Junto a una farola de la 124 había dos chicos de veintitantos, y algunos fragmentos de su conversación flotaron a mi alrededor cuando iba cruzando la calle. ¿Palabra que apareció?, dijo uno. Apareció tío, dijo el otro, yo pensaba que conocías a ese negro. Y una mierda, dijo el primero, yo a ese hijo de puta no lo conozco. Me saludaron con la cabeza, y yo a ellos, giraron a la derecha y echaron a andar calle abajo, hacia el sur. Caminaban sin esfuerzo, ociosamente, como atletas, y por un momento me maravillé de su prodigiosa irreverencia y luego los olvidé.
Unos diez minutos más tarde, cuando iba por la callejuela que corre por encima de Morningside Park (antes de que sea Morningside Drive propiamente dicho), de pronto advertí un movimiento en las sombras. El sobresalto fue innecesario, y al ver quiénes eran me relajé y sonreí: los dos muchachos que había saludado antes. Sin devolver la sonrisa, ellos avanzaron en mi dirección con unos pasos flexibles, como calculados para ahorrar energía. Pasaron a ambos lados de mí sin hablar entre ellos, se habría dicho que no me veían. Cada uno parecía sumido en sus pensamientos. Antes, se me ocurrió, había habido un ligerísimo contacto entre nosotros, las miradas entre extraños en una esquina, un gesto de respeto mutuo basado en la condición de hombres negros y jóvenes, es decir, basado en que éramos «hermanos». A cada minuto del día los negros de toda la ciudad intercambiaban miradas así: una rápida solidaridad que se forjaba en la trama de las aspiraciones mundanas de cada cual, un asentimiento, una sonrisa o un saludo rápido. Era una forma breve de decir: Yo sé algo de cómo es tu vida aquí. Ahora habían pasado a mi lado y por algún motivo se habían resistido a repetir ese gesto fugaz.
Expiraba el día y las sombras dominaban las calles. Era improbable que me hubieran reconocido aun a plena luz. Con todo yo estaba irritado. Y mientras pensaba esto sentí el primer golpe en el hombro. Otro, más duro, me dio en el trasero y mis piernas cedieron como palillos. Caí al suelo. No me acuerdo de si grité o abrí la boca pero no salió ningún sonido. Empezaron a patearme en todo el cuerpo —los tobillos, la espalda, los brazos— en una veloz coreografía preparada. A gritos, ahora sí, les pedí que parasen, consciente de que era un hombre golpeado en el suelo. Luego la voluntad de hablar se desvaneció y acepté los golpes en silencio. La conciencia inicial del dolor había desaparecido, pero la reemplazó la anticipación del dolor que sentiría más tarde, de lo malo que sería el día siguiente para mi cuerpo y mi cabeza. Me había quedado en blanco salvo por ese pensamiento solitario que ardía en los ojos, una perspectiva, me pareció, más dolorosa que los golpes. Nos resulta práctico describir el tiempo como un material: «desperdiciamos» el tiempo, nos «tomamos» nuestro tiempo. Tirado allí, el tiempo se volvió material de una manera nueva y extraña para mí: fragmentado, roto en jirones incoherentes, y a la vez extendiéndose como algo derramado, como una mancha.
No tuve miedo a morir. No sé por qué estaba claro que no pretendían matarme. Había una calma en esa violencia y, aunque no habían esgrimido arma alguna ni dado explicaciones, supe que eran dueños de sí. Me estaban dando una paliza pero no severa, sin duda no tan severa como habría sido si hubieran estado realmente enfadados. Los «dueños de sí» no eran dos, como había pensado yo: se les había unido un tercero y reían, con una risa fácil salpicada de tacos. Cuando logré enfocar los ojos, vi o tuve la impresión de que eran mucho más jóvenes de lo que había supuesto antes, no tenían más de quince años. Y las palabras fluidas que atravesaban la risa como picas parecían distantes de la situación, como si se las dijesen a otro, como si en este encuentro fueran las mismas palabras que en todos los otros: nunca hostiles, nunca dirigidas a mí, inocentes como cuando las habían anunciado en la esquina. Ahora querían humillar, y me retraje. También me defendía de los insultos con una mano alzada, mientras seguían cayendo los golpes, aunque más despacio. Los chicos no paraban de reírse y uno me dio un pisotón especialmente fuerte en la mano. El mundo se oscureció. Se fueron a la carrera, y oí el ruido sordo y los chirridos de las zapatillas de baloncesto.
Se fueron, y el tiempo recobró la forma. Se habían llevado mi billetera y mi móvil. Me senté en la calle en silencio, perplejo, pensando que podría haber sido peor y pensando también que había sido inevitable. Arriba se encendían las luces de los pisos y aún quedaba un resto de luz en el cielo. La noche estaba suspendida entre la luz del día y la luz eléctrica, el brillo de la luz de los interiores, que yo veía pero no podía alcanzar, parecía una promesa de la continuidad de la vida. La gente volvía del trabajo, preparaba la cena o terminaba los últimos flecos de las tareas del día. La gente: pero en la calle no había nadie, nada más que el viento seco entre los árboles. Sentado en la calle, miré una alcantarilla ahogada de ortigas. El intrincado tejido de hierbas era sobrecogedor.
Podría haber sido peor: una idea indignante, una idea falsa, porque lo que había sucedido era peor, peor que la seguridad, peor que un cuerpo inviolado. Entonces llegó el dolor en torrente, el dolor físico, como si de golpe hubiera subido la temperatura ambiente y por todo mi cuerpo se expandiera un calor seco. Me caían lágrimas de los ojos. Respirar hacía daño. Imaginé que me habían roto un par de costillas, aunque resultó que no. Tenía los nudillos de la mano izquierda cubiertos de arena y sangre y en el dorso de esa mano un tajo por encima de la muñeca: era la mano que, tirado en el suelo con las rodillas recogidas y la cabeza doblada, había alzado para protegerme. Sentía la boca dormida como después de haber ido al dentista. No es mi boca, pensé, moviendo la lengua dentro de esa cavidad ajena, impávida, fea.
Por fin vi a alguien en el otro extremo de la calle. No tan lejos, sólo a dos manzanas. Era una persona pequeña, lenta, como un recuerdo que se aproxima. Me incorporé como pude, me sacudí la ropa y eché a andar cojeando un poco, apretando los dientes, sintiendo que la fealdad se extendía por mi rostro. Pero aquella persona no advirtió mi disfraz. Era un hombre mayor vestido con un mono. Pasó de largo sin darse cuenta, o sin que le importara darse cuenta, de que acababan de golpearme.
Hice el camino de vuelta procurando mantenerme en las sombras. No estaba lejos. Los chicos se habían desvanecido en el parque y probablemente ya estarían lejos, en algún lugar del Harlem profundo. El vestíbulo estaba vacío, el ascensor libre. Entré en mi piso y me quedé largo rato frente al espejo del cuarto de baño. Me toqué la mandíbula y pasé suavemente un dedo por la mejilla. Estaba hinchada, furiosamente púrpura, dolía. Me quité la ropa: primero la sucia chaqueta negra, luego la arrugada camisa de un prístino azul claro. Era una camisa que yo me ponía muy poco, regalo de Nadège. Regresó la claridad: tenía que limpiar las heridas (no era necesario ir al hospital) y tenía que escribir un informe. También las tarjetas de crédito: la primera llamada debía ser ésa, para limitar el perjuicio financiero. Después la policía del campus, que pondría junto al ascensor un aviso (como tantas veces antes, en que la víctima no había sido yo) de que habían atracado a alguien del vecindario y los sospechosos eran jóvenes negros, de sexo masculino, de altura y peso medios.
Abrí la ventana y miré afuera. Había oscurecido del todo, el cielo era de un gris carbón y sólo las lejanas luces halógenas cerca del suelo interrumpían la oscuridad. Al otro lado de la calle había unos edificios de apartamentos, la mayoría ocupados por estudiantes y profesores de las diversas instituciones del vecindario: el Colegio de Maestros, el Seminario de la Unión Teológica, el Seminario Teológico Judío y la Escuela de Derecho de Columbia. En uno de los apartamentos, el que estaba casi directamente al mismo nivel del mío, había una mujer joven de cara a la pared. Llevaba un chal y, con la cabeza baja, se balanceaba sin cesar atrás y adelante bajo la luz amarilla de una lámpara de pie. Unos pisos más arriba, en la azotea del edificio, una chimenea echaba al cielo una inmensa columna de humo gris. Parecía el humo de una explosión en cámara lenta, silencioso, sinuoso, cuyos bordes se fundían en la oscuridad más honda del cielo. Mi apartamento mismo estaba oscuro. Me había hecho un té y lo bebí mientras observaba a una mujer que rezaba en el apartamento de enfrente. Los otros no se nos parecen, pensé, sus formas son diferentes de las nuestras. Sin embargo yo también recé. De buena gana me habría mecido de cara a una pared, si eso me hubiera sido dado. Hacía mucho tiempo que yo había resuelto íntimamente que la oración no era en modo alguno una promesa, ni un dispositivo para obtener lo que uno quería de la vida: era una simple práctica de la presencia, nada más, una terapia del estar presente, del dar nombre a los deseos del corazón, tanto a los deseos plenamente formados como a aquellos todavía informes.
Habían sido apenas dos horas. La conmoción había sido tan súbita que yo aún temblaba y seguía jadeando por dentro, pero en cierto modo ya empezaba a sentirla como una reyerta de patio de escuela. ¿Acaso había tomado el control de mí mismo por un momento cuando, como un viejo que acoge a la muerte, había aceptado golpe tras golpe? No. Sólo había sentido el temor al dolor y el amor de liberarme de él. Y mientras mordía el polvo había pensado: ¡Pero cómo no se me ha ocurrido nunca! ¿Cómo pude no darme cuenta de lo bueno que es estar libre de heridas?
Ahora todos los clichés que servían para minimizar el ataque invadieron mi cabeza reclamando un sitio. Estas cosas suceden, sólo era cuestión de tiempo, agradece haberte salvado y, claro, podría haber sido peor, me decía mientras sentía la furia contenida en mi garganta. Tres días sin ir al trabajo bastarían para recobrar el equilibrio, y trataría de explicar francamente por qué pedía la baja, por qué me apartaba. Mientras tanto tendría que recurrir a mi amigo para que me ayudara en algunas cosas prácticas. Al menos él no le daría al hecho más importancia de la necesaria.
Había escuchado otras historias de atracos. A una colega del servicio le habían arrebatado el bolso. A una de las enfermeras —una robusta portuguesa-americana de voz suave— una pandilla le había roto la mandíbula y no le había robado ni la billetera, ni la cadenilla de oro, ni el reloj, sino tan sólo el iPod. Habían tenido que darle diecisiete puntos en la cara. En la ciudad no era rara la violencia deportiva. Y ahora me había tocado a mí. Me había limpiado las heridas de los hombros, los brazos y las piernas, en general numerosos cardenales que no tardarían en curarse. Lo que más me preocupaba era la boca desfigurada y la mano. Mientras examinaba las magulladuras me asaltó un tropel de pensamientos: ¿Por qué tan a menudo este mismo cuerpo se había curado enseguida del paso de sus amantes?
La mujer había dejado de rezar. Se pasó los dedos por el hermoso pelo castaño y se quitó el talit de los hombros, deteniéndose un momento como si hubiese olvidado algo. Luego lo dobló y apagó la lámpara.
La joven titubeaba, pensó mucho antes de hablar. El hombre sentado junto a ella, a quien había mirado buscando confirmación, negó con la cabeza y la corrigió. No, ahí dice Organización Mundial de la Salud. Prueba de nuevo. ¿Lo ves? Ésa es Mundial. Comercio. Organización. Sí, ésa es comercio. ¿Recuerdas la palabra para comercio?
Él señaló y dos dedos vibraron sobre la página. Después de rumiarlo un rato, ella dio otra respuesta en chino, que sonó parecida a la primera. A él ésta le gustó más, y le preguntó si quería repasar la lista desde el comienzo. Yo estaba solo en una mesa pequeña, tomando café, recogiendo fragmentos de la conversación entre la fuga de voces de la cafetería. Ellos en la barra, enfrente, bebiendo Coca-Cola. La alumna era asiática. Inquieta, los mechones que parecían tinta negra le caían sobre la cara mientras se pasaba de una mano a otra un fajo de tarjetas. El profesor, no mucho mayor que ella, era un hombre rubio en chándal.
Yo fingía mirar por la ventana. Las sombras eran largas, la luz amarilla y en la acera se abrazaban dos mujeres con tacones altos y grandes bolsas de compras. El trato entre el profesor rubio y la alumna era típico de una relación nueva, con los roles ya establecidos pero aún sujeto a cierta formalidad. De vez en cuando ella se reía, y él le corregía la pronunciación. Era como si ella se esforzase por sacar lo poco que sabía del idioma a la superficie. Sus ojos buscaban, ajenos a los ojos que la miraban. Él parecía más cohibido. Era consciente de la incongruencia entre sus rasgos y su tarea, consciente de que llevaba a cabo la tarea en un espacio público. Se habría dicho que estaba presentando sus credenciales, dirigiéndose no sólo a ella sino a cualquiera de alrededor que pudiera detenerse un momento al ver a un blanco dándole clases de chino a una asiática. Daba la impresión de estar algo satisfecho de sí. Repitió las últimas frases y, levantando brevemente la vista, dio con mis ojos en el cristal de la ventana.
La cafetería estaba en Broadway entre Duane Street y Reade Street, cerca de la estación de metro Brooklyn Bridge-City Hall, y daba a un parque tranquilo para los patrones del sur de Manhattan. Esa mañana había un ajetreo de oficinistas y trabajadores del parque y turistas raros, pero el volumen total de las voces no superaba el rumor. Por las escaleras de la estación subía gente camino al trabajo, en el parque ya estaban los del turno matutino y hacían la primera pausa para tomar café. Fuera del café colgaba un cartel de neón apagado, que decía COMIDA LATINA, y dentro unos empleados retiraban fuentes calentadas al vapor. Pronto las llenarían de arroz amarillo, plátanos fritos, fideos chinos, costillas a la barbacoa y diversas comidas dominicanas, portorriqueñas y chinas que locales como ése ofrecían a la hora punta del almuerzo. No era un sitio grande pero evidentemente le iba bien, sin duda porque estaba rodeado de edificios enormes donde trabajaban innumerables funcionarios.
Habían pasado dos semanas y todo lo demás se había curado. Finalmente no tuve necesidad de ir al hospital para curarme la boca. Pero la mano izquierda me inquietaba. Lo que había tomado por un cardenal parecía ahora una lesión en el hueso y girar un picaporte o levantar una taza de café me dolía. Llevaba casi siempre la mano en el bolsillo de la chaqueta. En la acera de enfrente, delante del más grande de los edificios oficiales, serpenteaba una cola. Nadie hacía fila frente a un edificio estatal una mañana de día laborable a menos que estuviese obligado. Cuando salí de la cafetería me dio la impresión de que la cola era de inmigrantes y no de citados en algún jurado, otra posibilidad en un edificio así. Había una atmósfera de expectativa nerviosa: se palpaban los esfuerzos para soportar el interrogatorio.
Crucé la calle para pasar junto a la fila. Todos los bangladesíes de un grupo —la menuda matriarca de pelo plateado y salwar kameez, el joven de chaqueta de punto y pantalones beige, la muchacha de falda hasta las pantorrillas, los niños bien abrigados— parecían revolver torpemente sus papeles. La cantidad de parejas interraciales que había en la cola me pareció inusitada. Una, me imaginé, era de afroamericano y vietnamita. Por los uniformes, los guardias de seguridad eran de la Wackenhut, la misma empresa privada contratada para vigilar a los inmigrantes en el centro de detención de Queens. En la entrada se exigía a todos los miembros de cada inquieta familia que llegaba que se quitasen las joyas, los zapatos, los cinturones, y dejasen las monedas y las llaves, de modo que las notas del miedo oficial al terrorismo se unían como un bajo continuo al miedo privado a que, una vez arriba, algún funcionario de inmigración dijese que faltaba algún papel.
Desde donde yo estaba se veía, detrás de la cafetería, el enorme edificio Long Lines de la AT&T en Church Street. Era una torre sin ventanas, una gigantesca losa de cemento, que se erguía hacia el azul del cielo, con poco más que unos tubos de ventilación, que parecían periscopios, para indicar que era un edificio y no un ladrillo sólido fabricado por una máquina gargantuesca. Como cada piso tenía al menos el doble de altura que los de un edificio de oficinas normal, la torre entera, intimidante como era, no pasaba de las veintinueve plantas. Las amplias esquinas, los alargados ejes con que la construcción imitaba la forma de un castillo flanqueado por casetas de guardia, y que ocultaban los ascensores, conductos y tuberías, acentuaban el aspecto militar. Me imaginé que, al cabo de unos años, los pocos empleados que trabajaban en aquel edificio debían de volverse topos, con los ritmos circadianos totalmente alterados y la piel al borde de la transparencia por la pérdida de pigmentación. Si algo parecía sobre todo el Long Lines, que yo seguía contemplando como si fuera presa de un trance, era un monumento o una estela.
Me arrancó de mis pensamientos la voz de un guardia de seguridad. Aquí no puede pararse, señor, circule. Caminé hasta la calle lateral. Por allí la cola se extendía hasta la esquina. A unos metros, otro hombre, probablemente un portero, estaba ayudando a una familia hispana, una madre y dos hijos, que parecían perdidos. Tratando de entender qué preguntaban, él repetía, no passport con la pronunciación de la madre, passiport. Al mayor de los chicos le había empezado a brotar el primer y rebelde vello facial. Parecía aburrido, o acaso incómodo. Cerca del comienzo de la cola una muchacha salió por las puertas de cristal y se precipitó llorando a abrazar a un grupo que la esperaba. Con ella había salido un hombre joven, tal vez el marido, y todos los que habían esperado estaban exultantes, se abrazaban y chocaban los cinco. Una mujer mayor se puso a llorar y, en voz tan alta que la oí, la muchacha dijo: Ya ven a quién salí, a mi mamá. Los demás de la cola, deseosos de tener la misma suerte, posiblemente más tensos todavía por las demostraciones de alivio de otro, confundidos por las efusiones, miraban, desviaban la vista y volvían a mirar. El portero sonrió, meneó la cabeza y le explicó a la familia hispana cómo llegar a la oficina de pasaportes.
En medio de la calle lateral había una pequeña isla de tráfico y enfrente de ella, rodeada por los grandes edificios de oficinas, una parcela de césped. No me habría llamado la atención si, instalada en el centro, no hubiera visto una forma curiosa, aunque inmediatamente fui incapaz de discernir si era escultórica o arquitectónica. Una inscripción identificaba el monumento, pues eso resultó ser, como un homenaje a un antiguo cementerio de africanos. Aquel terreno minúsculo era lo que se había dejado libre para señalar el emplazamiento, pero en los siglos XVII y XVIII el terreno, de más de dos hectáreas, se había extendido hasta Duane Street al norte y hasta City Hall Park hacia el sur. A lo largo de Chambers Street y en el parque mismo todavía era común hallar restos humanos. Pero la mayor parte de las sepulturas estaban ahora debajo de edificios de oficinas, tiendas, calles, cafés, farmacias y el fragor incesante del comercio cotidiano y la administración pública.
En aquel suelo habían sido enterrados los cuerpos de unos quince o veinte mil negros, la mayoría de ellos esclavos, pero después se había construido encima y los habitantes de la ciudad habían olvidado que allí había un cementerio. El terreno había pasado a manos privadas y estatales. El monumento que yo veía era obra de un artista haitiano, pero no pude mirarlo de cerca porque estaba cerrado al público mientras se realizaban trabajos de restauración que, según informaba un cartel, quedarían listos para la temporada turística de verano. Entre la hierba verde y un sol radiante, a la sombra del mercado y el gobierno, de pie a unos metros del monumento acordonado, yo no tenía indicio de quienes habían sido los seres a cuyos cadáveres, entre 1690 y 1795, se había dado sepultura a mis pies. Era allí, por entonces las afueras de la ciudad, al norte de Wall Street y por lo tanto fuera de la civilización tal como se la entendía en la época, donde se había permitido a los negros sepultar a sus muertos. Después los muertos regresaron cuando, en 1991, durante las obras de un edificio en Broadway y Duane, salieron a la superficie restos humanos. Los habían enterrado en mortajas blancas. Los ataúdes que se descubrieron, unos cuatrocientos, estaban casi todos orientados hacia el este.
La pelea en torno a la construcción del monumento no me interesó. Sin duda no había ninguna posibilidad de que se echaran abajo dos hectáreas y media de terreno de primera en el bajo Manhattan y volvieran a declararse camposanto. Esa mañana tibia yo había tropezado con el eco secular de la esclavitud en Nueva York. Los cuerpos que se exhumaban tanto en el Cementerio Negro, como llegó a saberse, como en otros similares en la costa oriental, llevaban marcas de sufrimiento: un trauma brutal, un penoso daño físico. Muchos esqueletos tenían huesos rotos, evidencia de lo que habían padecido en vida. También abundaban las enfermedades: sífilis, raquitismo, artritis. En algunas mortajas se encontraron conchas, cuentas y piedras pulidas, para los estudiosos indicios de religiones africanas, ritos quizá que posiblemente procedían de la vida en el Congo, o de la costa occidental de África, donde tantos habían sido capturados y vendidos como esclavos.
En 1780 los negros libres habían presentado una demanda en defensa de sus muertos. Era frecuente que los ladrones de cadáveres eligieran cuerpos negros para ofrecérselos a cirujanos y anatomistas. La demanda, en un lenguaje palpablemente dolorido, lamentaba que quienes al amparo de la noche «desentierran los cuerpos de los difuntos, amigos y parientes de los demandantes, se los lleven, sin respeto a la edad ni al sexo, destrocen su carne por vana curiosidad y luego los abandonen a las bestias y los pájaros». Los poderes cívicos reconocieron que la causa era justa y, en 1789, fue aprobada la Ley de Anatomía de Nueva York. A partir de entonces, como se había decretado en Europa, las necesidades de la anatomía quirúrgica tendrían que satisfacerse usando asesinos, pirómanos y atracadores ejecutados. A la sentencia de muerte de los infractores, la ley había añadido la posterior contribución a la profesión médica: y había dejado los cadáveres de negros inocentes a la paz y el olvido. Qué difícil se hacía ahora, desde el punto de vista del siglo XX, comprender realmente que aquellas personas, a pesar de las vidas difíciles que se habían visto obligados a vivir, eran personas de verdad, complejas en todas sus dimensiones como nosotros, afectas a sus placeres, reacias a sufrir, apegadas a sus familias. ¿Cuántas veces la muerte no habría invadido cada vida para arrebatar un esposo, un padre, un hermano, un hijo, un primo, un enamorado? Y, con todo, el Cementerio Negro no era una tumba colectiva: a cada cuerpo se lo había enterrado solo, siguiendo cualquiera de los diversos ritos que los negros habían sido libres de practicar extramuros.
La zona de seguridad en torno al monumento estaba automatizada. Entré en la zona del césped pasando por encima del cordón. Me agaché y, cuando recogía una piedra, sentí una punzada en el revés de la mano izquierda.