VEINTIUNO

El lunes fue mi primer día de consulta privada. El consultorio, que mi socio mayoritario David Ng. dirige desde hace catorce años, está en Broadway. Es un despacho agradable, en el tercer piso de un edificio de antes de la guerra, con ventanas abiertas a una clara vista de comercios de lámparas enfrente y cielo despejado arriba. Este año aún no ha habido señales de las aves migratorias, pero sé que vendrán. Sé que, para mi satisfacción, en los momentos tranquilos podré interpretar lo que presagian. Ha sido un mes agitado: hace sólo una semana me mudé a un estudio de la calle 23 oeste. No tiene buena vista pero está en un barrio codiciado (como el agente me recordó ad infinitum) y puedo ir al consultorio a pie. Hace unas semanas me operaron de la mano. Había estado postergándolo. Ya no me duele.

Como a fines del verano se me acabó la beca, opté por trabajar con Ng., aunque había propuestas más lucrativas fuera de la ciudad, la más atrayente de las cuales era en un consultorio médico en Hackensack, en Nueva Jersey. Habría significado un ingreso mayor, la tranquilidad de los suburbios, las cosas que es posible comprar con más dinero, pero finalmente no me había costado decidir. La única alternativa que tiene para mí sentido emocional es quedarme en la ciudad, me ayudó tanto el instinto como el consejo profesional de la doctora Bolt, la directora de nuestro servicio. Aunque el doctor Martindale, con quien he compartido la autoría de un par de artículos de investigación, intentó convencerme de que siguiera en la academia, hace ya mucho me ha quedado claro que la universidad no es un lugar para mí.

He empezado a organizar el despacho. Está bastante desnudo, pero he traído algunos libros e instalado el ordenador, con un par de altavoces pequeños que uso para escuchar música entre visitas. Como me siento más tolerante a la publicidad, sintonizo en el ordenador una radio de música clásica. El viernes llegó un nuevo sofá y, aunque el olor de la tela, una curiosa mezcla de limón y polvo, domina la habitación, de momento ningún paciente se ha quejado. En la puerta hay una chapa biselada de bronce que Ng. hizo poner ya antes de que yo llegara.

Detrás de la silla, clavada en el tablero de corcho, hay una postal de Heliópolis que hace dos o tres semanas descubrí por casualidad en una librería de viejo. El tiempo la ha amarilleado: muestra una calle a la sombra de un edificio que está a la derecha. El edificio tiene una especie de campanario del medievo europeo con dos pares de columnas a cada lado. Por delante caminan dos hombres, dos figuras diminutas. Visten túnicas blancas. En el centro de la calle vacía hay otro hombre, sólo un poco más grande, que mira al fotógrafo. También lleva una túnica hasta los tobillos, pero lleva encima una chaqueta negra. A la derecha de este hombre la calle está surcada por las vías plateadas, las líneas convergentes de un tranvía, y cerca del horizonte hay dos coches. Los elementos erguidos, articulados, que los conectan con los cables de arriba, les dan cierto aspecto de moscas. A la izquierda de la calle, por lo demás desierta, hay un edificio menor, o sencillamente más lejano, una de cuyas torres culmina en una cúpula de bulbo. En pequeñas letras blancas sobre la foto, la postal, que no está fechada, indica sencillamente: «9108 Le Caire, Heliópolis». No es una postal pintoresca. El límpido cielo y las sombras oscuras no tienen gran interés. Más bien parece una postal olvidada, no de las que alguien graparía intencionadamente a un tablero. Pero no puedo desprenderme de la impresión de que el hombre de la chaqueta negra y la túnica blanca, cuyo rostro impide ver la sombra de la calle, desempeña el papel de testigo y me observa mientras trabajo, pues de hecho fue esa figurita lo primero que me obligó a fijarme en la postal. Sólo más tarde noté que mostraba la Heliópolis del barón Empain.

Ayer por la tarde, escuchando la radio en una pausa entre dos pacientes, me enteré de los programas de esta semana en el Carnegie Hall. La Filarmónica de Berlín dará tres conciertos dirigida por Simon Rattle. Me compré online una entrada para la noche. Hoy es el concierto final, Das Lied von der Erde, que me voy a perder porque se habían agotado las entradas. Mahler tenía perpetuamente en la cabeza las últimas cosas: Das Lied von der Erde, con sus doloridas notas de adiós y su mundo sonoro agridulce, fue escrita en gran parte en el verano de 1908. El año anterior, una política de feroz carácter antisemita lo había desplazado de la dirección de la Opera de Viena. El desengaño había seguido de cerca a una terrible conmoción anterior, la muerte de escarlatina, en julio de 1907, de la mayor de sus dos hijas, Maria Anna, a los cinco años. Cuando la Metropolitan Opera lo contrató para la temporada de 1908, se trajo a Nueva York a su esposa Alma y a su hija menor. Hubo un respiro, un momento de gloria y cierta satisfacción. Su forma de dirigir y los programas innovadores que presentaba encendieron al público, hasta que la junta lo destituyó en favor de Toscanini.

Anoche asistí a la interpretación de la Novena Sinfonía, la obra que Mahler escribió tras componer Das Lied von der Erde. El sentido del final de Mahler es tan intenso que sus muchos relatos musicales del fin casi llegan a dominar lo que compuso antes. Se hizo maestro de los finales sinfónicos, del final de todo un corpus y del final de su propia vida. Ni siquiera la Novena es su última obra, pues sobreviven fragmentos de una Décima Sinfonía, aún más luctuosa que las precedentes. En la década de 1960 el musicólogo británico Dercyck Cooke la completó basándose en los esbozos de Mahler.

Anoche me encontré pensando en los últimos años de Mahler mientras volvía a casa en la línea N de metro. Una fuente desconocida arrojaba una luz radiante sobre las oscuridades que lo rodeaban, sobre los varios residuos de fragilidad y mortalidad, pero hasta esa luz quedó ensombrecida. Pensé en esas nubes raudas que a veces cruzan los soleados cañones que forman los muros abruptos de los rascacielos, de modo que las divisiones tajantes de sombra y claridad quedan jaspeadas de oscuridades y luces fugaces. Todas las obras finales de Mahler —Das Lied von der Erde, la Novena Sinfonía, los esbozos de la Décima— fueron interpretadas después de que él muriera, todas son obras extensas, de iluminación fuerte, vivaces, y están envueltas en la tragedia que se desarrollaba en su vida. Dan una abrumadora impresión de luz, la luz de una mente acongojada que contempla el avance implacable de la muerte.

La obsesión con las últimas cosas no sólo se evidencia en su estilo tardío. Había estado allí desde el comienzo mismo de su carrera de compositor, ya en la Segunda Sinfonía, que era una extensa exploración musical de la muerte y la resurrección. Si en sus últimos años no hubiera escrito más que Das Lied von der Erde, se habría considerado una declaración final apropiada, una de las grandes, a la altura del Réquiem de Mozart, la Novena de Beethoven y la última sonata para piano de Schubert. Pero al escribir en el verano siguiente, el de 1909, la Novena Sinfonía, Mahler se convirtió, por la fuerza de la voluntad, en el genio de las despedidas prolongadas.

Los conciertos eran parte de una serie que celebraba la ciudad de Berlín. Yo compré demasiado tarde mi entrada para el de ayer y tuve que oírlo desde el cuarto nivel. La sala, un hermoso espacio en forma de concha con el cielorraso tachonado de accesorios e iluminación difusa, estaba repleta. Sentada a mi lado había una mujer muy guapa, vestida con un abrigo caro, que apestaba: era un olor fuerte, entre la saliva y el alcohol, y pensé que no era cuestión de higiene insuficiente sino de un exceso de perfume. Se me ocurrió cambiarme de asiento pero fue imposible. Ella se abanicó nerviosamente y el olor se disipó. Pronto llegó el compañero, un hombre alto y bronceado, de traje azul y camisa a cuadros blanquinegros, tenía aspecto de europeo y alegres ojos grises. En medio de aplausos entró el concertino y la orquesta se puso a afinar: primero el oboísta lanzó un claro La y luego las cuerdas se dejaron llevar por una hermosa cacofonía hasta el unísono.

El último concierto que dirigió Mahler fue en febrero de 1911 en el Carnegie Hall. No incluía ninguna obra suya, condujo a la Orquesta Sinfónica de Nueva York, que más tarde sería la Filarmónica, en el estreno mundial de la Berceuse elegíaca de Busoni. Aquel día Mahler tenía fiebre y dirigió desatendiendo el consejo de su médico personal, el doctor Joseph Fraenkel, y la fiebre debió de consumirlo durante la pieza de Busoni, inspirada en las siguientes palabras: «La cuna del niño se mece, se devana el azar de su destino, se desvanece la senda de la vida, se desvanece en la distancia eterna».

El oboísta tocó otro La y esta vez afinaron las maderas, y detrás se arremolinaron las cuerdas. Por fin hubo una señal del director y sobre la sala cayó un silencio. Casi todo el público, como casi siempre en conciertos así, era blanco. No puedo evitar notarlo. Lo noto una y otra vez e intento pasarlo por alto. En parte implica una serie compleja de negociaciones: regañarme por fijarme siquiera en eso, lamentarme por las pruebas de la persistente división de nuestra vida, irritarme por la seguridad de que en algún punto de la velada la cuestión me vendrá a la cabeza. Ayer la mayoría de los que me rodeaban eran gente madura o anciana. Por muy acostumbrado que esté, no deja de sorprenderme cuán fácil es dejar la hibridez de la calle y entrar en espacios totalmente blancos cuya homogeneidad, hasta donde yo sé, no incomoda en absoluto a los blancos que los colman. Para algunos de ellos lo único raro es verme a mí, joven y negro, en mi butaca o en el vestíbulo. A veces, en la cola del lavabo durante el intermedio, me miran de tal manera que me siento como Ota Benga, el hombre de Mbuti que en 1906 fue expuesto en el pabellón de los monos del zoológico del Bronx. Aunque me harto de pensar estas cosas, ya estoy acostumbrado. Pero la música de Mahler no es blanca ni negra, vieja ni joven, e incluso está abierta la cuestión de si es específicamente humana o acorde con vibraciones más universales. Sonriente, con el pelo rizado ondulando, entró Simon Rattle y los aplausos lo recibieron. Saludó a la orquesta con un gesto y las luces se atenuaron más. El silencio se hizo total y, tras un momento de expectación, Rattle marcó el tiempo y empezó la música.

El primer movimiento de la Novena Sinfonía es como un gran barco que se desliza puerto afuera: ponderoso y sin embargo grácil en su movimiento. En manos de Rattle se inició con suspiros, una serie de titubeos, una figura repetidamente fallida que se estiraba al mismo tiempo que se iba enardeciendo. Yo, como siempre, escuchaba tanto con la mente como con el cuerpo, adentrándome en los detalles familiares de la obra, descubriendo detalles nuevos de la partitura, puntos de énfasis y articulación que no había advertido antes o que el director ponía de relieve por primera vez. Si Rattle, observé, estaba dirigiendo Mahler, también estaba dialogando —al menos para mí, curtido defensor de esa música— con otros ejecutantes: Benjamin Zander, Jascha Horenstein, Claudio Abbado, John Barbirolli, Bernard Haitink, Leonard Bernstein, Herman Scherchen, Otto Klemperer y por supuesto Bruno Walter, que había estrenado la pieza en Viena un año después de la muerte de Mahler y dos antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial. Eran nombres, casi todos de europeos, muchos de ellos muertos, que en mis quince años de vida en Estados Unidos se habían convertido en algo muy importante, pues cada uno estaba conectado a una modulación y un ánimo específicos —equilibrado, extremo, sentimental, dolorido, consolador— en la extensa partitura de la sinfonía. Según daba forma al sonido de los dos primeros movimientos, y guiaba a la orquesta a través de los arrebatos y los arrullos, Simon Rattle se reivindicaba como uno de los titanes de la pieza. El tercer movimiento, el rondó, fue enérgico, tosco, tan burlesco como cabría concebir.

Luego, transportado por las cuerdas desde una calma que pareció mantener al público en vilo, llenó la sala la suerte de himno que abre el último movimiento. Quedé atónito: nunca había notado lo similar que era la melodía a la de Abide with me, la canción de Elton John. Y la revelación me embebió en la pena profunda de la larga pero radiante elegía de Mahler, y sentí que también detectaba la intensa concentración, los centenares de pensamientos íntimos de los que estaban conmigo en el auditorio. Qué extraño era que casi cien años antes, en la misma Manhattan y muy cerca del Carnegie Hall, en el hotel Plaza, en la esquina de la 59 con la Quinta Avenida, Mahler hubiese estado trabajando en esa sinfonía, consciente de la enfermedad cardíaca que pronto le quitaría la vida.

En el paroxismo del último movimiento, pero poco antes de que la pieza acabara, una mujer de la primera fila se levantó y empezó a subir por el pasillo. Caminaba despacio, todos los ojos la observaban aunque todos los oídos seguían la música. Como si la hubiesen convocado, partía hacia la muerte tirada por una fuerza invisible para nosotros. Era una anciana frágil, con una tenue corona de pelo blanco que, iluminada por detrás desde el escenario, se convirtió en un halo mientras ella andaba con tal lentitud que parecía una mota suspendida en la lentitud de la música. Llevaba un brazo un poco levantado, como si la estuviera guiando un ayudante —como si yo estuviera allí con mi oma, escoltándola, y el suave oleaje de la música nos empujase hacia la oscuridad—. Por fin llegó a la salida y se perdió de vista, semejante en su ligereza a una barca que zarpa al amanecer en un lago del campo y, para los que quedan en la orilla, más que navegar parece disolverse en la sustancia de la bruma.

Mahler, sin autocompadecerse por la enfermedad, había trabajado abriéndose paso por una sucesión de sufrimientos, y sus composiciones gargantuescas habían hecho de la elegía una magnífica elegía. Le gustaba decir, con característico humor patibulario, que Krankheit ist Talentlosigkeit: la enfermedad es falta de talento. A tal punto convirtió su muerte en un tema —ése fue uno de sus grandes dones— que casi pareció que realmente hubiese muerto como un dragón que derriba un muro, como se dice de algunos grandes poetas chinos. El entierro debía ser en Viena, en el cementerio de Grinzing. Así que, una vez hubo recibido la sentencia final —infección sanguínea por estreptococos, posterior a una endocarditis infecciosa, una enfermedad que devasta las válvulas del corazón— del doctor Fraenkel, que había llegado al diagnóstico tras consultar con el doctor Emanuel Libman, jefe del servicio médico del hospital de Mount Sinai, Mahler había emprendido el último y arduo viaje al hogar. Primero había ido en barco de Nueva York a París, donde, en el Instituto Pasteur, había probado sin éxito un suero experimental, y luego en tren, con gran desconsuelo, a Viena, donde multitudes lo habían recibido y aclamado, después de haberlo tratado con tanta crueldad, y habían seguido la caravana como si fuera Virgilio al regresar a Roma para morir. Y murió, una semana más tarde, la medianoche del 18 de mayo de 1911.

La música se detuvo. Silencio perfecto en la sala. Simon Rattle estaba rígido en la tarima, con la batuta todavía en el aire, y quietos también estaban los músicos, con los instrumentos en alto. Miré los rostros iluminados de la sala, todos en una marea de silencio. Los segundos se alargaban. Ni una tos, ni un movimiento. A lo lejos, fuera de la sala, se oía un débil ruido de tráfico. Pero dentro nada: hasta los centenares de pensamientos veloces se habían detenido. Entonces Rattle bajó los brazos y el público estalló en aplausos.

Sólo al oír detrás el chasquido del pestillo me di cuenta de lo que había hecho. Había usado la salida de emergencia, que llevaba directamente del cuarto nivel a la escalera de incendio exterior. La puerta metálica acababa de cerrarse y de mi lado no había tirador. Estaba atrapado fuera. No iba a poder protegerme de la lluvia y el viento porque además me había dejado el paraguas en el teatro. Y por si faltara algo no estaba en una escalera de salida, como había esperado, sino en una endeble escalerilla de incendio, prisionero en una noche de tormenta en el lado en sombras del Carnegie Hall. Era una situación digna de una comedia inverosímil.

Lo único que me separaba de la calle, unos veinte metros abajo, era un enrejado resbaladizo. Bajo mis pies veía las luces y ya tenía la cabeza y el abrigo mojados. Mis compañeros de concierto partían para seguir con sus vidas, ignorantes de mi desgracia. Estaban fuera del alcance de un grito, incluso con tiempo benigno: de noche y con el rumor de la lluvia era fútil probar. Y unos minutos antes yo había estado en brazos de Dios, y acompañado de muchos otros, mientras la orquesta navegaba hacia la coda llevándonos a un alborozo imposible.

Ahora me enfrentaba con una soledad de una extraña pureza. En la sombra, por encima del patente abismo, veía destellar a distancia las luces de la calle 42. Como los pasamanos de la escalera de incendios, que en el más soleado día ya debían ser precarios, estaban resbaladizos a causa de la lluvia, era imposible aferrarse. Me moví con cuidado, paso a medido paso. El viento azotaba ruidosamente el edificio, y encontré un lúgubre consuelo en la idea de que, si iba a caer desde esa altura, no había riesgo de quedar tullido: me moriría en el acto. Pensar esto me calmó y fui bajando y deslizándome por los peldaños metálicos, unos modestos centímetros por vez. El número de funambulismo se prolongó durante muchos minutos en la oscuridad. Y entonces vi que la escalera de incendio sólo llegaba a la mitad del edificio y terminaba abruptamente en otra puerta cerrada. Para llegar a la calle, unos dos pisos más abajo, había solamente aire. Pero la suerte estaba conmigo: la segunda puerta tenía picaporte. Probé, y se abrió a un corredor.

Antes de entrar, manteniendo la puerta abierta con gran alivio y gratitud, se me ocurrió mirar hacia arriba y para mi gran sorpresa había estrellas. ¡Estrellas! No había pensado que iba a poder verlas, no con la perpetua contaminación lumínica que engalana la ciudad, no cuando había estado lloviendo. Pero la lluvia había parado mientras yo hacía el descenso y había limpiado el aire. El miasma de las luces eléctricas de Manhattan no llegaba muy alto y en la noche sin luna el firmamento era un techo acribillado de luces y el cielo mismo relucía. Estrellas maravillosas, una lejana nube de luciérnagas. Pero yo sentía en el cuerpo lo que los ojos no podían asir: que su verdadera naturaleza era el eco visual persistente de algo que estaba ya en el pasado. En las insondables eras que la luz tardaba en cruzar semejantes distancias, en algunos casos la propia fuente de luz se había extinguido mucho tiempo atrás, y sus restos oscuros se alejaban de nosotros a velocidades todavía más grandes.

Pero en los espacios de oscuridad entre las estrellas muertas, fulgurantes, había estrellas que yo no podía ver, estrellas que todavía existían y daban una luz que aún no me había llegado, estrellas, aunque vivas y luminosas, para mí sólo presentes como intersticios vacíos. Su luz llegaría un día a la Tierra, mucho después de que yo y toda mi generación y la generación siguiente se hubieran desprendido del tiempo, quizá mucho después de que la raza humana misma se hubiera extinguido. Mirar esos espacios oscuros era atisbar directamente el futuro. Me agarré con una mano a la oxidada barandilla de la escalera de incendio y con la otra mantuve la puerta firmemente abierta. El aire nocturno me mordía las orejas. Miré hacia abajo, por el brusco precipicio, y a toda velocidad pasó el borroso rectángulo amarillo de un taxi, y luego una ambulancia, y a través de los siete pisos me llegó su aullido y se alargó tras ella hacia el infierno de neón de Times Square. Sentí un deseo de encontrar la luz de las estrellas invisibles a mitad de camino, una luz inalcanzable porque todo mi ser estaba atrapado en un punto ciego, una luz que venía a toda la velocidad posible, cubriendo más de mil millones de kilómetros cada hora. A su debido tiempo llegaría, y alumbraría a otros humanos, o acaso otras configuraciones de nuestro mundo, después de que catástrofes inimaginables lo hubieron vuelto irreconocible. Yo sujetaba el metal con las manos, la luz de estrellas con los ojos, y era como si me hubiese acercado demasiado a algo que había quedado para mí fuera de foco, o como si yo me hubiera alejado tanto que se hubiera desvanecido.

Caminé al borde de Central Park, que se ahogaba en un olor de estiércol de caballo, pasé frente al edificio del doctor Saito y en Columbus Circle cogí la línea 1 del metro hasta la 33. Cuando salí, en vez de ir directamente a casa, crucé la autopista del West Side. Tenía intención de ver el agua y me acerqué al edificio Chelsea Piers. Rodeándolo por la derecha, hacia donde fondeaban los yates y las lanchas de turistas, vi a un hombre de uniforme. Me saludó alzando un brazo. Estamos a punto de zarpar, dijo. Supuse que era el encargado del barco y le expliqué que yo no estaba invitado. Da igual, dijo. El barco no se ha llenado. Y no tienes que pagar nada; ya han cubierto los costes. Sonriendo, añadió: Se te ven las ganas de subir. ¡Venga! En una hora estaremos de vuelta. Lo seguí hasta el muelle 66 y salté a un largo barco blanco, ruidoso ya de juerguistas en edad de secundaria. Eran casi las once y no llovía. En la intensa luz de la cabina, un individuo vestido de camarero examinaba los carnets de identidad de los estudiantes antes de permitirles tomar de su bandeja unas copas de plástico con champán. Me ofreció una a mí y decliné. Como ahora soplaba un fuerte viento, la mayoría de la gente miraba el paisaje desde la cabina. Me abrí paso hasta la cubierta de popa. Había un puñado de parejas y algunos solitarios y encontré donde sentarme cerca de una baranda.

El motor emitió un gruñido bajo y el barco retrocedió un poco y tembló, como si respirase hondo antes de zambullirse. Luego se apartó del muelle, el agua entre nosotros y la orilla se ensanchó, y desde la cabina de cristal flotó el parloteo de la fiesta. Trazamos un rápido arco hacia el sur, a la izquierda pronto se alzaron ante nuestros ojos los edificios de Wall Street. El que más cerca estaba del agua era el World Financial Center, con sus dos torres unidas por el atrio translúcido e iluminado de azul por las luces nocturnas. El barco surcaba las olas del río. Sentado en la cubierta, mirando la blanca estela de espuma en el agua negra, me sentía subir y bajar como mecido por el movimiento de la invisible soga de una campana.

Unos minutos después de entrar en la bahía Upper Bay vimos la estatua de la Libertad: apareció primero como una tenue mancha gris en la niebla y enseguida aquel monumento enorme digno de aquel nombre se cernió sobre nosotros, y vimos los gruesos pliegues de la túnica majestuosos como columnas. El barco se acercó a la isla, más estudiantes habían subido a cubierta y señalaban la estatua, y las voces, que llenaban el aire en derredor, caían sin eco en el agua. Se me acercó el organizador del crucero. Contento de haber venido, ¿no?, dijo. Le respondí el saludo con una media sonrisa y él, percibiendo mi soledad, volvió a alejarse. Desde 2001 la corona de la estatua ha permanecido cerrada, e incluso a los visitantes que se acercan se los limita a mirar desde fuera: no se permite a nadie subir los 354 angostos escalones y mirar la bahía desde las ventanas de arriba. En todo caso, la monumental estatua de Bartholdi no ha prestado un servicio particularmente largo como destino turístico. Aunque desde el comienzo ha tenido su valor simbólico, hasta 1902 fue un faro activo, el mayor del país. En aquellos días la llama de la antorcha guiaba a los barcos hacia el puerto de Manhattan, y la misma luz, sobre todo cuando hacía mal tiempo, desorientaba a las aves. Por alguna razón las aves, muchas de las cuales son lo bastante inteligentes para esquivar la piña de rascacielos de la ciudad, perdían el rumbo al enfrentarse con una sola llama monumental.

Así perdieron la vida numerosos pájaros. Una mañana de 1888, por ejemplo, después de una noche especialmente tormentosa, se recogieron de la corona, el balcón de la antorcha y el pedestal de la estatua más de mil cuatrocientos pájaros muertos. Los funcionarios de la isla aprovecharon la oportunidad y, como era su costumbre, los vendieron a bajo precio a los sombrereros y las tiendas de moda de Nueva York. Pero nunca volverían a hacerlo, porque entonces intervino cierto coronel Tassin, que tenía el mando militar de la isla, y se resolvió que, en vez de deshacerse de los pájaros por vía comercial, se los destinase a servir a la ciencia. Los cadáveres, doscientos o más por tanda, serían enviados al Museo Nacional de Washington, el Instituto Smithsoniano y otras instituciones científicas. Con un agudo instinto para la iniciativa pública, el coronel Tassin puso en marcha un sistema gubernamental de registros, asegurando que funcionara con regularidad castrense, y poco después pudo entregar informes detallados de todas las muertes, incluidas la especie de cada ave, la fecha y hora del golpe, la cantidad de muertes por choque y por otras causas, la dirección y la fuerza del viento, las condiciones meteorológicas y observaciones generales. El primero de octubre de aquel año, por ejemplo, el informe del coronel indicaba que habían muerto cincuenta rascones, once chochines, dos sinsontes y un chotacabras. Al día siguiente se registraron dos chochines muertos, y al día siguiente, ocho. El promedio, estimaba el coronel Tassin, era de unas veinte muertes por noche, aunque en el volumen de la cosecha influían mucho el tiempo que hacía y el viento que soplaba. Con todo persistía la impresión de que había una causa más inquietante. La mañana del 13 de octubre, por ejemplo, se recogieron 175 chochines, todos muertos por impacto, aunque la noche no había sido especialmente ventosa ni oscura.