Hacía varias semanas que no veía al profesor Saito. A fines de marzo lo llamé y una mujer, no Mary sino otra, me dijo que había muerto. Balbucí en el teléfono las palabras Dios mío y colgué. Después, sentado en el silencio de mi habitación, sentí la sangre corriendo en la cabeza. Tenía las cortinas abiertas y veía las copas de los árboles. Después de un invierno indiferente las hojas empezaban a cobrar vida, y todos los árboles de nuestra calle tenían las puntas de las ramas hinchadas como si los tersos botones verdes fuesen a abrirse en cualquier momento. Yo estaba conmocionado, triste, pero no del todo sorprendido. Si no había ido a ver al profesor, inadvertidamente había sido para evitar el drama desagradable de la muerte.
Llamé de nuevo a su casa —que, entonces me di cuenta, ya no era su casa— y me respondió la misma mujer. Me disculpé por haber cortado, le expliqué quién era y pregunté por el funeral. En un tono demasiado mojigato, ella dijo que habría una modesta ceremonia privada solamente para la familia. Tal vez, añadió, hubiera una conmemoración mucho más adelante, acaso en otoño, en el colegio de Maxwell. Le pregunté cómo podía contactar con Mary. No parecía conocer el nombre y, como estaba ansiosa por cortar, la conversación terminó.
Yo no sabía a quién llamar. Comprendí que él había significado tanto para mí, y nuestra relación había sido tan íntima, o mejor dicho ajena a la red de otras relaciones, que casi nadie tenía noticia de ella ni de lo importante que había sido para los dos. Entonces tuve un peculiar momento de duda: tal vez yo había sobrevalorado la amistad, que sólo había sido importante para mí. Comprendí que era la conmoción la que me hablaba.
Eran las nueve y media de la mañana, y en San Francisco, tres horas menos. Me sorprendió que Nadège contestara el teléfono. Cuando oí la voz soñolienta empecé a disculparme sin parar. Es que ha muerto el profesor Saito, dije. Mi profesor de literatura, ¿te acuerdas?, el profesor Saito. Murió de cáncer y acabo de enterarme. Fue tan bueno conmigo. Lo siento, ¿es mal momento para llamar? No, descuida, dijo ella, ¿y cómo estás? Y mientras lo decía, oí una voz masculina que preguntaba: ¿Quién es? Ella le dijo: Espera un segundo. Esa misma mañana volvió a llamarme y dijo que lo mejor y más sencillo para todos era que fuese franca conmigo: estaba prometida e iba a casarse. Él era hatiano-americano, se conocían por las familias y habían sido amigos durante muchos años. Iban a casarse a fines del verano. Lo mejor sería que evitase llamarla, dijo. Durante un tiempo, sería lo mejor.
Tuve la sensación lacerante de que estaban pasando demasiadas cosas a la vez. ¿Qué pensaba Nadège que quería de ella? Pero sabía que ella me había liberado de las débiles esperanzas que yo había estado albergando, lo que ayudó a poner un final concreto a algo que de todos modos había terminado mucho antes. Lo único que me mortificaba era que hubiese costado tanto tiempo, y todos los pensamientos que había desperdiciado en el asunto. También me mortificaba verme sorprendido de que ella hubiera dado pasos tan rápidos y tan decisivos. Así pues, mis penas se solapaban. Por la tarde puse a Bach en el estéreo, la Cantata del café, y me tumbé en la cama. Era una vieja grabación de la Academy of Ancient Music. La música rítmica y jocosa no conseguía penetrar en mi mente, pero la dejé sonar porque reconocía su belleza aunque no la sintiera. Luego, pensando que quizá Purcell fuera mejor, más sedante, puse el Himno vespertino, una composición muy hermosa para tenor y seis violines. Pero no me resultó menos lúgubre ni conmovió mi insensibilidad. Así que me quedé acostado en silencio, mirando motas de polvo, hasta que decidí levantarme, hacer algo que venía postergando —llevar al correo un paquete que debía enviar— y mantener la autocompasión a raya.
Entré en Morningside Park. Todavía había nieve en el suelo, en jirones sucios. Era un mundo en marrón y negro, gris y blanco. Yo caminaba con desgana. Luego me detuve. Tenía la impresión clara de que me estaban observando. En un árbol vi un halcón. O más bien él me vio a mí. La mirada depredadora me picó la nuca y al volverme lo descubrí en una rama baja, todo resolución, a no más de seis metros de distancia. El parque estaba vacío y el sol era inocuo, invisible, se escondía. Él era un pájaro fuerte, grande y encarnaba vivamente una elaboración extrema del proceso evolutivo. Me pregunté si no sería pariente de Pale Male, el celebrado halcón de Central Park que había anidado en un edificio de la Quinta Avenida, o si de hecho no era el mismo Pale Male. Él parecía observarme no tanto con desprecio como con desinterés. Estuvimos mirándonos y mirándonos hasta que yo, asustado, bajé los ojos, di media vuelta y con paso cauteloso, monótono, me alejé de él con la sensación constante de que aquellos ojos me taladraban.
Cuando salí del parque, al norte de Central Park no había mucha gente. Cerca de la entrada de la estafeta, en un umbral había dos hombres, a uno de los cuales yo había visto antes. Las greñas castañas, con costras de suciedad, caían sobre su rostro como cordeles. Tenía una barba hirsuta, moteada de blanco, y propagaba un olor de semanas sin lavarse. Estaba sentado con los pies cenicientos extendidos al frente. El otro hombre, limpio, mucho más joven, desconocido para mí, se había apoyado sobre una rodilla y sostenía uno de los pies del mayor. Al acercarme un poco vi que estaban hablando tranquila, simpáticamente, como si estuvieran en la mesa de un restaurante. Hablaban en español y se reían mucho, al parecer sin conciencia de que el intercambio tenía lugar en público, indiferentes a mi mirada. El hombre limpio le estaba cortando las uñas de los pies al otro hombre. Lo hacía con tal atención que forzosamente imaginé que el hombre sucio era un pariente mayor: su padre o tal vez un tío.
Entré en la estafeta. Era tarde, casi hora de cerrar. Incapaz de encontrar un formulario de aduanas para mi paquete, me puse en una cola penosamente larga, pero justo entonces una de las empleadas dividió las colas, abrió una ventanilla nueva y preguntó si alguno tenía que enviar un paquete internacional. De repente era el primero de la fila. Le di las gracias y me acerqué al mostrador. Al hombre que estaba detrás del cristal, un hombre de mediana edad calvo y agradable, le dije que necesitaba un formulario de aduanas. Lo rellené con la dirección de Faruk. El recuerdo de las conversaciones con él me había convencido de enviarle Cosmopolitismo, de Kwame Anthony Appiah. Cerré el sobre y el empleado me enseñó varios pliegos de sellos. Banderas no, dije, algo más interesante. No, éstos tampoco, y éstos de ninguna manera. Al fin opté por unos magníficos que presentaban edredones de patchwork de Gee's Bend, en Alabama. Él levantó la vista y me dijo: Ya lo sé. Y después de una pausa, añadió: Ya lo sé, hermano. Luego dijo: Oye, hermano, ¿de dónde eres? Porque, mira, yo veía que eras de nuestra patria. Y vosotros, hermanos, tenéis algo que es vital, tú me entiendes. Tenéis algo que es vital para la salud de los que nos criamos de este lado del océano. Déjame decirte algo. Yo a mis hijas las estoy criando como africanas.
Detrás de mí no había cola y la ventanilla estaba parcialmente oculta por una columna. Terry (el nombre se leía en la identificación que colgaba de su cuello) terminó de tramitar mi paquete y me preguntó si iba a pagar en efectivo o con tarjeta. Mira, hermano… Julius, dije yo. Vale, hermano Julius, la cosa es que tú eres un visionario. De veras. Lo noto claramente. Tú has viajado muy lejos. Eres lo que llamamos un trotamundos. Así que permíteme compartir algo contigo, porque pienso que vas a pillarlo. Apoyó las manos en la balanza metálica, inclinó la cabeza hacia la ventanilla y, bajando la voz empezó a recitar en un susurro: Somos los que han recibido la bota. Los saqueados y pisoteados. Los invictos. Somos los que llevan las cruces. ¿No lo veis? Aquellos cuyos parientes y amigos han sido bestias de carga. Para nosotros las pérdidas terribles e incontables, el asedio de las fuerzas, la privación del derecho a elegir, la voz silenciada. Y aun así no nos han doblegado. ¿No me sientes? Cuatrocientos cincuenta años dura esto ya. Cinco siglos de lágrimas, eones de miedo tras miedo. Y pese a todo seguimos, seguimos, seguimos invictos.
Alargó el último verso en una pausa elocuente. Luego añadió: ¿Lo conoces? Yo negué con la cabeza. Es mío, dijo él. Soy poeta, ¿sabes? Éste se titula «Los invictos». Escribo estas cosas y a veces voy a los cafés de poesía. Ése es mi don, ¿sabes? La poesía. Si te ha gustado, dijo, ahora escucha éste: El catálogo del dolor, que acompaña a la cocaína, no viene de nosotros, lo hicieron ellos, y ellos hicieron el polvo, y a nosotros duros, pues fueron ellos, portadores del sufrimiento, los que trajeron la tempestad, adonde una vez reinaba la calma. Y si algo necesitamos ahora, ¿me sientes?, si algo necesitamos es un bálsamo nuevo, un nuevo credo. Nacido del interior. De nuestros antepasados. Para nuestros hijos. Nuestro futuro.
Una vez más, emocionado por sus propias palabras, se quedó en silencio. Hermano Julius, dijo con gran sentimiento, tú eres un visionario, mantén la esperanza viva. Creo que deberíamos leer juntos algo de poesía. Veo que tú la comprendes instintivamente. Hemos de ser una luz para esta generación. Esta generación está a oscuras, ¿me captas? Yo sé que comprendes. ¿Tú escribes? Cogí la tarjeta que había deslizado bajo el cristal. Estaba impresa en tinta dorada sobre cartulina color hueso, TERRENCE MCKINNEY, ESCRITOR/INTÉRPRETE DE POESÍA/ACTIVISTA. No, dije yo, no diría exactamente que soy escritor. Bien, alguna vez envíame una línea. Podemos ir al Nuyorican, un café de poetas. Me gustaría hablar contigo. Pues claro, dije yo.
Dadas las circunstancias, era lo más simple que podía decir. Tomé nota mental de que debía evitar esa estafeta en el futuro. Cuando salí a la calle, el más joven de los dos hombres que hablaban en español se había marchado. El de barba, al que acababan de cortarle las uñas de los pies, estaba sentado a la dorada y brillante luz del sol, que acababa de salir, y el día era mucho más cálido de lo que yo había previsto. La luz se derramaba en la calle por la esquina del edificio. El hombre dormitaba en un charco de luz, transfigurado. A su lado había tres botellas de licor vacías. Yo había pagado el envío en metálico y tenía algo de cambio. Saqué dos o tres dólares del bolsillo y se los di al borracho. Detrás de él había un gato callejero que buscaba refugiarse de la claridad repentina. Gracias, dijo el hombre estirándose. Cuando me había alejado tres pasos volví atrás y le di el último dólar, y él me devolvió una sonrisa mellada. El gato alcanzó con la pata la sombra que proyectaba en el cemento.
Tomé el metro en la 110. Me bajé en la 14, atravesé hacia el East Side y bajé por toda la calle Bowery, sin ningún destino especial en mente, pasando por las innumerables tiendas de lámparas y equipamiento para restaurantes, tiendas que desde fuera parecían aviarios exóticos. Finalmente llegué a una plaza bulliciosa en East Broadway. Quedaba muy cerca de la zona de Chinatown más popular entre los turistas, pero había un mundo de diferencia porque allí no había casi nadie, de hecho, que no fuese original de Asia Oriental. Los letreros de las tiendas y los restaurantes, los nombres de las empresas y la publicidad estaban en ideogramas chinos, y sólo en algún que otro caso se ofrecía traducción al inglés. En el centro de la plaza misma, que era poco más que una isla de tráfico limitada por el cruce de siete calles, se alzaba la estatua del que supuse sería un emperador o un poeta, pero resultó ser Lin Zexu, el activista antinarcóticos del siglo XIX. En el austero monumento a este héroe de la Guerra del Opio —en 1839 lo habían nombrado comisario en Guangzhou, y los ingleses lo habían detestado por el papel que había desempeñado impidiéndoles el tráfico de droga— se posaban ahora las bandadas de palomas. La manchaban de guano grisáceo, enriqueciendo la seca materia blanca que ya habían dejado en el lustre verde oscuro de las ropas y la cabeza de la estatua. Unas pocas personas comían helados o patatas fritas sentadas en los bancos de la isla o daban vueltas a la estatua disfrutando del sol. Pocos rastros quedaban de lo que el vecindario había sido en 1800: un mercado al aire libre de ganado y caballos, un barrio de albergues baratos, salones de tatuaje y tabernas.
Todos los que se veían parecían chinos, o se los podía tomar por chinos fácilmente, excepto yo y otra persona: un hombre con el torso desnudo que se frotaba vigorosamente los brazos y el pecho con un trapo. Tenía un fulgor ultraterreno en el cuerpo, como si se hubiese untado con aceite, pero yo no conseguía saber si estaba dándole brillo o quitándoselo. Era una silueta oscura y el cuerpo llevaba las marcas de largas horas en el gimnasio o de una vida entera de trabajo físico. Nadie prestaba atención a su meticulosa tarea, que pronto interrumpió para alzar la bicicleta que había dejado a sus pies. Apartó la bicicleta del sol para protegerla a la sombra del monumento de Lin Zexu. Luego reanudó el frotamiento, o la aplicación, de la sustancia oleosa. Todo el cuerpo le relucía ni más ni menos que cuando había empezado: él mismo era una estatua de bronce. Por fin metió el trapo en el bolsillo trasero de los tejanos y, como si recordase de golpe que tenía un recado pendiente, montó en la bicicleta y salió disparado por una de las calles más angostas, zigzagueando entre el tráfico, hasta que la espalda brillante se perdió de vista en el resplandor directo del sol.
Enseguida yo también enfilé una calle secundaria, una más angosta y más congestionada todavía, en la cual los edificios de antes de la guerra se sucedían hasta el vértigo, cada cual con una compleja escalera de incendios que ofrecía al mundo como una máscara transparente. Los cables de electricidad, los postes de madera, las marquesinas abandonadas y un matorral de carteles atestaban las fachadas hasta las azoteas de las construcciones de cuatro y cinco plantas. Los escaparates anunciaban productos dentales, té y hierbas. Había grandes cubos que desbordaban rizomas de jengibre y raíces medicinales, y un surtido tan completo de artículos y servicios que, al cabo de un rato, ver un escaparate lleno de patos asados colgando, seguido de otro repleto de maniquíes de sastre, y de otro colmado de aleteantes folletos impresos en media docena de tonos de rojo desteñidos por el sol, y de una horda de figuras de Buda de bronce y de porcelana, empezó a parecerme de lo más natural. En la última de esas tiendas entré para huir de la actividad abrumadora de la callejuela.
La tienda, donde yo era el único cliente en aquel momento, era un microcosmos del barrio chino, un despliegue interminable de objetos curiosos: una profusión de jaulas, tanto de bambú como de metal finamente forjado, que colgaban del techo como lámparas; juegos de ajedrez tallados a mano en el mostrador, antiguo al parecer, que separaba al cliente de la guarida del tendero; falsas cerámicas lacadas de la dinastía Ming cuyos tamaños iban del minúsculo pote decorativo al enorme jarrón panzudo donde podía esconderse un hombre; opúsculos humorísticos de la variedad «Máximas de Confucio», impresos en inglés en Hong Kong, con consejos para los caballeros que desearan tener éxito con las mujeres; magníficos palillos de madera en soportes de porcelana; cuencos de cristal de todos los colores, grosores y formas: y, en una galería acristalada y aparentemente infinita que corría por arriba de los estantes, una serie de máscaras de colores brillantes cuya variedad cubría todas las expresiones posibles del arte dramático.
Sentada en medio de aquella cornucopia, una anciana, que había levantado brevemente la vista al entrar yo, había vuelto a enfrascarse en la lectura de un periódico chino, con un aire hermético que, no costaba nada creerlo, se había mantenido inalterado desde la época en que los caballos abrevaban en la calle. En medio de la tienda silenciosa y polvorienta, con los ventiladores chirriando en el techo y las paredes revestidas de madera negándose a evidenciar ningún signo de nuestro siglo, sentí como si hubiera caído por una grieta en el tiempo y el espacio, que fácilmente habría podido estar en cualquiera de los países adonde, desde los viejos tiempos en que el comercio ya era global, los mercaderes chinos habían viajado para poner sus mercancías a la venta. Y en aquel momento, como para confirmar la ilusión o al menos ampliarla, la anciana me dijo algo en chino y señaló la calle. Vi pasar un niño en uniforme ceremonial batiendo un tambor. Enseguida lo siguió una columna de hombres con instrumentos de bronce: aunque ninguno tocaba, desfilaban marcando el paso con solemnidad por la callejuela, que como por arte de magia se había despejado de compradores para ellos. Desde la calma fantasmagórica de la tienda, en la cual sólo se oían los ventiladores, la anciana y yo miramos pasar la banda china con sus tubas, trombones, clarinetes y trompetas, fila tras fila, y la integraban hombres de todas las edades, algunos con papada, otros poco más que púberes, con el primer asomo de vello en la barbilla, pero todos profundamente fervientes, fila tras fila con los instrumentos en alto hasta que, como el apoyo de una hilera de libros, pasó marchando también un trío de redoblantes y al fin un bombo que cargaba un hombre enorme. Seguí la procesión con los ojos hasta que se escurrió detrás del último de los Budas de bronce situados de frente al escaparate. Los Budas le sonreían a la escena con una serenidad familiar, y a mí todas las sonrisas me parecían una sola, la sonrisa del que ha dado el paso más allá de los cuidados humanos, la sonrisa arcaica que también se dibujaba en los labios de las estelas funerarias de los kuroi griegos: sonrisas que sugerían no placer sino desapego total. Desde más allá de la tienda, a la anciana y a mí nos llegaron las primeras notas de una trompeta que tocó dos compases. Las doce notas, primas espirituales del toque de clarín que suena fuera del escenario en la Segunda Sinfonía de Mahler, fueron recogidas por toda la banda. Era una figura cromática, con una inflexión de blues, que debía de haber tenido su primera vida en un himno misionero, una endecha que oída de lejos parecía una tempestad o el bramido de las olas cuando no se ve el mar. Si bien no pude identificarla, la canción se ajustaba, desde todo punto de vista, a la sinceridad sencilla de aquellas canciones que yo había cantado por última vez en el patio de la Escuela Militar Nigeriana, canciones tomadas del compendio anglicano Cantos de alabanza, y que, muchos años antes y a miles de kilómetros de esa tienda polvorienta y bañada por el sol, eran para nosotros un rito cotidiano. Temblé cuando en ese espacio se volcó el coro gutural de instrumentos de bronce, entre las notas más bajas deambuló la tuba y el sonido entero entró en la tienda como haces de luz intermitente. Y luego, con una lentitud casi imperceptible, el volumen de la música empezó a bajar a medida que la banda se iba alejando y confundiendo más y más con el ruido de la ciudad.
Yo no habría sabido decir si expresaba algún orgullo cívico o solemnizaba un funeral, pero la melodía se ajustaba tanto a mi recuerdo de aquellas sesiones de adolescencia que me invadieron la desorientación y la dicha súbitas del que, en una antigua mansión majestuosa y a gran distancia del espejo de pared, ve claramente el mundo duplicado en sí mismo. Ya no sabía dónde acababa el universo tangible y empezaba el reflejado. La imitación puntual de cada jarrón de porcelana, de cada reflejo apagado en cada una de las manchadas sillas de teca, se extendía hasta donde la réplica de mí mismo se había detenido, como yo, a mitad de giro. Y este doble mío había empezado, en ese preciso momento, a lidiar con el mismo problema que su no menos confuso original. De pie allí, sumido en todo tipo de penas, me pareció que estar vivo era ser a la vez original y reflejo, y estar muerto era estar cercenado, ser reflejo y nada más.