DIECISIETE

En primavera volvió la vida al cuerpo de la tierra. Con unos amigos fui de picnic a Central Park y nos sentamos bajo unos magnolios que ya habían perdido las flores blancas. Cerca estaban los cerezos que, inclinados sobre el cerco de alambre que había a nuestras espaldas, ardían en capullos rosados. La naturaleza tiene una paciencia infinita, una cosa vive después de que otra ha pasado, las flores de magnolia mueren cuando están naciendo las del cerezo. El sol que se filtraba entre los pétalos de esas flores veteaba la hierba húmeda y miles de hojas nuevas danzaban de tal modo en la brisa de abril que, por momentos, en el otro borde del prado los árboles parecían insustanciales. Yo, echado a medias en la sombra, miraba acercarse a mí una paloma negra. Se detuvo, alzó el vuelo, se perdió de vista entre los árboles y volvió a acercarse, con el paso torpe de las palomas, quizá en busca de migas. Y muy por encima del ave y de mí aparecieron de repente tres círculos, tres círculos blancos contra el cielo.

En los últimos años he notado cuánto influyen los cambios de luz en mi capacidad para ser sociable. En invierno me retraigo. En los largos días soleados que siguen, en marzo, abril y mayo, tiendo mucho más a buscar la compañía de otros, a sentirme alerta a la vista y los sonidos, los colores, las formas, el movimiento de los cuerpos, a otros olores que los de mi despacho o el apartamento. Si en los meses de frío me siento apagado, parece que la primavera me agudizara suavemente los sentidos. Ese día en el parque éramos un grupito de cuatro, todos reclinados sobre una gran manta rayada comiendo pan de pita con hummus y picando uvas verdes. Habíamos abierto una botella de vino blanco, la segunda de la tarde, envuelta en una bolsa de compras. Era un día cálido, pero no tan cálido como para que el Gran Prado estuviera lleno. Éramos parte de un elenco de urbanitas en una fantasía campestre cuidadosamente orquestada. Moji había llevado Anna Karenina, leía el grueso volumen apoyada en un codo —era una de las traducciones nuevas— y de vez en cuando se interrumpía para participar en la conversación. A unos metros, un padre joven llamaba a su hijita, que apenas sabía andar y se estaba alejando: ¡Anna! ¡Anna!

Había pasado un avión a tal altura que el rugido de las turbinas apenas se había oído por encima de nuestra conversación. Luego sólo había quedado una estela tenue y, cuando eso también se desvanecía, vimos crecer los tres círculos blancos. Flotaban, dando la impresión de remontarse a la vez que caían, hasta que todo se resolvió, como en el objetivo de una cámara que entra en foco, y dentro de cada círculo vimos una figura humana. Cada una, cada uno de aquellos voladores, guiaba el paracaídas a izquierda y derecha y observándolos sentí cómo fluía velozmente la sangre por mis venas.

Ahora todos en el prado estaban alerta. Los que jugaban a la pelota habían parado, crecía el vocerío y muchos brazos apuntaban hacia arriba. La tambaleante Anna, asombrada como todos, se agarraba a la pierna del padre. Los paracaidistas, que eran expertos, convergieron flotando hasta formar una suerte de plumilla de bádminton y luego se dispersaron un poco otra vez sin dejar de dirigirse al centro del prado. A medida que se acercaban al suelo caían cada vez más rápido. Me imaginé el zumbido del aire en los oídos, la tensa concentración con que se preparaban para aterrizar. Cuando estaban a unos ciento cincuenta metros, vi que llevaban monos blancos con tiras blancas. Los paracaídas de seda parecían las enormes alas blancas de mariposas extraterrestres. Por un momento fue como si alrededor se apagaran todos los ruidos. El espectáculo de aquellos hombres realizando el viejo sueño de volar se desarrollaba en silencio.

Aunque yo nunca había practicado la caída libre, casi pude imaginarme qué sentían ellos rodeados de claros espacios azules. Una vez, en un día igualmente hermoso, había oído los gritos de un chico. Nosotros estábamos en el agua, más de doce, y él había ido a parar a una parte donde no hacía pie. No sabía nadar. Estábamos en una piscina grande del campus de la universidad de Lagos. De niño, por insistencia de mi madre y para cierta consternación de mi padre, que le tenía miedo al agua, yo me había convertido en un buen nadador. Desde los cinco o seis años ella me había llevado a tomar lecciones en el club de campo y, como era buena nadadora, había observado sin miedo cómo aprendía yo a desenvolverme: de ella yo había aprendido la intrepidez. Hace años que no voy a una piscina pero en una época mi habilidad fue decisiva. Fue un año antes de entrar en la Escuela Militar. Salvé una vida.

Aquel chico, del que sólo recuerdo que, como yo, era mestizo (en su caso medio indio), se había ido deslizando a zonas cada vez más profundas de la piscina cuanto más luchaba por mantener la cabeza a flote, y estaba en peligro de muerte. Los otros chicos, tan angustiados que no podían moverse, se habían quedado mirando en la parte que no cubría. No había salvavidas a la vista ni ningún adulto, suponiendo que alguno fuese nadador, lo bastante cerca de la parte profunda para auxiliarlo. No recuerdo haberlo pensado ni estimar el peligro que corría, sólo que me lancé hacia él tan deprisa como pude. Lo que más grabado me quedó en la mente es el momento en que, sin haber llegado aún hasta el chico, ya había dejado atrás al grupo. Nadaba con todas mis fuerzas en medio de los gritos de unos y otros. Pero, atrapado en la vastedad azul que me rodeaba por todas partes, de pronto sentí que no estaba más cerca de él que unos momentos antes, como si el agua se hubiera propuesto interponerse entre el punto donde estaba él a la sombra de la torre de saltos, y la zona de sol donde estaba yo. Había parado de bracear y el aire enfriaba el agua de mi cara. El chico desfallecía, rompía brevemente la superficie con manotazos frenéticos y se iba de nuevo hacia abajo. Las sombras de las plataformas eran tan densas que me impedían ver bien qué estaba pasando. Por un instante pensé que iba a estar nadando hacia él para siempre, que no salvaría nunca los doce o quince metros que me faltaban. Pero el trance iba a pasar y yo a convertirme en el héroe del día. Más tarde hubo risas, y el chico medio indio tuvo que soportar bromas. Pero fácilmente podría haber habido una desgracia. Lo que yo arrastré el corto trecho que había hasta la torre habría podido ser un cuerpo menudo y sin vida. Sin embargo yo había olvidado pronto casi todos los detalles del día y lo que más había persistido había sido la impresión de estar solo en el agua, aquella sensación de auténtico aislamiento, como si me hubieran arrojado sin prepararme a una inmensa, y nada desagradable, cámara azul, lejos de la humanidad.

Para los paracaidistas, la distancia entre el cielo y la tierra desaparecía ya más rápido y entonces la tierra se precipitó bruscamente a su encuentro. Regresó el sonido y uno tras otro aterrizaron, limpiamente, en un flamear de nubes de seda, entre los hurras y silbidos de los paseantes. Yo también aplaudí. Los paracaidistas salieron de sus tiendas y, agachados, se apuntaron mutuamente con el dedo. Luego se alzaron como toreros triunfantes y saludaron a la multitud, que los recompensó con gritos de alegría y un aplauso redoblado.

Entonces se acabó. Por encima del ruido oímos el ulular de unas sirenas al este del parque. Cuatro policías saltaron por encima de las cuerdas que cercaban el prado y corrieron hacia el centro. Uno era blanco, otro asiático y los otros dos negros, y todos sus movimientos eran tan desgarbados como coreográficos habían sido los de los paracaidistas. Nosotros empezamos a abuchearlos, con la seguridad que nos daba nuestra superioridad numérica, y, para poder arrestar a los temerarios, hicieron retroceder a empujones el círculo congratulatorio que habíamos formado. Al otro lado del círculo alguien gritó: «¡Basta ya de seguridad!», pero una ráfaga de viento se tragó la voz.

Los paracaidistas no se resistieron. Una vez liberados de sus alas, la policía se los llevó. La multitud se puso a aclamarlos de nuevo y los paracaidistas, todos hombres jóvenes, sonrieron y se inclinaron. Uno de ellos, más alto que los otros dos, llevaba una gran barba rojiza que relucía al sol. Los paracaídas quedaron en la hierba formando un montón satinado y cuando volvió a levantarse el viento pareció como si exhalaran suspiros trémulos, así que, mientras se llevaban a los hombres, estuvimos un rato mirándolos respirar. Luego, pero sólo al cabo de un largo momento fuera del tiempo ordinario, salimos de la maravilla y reanudamos el picnic. Algo había aparecido en el cielo desafiando a la naturaleza. Como si me hubiera leído el pensamiento, mi amigo dijo: Uno tiene que ponerse una meta, y debe encontrar una forma de cumplirla exactamente, sea lanzarse en paracaídas o desde un acantilado, sea sentarse una hora y quedarse completamente inmóvil, y por supuesto que la forma de cumplirla ha de tener su belleza.

Moji, la hermana de Dayo Kasali, estaba echada de espaldas con un sombrero de paja sobre la cara. Lise-Anne y mi amigo eran una buena pareja, pensé. Él no me la había presentado hasta ese día, pero me había asegurado que era su compañera ideal. Había un equilibrio entre su seriedad y la ligera naturalidad de ella. Por lo pronto ya lo entendía, lo que no habría podido decirse de sus varias últimas amigas. Practicaba la biología (así me lo había expresado él una vez) de una manera equiparable al amor de él por la filosofía. A mi amigo le perdonaban a menudo que fuese inconstante; la disposición de las mujeres a perdonarlo surgía de su condición de criatura afable. Más raro para él era que lo comprendiesen como parecía comprenderlo ella.

Cerca de nosotros una glicina inclinaba las ramas, con los reticulados pétalos de los capullos afanosos de renacer. Había algunos tulipanes, primaveras del sultán, supuse, con largos, sedosos pétalos como orejas. Las abejas, que no paraban de chocar con las flores, revoloteaban a nuestro alrededor. Camino al parque, Moji me había dicho que nunca había estado tan preocupada por el medio ambiente. El tono era grave. Cuando le contesté que suponía que a todos nos preocupaba el problema, me corrigió meneando la cabeza. Estoy diciendo que a mí me preocupa actuar, dijo. No creo que en general la gente se haga cargo. Me parece que vivo derrochando. Tengo malos hábitos, como la mayoría de los estadounidenses. Como casi todo el mundo, imagino. En los dos últimos meses he tomado más conciencia.

Yo había intentado abordar la cuestión de la forma correcta. Le había preguntado si le preocupaban cuestiones como los viajes aéreos. Sabía que Moji iba a Nigeria al menos una vez al año. ¿La alarmaban los efectos ambientales del combustible, ese tipo de cosas? Había respondido que sí. Entonces la conversación se había desviado porque Lise-Anne y mi amigo, que andaban unos pasos por detrás de nosotros, nos habían alcanzado, y ella había empezado a hablarnos de su vida en Troldhauguen, donde había crecido. Ahora, mientras miraba a los trabajadores del parque doblar los paracaídas, recordé aquel breve intercambio con Moji. Yo había oído bastante sobre la alarma ecológica para saber cuán prioritaria y seria era para algunos, pero aún no lo había asumido seriamente. La cuestión nunca me había enfervorizado. No pensaba un minuto si era mejor usar papel o plástico, y si de vez en cuando reciclaba era por conveniencia, no por convicción de que el reciclaje supusiera una diferencia real. Sin embargo ya estaba empezando a respetar a los militantes. Era una causa, y de las causas yo desconfiaba, pero también una elección, y, siendo tan indeciso, había descubierto que cada vez me admiraban más las elecciones decisivas.

Moji se apartó el sombrero de la cara, y una abeja que la había estado molestando revaluó la situación y se alejó hacia la flor más cercana. El azul del cielo había oscurecido y el aire estaba más fresco. Ella se pasó la mano por la mejilla. La miré y me resultó desconcertante. Era demasiado alta, de ojos pequeños. Tenía el rostro oscuro, tan oscuro que despuntaban tenues toques de púrpura, pero no era guapa como yo esperaba que fuesen las mujeres oscuras. ¿Quieres saber algo que sé sobre las abejas?, dijo de repente irrumpiendo en mis pensamientos. Que el nombre asesina africanizada es una mierda racista. Asesina africanizada: como si no bastara con que africano sea sinónimo de criminal. Se inclinó adelante para arrancar una uva del racimo del plato. Llevaba una camiseta sin mangas y alcancé a ver la curva oscura de sus pechos.

En todo el país, dije, están muriendo abejas y los científicos no saben por qué. Las abejas siempre me han parecido inescrutables. Tienen unas obsesiones que a los humanos se nos escapan y ahora son cada vez más víctimas de una muerte en masa. Yo creo que tiene algo que ver con las pautas climáticas de los pesticidas, aunque tal vez el meollo sea un cambio genético. A estas alturas ya ha muerto una de cada tres abejas y morirán más, el porcentaje no para de crecer. Cuánto tiempo las hemos usado para fabricar miel, hemos dirigido su obsesión en provecho humano. Ahora también están resultando idóneas para morir, mueren de un desorden terrible en el orden de los himenópteros.

Hubo asentimientos y sonrisas. Lise-Anne me miró con cierta admiración y mi amigo se burló con los ojos. Moji dijo que había leído algo sobre el fenómeno, que se llamaba problema de colapso de colonias. Se ha expandido mucho, dijo, ya es común en Europa, Norteamérica e incluso en Taiwán. ¿Y no tiene algo que ver también con el maíz transgénico? Mi amigo apoyó la cabeza en el regazo de Lise-Anne y dijo: Problema de colapso de colonias: ¿no suena como un asunto de historia imperial? Hay inquietud entre los nativos, vuestra Majestad, no podremos retener estas colonias mucho tiempo más. Lise-Anne dijo: ¿Alguien ha visto El espíritu de la colmena? Es una película de un director llamado Víctor Erice, la hizo en los setenta. Allí las abejas representan… no sé qué…, pero parece que en un período violento y triste de la historia española representaban una manera de pensar diferente, una manera de pensar y de ser específica de las abejas pero relacionada con el mundo humano. Hay ciertas escenas de esa película que realmente se me quedaron grabadas. Pienso en unas en que el padre… El hombre tiene dos hijas pequeñas y una se llama Ana, igual que la niñita que estaba por aquí hace un momento… Unas escenas en que el padre está como aturdido, con neurosis de guerra, o preso de un recuerdo del que no puede hablar, y lo único que hace es trabajar en los panales. Son escenas muy conmovedoras, sin diálogo ni argumento pero muy eficaces. Bueno, no sé adónde voy con esto, pero lo que quiero decir es que las abejas son muy sensibles, insólitamente sensibles, a la negatividad del mundo humano. Tal vez tienen con nosotros alguna conexión esencial que todavía no hemos discernido, y el hecho de que estén muriendo es una advertencia, como la del canario en la mina, que presiente una emergencia que pronto será evidente para los lerdos seres humanos.

Yo no había visto la película de Erice, pero el colapso de las poblaciones de abejas me hizo pensar en otra cosa, que ahora relacionaba con lo que acababa de describir Lise-Anne. Me parecía que la falta de familiaridad con la muerte en masa, la peste, la guerra y la hambruna era nueva en la historia humana. Esto que está pasando en las últimas décadas, les dije a mis amigos, que las guerras estallen en terrenos acotados en vez de devorarlo todo, que la agricultura ya no evoque un miedo elemental y las variaciones de clima estacional no sean heraldos del hambre, históricamente es una anomalía. Somos los primeros humanos sin la menor preparación para el desastre. Vivir en un mundo seguro es peligroso. Mirad esta proeza inofensiva y bella de los paracaidistas. Sabemos que están en su derecho de hacer algo que recordaremos, asumiendo personalmente un riesgo, pero la policía tiene el deber de mantenernos a salvo en todo momento y el poder de asegurarnos con la fuerza de las armas y protegernos incluso del placer. Muchas veces pienso en el largo siglo XIX, que fue un interminable baño de sangre en todo el mundo, una orgía continua de matanzas tanto en Prusia como en Estados Unidos, en los Andes como en África Occidental. La carnicería era la norma y las naciones iban a la guerra con el menor pretexto. Y esto no cesaba, sólo se hacían pausas para el rearme. Pensad en las epidemias que barrieron el diez, el veinte y hasta el treinta por ciento de distintas poblaciones de Europa. Hace poco leí no recuerdo dónde que en cinco años de la década de 1630 la ciudad de Leyden perdió el treinta y cinco por ciento de su población. ¿Qué habrá significado vivir en un mundo donde existía esta posibilidad, donde gente de todas las edades se desplomaba alrededor de uno todo el tiempo? El caso es que no tenemos idea. De hecho, esto lo leí en una nota al pie de un artículo que trataba de otra cosa, de pintura o de muebles.

No era nada raro que una familia perdiera tres de sus siete miembros. Para nosotros, la idea de que en los primeros cinco años del milenio mueran de enfermedad tres millones de neoyorquinos es imposible de asimilar. La pensamos como una distopía total, por eso relegamos a notas al pie ciertas realidades históricas. Procuramos olvidar que en otros tiempos otras ciudades han visto cosas peores, que no hay nada que nos inmunice contra todas las pestes, que somos tan vulnerables como cualquier civilización pasada pero estamos especialmente desprevenidos. Fijaos incluso en nuestra forma de hablar de lo poco que nos ha sucedido: nos hemos agotado en hipérboles.

Yo seguía sin parar. Fue Lise-Anne la que me salvó de mí mismo cambiando de tema. Pero Julius, dijo, tú eres psiquiatra. Y hay algo que siempre me ha intrigado. Evidentemente yo estoy loca, de lo contrario no estaría con este individuo. Así que dejemos de lado las abejas, la peste y demás. ¿Cuál es la persona más loca que has tratado últimamente? Apuesto a que tienes alguno realmente chiflado. ¿O es secreto profesional? Te prometemos no contárselo a nadie.

Consentí, y les conté historias de mis pacientes, sobre encuentros con alienígenas y vigilancia del gobierno, sobre paredes que hablan y sospechas de conspiración familiar. En el horror de las enfermedades mentales siempre hay un depósito de historias cómicas, sobre todo en las filas de los paranoicos. En ese momento recurrí a ellos, incluso haciendo pasar por míos a algunos pacientes de mis colegas. Mis amigos se rieron con el caso de uno que había neutralizado «con éxito» señales de otros planetas aislando cuidadosamente todas las ventanas de su piso con papel de aluminio, colocándose en las suelas de los zapatos complejos receptores tejidos con clips y llevando siempre un trocito de plomo en cada bolsillo, incluso mientras dormía. La esquizofrenia paranoide se presta especialmente a esta clase de relatos, y los que la padecen son buenos narradores porque están consagrados a la construcción de un mundo. Dentro de los parámetros de sus realidades, esos mundos tienen una consistencia notable: sólo parecen delirantes desde fuera.

¿Y los médicos usan la palabra loco?, preguntó Moji. Puedes estar segura, dije yo. De hecho, ciertos sujetos están chiflados, sencillamente, y eso es lo que ponemos en la historia clínica. Yo lo hice la semana pasada: era un comerciante de cuarenta y nueve años. Conversamos unos minutos y mientras él hablaba escribí: el paciente está loco como una cabra. De otro paciente diagnostiqué: pura y simple chifladura. Te sorprendería lo que decimos los médicos cuando no nos oye nadie.

¿Conoces esa tienda que hay cerca de Tribeca, We are Nuts about Nuts?,[2] dijo Lise-Anne. Hombre, dijo mi amigo, yo sé que definitivamente estoy chalado. En realidad hay montones de enajenados en la ciudad, tal vez la mayoría de los neoyorquinos. Bueno, no, prosiguió, no hablo de eso, sino de que, si vamos a la verdad, cada cual encuentra su manera de lidiar con la cosa, nadie está totalmente libre de problemas, dejemos pues que cada cual se clasifique a sí mismo. La locura se usa como excusa para suprimir el disenso, así ha sido siempre, Julius. Hay algo que seguramente sabes muy bien: en la Europa medieval había cárceles flotantes, barcos de locos que navegaban de puerto en puerto recogiendo indeseables. A gente que hoy diríamos que está un poco deprimida la sometían a exorcismos. La cuestión era limpiar la sociedad de contaminantes.

Y si hablamos de verdadera locura, dijo mi amigo, y no voy a pretender que no existe, si hablamos de esa escisión profunda, visceral, entre la realidad manifiesta y una suerte de realidad inventada, personal, pues en mi familia ha habido casos de sobra. Eso que contabas de Leyden…, bueno, en cierto modo mi familia fue Leyden. Mi padre enloqueció y se hizo fanático de la cocaína. O quizá fue al revés: la cocaína vino primero. En cualquier caso en este preciso instante está en Carolina del Sur buscando esnifarse una raya. Vive para eso. Entiéndase que uso la palabra padre en un sentido amplio. Hace cuatro años que no veo al sujeto y las veces que lo vi terminé arrepintiéndome. Y luego está mi madre: seis hijos de cinco hombres diferentes. Bastante loco, ¿no? Quiero decir, ¿cómo es que después del tercer o cuarto crío no lo dejas? Tengo un hermano mayor que está en la cárcel por vender droga. Y no hablemos ya de mi tío Raymond. Tío Ray era mecánico en la zona de Atlanta. Tenía mujer y tres hijos. Era un hombre sencillo, nunca se descarrió, nunca había fumado un porro. Y en eso, cuando yo tenía once años, de golpe perdió la cabeza Dios sabe por qué y fue al jardín y se voló los sesos. Lo encontró la hija menor, mi prima Yvette, que tenía siete años.

En el grupo se hizo silencio. Yo conocía la historia. Ésas eran las horrorosas circunstancias familiares que mi amigo había tenido que vencer para ir a la universidad, graduarse y llegar a ser profesor adjunto en la Ivy League. Ahora, tras haber hablado, tenía en la cara una expresión apacible. Frente a nosotros, en las sombras cada vez más alargadas de la tarde, estaban llevándose los paracaídas plegados en unos vehículos del Departamento de Parques y Jardines. Probablemente acusarían a los paracaidistas de exposición al riesgo y los multarían. Al fin Moji dijo: En este país los negros —y no me refiero a Julius o a mí, sino a los que llevan aquí generaciones enteras, como vosotros— tienen que lidiar con unas cosas que sacarían de quicio a cualquiera. La estructura racista de este país es enloquecedora.

¡Venga, por favor, dijo Lise-Anne, no le des excusas! Todos reímos con cierto alivio. Lise-Anne era de las que uno quiere enseguida. En cambio me impresionaba la fragilidad de Moji, ese constante reflejo defensivo. Hablando de su novio, que yo aún no conocía, me había preguntado: ¿Estás tratando de adivinar si es negro? Me había dejado atónito. Le había asegurado que no, que no me interesaba eso. Lo había tomado como un cliché, como un indicio de una mente sin formar. Pero me había resultado atractivo, sensual incluso, y de repente me había imaginado con ella en una situación sexual. Ella no era Nadège, la atracción era de una valencia diferente. Ni siquiera estaba seguro de que atracción fuera la palabra justa. Pero había algo interesante en el modo en que se envolvía consigo misma como si se envolviera con una túnica. Era directa, hablaba con libertad, buscaba pelea constantemente y sin embargo daba la impresión de estar observando, de estudiar con rigor a las personas y las palabras.

De camino a la salida del parque mi amigo y su chica se despidieron y tomaron un taxi hacia arriba. Moji y yo seguimos andando por Central Park West. Otra vez era yo sobre todo el que hablaba. Intenté sacarla de sí con el tema del reciclaje. Ella contestaba con síes y noes, como si se diera cuenta de que sólo pretendía llenar el silencio con verborrea. Una paloma de plumaje oscuro, posiblemente la misma que habíamos visto al comienzo de la tarde, saltaba por el borde del muro de piedra del parque como si estuviera siguiéndonos, hasta que de pronto alzó el vuelo y desapareció para siempre entre los árboles. Fingiendo que me interesaba, le pregunté una vez más por su amigo. Se llamaba John Musson. Moji no tenía nada que decir sobre él. Como la noche de primavera debilitaba nuestras palabras, y nos absorbía la energía, al cabo de un rato meramente caminábamos en silencio. Una o dos veces miré de reojo el rostro de ella que en aquel momento parecía tan concentrado, tan desapacible, y tan cautivador. Lo pasé bastante mal leyendo su rostro. A nuestro lado pasaba rugiendo el tráfico, sonaban los motores impacientes y crecía la amenaza de los humos de gasolina al mundo fragante del parque. En el metro de la calle 86 la dejé ir.

En parte, practicar la psiquiatría consiste en ver el mundo como una colección de tribus. Tomemos un conjunto de individuos con cerebros más o menos iguales en cuanto a la manera de cartografiar la realidad: en un grupo ostensiblemente normal como éste, un grupo de control que representa a la mayoría de la humanidad, las diferencias cerebrales son pequeñas. Aunque la salud mental es misteriosa, éste es un grupo bastante predecible y lo que ha descubierto la ciencia sobre el funcionamiento y las señales químicas del cerebro puede aplicarse en términos generales. El hemisferio derecho procesa en paralelo, el izquierdo procesa en serie y a través del cuerpo calloso los mensajes pasan en ambos sentidos con más o menos eficiencia. El órgano entero anida en el cráneo, y mejora a ritmo sostenido su desempeño en una gama de tareas pasmosamente complejas al tiempo que empeora en el de otras. Tal es nuestro retrato de la normalidad. A modo anecdótico, tienden a exagerarse las diferencias —por importantes razones sociales, a la gente le gusta pensar que los demás no se les parecen nada— pero, para la mayoría de las funciones, en realidad se trata de diferencias más bien pequeñas.

Pero si tomamos otro conjunto de individuos, una tribu más distante, los cerebros difieren química y fisiológicamente de los del primer conjunto en un grado bastante significativo. Son los enfermos mentales. Los locos, los chiflados: esquizofrénicos, obsesivos, paranoicos, compulsivos, sociópatas, bipolares, deprimidos, o los individuos con alguna combinación sombría de dos o más de estos trastornos. Todos ellos deberían ser clasificados en un mismo conjunto. Eso al menos pensamos nosotros, y así razona la práctica médica de la psiquiatría. Si están lo bastante enfermos, aparecen por el hospital, voluntariamente o no, y se les dan drogas, con su consentimiento manifiesto o no. Pero a menudo se me ocurre que dentro de esta tribu hay diferencias tan profundas que, en verdad, nos enfrentamos aquí con muchas tribus, cada una tan distinta de las otras como de la tribu de los normales.

En mis deberes como graduado de la escuela de medicina e interno de psiquiatría yo estaba facultado para curar, e inducía a los menos normales hacia cierto grado estadístico de normalidad imaginario. Como prueba tenía un uniforme y un título, y a mi lado el DSM-IV, la cuarta versión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales. Mi tarea, si he de expresarla con la mayor grandilocuencia, era curar a los locos. Si no podía curarlos, lo que ocurría la mayoría de las veces, hacía lo posible por ayudarlos a lidiar con la situación. Durante los estudios de medicina me había esforzado por no perder de vista esa declaración, el sueño que cimentaba nuestra ciencia y nuestra praxis. Naturalmente, eran cavilaciones totalmente privadas, y una de las lecciones que aprendí antes, más por hábito que por necesidad, fue que la representación de conjunto debía sacrificarse al pequeño detalle. Nos enseñaban a desconfiar de la filosofía, los profesores ponían el énfasis en los potentes neurotransmisores, el truco analítico, la intervención quirúrgica. Muchos profesores desdeñaban el holismo y en esto los mejores estudiantes los seguían.

Si bien éramos profundamente sensibles al sufrimiento de los pacientes, hasta donde puedo decir yo formaba parte de una minoría muy reducida que pensaba sin cesar en el alma o se preocupaba por su sitio en un conocimiento tan minuciosamente calibrado. El instinto me inclinaba a las dudas y los interrogantes. Después de tres años de residencia manejaba la mayoría de los casos con desenvoltura. Qué desconcertante había sido, al empezar, aquel océano de conocimientos desmesurados, lleno de trampas y ocasiones de fracasar. Pero de pronto, por así decir, me había visto convertido en un psiquiatra competente. Por entonces también me estaba haciendo una idea de cómo continuar: a qué becas postularme, a quiénes pedir cartas de recomendación. Poco a poco había renunciado a las ambiciones de práctica e investigación académica, y al parecer mi futuro estaba en un gran hospital no universitario de la ciudad o en alguna clínica de los suburbios. Y me parecía bien, porque realmente nunca había tenido inclinación por el tipo de competencia que implica la vida académica.

A mediados de abril el jefe de nuestro departamento dejó la cátedra por la práctica privada. Lo reemplazó una trasplantada de Hopkins llamada Helena Bolt, experta eminente en ADHD —el trastorno por déficit de atención e hiperquinesia—, una persona generosa con la cual era mucho más fácil trabajar. Su presencia se notó en todo el departamento. Había habido un escándalo: un año antes habían acusado al catedrático, el profesor Gregoriades, de usar un término despreciativo para aludir a ciertos pacientes asiáticos. No se había presentado una denuncia pública ni formal pero, por lo que alegaban los que discutían el asunto, las fuentes eran fiables. Aunque la mayoría de nosotros nunca descubrió qué palabra se había usado, la situación se había vuelto desagradable, sobre todo para el puñado de residentes coreanos y chinoamericanos del programa. Era una acusación grave, y sin duda desempeñó un papel en el traslado de Gregoriades a otro programa. Con su partida se disipó parte de la energía negativa y la insatisfacción del departamento.

A decir verdad, conmigo Gregoriades siempre había sido muy cortés. Era un estudioso brillante de renombre nacional, finalista del premio Lasker, integrante de la Academia Estadounidense de Artes y Ciencias y miembro honorífico de la Asociación Estadounidense de Psiquiatría; los logros profesionales decían de él algo distinto de su personalidad, algo que suscitaba respeto. De todos modos a mí nunca me había importado su actitud un tanto fría y, tiempo antes, incluso había pensado en llegar a conocerlo mejor, en elaborar una estrategia para obtener su protección, porque tal vez podía resultar beneficioso para mi carrera. No es que hubiera decidido proceder enseguida, pero tenía la idea en mente. Eminencia, pedigrí, contactos: si yo hubiera estado totalmente libre de esas consideraciones, probablemente no habría ido al presbiteriano. Con todo, Gregoriades pertenecía a otra generación, o así se decía. Era menos sensible a los nuevos matices de la corrección política. Sin duda la situación habría ofuscado menos a unos cuantos si el cargo hubiera sido de agravio a estudiantes negros o judíos.

La profesora Bolt, la sustituta, era más que cortés. A través de ella los médicos jóvenes se hacían una idea bastante clara de en qué podía consistir una práctica compasiva, veinticinco años en una universidad y una carrera basada en la atención hospitalaria. Tenía una lista de publicaciones de varias páginas, éxitos profesionales apenas menos deslumbrantes que los de Gregoriades y fama de ser una administradora inteligente. Pero lo más visible era que le importaba de veras el cuidado directo de los pacientes. Se propuso diseñar una política terapéutica de acciones posibles para mejorar los ingresos de éstos. Al comienzo el resultado era imperceptible pero, un mes después de la llegada de Bolt, el cambio de la cultura del trabajo en el departamento se volvió tema recurrente en la sala de internos. Fue un cambio beneficioso. Y especialmente satisfactorio para mí, que, cerca ya del final de la formación, mantenía tercamente la visión algo ingenua de cómo debía ser la psiquiatría: provisional, incierta y lo más amable que fuera posible.

En el parque, hablando de la residencia con mi amigo y los demás, me había centrado, como era pertinente en el contexto, en las tiras cómicas. El matrimonio entre la comedia y el sufrimiento humano tiene una larga historia, y la enfermedad mental, en particular, es un buen recurso para los chistes. Pero yo tengo decenas de casos que no habrían sido muy útiles a ese propósito, y a veces cuesta sacudirse el sentimiento de que, bromas aparte, realmente el mundo está azotado por una epidemia de pena, cuyo embate mayor, por ahora, soportan sólo unos pocos desafortunados.

Leía a Freud buscando únicamente verdades literarias. Al fin y al cabo sus carencias habían sido expuestas con tal prolijidad que, casi tanto en la cultura popular como en la psiquiatría, se lo entendía primordialmente a través de sus críticos. H. J. Eysenck lo había reprendido por su psicoterapia. Popper por su método científico. Friedan por su actitud hacia las mujeres. En general la crítica no era injusta. Así que yo lo leía, no como un profesional que busca claves para comprender, sino como habría leído una novela o un poema. Su obra era un buen contrapeso al sesgo farmacológico de la práctica moderna. El aura histórica también era atractiva: a fin de cuentas hasta Mahler había recurrido a él. Podría argumentarse que, incluso admitiendo sus excesos e interpretaciones erróneas, iluminó el psicoanálisis —que, no lo olvidemos, fue descubierto por él— con mayor elocuencia que los más escrupulosos profesionales modernos.

Sus escritos sobre la pena y la pérdida, descubrí, seguían siendo útiles. En Duelo y melancolía, y más tarde en El yo y el ello, Freud sugería que en el duelo normal uno interioriza al muerto. El muerto es completamente asimilado por el vivo en un proceso que él llama introyección. En el duelo que no discurre con normalidad, en que algo se tuerce, la internalización benigna no tiene lugar. En cambio hay una incorporación. El muerto ocupa sólo una parte del sobreviviente, es amputado, escondido en una cripta, y desde ese lugar de encriptamiento acecha al vivo como un fantasma. A mí me parecía que la limpieza de la línea que habíamos trazado en torno a los catastróficos sucesos de 2001 correspondían a ese tipo de amputación. Había habido hechos muy heroicos, desde luego, aunque, con el correr de los años, se había vuelto claro que ciertos aspectos de ese heroísmo se habían exagerado. Había habido firmeza en el lenguaje del presidente, también, y cierta riña política, y una determinación de reconstruir enseguida. Pero no se había completado el duelo, y el resultado era una capa de angustia en la ciudad.

Contra el fondo de esta imagen de conjunto, se perfilaban los detalles: en la primavera vi a un anciano. El señor F., del condado de Wetchester, tenía ochenta y cinco años y, salvo por unas cataratas, gozaba de una salud física notable. Desde hacía unos meses la familia había supuesto que se estaba deslizando en el Alzheimer: su atención era difusa, le fallaba la memoria y a menudo parecía estar perdido en el momento. Cada vez decía menos cosas y, cuando hablaba, al parecer sólo le interesaban los recuerdos, algunos de los cuales mezclaba. Pero, como al fin la neuróloga no había encontrado ninguna razón médica para diagnosticarle Alzheimer, nos lo había enviado al Milstein, y su sospecha se había probado acertada: el señor F. estaba deprimido.

Era veterano de la marina; durante la Segunda Guerra Mundial había combatido en el Pacífico. Pero al volver al país se había casado con su novia y había tenido cinco hijos, todos criados en Albany con el salario de él como obrero fabril y el de ella como enfermera por horas y maestra suplente. En 1999 la mujer había muerto y un año después él se había ido a vivir con la segunda de las tres hijas, y cuando vivía allí, en White Plains, había empezado a dormir y comer mal, perder peso, estar desanimado y experimentar una precipitación de los pensamientos que, con gran dificultad —era un hombre reservado—, describía como un esfuerzo para no ahogarse. Cuando entró, con la gorra de veterano y la cazadora azul, tenía esa mirada ausente de los que, vaya a saberse por qué, han quedado encerrados en su tristeza.

Aunque lo vi solamente dos veces (pasó a psicoterapia), recuerdo que después de nuestra segunda sesión, cuando yo ya había obtenido una historia clínica bastante amplia, le expliqué cómo podían funcionar las diferentes medicaciones. Estaba diciéndole que difícilmente iba a notar una mejora de ánimo antes de un mes, cuando alzó suavemente la mano para detenerme. Dejé una frase por la mitad y, con una emoción súbita en la voz, el señor F. dijo: Doctor, yo sólo quiero decirle que estoy muy orgulloso de venir aquí y ver un joven negro con esa bata blanca que lleva usted, porque para nosotros las cosas nunca han sido fáciles, y nunca nadie nos ha dado nada sin que peleáramos.