VEINTE

Me invitaron a una fiesta en el piso de John Musson. El piso estaba en Washington Heights, pocas calles al norte del hospital, daba al Hudson, según me había dicho Moji por teléfono, y tenía una vista notable al río, los árboles y el puente George Washington. Tenía que ir a verlo sin falta. No vivían juntos, porque ella tenía su propio piso en Riverdale, en el Bronx, pero pasaba muchas noches allí, dijo, y era coanfitriona de la fiesta. Yo no había vuelto a verla desde el día en el parque, pero me había llamado tres o cuatro veces y habíamos mantenido conversaciones breves, amistosas, por lo general a última hora de la noche. Una vez me había preguntado bruscamente cómo se encontraba mi madre. Yo me había quedado mudo y luego le había dicho que no lo sabía, que no estábamos en contacto. Ay, pero qué mal, había dicho ella en un tono extrañamente vivaz. Me acuerdo de que la conocí. Era muy simpática.

Supongo que los días anteriores a la reunión hice algún esfuerzo por salvarme de alguna manera, pero al fin llegó la fecha, a mitad de mayo, y descubrí que me faltaba una buena excusa y tendría que ir. Salí del trabajo temprano, a eso de las cinco y media. Como había tiempo de sobra, en vez de coger el metro decidí caminar. Atravesé Harkness hasta la intersección de Broadway con St. Nicholas y encontré las calles, como era previsible a esa hora, con todos los carriles de ambas direcciones invadidos por conductores impacientes. Mitchel Square Park, cruce de dos calles principales y punto panorámico de una media hectárea, estaba dominado por un peñasco levemente elevado desde donde se podía ver la superposición de edificios que habían llevado el campus médico a su forma actual. Las nuevas construcciones no sólo se alzaban muy cerca de las más antiguas: en muchos casos estaban injertadas en ellas, como brillantes miembros protéticos y extraños. Milstein, el principal bloque del hospital, era una amalgama de piedra victoriana y una reciente fachada triangular de vidrio y acero que le daba aspecto de pirámide centelleante en un entorno austero y majestuoso.

Yuxtaposiciones como aquélla abundaban entre los edificios de alrededor; la misma acumulación de capas se extendía a los nombres, que relataban una historia de instituciones que originalmente habían sido establecimientos cívicos y poco a poco habían pasado a depender de la beneficencia de filántropos y empresarios. En el dintel de piedra ricamente labrada de uno de los edificios más antiguos se leían las palabras HOSPITAL DE NIÑOS Y RECIÉN NACIDOS 1887; en la puerta de al lado, en azul satinado y letra sans-serif, HOSPITAL DE INFANTES MORGAN STANLEY. Desde Mitchel Square Park —dedicado a los veteranos de la Primera Guerra Mundial y llamado así en memoria de un alcalde de Nueva York muerto en esa guerra— se veía el Centro de Investigación Biomédica Mary Woodward Lasker, el Centro de Investigación Oncológica Irving, el Hospital de Mujeres Sloane y el Pabellón de Ciencia Médica Russ Berrie. Aparcada frente al Hospital de Niños había una dádiva más: una ambulancia de la sección neoyorquina de la Fundación Fire Family, la organización de caridad de los bomberos. Algunas donaciones eran antiguas, otras muchas recientes, pero todas establecían el poderoso vínculo entre la asistencia médica moderna y los monumentos por un lado, y entre los monumentos y el dinero por otro. Un hospital no es un lugar neutro ni un espacio puramente científico, pero tampoco es un centro religioso como en el medievo: ahora la realidad implica el comercio y existe una correlación entre la donación de grandes sumas de dinero y la existencia de un edificio in memoriam del donante. Los nombres importan. Todo tiene un nombre.

En la gran roca del parque había unos muchachos jugando con tablas de skate: subían y bajaban dificultosamente por la pendiente suave pero anfractuosa y reían. Leí la placa en homenaje a Mitchel que había en la entrada de la calle 166. En el momento de su elección para el cargo, al comienzo de la guerra, había sido, con treinta y cuatro años, el alcalde más joven de la ciudad y, cuatro años más tarde, su muerte en Luisiana, cuando volaba con la Fuerza Aérea del Ejército, había desatado un torrente de dolor ciudadano. Mientras leía la placa, intrigado por el extraño segundo nombre de Purroy, entró en el parque un hombre con una gran chaqueta de los Yanquis. Se detuvo a mi lado y me pidió dos dólares para el autobús, pero yo lo rechacé sin decir palabra y salí de nuevo a Broadway. Justo al norte del parque, más allá del monumento a la Primera Guerra Mundial, con sus tres héroes detenidos para siempre en combate —uno de pie, otro de rodillas, el otro desplomado con una herida mortal—, el clima de la zona cambiaba y el campus de hospitales daba paso al barrio, como si de pronto el pasado se transformara en presente.

Casi inmediatamente menguaba el número de profesionales médicos de blanco que salían del Milstein y las calles empezaban a estar llenas de dominicanos y otros latinoamericanos: trabajadores, residentes, público haciendo compras. Alguien avanzaba hacia mí saludando con un ademán entusiasta. Era una mujer alta y de mediana edad con un bebé, pero no reconocí la cara. Mary, soy Mary, dijo. Trabajaba con tu viejecito, ¿no te acuerdas? Meneaba la cabeza asombrada de haberme encontrado. Yo le recordé mi nombre. Era ella, ahora vivía en Washington Heights y, en cuanto pudiese dejar el niño en la guardería, iba a cursar un programa de enfermería en Columbia. La felicité, y me asombré por dentro de cómo quemaba etapas la vida. Hablamos un poco del profesor Saito. El viejo era bueno, ¿sabes?, dijo ella. Le gustaba mucho que lo visitaras, no sé si te lo dijo. Fue muy difícil ver cómo decaía, ver que tuvo un final tan duro. Yo le agradecí que lo hubiera cuidado. El bebé empezó a llorar y nos despedimos.

Desde la esquina de la calle 172 se hicieron visibles por primera vez las luces, como suaves puntos amarillos en la distancia gris, del puente George Washington. Pasé por delante de algunos pequeños comercios de baratijas, de los desmedidos escaparates de las grandes tiendas El Mundo y del restaurante El Malecón, perpetuamente popular, al cual yo iba a cenar de vez en cuando. En la acera de enfrente había un edificio enorme y arquitectónicamente estrafalario. Lo habían construido en 1930 y en aquel entonces se lo conocía como teatro Loews de la calle 175. Diseñado por Tilomas W. Lamb, estaba lleno de detalles fascinantes —candelabros, alfombras rojas, una profusión de adornos arquitectónicos tanto en el interior como en el exterior— y los elementos de terracota de la fachada imitaban estilos varios: egipcio, morisco, persa y art déco. El expreso propósito de Lamb había sido proyectar en «la mente occidental» un hechizo misterioso utilizando «ornamentos, tramas y colores» exóticos.

Ahora el edificio tenía una marquesina con un cartel que, en letras blancas sobre fondo negro, decía: ENTRAD O SONREÍD AL PASAR. Se había convertido en una iglesia pero sin perder el esplendor de la edad de oro. Cumplía funciones religiosas desde 1969 y el teatro, bajo el nuevo nombre de Palacio Unido, todavía albergaba diversas congregaciones. La más famosa y más antigua era el rebaño del Ilustre Reverendo Frederick Eikerenkoetter. El reverendo Ike, como se lo conocía popularmente, predicaba la prosperidad y vivía de un modo principesco acorde, según su visión, a un siervo fiel de la palabra de Dios. Frente a la iglesia, y en extraña congruencia con las falsas almenas asirias y la pompa fuera de contexto, estaba aparcado su Rolls-Royce verde, uno de los varios coches de lujo que tenía. Los fieles de su iglesia, el Instituto de la Iglesia Unida de la Ciencia del Vivir, que en una época habían sido decenas de miles, ahora eran más escasos. Pero la gente seguía donando dinero como había hecho desde los años sesenta.

En el teatro, que con sus más de tres mil butacas fue en sus orígenes el tercero del país en aforo, se habían proyectado películas y ofrecido las tempranas versiones de los espectáculos de vodevil. Allí había cantado Al Jolson y actuado Lucille Ball, en una época en que en los alrededores había restaurantes caros y comercios de lujo. Ahora, desde la puerta de El Malecón, a la luz declinante de un atardecer de viernes, parecía en calma. Pasados más de setenta años, el amasijo de estilos no conseguía resolverse en nada que tuviera algún sentido. Ya en sus mejores días debía de haber resultado ajeno al entorno, y ahora, aunque razonablemente mantenido, parecía totalmente fuera de lugar: había un mundo de distancia entre esa arquitectura y la de las pequeñas tiendas, entre esos arcos irrelevantes o las grandes columnas y los inmigrantes que rara vez alzaban la cabeza para mirar más arriba de la calle. El hechizo se había desvanecido.

Se abrió la puerta de una furgoneta. Un chico sacó la cabeza y vomitó en la alcantarilla, y desde dentro de la furgoneta una voz de mujer lo tranquilizó. El chico volvió a vomitar, levantó los ojos con una expresión angelical y me vio. Yo seguí de largo por Broadway, como si me empujara el aspecto rápidamente cambiante del barrio. En la esquina de la 181 había otro edificio adornado. Y allí estaba el viejo rival del teatro Loews de la calle 175, el Coliseum, que fue el tercero más grande del país en su propio tiempo, antes de que se construyera el Loews. Breve y triste derecho a la fama, haber sido el tercero más grande. Ahora, muy alterado, se había convertido en el teatro New Coliseum, compartía espacio con una gran farmacia y una mezcolanza de tiendecitas, y sólo por encima de la primera planta quedaban rastros de la arquitectura de la década de 1920.

En la 181 doblé a la izquierda y, en dirección a Fort Washington, pasé frente a la estación del metro A y la Iglesia Colegiada de Fort Washington y llegué a Pinehurst, que no estaba conectada con la 181 directamente sino mediante un tramo de escaleras, largo y angosto, que subía entre una pequeña maraña de vegetación y salía a la calle propiamente dicha. Las escaleras, vertiginosas, parecidas a las del Sacré-Cœur de Montmartre, mucho más largas, corrían a la sombra de árboles: a ambos lados las flanqueaban parterres ahogados de hierbas y se bifurcaban en una doble fila de barandillas de hierro, de manera que evocaban un funicular. Mientras subía por la derecha, yo a medias esperaba que por la izquierda viniera resoplando un tranvía. Me llevaron al punto muerto de Pinehurst, un mundo diferente de la bulliciosa vida callejera que había dejado unos metros más abajo, un vecindario más rico, más blanco. Y así continué entre blancos, adentrándome en esa atmósfera más sosegada, sintiendo por unos minutos que era el único caminante en un mundo despoblado, tranquilizado sólo de vez en cuando por algún signo de vida: una anciana con una bolsa de compras al final de la calle, un par de vecinos conversando a la puerta de un edificio de apartamentos y la aparición, uno tras otro, de resplandores de luz en las ventanas de encantadoras casas de ladrillo retiradas de la acera. A mi derecha estaba Bennet Park, quieto y silencioso, animado únicamente por el flameo ocasional de la bandera estadounidense y la bandera negra de los prisioneros de guerra izada debajo. Pinehurst terminaba en la 187 y ésta me llevó a Cabrini, que corría a lo largo del río.

Siguiendo por Cabrini unos cientos de metros, hasta el final, habría llegado a Fort Tyron Park, en donde, como una joya en un estuche de terciopelo, estaba enclavado el Museo de los Cloisters. Yo recordaba que la última vez había ido con mi amigo. Nos habíamos detenido en el jardín amurallado, que mira al Hudson. Había un gran peral con espalderas que formaba una suerte de candelabro verde contra el muro de piedra: las ramas se abrían como las del Árbol de Jesé, forzadas durante años por las atenciones de los jardineros a crecer en los ángulos correctos y en un solo plano de dos dimensiones. A mis pies había varias hierbas típicas de un parterre de monasterio: mejorana, perejil, malvavisco, acedera, puerro, valeriana roja, salvia. Crecían libremente, tan prósperas que hablamos de lo maravilloso que sería tener un huerto idéntico para cocinar.

Me acuerdo de que aquel día me arrodillé a oler las tenues fragancias. El parterre contenía saponaria y hepáticas, hierbas que habían recibido sus nombres del antiguo saber de la semejanza o medicina herborística simpática, un arte casi místico según el cual las propiedades medicinales de las plantas se relacionaban con su apariencia física. A la hepática se la consideraba buena para los males de hígado porque las hojas evocan la forma de los lóbulos de ese órgano, y del mismo modo la pulmonaria curaba las dificultades de respiración porque la hoja parece un pulmón, y a la saponaria se la valoraba por sus usos dermatológicos. La búsqueda de significado había conducido a nuestros ancestros medievales a la certeza de que Dios, artífice de toda la creación, había distribuido en esas cosas claves o signaturas para el uso benigno de lo creado, y que para descodificarlas bastaba con un poco de vigilancia. La semejanza no era sino lo más básico de esta clase de conocimiento, pero una extensión posterior de la idea fue la búsqueda de signos, tal como la asumió en el siglo XVI el humanista alemán Paracelso.

Paracelso creía que la luz de la naturaleza obraba por la intuición, pero también que la experiencia la agudizaba. Leída adecuadamente, nos informaba de la realidad interior de una cosa por medio de su forma, de modo que en la apariencia de un hombre había cierto reflejo válido de la persona que era en verdad. En efecto, según Paracelso la realidad interior es tan profunda que no puede sino expresarse en la forma externa. Por otro lado, como ocurre con los artistas, los signos externos de una obra de arte estarán vacíos a menos que aborde la cuestión de una vida interior. En consecuencia Paracelso desarrolló una teoría de cómo se manifiesta la luz de la naturaleza en cuatro aspectos del hombre individual: las extremidades, la cabeza y el rostro, el cuerpo en conjunto y el porte, o manera de andar y postura.

Nosotros estamos familiarizados con la teoría de los signos en las formas degradadas de la frenología, la eugenesia y el racismo. Sin embargo, la sensibilidad al vínculo entre espíritu interior y sustancia exterior también subyace al éxito de muchos de los artistas de la época de Paracelso, como los escultores en madera del sur de Alemania. Gracias a una atención extrema a las propiedades de su material, y al modo en que esas propiedades pueden traducirse en términos de escultura, crearon obras de arte perdurables, precisamente del tipo de las que se ven en las salas y corredores de los Cloisters. Riemenschneider, Stoss, Leinberger y Erhat sustentaron la talla en un complejo conocimiento material de la madera de tilo, y sus intentos de maridar el espíritu del material con su forma visible, por artesanales que sean, no difieren mucho de la lucha por el diagnóstico que absorbe a los médicos. Esto es particularmente cierto en el caso de los psiquiatras, que tratamos de emplear signos o síntomas exteriores como claves para entender realidades internas, aun si la relación entre ambos no está del todo clara. Tan modesto éxito tenemos en la tarea que no cuesta demasiado admitir que hoy nuestra rama de la medicina es tan primitiva como la cirugía en tiempos de Paracelso.

Aquel día, mientras pensaba en los signos y la semejanza, yo había intentado contarle a mi amigo cómo había evolucionado mi visión de la práctica psiquiátrica. Le había dicho que veía a cada paciente como una habitación oscura y que, cuando en una sesión con un paciente entraba en esa cámara, consideraba esencial ser lento y premeditado. Todo el tiempo tenía en mente no hacer daño, el más antiguo de los principios médicos. En las enfermedades externamente visibles se trabaja con más luz, los signos se expresan más forzosamente y por eso es más difícil pasarlos por alto. En el campo de los problemas mentales el diagnóstico es un arte más delicado, porque a veces ni los síntomas de mayor peso son visibles. Es un arte especialmente resbaladizo porque la fuente de información sobre la mente es la propia mente, y la mente es capaz de engañarse a sí misma. Como médicos, le había dicho yo a mi amigo, dependemos, en un grado mucho mayor que en el caso de las enfermedades no mentales, de lo que nos cuenta el paciente. Pero ¿qué hacer cuando la lente a través de la cual se miran los síntomas es, a menudo, sintomática en sí? La mente es opaca para sí misma, y cuesta mucho descubrir la ubicación precisa de las zonas de opacidad. La ciencia oftálmica describe un área situada detrás del bulbo ocular, el disco óptico, por donde abandonan el ojo aproximadamente un millón de ganglios del nervio óptico. Es exactamente allí donde se aglomeran las neuronas asociadas con la visión, el punto donde la visión se apaga. Desde hacía tiempo, recuerdo haberle explicado a mi amigo aquel día, pensaba que la mayor parte del trabajo de los psiquiatras en particular, y de los profesionales de la salud mental en general, era un punto ciego tan amplio que se había apoderado de todo el ojo. Lo que sabíamos, le había dicho, era mucho menos que lo que permanecía a oscuras, y en esa enorme limitación estribaban el atractivo y las frustraciones de la profesión.

Encontré el edificio y John me atendió por el interfono y me abrió. Subí en el ascensor al piso veintinueve. Él estaba en la puerta, llevaba un delantal. Pasa, dijo, qué bien que al fin nos conozcamos las caras. Ya había algo de gente. John era operador de fondos de inversión y ya bastante rico a juzgar por la casa, espaciosa y decorada con abundancia de muebles modernos de mitad del siglo pasado, un surtido de kilims y un piano de cola Fazioli. Calculé que tendría unos quince años más que Moji. Tenía una sociabilidad algo forzada, y las mejillas rubicundas y la perilla rojiza no me atraían. Moji se me acercó y nos abrazamos. ¿Qué es esa venda?, dijo ella. ¿Estás haciendo boxeo o qué? Balbucí que había tropezado en un umbral, pero ella ya había vuelto a la cocina. Desde allí me preguntó qué quería beber. Le respondí en voz alta, sin saber bien qué aun antes de que el eco de mi voz se apagara, porque me había quedado pensando en lo guapa que estaba, lo deseable y, por supuesto, lo inaccesible.

A eso de las 2 de la mañana muchos se habían ido y la fiesta se apaciguó. Alguien reemplazó la música dance que había estado sonando en el estéreo por una grabación de Sarah Vaughan con cuerdas. Todos los que quedaban, una docena, estaban echados en los sofás. Unos pocos fumaban puros, y el olor era agradable, seductor, un perfume barítono que me despertó un sentimiento de ecuanimidad. Una pareja dormía abrazada y cerca de ellos, sobre una alfombra, se había ovillado una chica con mucha sombra negra en los ojos. Moji y John estaban enfrascados en una conversación con un físico italiano. Él era de Turín. La esposa, una mujer de Cleveland que me habían presentado antes, también era física. Algo, tanto en la demora de sus réplicas como en su forma un poco extraña de hablar, me había sugerido que tal vez fuese sorda. Como naturalmente no podía preguntárselo, había dejado el asunto de lado. Había hablado un rato con ella y el marido. Le había alegrado discutir conmigo sobre Italo Calvino y Primo Levi: él se había aburrido, tuve la impresión, y con el pretexto de llenar la copa se había alejado.

Salí al balcón, cosa que toda la noche había tenido ganas de hacer: como había prometido Moji, la vista era una maravilla. Envolvía el apartamento por dos lados y desde el piso veintinueve, de una sola mirada, se abarcaban las viviendas de millones de personas. El parpadeo de lucecitas a través de kilómetros de aire me hizo pensar en la cantidad de ordenadores que habría en tantos hogares, la mayoría ahora dormidos, cada uno con una luz única alternando entre el on y el off. Yo iba por la tercera copa de champán. El día parecía ya lejos y yo estaba apaciguado. Estaba también la sensación agradable de flirtear con Moji, no con alguna expectativa, sino por el placer de hacerlo. Y esta vez notaba que la interacción con ella era menos tensa, menos conflictiva. Me alegré de haber ido.

Detrás de mí la puerta de vidrio se abrió con un chasquido y John salió al balcón. Él también llevaba en la mano una copa de champán. El alcohol le había encendido las mejillas. Lo felicité por su generosidad y su hermoso piso. A lo largo de la ventana del dormitorio, de vidrio laminado, había una hilera de bonsáis, tal vez una docena en total. No habrían podido ser más diferentes de las plantas de interior habituales. Cada arbolillo, robusto, antiguo y nudoso, venía creciendo desde antes de que yo naciera, y cada uno encerraba en el tronco y las raíces los secretos genéticos que le aseguraban que nos sobreviviría a todos. Le dije a John que ya los había estado admirando antes. Me preguntó si había notado que en el rótulo de uno decía Acer palmatum. Ese bebé tiene ciento cuarenta y cinco años, dijo. Algunos lo llaman arce japonés, y puede alcanzar, no sé, los dos metros o dos y medio, pero esto no va de tamaños, ¿no? ¿Te has fijado en que las hojas se parecen a las de la marihuana? Soltó una risita. Me repugnaba, pero ni siquiera él podía estropearme el ánimo.

Al salir de la casa de John paré a tomar un café en una cafetería de la 181 y Cabrini. Lo bebí rápido, seguí andando por Cabrini hasta la 179 y decidí dar un rodeo por el puente George Washington. Quería ver más de cerca el amanecer sobre el Hudson. La ciudad aún dormía. En la cafetería había visto a un hombre con casi todo el brazo tatuado y la cabeza apoyada en los nudillos. Cuando salía vi a otro hombre, dominicano o puertorriqueño, en un coche aparcado, pero no supe si dormía o miraba ciegamente el dispositivo de GPS que tenía delante. El reflejo del sol hacía del parabrisas una placa metálica brillante. Cuando llegué al paso peatonal del lado del puente que daba a Fort Lee, vi, delante y al otro lado de la vía central, un coche encallado. Era uno de esos grandes modelos estadounidenses de fines de los ochenta, posiblemente un Lincoln Town, y había chocado contra el barandal. Debía de haber ocurrido no hacía más de quince o veinte minutos, pues ahora estaban llegando el camión de bomberos y los coches patrulla. Avanzaban en silencio, agolpados a lo largo del puente, y como casi no había tráfico no necesitaban usar las sirenas. Vi que el coche tenía las dos puertas delanteras abiertas y las ventanas rotas. El morro estaba aplastado, había vidrios en la calzada y en el pavimento había charcos de sangre como manchas de aceite. Andando unos metros más pude ver el coche desde el este.

Cerca del coche había una pareja en el saledizo de cemento y el sol naciente se deslizaba por el cielo a sus espaldas. Estaban callados, atónitos, asimilando la pesadilla de una mañana de sábado. Desde lejos parecían filipinos, o tal vez centroamericanos. Cuando yo subía al paso elevado, llegaron los bomberos, como la viva imagen de la actividad. El rojo brillante del camión era como una herida en el carril vacío. ¿De dónde podía venir toda esa sangre? Tanto el hombre como la mujer tenían las piernas heridas, pero no parecía que sangrasen profusamente. Era surreal, tal como lo recuerdo ahora lo más surreal que yo había visto en mi vida. La visión del sufrimiento innecesario tiñó durante la hora siguiente todo el resto del amanecer, el río y las calles tranquilas cuando, bajando del puente, caminé por Fort Washington hasta la calle 168, donde empezaba el campus médico y desde allí seguí por Broadway, entre la basura del barrio dormido, y más abajo a través de Harlem y luego por Amsterdam y el silencioso campus de Columbia. Vi a mi vecino Seth —por primera vez en varios meses, no creo que hubiese vuelto a verlo desde que me había contado lo de la muerte de su mujer— y me paré a saludarlo. Estaba, con ayuda del portero, arrastrando el segundo de dos grandes colchones afuera del edificio. Tengo que comprar unos nuevos, dijo. Parecía estar leyendo algo en la superficie del colchón, que había quedado apoyado en la fachada. Luego se giró y, a modo de explicación, dijo: A éstos los invadieron las chinches.

Me preguntó si en mi apartamento habían aparecido y le dije que no. Pero luego me acordé de que, antes de marcharse unas dos semanas antes, mi amigo había hablado de un intento de librarse de ellas. Mi amigo no había tenido éxito en las oposiciones a la cátedra y había dejado Nueva York, con chinches y todo, por un puesto en la Universidad de Chicago. Para mi gran sorpresa, su nueva amiga, Lise-Anne, se había ido con él. Y fue en ese momento peculiar, hablando con Seth junto al colchón infestado, cuando tuve el presentimiento de que iba a acusar mucho la ausencia de mi amigo.

Cada persona debe, en alguna medida, tomarse como punto de calibración de la normalidad, debe asumir que el espacio de su mente no le resulta totalmente opaco. Tal vez sea esto lo que entendemos por cordura: cualesquiera que sean las excentricidades que admite tener un individuo, él no es el malo de su propia película. De hecho ocurre todo lo contrario: sólo hacemos de héroes, y en el remolino de las historias ajenas, en la medida en que esas historias nos conciernen, nunca estamos por debajo del heroísmo. ¿Quién, en la era de la televisión, no se ha observado frente a un espejo e imaginado su vida como una serie que acaso ya miran multitudes? ¿Quién, con estas consideraciones en mente, no ha introducido en su vida diaria un elemento de actuación? Somos tan capaces de hacer el bien como el mal, y la mayoría de las veces elegimos el bien. Cuando no es así, no nos inquieta, como no le inquieta a nuestro público, porque somos capaces de acoplarnos a nosotros mismos y porque con otras decisiones nos hemos ganado su comprensión. Están dispuestos a creer lo mejor de nosotros, y no les faltan razones. Desde mi punto de vista, si repaso mi historia, aun sin atribuirme un sentido ético especialmente elevado, me satisface haberme atenido al bien.

Pero ¿qué hay que entender entonces cuando en la versión de otro yo soy el malo? Estoy muy familiarizado con las malas historias —mal concebidas o mal contadas— porque se las oigo a menudo a mis pacientes. Conozco los cuentos de quienes echan la culpa a los demás, de quienes son incapaces de ver que son ellos mismos, no los otros, el hilo común de todas sus malas relaciones. Hay tics característicos que revelan la falsedad esencial de relatos así. Pero lo que me había dicho Moji aquella madrugada antes de que yo dejara la casa de John, subiera al puente George Washington y caminara los pocos kilómetros hasta mi casa, no tenía nada que ver con ese tipo de historias. Lo había dicho como si, con todo su ser, estuviera segura de que era exacto.

De las diez personas aproximadamente que se habían quedado en el apartamento la noche de la fiesta, yo había sido el primero en levantarme. Eran alrededor de las seis y ya había salido el sol. Pasé de puntillas entre cuerpos dormidos en el suelo y entré en la cocina. Hice té, volví de puntillas y me senté en la terraza acristalada mirando al Hudson. Moji vino a sentarse a mi lado en la otra silla baja y acolchada.

¿Cómo has dormido?, dije, e iba a preguntarle si la médica de Cleveland era sorda, como yo sospechaba, pero ella estaba mirando el río con los ojos entornados. Entonces se volvió hacia mí y, con una voz baja y uniforme, emotiva en su falta total de inflexión, dijo que había cosas que quería decirme. Y luego, con la misma entonación plana, dijo que a fines de 1989, cuando ella tenía quince años y yo uno menos, en una fiesta que había dado su hermano en su casa de Ikoyi, yo la había forzado. Después, dijo, los ojos impávidos al centelleo del río, en las semanas siguientes, en los meses y los años que siguieron, yo había actuado como si no supiera nada, incluso me había olvidado de ella, al punto de no reconocerla cuando habíamos vuelto a encontrarnos, sin hacer nunca un intento de aceptar lo que había hecho. Ese engaño atormentador se había alargado hasta el presente. Pero para ella no había sido lo mismo, dijo, ella no había podido permitirse el lujo de negar. De hecho yo había seguido presente en su vida, siempre, como una mancha o una cicatriz, y había pensado en mí, fugazmente o en largos momentos de dolor, casi todos los días de su vida adulta.

Moji continuó en esta vena durante lo que probablemente fueron seis o siete minutos. Me contó quiénes más habían estado en la fiesta aquélla y describió con precisión lo que recordaba: los dos habíamos estado bebiendo cerveza, ella estaba a punto de desmayarse y yo la había llevado a otra habitación y la había forzado. Durante muchas semanas después había querido morir. Yo me había negado a mirarla, dijo, y su hermano Dayo lo supo todo, no porque lo hubieran conversado, pero era inconcebible que en las sombras y ausencias de la noche no se hubiese dado cuenta, y ella lo odiaba, dijo, por no haber hecho nada por protegerla. Y allí estábamos ahora, tan adultos, pero como ella aún llevaba su herida el hecho de volverme a ver, y ver que no había perdido nada de mi insensibilidad, la había abierto de nuevo y la había devuelto a una angustia comparable en intensidad a la que había sufrido en aquellas semanas, sólo que esta vez había tratado, por razones que ni para ella estaban claras, de esconder el dolor y enfrentar la situación con buena cara. Había tratado de perdonar, dijo, y de olvidar, pero ninguno de los dos intentos había resultado.

Aunque en ningún momento había subido la voz, Moji hablaba ahora en un tono tenso, exhausto, como si estuviera enronqueciendo. No vas a decir nada, dijo, sé que no vas a decir nada, soy sólo una mujer más cuya historia de abuso sexual no creerá nadie. Lo sé. Mira, en todo este tiempo me ha ido consumiendo el rencor, porque esto sucedió hace mucho y es mi palabra contra la tuya y tú dirás que fue de común acuerdo, o que no sucedió en absoluto. He previsto todo lo que podrías responder. Por eso no se lo he contado a nadie, ni a mi novio. Pero él igual te tiene calado, a ti, el psiquiatra, el sabelotodo. Sé que piensas que es un bufón. Pero es mejor hombre que tú. Es más sabio, entiende la vida como tú no la entenderás nunca. Por eso, sin que yo tenga que contarle nada, sabe qué influencia maligna has sido en mi vida.

No creo que hayas cambiado en nada, Julius. Las cosas no desaparecen porque decidas olvidarlas. Hace dieciocho años me forzaste porque pensabas que podías salirte con la tuya y supongo que lo conseguiste. Pero en mi corazón no. Te he maldecido tantas veces que sería absurdo contarlas. Y tal vez hoy no harías algo así, pero, claro, tampoco entonces yo pensaba que eras capaz de hacerlo. Basta con que pase una vez. Pero ¿vas a decir algo ahora? ¿Vas a decir algo?

Otros se habían despertado ya y empezaban a moverse por el apartamento. Moji calló, pero mantuvo la mirada fija en los resplandores del Hudson. Pensé que se echaría a llorar pero, para mi alivio, no lo hizo. Nadie que en ese momento hubiera salido a la terraza habría imaginado que estábamos haciendo otra cosa que disfrutar de la danza de la luz en el río.

El sol recién nacido daba sobre el Hudson tan oblicuamente que el río relucía como un tejado de aluminio. En ese momento —y lo recuerdo muy precisamente, como si lo estuvieran reproduciendo frente a mí— pensé en una historia que Camus cuenta en sus diarios sobre Nietzsche y Cayo Mucio Escévola, un héroe romano del siglo VI antes de Cristo. Escévola había sido capturado cuando se disponía a matar al rey etrusco Porsena y, como no quería delatar a sus cómplices, dio una prueba de temeridad poniendo la mano derecha en el fuego y dejando que ardiera. De ese acto proviene el apodo de Escévola, el zurdo. A Nietzsche, según Camus, lo puso furioso que sus compañeros de escuela no creyeran la historia de Escévola. Así que, con quince años, agarró del fuego un carbón al rojo y lo sostuvo en la mano. Naturalmente se quemó. Llevó la cicatriz toda la vida.

Entré en la sala y saludé a los que acababan de levantarse. Cinco minutos después me marché. Sólo varios días más tarde, buscando la historia en otra parte, vi que Nietzsche no había expresado el desprecio por el dolor con una brasa, sino poniéndose varias cerillas encendidas sobre la palma de la mano: cuando empezaban a quemarlo, un alarmado prefecto de la escuela las había tirado al suelo de un golpe.