballero; os lo juro. Lo sentiría por vosotros y por mi pobre hermana —dijo el joven dando un suspiro.
—¡Ah! ¿Tenéis una hermana? ¿Y dónde está?
—Con un judío amigo.
—¿En seguridad?
—Así lo espero.
—Entonces, no os inquietéis por ella.
—¡No puedo remediarlo!
—Volveréis a verla.
—¿Y este populacho furibundo?
—¡Se calmará!
—¡Nos quemará vivos, señores!
—¿Lo creéis así?
—¡Cierto!
—Pues yo no lo creo.
—¿En quién confiáis?
—En los soldados del Gobernador. ¡Vaya! ¡No se deja así como así asesinar a dos europeos!
—¡Sí; es verdad! Los señores podrán salvarse; pero yo, no… ¡Yo soy un judío, y el Gobernador no vacilará en entregarme al populacho!
—¿Sois súbdito marroquí?
—Soy de Tánger.
—¿Os conocen las autoridades de Tafilete?
—No, señor.
—Entonces, nosotros diremos que estáis bajo la protección de Francia y de Italia, y veremos si se atreven a tocaros. ¡Diantre! ¿Vuelven a comenzar? ¡Rocco, hay necesidad de intentar algo!
—¡Se intentará!
—¡Parece que el Gobernador está durmiendo el sueño de los justos! ¡No se ve llegar ni siquiera un jinete de la guardia!
—Pues mientras descansa, daremos cuenta de sus súbditos.
—¡Así se hará!
—Señor marqués —dijo Rocco—, cuatro o cinco de esos bribones están escondidos detrás del banco: les haremos una descarga a boca de jarro.
—Me parece que la olla del café está llena. ¿Por qué no ofrecernos a esos individuos un buen sorbo de moka?
—¡Una fuente, señor marqués!
—¡Los abrasaremos vivos!
—¡Peor para ellos!
Mientras el marqués y el judío se retiraban detrás de la pared para no recibir una descarga a quemarropa, el gigante se apoderó de una rodilla, levantó del hornillo la enorme olla, que contenía por lo menos diez kilos de moka más o menos auténtico, y subió por la escalera que conducía a la terraza. Se mantuvo encorvado tras el parapeto para no servir de blanco a los sitiadores, y luego vació bruscamente la olla, gritando:
—¡Cuidado con la cabeza! ¡Está calentito!
Detrás de la puerta estallaron rugidos terribles: cinco o seis hombres, corriendo y saltando como locos, atravesaron la plaza, aullando como bestias feroces.
—¿Está bueno? —exclamó el gigante—. ¡Debe de ser un moka de excelente calidad!
Veinte o treinta disparos salieron de las filas de los asaltantes; pero el italiano, que estaba atento a las maniobras de sus enemigos, tuvo tiempo de agacharse: antes que las balas pasaran silbando por encima de la terraza.
—Si no tienen pólvora inglesa, en cambio no tiran mal —dijo el italiano—. Lo mejor será bajar y llenar la olla de nuevo. ¡En este país gustan mucho del café, aunque esté muy caliente!
El coloso bajó la escalera, mientras la segunda granizada de balas se estrellaba en los muros de la terraza.
—¿Parece que ahora la emprenden contigo? —dijo el marqués—. ¡Cuida de tu piel, amigo Rocco!
—¡Están mal armados, marqués! —replicó el sardo—. Sus espingardas hacen más ruido que daño. ¿Y aquí, cómo va?
—Los enemigos han huido.
—¡Ya lo creo! ¡Después de mi obsequio, es natural que pusieran pies en polvorosa!
—Sin embargo, me parece que vuelven a la carga —dijo el hebreo.
—Y nosotros estamos dispuestos a recibirlos, señor…
—Ben Nartico —respondió el hebreo.
—Por el nombre, se diría que sois mitad árabe y mitad español.
—Es posible, señor…
—Marqués de Sartena.
—¿De Córcega acaso? —preguntó el hebreo.
—Sí, amigo Nartico; soy isleño, lo mismo que mi fiel Rocco, que es de Cerdeña.
—¿Y qué venís a hacer aquí en los confines del desierto, si no es indiscreto preguntarlo?
—Más tarde os lo diremos. Ved que vuelven los marroquíes. ¡Allí están! ¡Cuerpo de Baco! ¡Y llegan a paso de lobo!
—¡Alto allá!
—¡Aquí estamos nosotros!
Dos tiros de revólver siguieron a estas palabras. A los tiros de revólver sucedieron dos disparos de la pistola del judío.
—¡Bien tira el israelita! —murmuró Rocco viendo a uno de los asaltantes girar sobre sí mismo y caer en tierra—. ¡No creía que fuese tan ligero de manos!
A aquellos disparos siguió una descarga de fusilería.
Los marroquíes habían comenzado la lucha en serio; las balas silbaban al través de la puerta, estrellándose contra los muros, mientras con las culatas de las espingardas comenzaban a golpear la puerta.
Los asaltantes avanzaban en columna cerrada, animándose unos a otros con gritos feroces, y resueltos a apoderarse de los tres kafires que osaban hacer frente a un pueblo entero.
—¡Señor marqués —dijo el hebreo—, nuestra última hora se acerca!
—¡Todavía tengo tres balas! —respondió fríamente el caballero.
—¡Y yo, mi carga intacta! —añadió Rocco.
—¡La vida de ocho hombres!
—¿Y mis brazos, no entran en cuenta, marqués? ¡Pues algo valen!
—Entonces, aumentaremos el número.
—¡Pero sí hay lo menos mil en la plaza! —añadió el hebreo.
—Tenéis un puñal.
—Y me serviré de él; no lo dudéis, señor marqués.
—¡Diablo de ruido! ¡Cualquiera diría que toda la caballería del Gobernador carga sobre la plaza!
Entre los rugidos de la multitud se oían distintamente relinchos de caballo, estrépitos de herraduras y gritos de:
—¡Balak!… ¡Balak! (¡Paso!… ¡Paso!).
—¡Parece que al fin llegan los socorros! —dijo Rocco, el cual miraba al través de la angarilla—. ¡Veo a la multitud que se dispersa, y oigo el ruido de la caballería!
—¡Por lo visto, el bravo Gobernador ha salido de su sueño! —añadió el marqués.
—Llega un poco tarde; pero a tiempo todavía para salvar nuestro pellejo y el de sus administrados.
—¡Me imagino la escena que pasará!
—Con un buen bolsillo de oro se calmará pronto —dijo Ben Nartico—. Si me permitís, yo mismo se lo ofreceré en vuestro nombre.
—Favor que no rechazaré, porque en este momento no tengo ni un solo luis en el bolsillo. Más tarde os reembolsaré.
—¡Oh, señor marqués! —exclamó el hebreo—. ¡A mí me toca pagar el servicio inmenso que os debo!
—¡He aquí un judío bien distinto de los otros! —murmuró Rocco al oído del marqués—. ¡Debe de ser un excelente muchacho!
En tanto la caballería, después de haber despejado la plaza brutalmente, se había detenido delante del café.
Eran unos treinta jinetes, todos de elevada estatura y negros como un tizón, en su mayor parte etíopes, pues entre ellos suelen elegir los marroquíes sus soldados de mayor confianza. Vestían amplios caftanes azules, y llevaban gorros llamados de Fez. Iban calzados con anchas botas de cuero armadas de enormes espuelas.
Los caballos que montaban eran muy pequeños; pero, en cambio, parecían ligerísimos; adivinándose en ellos a esos veloces animales de carrera que resisten largas jornadas sin dar la menor muestra de cansancio.
El pelotón iba precedido por un hombre de aspecto majestuoso, con barba imponente. Llevaba un turbante blanco, capa azul recamada de oro, calzones amplios de color de rosa y altas botas de cuero amarillo.
—¡El Gobernador —exclamó el marqués, el cual había reconocido en el acto al soberbio caballero— se ha portado con valor!
—¡O quizá con demasiado miedo! —dijo Rocco—. ¡Apostaría que ha creído ver los acorazados franceses e italianos navegar en las aguas del desierto!
—¿Para bombardear a la ciudad? Pero, en suma, amigo Rocco, tendremos borrasca. ¡Ea, desatranca la puerta!
En tres minutos el coloso destruyó la barricada.
En aquel momento el Gobernador había llegado delante de la puerta; pero al ver salir por ella al marqués con el revólver en la mano, arrugó la frente y echó el caballo hacia atrás.
—¡Nada temáis, excelencia! —dijo riendo el corso—. ¡No pretendo atentar contra vuestra vida!
—Pero ¿qué imprudencia habéis cometido para amotinar contra vos toda la población? ¿Habéis olvidado que sois extranjero y cristiano? —dijo el Gobernador con acento severo.
—La culpa es de vuestros compatriotas, excelencia —respondió el marqués fingiendo encolerizarse—. ¿Qué quiere decir esto? ¿Acaso no se puede pasear por las calles de Tafilete? En Francia y en Italia no se niega esa libertad a ningún extranjero, sea moro o cristiano.
—¡Habéis dado muerte a varios súbditos del Sultán!
—¿Había de dejar que asesinaran a mis servidores?
—Me han dicho que sólo se trataba de un inmundo hebreo.
—Ese hombre está a mi servicio, excelencia.
—¿Tenéis un judío entre vuestros servidores? —preguntó atónito el Gobernador—. ¿Y por qué no me lo habíais dicho? Le hubiera hecho respetar.
—Creía que no había necesidad de decirlo.
—De ese modo habéis producido daños que pueden resultar incalculables. Mis compatriotas están furiosos y piden justicia. ¿Queréis un consejo? Despedid a ese judío, y dejad que lo ejecuten.
—Yo no tengo la costumbre de dejar a mis servidores en manos del populacho: le defenderé contra todo el mundo.
—¡Uno contra mil! ¡La lucha terminaría pronto!
—Pero Francia vengaría mi muerte, como Italia vengaría la de mi compañero.
Al oír estas palabras, el rostro del Gobernador se contrajo.
—¡Ah, no! ¡De ningún modo! —dijo—. ¡No quiero complicaciones diplomáticas! Si no queréis despedir al hebreo, por lo menos apresurad vuestro viaje: no siempre podré responder de vuestra vida.
—Haced que me preparen la caravana y me iré en el acto.
—¡Tened cuidado; el gran desierto es peligroso, y alguien podría seguiros!
—¡Me defenderé!
—Por ahora, venid conmigo. Esta noche partiréis.
—¿Pensáis conducirme a vuestro palacio?
—Es el único sitio seguro para vos.
—Consiento en ello.
—Poneos en el centro de mi escolta con vuestros compañeros.
—¿Cómo si fuésemos arrestados?
—Dejad que dé a la multitud esta pequeña satisfacción: el ganancioso seréis vos.
—¡Sea! —dijo el marqués—. Rocco, Ben Nartico, venid conmigo y no dejéis las armas por si acaso.
—¿Y mi hermana? —preguntó el israelita.
—¡Ah, diablo! ¡Me había olvidado de que teníais una hermana! ¡Ya encontraremos el medio de avisarla! ¡Por ahora, daos por satisfecho con estar vivo!