DIECINUEVE

En mayo de 1989 yo necesitaba ropa para el funeral de mi padre. Como en aquellos días a mi madre la abrumaban esas tareas, y muchas otras igual de sencillas, de la mayor parte de los ritos y los asuntos prácticos se ocupaba la hermana de mi padre, la tía Tinu. Unas semanas antes de la ceremonia ella me había llevado a una sastrería en Asegunde, un extenso tugurio lleno de chabolas de techos oxidados y cloacas abiertas donde todos los niños eran pobres y algunos estaban visiblemente desnutridos. Cuando bajábamos del coche los niños se habían quedado mirándonos, porque para ellos debíamos de representar una riqueza y un privilegio inconcebibles, impresión que probablemente reforzaba mi «blancura». Pero la tienda en sí transmitía eficiencia: a la luz natural, el interior estaba limpio y olía a tiza azul. En el suelo había muestras de tela estampada a la cera, cuadrados de color estridente que interrumpían el lustre gris del cemento, y, mientras me tomaba las medidas con una cinta métrica que desenrolló velozmente, el sastre se puso a adularme como si felicitar a alguien por el largo de la pernera o el ancho de hombros fuera lo más natural del mundo. Tal vez tratara de consolarme, porque en una prudente conversación previa mi tía lo había informado del propósito de la visita. Le pasó en voz alta unos números misteriosos a su ayudante, números que más tarde se transmutarían en ropas, camisa blanca y traje oscuro para el funeral, buba y sokoto en tela índigo hilada a mano para la fiesta posterior.

Aun en esas circunstancias estar en la sastrería era agradable. Me gustaba el olor de la ropa nueva, y la íntima maravilla de que me tomaran las medidas para vestirme se parecía para mí a la de un corte de pelo, o a la de sentir la mano del médico en el hueco de la garganta cuando me tomaba la temperatura. Eran los raros casos en que uno le permitía a un extraño entrar en su espacio personal. Confiaba en la competencia que le ofrecían y gozaba de la promesa de que las manos del extraño dieran resultado. Aquel día el trabajo del sastre bastó para consolarme.

El funeral se celebró una tarde de sol, no una mañana de lluvia; no con un tiempo miserable como supongo que yo esperaba que fuesen los funerales, como aún hoy espero que sean. Ahora recuerdo que Mahler, a quien sepultaron en Grinzing en 1911, tuvo el funeral calmo y privado que había querido, sin discursos frente a la tumba, sin lecturas religiosas, sin versos floridos en la lápida, donde sólo se grabó el nombre, Gustav Mahler. Y que, adecuadamente, llovió hasta que, como cuenta Bruno Walter, el cuerpo fue enterrado y salió el sol.

A mi padre lo enterramos un día especialmente caluroso, un día infunerario. La ropa nueva, que no era negra sino azul oscuro, me escocía, sobre todo en el cuello, y estar de pie al aire libre me hacía muy consciente de la incomodidad. El grupo que pugnaba por un sitio en el cementerio de Atan era grande, una multitud sombría, pero, a causa del tamaño no estaba exento de un toque festivo. Muchos de los presentes parecían amigos y relaciones de trabajo de mi abuelo, que era activo en la esfera política. Muchos habían viajado desde Ijebu-Ile y otras ciudades del estado de Ogún para ofrecer sus respetos a él, quien, aunque en aquel momento no tenía ningún cargo, en los setenta había sido comisario de Estado y a quien todavía se consideraba un decisivo personaje influyente y un mediador del poder.

Yo tenía una experiencia limitada de la muerte, menos que limitada. Nadie a quien yo conociera bien había muerto. Pero aquella tarde, cuando enterraban a mi padre, pensé en alguien que había muerto, o probablemente hubiese muerto, una niña que según suponía tendría mi edad. El chofer la había atropellado cuando me llevaban a la escuela, y yo iba en el asiento delantero. Había ocurrido en un barrio pobre, el barrio donde debía de vivir ella, que en todo caso no vivía lejos porque estaba yendo a la escuela. La niña tenía ocho o nueve años y recuerdo claramente que llevaba uniforme, un vestido verde lima. También recuerdo que en un atasco ya la había visto cruzar una vez por delante del coche: una niña flaca, que no tenía aspecto enfermizo sino que simplemente era desgarbada. Luego se había cruzado otra vez y la habíamos llevado por delante. Por un minuto, cuando aparecieron unos hombres del barrio, la situación se había vuelto peligrosa, nuestra situación. Arrastraron al chofer fuera del coche, después de que vacilara un momento detrás del volante, y al principio había dado la impresión de que iban a pegarle. Pero luego, quizá comprendiendo de pronto cuán grave era la situación, él, todo actividad, se había puesto a despejar la zona, y había recogido a la niña y la había puesto en el asiento de atrás. Ella estaba consciente pero muda. La habíamos llevado a un hospital cercano, a una velocidad tan temeraria que si hubiera cruzado otra niña también la habríamos atropellado. Aunque era una fresca mañana de harmatán, el chofer sudaba. El hospital era, o había sido hasta hacía poco, una casa residencial y tenía una cruz de neón en la fachada. A esas alturas la niña estaba inconsciente, y yo había presentido, con una certidumbre que todavía no puedo explicar, que no se había quedado dormida meramente, ni caído en coma, sino que había muerto. Muy agitado, el chofer la había llevado al hospital en brazos. Sálvenme, por favor, recuerdo que les repetía a las enfermeras que se precipitaron a nuestro encuentro. Yo me había quedado en el coche. No recuerdo haber esperado mucho, tal vez veinte minutos, después de los cuales él había salido, solemne, y en silencio habíamos seguido camino a la escuela.

Yo no había vuelto a pensar en la niña aquel día, ni el siguiente, ni nunca. No había hablado de ella con mis padres ni con nadie. El chofer tampoco había mencionado el episodio. Sólo volvió a mi mente cuatro o cinco años más tarde, en el funeral de mi padre, junto a la fosa, cuando el cura dijo las oraciones ante el ataúd y empecé a pensar vagamente en la muerte. Pero sentí como si la niñita de uniforme escolar verde pálido, muerta en una mañana fría, una mañana funeral, fuese parte de un sueño o de una historia que había oído contar a alguien.

Después del entierro hubo una fiesta en casa. No la fiesta grande y boyante que habría sido si mi padre hubiese muerto a los setenta y cinco, ni el taciturno ritual de freír akara que se habría celebrado si hubiese muerto a los cuarenta. Mi padre había muerto a los cuarenta y nueve, y desde el punto de vista de los principales patrones había sido un hombre de éxito: una buena carrera de ingeniero, mujer e hijo, una hermosa casa. Así pues, hubo una fiesta para celebrar su vida, y se cocinó para las pocas docenas de miembros de la familia, y para amigos íntimos, colaboradores profesionales, miembros de la iglesia y vecinos, pero los tonos fueron sombríos y no hubo música ni alcohol. Los invitados se sentaban en la sala, o fuera, bajo la carpa alquilada.

Algunos habían ido con niños y los niños corrían entre las mesas, riendo, mientras los adultos hablaban en voz baja y se compadecían mutuamente. Si no me falla la memoria, mi madre pasó casi toda la tarde sola en su habitación: a la mayoría de los invitados los recibieron mis abuelos, mi tía y mi tío. Como a mí me tocaba un papel, según me había dicho mi tía, tuve que quedarme en la sala sofocante, incómodo en la aspereza de la buba y el sokoto, y ser lo más educado posible con los muchos ancianos y ancianas que insistían en que seguramente los reconocía y que, en su intento de consolarme, inventaban vínculos conmigo que en realidad tenían escaso sustento y en ningún aspecto significativo iban más allá de la ocasión. De muchos de ellos oí reiteradamente la idea de que debía cuidar a mi madre, que ahora sería el hombre de la casa, algo que ya entonces me chocó como un lugar común completamente inútil.

Los niños, que por alguna razón eran incontrolables aquel día, armaban cada vez más escándalo y cuando, en medio de una carrera, uno de ellos alargó la mano y tiró al suelo de cemento una fuente llena de arroz jollof, a otros tres les dio un ataque de risa. Nadie los hizo callar ni los reprendió, y las risas se alzaron como burbujas sobre la grave concurrencia causando una profunda incomodidad en los lívidos padres. Una o dos veces el sonido decreció, pero entonces alguno de ellos empezó de nuevo, los otros tres no pudieron resistirse y la risa siguió expandiéndose durante muchos minutos. Ordenaron a uno de nuestros criados que los llevaran detrás de la casa, donde seguimos oyendo sus carcajadas de poseídos al menos durante cinco minutos más. Si bien el incidente causó una obvia consternación en los adultos, a mí me divirtió, y todavía hoy me resulta imposible pensar en los tristes acontecimientos de aquel día sin sentir cierta gratitud hacia unos niños, todos menores de ocho años, que, cayendo bajo el embrujo momentáneo de la alegría, dejaron entrar el aire en una sala que los ritos de la muerte habían vuelto asfixiante.

Yo ya tenía catorce años cuando enterraron a mi padre y no era en absoluto tan niño. No guardaría un recuerdo fiable de ese día, porque el funeral fue un acontecimiento público y en gran medida se apoderaron de él preocupaciones ajenas. Había muerto en la intimidad, literalmente había habido un lecho de muerte (lo que en aquella época me impresionó, porque hasta entonces la expresión sólo me había parecido una metáfora). Pero es el entierro lo que más recuerdo, no la muerte. Sólo junto a la tumba tuve el absurdo sentimiento de un fin, la percepción de que él no mejoraría ni regresaría en unos meses, y el sentimiento me dejó una sensación de vacío. Y al tiempo que tenía los pensamientos elevados del que está a punto de hacerse hombre, al tiempo que alimentaba en mí el estoicismo y la determinación de manejar la pena como era debido, me dejaba atrapar por instintos más pueriles, de modo que parte de lo que recordaba junto a la fosa, parte de la cinta que pasaba por mi mente mientras se rezaba por el cadáver de mi padre, eran los trasgos y zombis del Thriller de Michael Jackson.

Años más tarde fue la fecha del entierro, no la de la muerte, la que señalé como aniversario. Casi siempre he recordado la primera, y el 9 de mayo de este año iba al trabajo en la línea 1 del metro cuando me vino a la mente que hacía exactamente dieciocho años que mi padre había vuelto al polvo. En ese lapso yo había elaborado el recuerdo del día, no incorporando otros entierros, porque sólo había asistido a unos pocos, sino pinturas de entierros —El entierro del conde de Orgaz de El Greco, el Entierro en Ornans de Courbet—, tanto que el hecho real había cobrado las características de esas imágenes y en el proceso se había vuelto tenue y poco fidedigno. No podía estar seguro del color de la tierra, si realmente era el intenso rojo arcilla que yo creía recordar, ni de no haber tomado la forma de la sobrepelliz del cura del cuadro de El Greco o el de Courbet. Lo que recordaba como rostros largos y acongojados habrían podido ser rostros redondos y acongojados. A veces, en ensueños, me imaginaba a mi padre con monedas en los ojos, y a un barquero solemne que las retiraba a cambio de transportarlo.

Recuerdo que aquel día, cuando se cumplía el decimoctavo aniversario, había un hombre que recorría los vagones del metro. Estaba inspeccionando las rejillas de ventilación que hay encima de las puertas. Llevaba un uniforme azul de la Administración de Transporte Metropolitano, la MTA, y pulsaba números en una especie de medidor que emitía pitidos intermitentes. Lo miré con atención e imaginé que era un mensajero espiritual, una suerte de ángel, aunque no sabía si del bien o del mal, y tan concentrado estaba él en la tarea que su examen metódico no logró disuadirme de las caprichosas ideas que desfilaban en mi cabeza. Mientras pasábamos como un ráfaga por las estaciones de las calles 125, 137 y 145, dirigí la vista a los respiraderos y pensé en los terribles momentos finales en los campos de concentración, momentos a los que nadie había sobrevivido para dar testimonio directo, en que se disparaba el Zyklon B y los cautivos respiraban sus muertes, y recordé que en los cuarenta, mientras sucedía aquello, mi oma iba camino al norte, a Berlín, como refugiada, con la misma estupefacción y el mismo miedo que todos a su alrededor. De estas cosas me hubiera gustado hablar con ella: de los jóvenes de su ciudad que habían marchado a la guerra y no habían vuelto nunca, de los que habían vuelto al fin —como mi opa, de quien no me habían contado casi nada— o de a los que habían arreado a Mauthausen-Gusen.

En la 157, una chica asiática que había estado dormitando se levantó de golpe, nerviosa y ágil como una corza, y saltó al andén antes de que se cerraran las puertas. Entró alguien y por un instante pasmoso creí reconocer a uno de los muchachos que me habían golpeado. Pero me equivocaba. Naturalmente, aquellos chicos habían estado flotando pasajeramente en mis sueños, y la idea de que podría haber sido peor, tan desagradable para mí en su momento, ahora me parecía la más sensata. Pero en esos sueños yo peleaba. Salía más herido, pero también les pegaba hasta hacerlos sangrar. Uno caía y yo, volviéndome hacia él, le atizaba la cara hasta dejársela como un papel encarnado, hasta que perdía un ojo. Cuando me despertaba, el dolor de haber dado puñetazos era congruente con el que sentía en el dorso de la mano izquierda.

Cuando el empleado de la MTA iba a empujar la puerta para pasar al vagón siguiente, dejé mi asiento y fui a hablarle. Parecía antillano, de la Guayana o de Trinidad: supuse que había en él un rastro de ancestros africanos, aunque también podía ser de indios del subcontinente. Le pregunté por su trabajo. Era especialista en aire acondicionado, estaba haciendo controles de la temperatura de los vagones. Tenía una actitud amistosa y parecía sorprendido de que alguien se hubiese fijado en él.

Son increíbles las quejas que puede provocar una variación minúscula de frío o calor. Tenemos muy buenos sistemas CVR —es decir, de calefacción, ventilación y refrigeración— y en verano tratamos de mantener el ambiente entre cinco y siete grados más frío que afuera. Como lo controlamos constantemente, es un operativo muy grande. Claro que nadie nota la temperatura salvo cuando empieza a molestar, cuando se bloquean los conductos o hay una avería local en el sistema. Y, añadió riéndose, nunca prestas atención al oxígeno hasta que falta: cuando hay algún problema en el CVR, aunque sólo dure quince minutos, la gente estalla.