CAPÍTULO I

LOS FANÁTICOS MARROQUÍES

Ramadán, la cuaresma de los musulmanes, que solamente dura treinta días, en vez de cuarenta como la nuestra, estaba a punto de concluir en Tafilete, ciudad perdida en los confines meridionales del Imperio marroquí, delante del inmenso mar de arenas del Sahara.

En espera del cañonazo que debía señalar el término del ayuno, después del cual comenzaba la orgía nocturna, la población se había desparramado por las calles y las plazas, admirando a los santones y a los fanáticos, que se destrozaban atrozmente el rostro y el pecho, y que se traspasaban las mejillas con largas agujas de acero, abrasándose también los brazos y las plantas de los pies.

Marruecos continúa siendo el país del fanatismo llevado al último extremo. Han progresado un poco Turquía y Egipto; Trípoli y Argelia también han perdido mucho de su salvaje celo religioso; pero Marruecos, de igual modo que la Arabia, cuna del Islam, se mantienen tal cual eran hace quinientos o mil años.

No se ve en estos países fiesta alguna religiosa que transcurra sin escenas repugnantes de sangre. Ya sea en el Maharem, que se celebra al principio del año, ya en el Ramadán o en el grande y pequeño Btiram, los afiliados a las diversas sectas religiosas, para ganar el Paraíso, se entregan a excesos que inspiran pavor a las gentes civilizadas.

Presa de una exaltación que se asemeja a la locura, los fanáticos corren las calles armados de puñales, de dagas y de cimitarras, y se destrozan horriblemente las carnes, arrojando su sangre en el rostro de sus admiradores, e invocando sin cesar a Mahoma.

No es raro el caso de que, después de una carrera furiosa, algunos de ellos se encaramen en las murallas y se arrojen en el vacío, estrellándose el cráneo sobre las piedras de los fosos.

También en Tafilete, de igual manera que en otras ciudades de Marruecos, había sus santones y sus fanáticos, que aguardaban el fin del Ramadán para dar pruebas de su celo religioso y ganar con ellas el famoso Paraíso de Mahoma.

Un ruido ensordecedor de tamboriles y de gritos salvajes anunció a los fanáticos.

Acababan de salir de la mezquita, y se preparaban a comenzar su carrera sangrienta al través de la calle.

Los pocos europeos que viven en la ciudad, traficando con las caravanas del desierto, huían por todas partes, mientras los míseros hebreos atrancaban las puertas, trémulos de espanto, vigilando sus cofres repletos de oro.

Unos y otros estaban en peligro, porque si el europeo es un infiel, el judío es un perro, y hasta menos que un perro, a quien cualquier fanático puede perseguir y asesinar impunemente.

A los primeros se los respeta más; los segundos, como no tienen cónsules que los protejan, si tropiezan con ellos, pueden considerarse perdidos, porque nadie habrá de amparar su vida. Los gritos y el estrépito iban aumentando; la multitud se estrechaba contra los muros de las casas para dejar el paso franco a los fanáticos.

En la extremidad de la calle, montado en un caballo blanco, apareció el Alukaden, jefe de los hamandukas, una secta religiosa que facilita buen número de víctimas en todas las fiestas.

Iba majestuosamente envuelto en un amplio kaik blanquísimo, y hacía ondear sobre su enorme turbante el estandarte verde del Profeta, con su luna de plata. En torno suyo gritaban y saltaban, como los derviches girantes de Turquía, una veintena de aisanas, pertenecientes a la secta de los encantadores de serpientes.

Estaban casi desnudos, pues no llevaban otras prendas que un turbante en la cabeza y un pedazo de tela atado a la cintura.

Mientras algunos tocaban los tamboriles y sacaban de sus flautas notas agudas y estridentes, otros lanzaban grandes gritos invocando a su santo patrono Sidnaliser, el viejo ermitaño del desierto de Sans, mientras agitaban sobre su cabeza las lefas, serpientes muy peligrosas y cuya mordedura es mortal.

Pero los aisanas no las temen, y se consideran a salvo de su veneno porque son devotos del santón; de modo que juegan con los reptiles, los irritan, y hasta llegan a masticarlos con sus dientes como si fueran sencillas anguilas.

¿Y por qué no mueren? ¡Quién lo sabe! Es un misterio que nadie ha conseguido explicar. No obstante, basta una mordedura de aquellos reptiles para matar en el acto a un perro o a un carnero, y enviar al otro mundo, tras largos padecimientos, a cualquier ser humano que no pertenezca a la secta.

Pero aquí están los fanáticos y los santones. Son cerca de cincuenta, y todos están poseídos de un verdadero furor religioso.

Todos pertenecen a la secta de los tamandukaft, la más fanática de cuantas existen en Marruecos.

Apenas van vestidos. Tienen la mirada torva, las facciones alteradas, la espuma en la boca, y el cuerpo cubierto de heridas.

Rugen como bestias feroces, y saltan como si sus pies estuvieran en contacto con brasas ardientes. Van rodeados de infinitos admiradores, que los siguen en apretadas filas. Algunos de esos fanáticos se rajan el pecho con una espada corta adornada con cadenetas brillantes; otros, armados de agudas púas de acero, se traspasan las mejillas sin manifestar ningún dolor, o se horadan la lengua; y no faltan varios que devoran hojas erizadas de espinas de higueras chumbas.

De su garganta salen sin cesar gritos de:

—¡Alá! ¡Alá! (¡Dios! ¡Dios!).

Pero no son gritos; son rugidos que parecen surgir de las fauces de tigres o leones.

La sangre corre en abundancia de las heridas, inundando sus vestidos y su cuerpo, y algunas veces salpica a los espectadores, que parecen felices por recibir algunas gotas.

Acaban de emprender la carrera, adelantandose a su jefe, y van seguidos por los aisanas y sus secuaces. Es una carrera loca, furiosa, que acabará, sin duda, trágicamente, porque los pobres alucinados han llegado ya al último límite del fanatismo.

Su vida pertenece ya a Mahoma, y el Paraíso les aguarda.

¡Ay del infiel a quien encontrasen en este momento! Pero todos los hebreos y europeos han huido, aunque no faltan los perros, los carneros y los asnos.

Aquellos energúmenos se lanzan sobre estos pobres animales, y los muerden cruelmente, arrancándoles pedazos de carne, que engullen palpitante todavía.

Un desgraciado perro, que huyendo de la turba va a refugiarse en un ángulo de la calle, es devorado vivo; dos carneros siguen igual suerte, y luego los fanáticos emprenden una carrera desenfrenada hacia las murallas de la ciudad, rugiendo siempre como fieras e invocando a Alá.

Ya habían atravesado la plaza del Bazar, cuando vieron a un hombre cruzar la calle.

Un grito feroz saltó de sus labios.

—¡Muera el kafir[1]!

El vestido negro que llevaba el desgraciado, color despreciado por los marroquíes, que sólo aman los colores blancos o brillantes, había revelado a aquellos exaltados que se encontraban delante de un infiel; peor aún, de un judío: es decir, de un ser odiado, a quien podían matar sin que la autoridad pudiese impedirlo.

El pobre hombre, que no había tenido tiempo de esconderse en su casa, al verse descubierto se había arrojado a un lado, amparándose bajo la bóveda de un portón.

Era un joven de veinticinco a veintiséis años, alto y de agradable figura; caso bastante raro entre los judíos de Marruecos, que suelen ser de una fealdad repugnante, mientras las mujeres conservan en toda su pureza el antiguo tipo semítico.

Aquel joven, al ver reunida en torno suyo toda la turba de fanáticos, había sacado del cinturón una pistola y un puñal, y colocándose resueltamente en actitud defensiva, gritó:

—¡Al que se acerque, le mato!

Semejante amenaza en labios de un judío era cosa tan inaudita, que los propios fanáticos se detuvieron.

El hebreo en Marruecos no puede defenderse: debe dejarse matar como un cordero por el primer musulmán que le encuentre en una fiesta religiosa.

Además de que los judíos han perdido el valor, saben que si se defienden han de ser condenados a muerte por las autoridades marroquíes.

No obstante, aquel joven parecía resuelto a realizar su amenaza; es decir, a morir matando.

La vacilación de los exaltados no duró muchos minutos.

—¡Muera el kafir! —repitieron.

La multitud se le acercaba, pronta a despedazarle, y animaba a los fanáticos gritando:

—¡Muera el judío! ¡Mahoma os lo agradecerá! ¡Muera!

El israelita, aun cuando se consideraba perdido, no bajaba el brazo armado con la pistola, y parecía dispuesto a hacer fuego sobre sus enemigos.

Sus ojos negros, llenos de fulgor, relampagueaban con siniestro brillo; pero su rostro blanquísimo había palidecido terriblemente.

—¡Atrás! —repitió con voz angustiada.

Los fanáticos, alentados por el populacho, habían empuñado las cimitarras y se preparaban a arrojarse sobre él, cuando otros dos hombres vestidos de blanco, como los europeos que residen en Marruecos y en los países cálidos, se abalanzaron sobre los exaltados, gritando:

—¡Alto!

Uno de ellos era un hombre de treinta años de edad, de regular estatura, moreno, con bigote negro y los ojos vivos. El otro, en cambio, que tendría unos seis años más, era un verdadero gigante, con un torso enorme y brazos hercúleos; un hombre, en suma, capaz de hacer frente a un pelotón de adversarios. Su color era moreno como el de un mestizo, y su cabellera negrísima, así como sus enormes mostachos, le daban un aspecto formidable. Vestía, como su compañero, un traje blanco; pero en lugar de la gorra de tela llevaba una especie de casco de paño negro ceñido con una cinta roja.

Al ver a aquellos dos hombres, los fanáticos se detuvieron por segunda vez: ya no se trataba sólo de destrozar a un perro judío.

Aquellos dos desconocidos eran dos europeos, quizás dos ingleses, dos franceses o dos italianos; dos hombres, en suma, que podían pedir ayuda al Gobernador, y hasta hacer que fuesen a Tánger un par de acorazados para imponer condiciones al propio emperador de Marruecos.

—¡Retiraos! —había gritado en tono amenazador uno de los fanáticos—. ¡El judío es nuestro!

El joven europeo, en vez de responder, sacó rápidamente del bolsillo un revólver y apuntó con él a los marroquíes.

—¡Rocco, prepárate! —dijo volviéndose hacia su compañero.

—¡Estoy pronto a aplastar a estos pillos! ¡Para ello bastan mis puños, marqués!

La multitud, que llegaba con el ímpetu de un torrente, rugía a voz en grito:

—¡Mueran los infieles!

—¡Sí; mueran! —vociferaban los alucinados.

Y al decir esto se precipitaron hacia adelante blandiendo las cimitarras, disponiéndose a hacer tajadas al hebreo.

—¡Atrás, canallas! —gritó con voz más amenazadora el compañero del gigante, colocándose delante del hebreo—. ¡Nadie habrá de tocar a este hombre!

—¡Mueran los perros de Europa! —rugieron al propio tiempo los fanáticos.

—¡Ah! ¿No queréis dejarle en paz? —replicó el europeo con ira—. ¡Pues bien; tomad!

Se oyó un tiro de revólver, y un marroquí, el primero de la turba, cayó con el cráneo destrozado.

En el mismo instante el coloso cayó en medio de la turba, y de dos puñetazos formidables derribó a otros dos hombres.

—¡Bravo, Rocco! —exclamó el joven de los bigotes negros—. ¡Tú superas a mi revólver!

—¡Todavía no he comenzado, señor marqués!

—¡Despacio, amigo mío! ¡No hay que apresurarse!

Ante tan inesperada resistencia, los moros se habían detenido y miraban con espanto a aquel coloso, que tan soberbio uso hacía de sus puños, y que parecía dispuesto a continuar la faena.

El hebreo aprovechó aquel instante de respiro para acercarse a los dos europeos.

—¡Señores —les dijo en un italiano fantástico—, gracias por vuestra ayuda; pero si en algo estimáis la vida, huid! ¡El asombro de la multitud durará poco!

—Nos iríamos con mucho gusto —respondió el compañero del coloso— si encontrásemos una casa. No tenemos habitación; ¿no es verdad, Rocco?

—No, señor marqués: todavía no hemos encontrado una.

—¡Venid conmigo, señores! —dijo el hebreo.

—¿Está lejos la vuestra?

—En el barrio judío.

—¡Vamos!

—¡Y pronto! —dijo Rocco—. ¡La multitud se arma y se prepara a darnos caza!

El coloso decía verdad: los marroquíes, pasado el primer momento de estupor, se preparaban nuevamente para volver al ataque.

Algunos hombres habían invadido las casas vecinas, y salieron de ellas armados de espingardas, cimitarras, yataganes y cuchillos.

—¡El negocio presenta mal cariz! —dijo el marqués—. ¡En retirada!

Precedidos por el hebreo, el cual corría como un gamo, se lanzaron hacia la plaza del mercado, siendo saludados por algunos tiros que, por fortuna suya, no hicieron blanco.

Los fanáticos y sus admiradores se arrojaron sobré sus pasos, gritando desaforadamente:

—¡Muera el kafir!

—¡Cortadle la cabeza!

—¡Venganza! ¡Venganza!

Pero si los marroquíes corrían, el marqués y sus acompañantes volaban.

Sin embargo, su posición se hacia de momento en momento más peligrosa; hasta el punto de que el propio marqués comenzaba a dudar que pudieran salvarse del furor de sus perseguidores.

El populacho engrosaba por instantes, pues de las callejuelas próximas salían nuevos perseguidores moros, árabes y negros armados.

La noticia de que dos extranjeros habían asesinado a tres aisanas debía haberse propagado con la rapidez del relámpago, pues la población entera de Tafilete corría con ánimo de hacer justicia.

—¡No creí que iba a desencadenar una borrasca tan tremenda! —dijo el marqués, sin cesar de correr—. ¡Si no llegan los soldados del Gobernador, mi misión va a concluir aquí!

Ya habían atravesado la plaza y estaban para desembocar en una calle lateral, cuando vieron que les cerraba el paso una banda de moros armados con cimitarras y algunas espingardas.

Aquella banda debía haber dado vuelta al mercado para cogerlos entre dos fuegos.

—¡Rocco —dijo el marqués deteniéndose—, vamos a ser presos!

—¡La calle está cortada, señores! —replicó el hebreo con angustia—. ¡Lo siento por ambos! ¡Vuestra generosa ayuda os ha perdido!

—¡Todavía no! —respondió el marqués—. ¡Aún tengo cinco balas, y Rocco tiene seis más!

—¡Señor marqués —dijo el coloso—, tratemos de resguardarnos en algún sitio!

—¿En dónde?

—Allí abajo veo un café.

—¡Nos sitiarán!

—¡Pues resistiremos hasta que llegue la guardia! El Gobernador no dejará que nos asesinen: somos europeos, y representamos dos naciones que pueden poner en un aprieto al Emperador.

—¡Pronto; no perdamos el tiempo! ¡Se preparan para fusilarnos!

Dos disparos resonaron en la plaza, y una bala atravesó el casco del coloso.

—¡Unas líneas más abajo y me dan el pasaporte para el otro mundo! —dijo este último riéndose.

En la extremidad de la plaza surgía aislado un pequeño edificio de forma cuadrada, coronado por una terraza, con las paredes blanquísimas y sin ventanas.

Delante de la puerta había una especie de jaulas de mimbres que servían de sillas a los consumidores de café.

Los tres fugitivos se lanzaron en aquella dirección, llegando a la puerta en el instante mismo en que el propietario, un viejo árabe, atraído por aquel vocerío, se preparaba a salir.

—¡Adentro! —le gritó el marqués en árabe—. ¡Y toma!

Le arrojó un puñado de monedas, le empujó contra el muro, y se precipitó en el interior del café, seguido por Rocco y el hebreo, mientras el populacho, cada vez más enfurecido, seguía rugiendo:

—¡Mueran los kafires!