En el mayor mercado de mascotas de Basora había estallado una bomba y el escenario estaba repleto de plumas de periquito, gemidos de animales agonizantes, escombros ensangrentados, restos de un motor y una silla, y jaulas retorcidas como si fueran de cáñamo. En la radio, el secretario de Estado empezaba a hablar de una ofensiva inminente en la zona de Bagdad controlada por los chiítas. Yo iba al mercado y veía cadáveres de perro junto a humanos muertos. Mujeres de negro lloraban y se golpeaban el pecho. Había un padre que, sin vida, seguía apretando contra el pecho la ampolla de insulina que había intentado llevarle a su hija. Me invadía un gran cansancio: «un cansancio de muerte», era la frase que se desplegaba en mi cabeza. Llevaba mi chaqueta blanca y el nudo de la corbata flojo. En el mercado de mascotas estaba mi madre. Iba con burka, y Nadège, que estaba con ella, también. Mi madre preguntaba: ¿Hay algo peor que las bombas? Nadège decía: ¡Las chinches! Se hablaban en yoruba. Mi madre decía: Hazle caso a tu hermana, Julius. Yo estaba a punto de corregirla.
Era la una de la madrugada y me había dormido vestido. Me desanudé la corbata, me cambié y bebí agua del vaso de la mesa de noche. Antes de quedarme dormido había estado leyendo el prólogo de Pedro el labrador. Lo único que retenía ahora de las largas descripciones aliterativas era la imagen de William Langland vagando por el mundo, viendo los varios trabajos y afanes de la humanidad, hasta que se asentó en una colina de Malvern desde donde miraba un arroyo. Le entraba una somnolencia, se «amodorraba hasta dormirse», y en sueños tenía una visión mágica de la realidad, y justo al llegar a esa parte yo me había quedado dormido.
Detrás de las cortinas temblaba la luz de una farola. Yo tenía hambre pero no ganas de comer. En la nevera había una chuleta de cerdo y mientras la comía, de pie con la nevera abierta, la sirena de una ambulancia surcó la noche. Abrí la ventana, el aire entró en una sola ráfaga, como si hubiera estado esperando que lo admitieran. El latido de mi mente se ajustó al parpadeo de la luz de la calle contra la cortina. Abajo el mundo estaba desnudo y daba pocas señales del pulcro prado pobladísimo del poema de Langland. Tomé dos paracetamoles y volví a la cama. El día siguiente era un sábado sin guardia y conseguí dormir sin sueños perturbadores. Al despertarme decidí que haría recados y, si había ocasión, al final de la tarde visitaría al profesor.
El portero del edificio me acompañó dentro. El ascensor estaba húmedo y olía a sudor. Me abrió la puerta Mary, embarazada de muchos meses. Dentro del piso todo era penumbra cenicienta. Se encuentra muy mal, dijo ella. Está en el dormitorio, venga por aquí, se alegrará de verlo. Pero cuando llegué al umbral, vi que un hombre lo oscurecía. Era un médico. Mary me indicó que esperase. Fui a la sala y me senté bajo el círculo de máscaras polinesias del doctor Saito. Desde el dormitorio llegaban voces. Cuando salió, el médico tenía una expresión jovial. Con una gran sonrisa que le surcaba de arrugas la cara, inclinó la cabeza y se fue. Yo entré a ver al profesor Saito, que estaba acurrucado en la cama, pequeño, blanco y débil como no lo había visto nunca. Aunque legañosos y casi cerrados, los ojos parecían lo único de él que seguía del todo presente. La voz daba la impresión de no salir de su boca, que de todos modos movía poco, sino de alguna otra parte de la habitación. El timbre era un soplo, aspiraba mucho. Sin embargo, hablaba con lucidez.
Ah, un médico más, dijo. Me siento muy popular. Mira, Julius, no sé qué hacéis en África pero te diré que estoy preparado para irme al bosque. Estoy preparado para entrar. Es hora de internarme en el bosque, echarme y que los leones vengan por mí. Creo que ya he hecho bastante, he vivido bien y ahora tengo unos dolores terribles. ¿Quién dirá que noventa años no son suficientes? Llegó la hora. Yo me senté a su lado y tomé la mano fría y pequeña entre las mías. Estaba cansado y lo dejé para que descansara. Le prometí que volvería pronto.
Más tarde, como no quería estar a solas con la imagen de la Muerte flotando en la habitación con sus ropas baratas y sus malas maneras, llamé a mi amigo y fui a su casa. Tenía de visita a su hija Clara, una despierta niña de nueve años que vivía con la madre. Pero ha salido a dar una vuelta, me dijo. En la sala había dos ventanas: la del este daba a Amsterdam Avenue; la del sur a un pequeño patio encajonado entre ladrillos, cemento y las ventanitas de los apartamentos vecinos. Pronto en cada una empezaron a encenderse cálidas luces de anochecer. En medio del jardín, por lo demás vacío, había un árbol alto, desnudo, con una espesa red de ramas. No creo que recibiera mucho sol pero parecía bastante saludable.
Es un árbol del paraíso, dijo mi amigo. Lo sé porque a mí también me dio curiosidad y lo averigüé. Los botánicos dicen que es una especie invasora. Pero ¿no lo somos todos? Una vez, ahí en el patio, de una rama rota me llegó un olor como el del café. La especie llegó de China hace mucho tiempo, creo que en el siglo XVIII, y al parecer el suelo norteamericano le gustó tanto que se propagó libre y salvajemente en casi cada estado, a menudo desplazando especies autóctonas.
Fue a la cocina y volvió con una botella de Heineken para mí. Es la sombra, ¿ves?, dijo. Echa sombra sobre otras plantas, les tapa el sol. Los paraísos crecen prácticamente en cualquier lugar: terrenos abandonados, jardines traseros, aceras, calles, playas, campos en barbecho, hasta dentro de edificios tapiados, hasta en un patio sin sol lleno de académicos. Bueno, ¿y qué tiene de malo?, dije yo. Es un árbol, ¿no? No es que sobren árboles en la ciudad. No es tan sencillo, dijo él. El árbol del paraíso reduce la biodiversidad local. Está considerado una plaga. No sirve para construir, ni para los animales y ni siquiera es muy bueno como leña.
Mientras él hablaba yo seguía de pie junto a la pared opuesta, que tenía una biblioteca enorme, mirando las interminables hileras de volúmenes, incluida una sección de literatura africana y afroamericana muy bien provista. El suelo y la mesa de té estaban inundados de libros y distinguí un ejemplar de los ensayos de Simone Weil. Lo tomé. Mi amigo se apartó de la ventana. El ensayo sobre la Ilíada es una maravilla. Creo que capta realmente qué fuerza interviene en la obra, cómo mueve la acción y pierde el control de lo que ha puesto en movimiento. Alguna vez deberías echarle un vistazo, de veras.
Yo había esperado la gracia, le dije, no la inmortalidad. Había esperado que mi profesor tuviera un final digno, fuerte. Quería desesperadamente que el viejo me dijera palabras sabias, dije, no ese disparate sobre los leones. A lo mejor todavía es posible. Tal vez la próxima vez que vaya me recite algo del Gawain, o de una canción medieval inglesa. Pero tal vez soy un tonto. En vez de sentirme agradecido por la relación, trato de adaptarla a mi propia receta. Pero, ¿sabes?, yo esperaba que, aun cuando el cuerpo se derrumbara, esa mente intrincada, una de las mejores que he conocido, siguiera combatiendo.
Mi amigo me miró y dijo: Me pregunto por qué tanta gente ve la enfermedad como una prueba moral. No tiene nada que ver con la moral ni con la gracia. Es una prueba física, y en general no la superamos. Luego me palmeó el hombro y añadió: El sufrimiento es el sufrimiento, colega. Ya has visto lo que hace, lo ves todos los días. Quizá en este momento no te consuele especialmente, pero eso que has dicho, lo de una salida digna y fuerte, me recuerda algo que a menudo me da que pensar. Desde hace muchos años creo que la manera y el momento en que uno muere es cosa de elección. Y, la verdad, no pienso que esto deba limitarse a esas situaciones en que el sufrimiento y la muerte se hacen inminentes por una enfermedad terminal. Creo que habría que extenderlo a las temporadas en que uno está sano. ¿Por qué esperar a la decadencia? ¿Por qué no adelantarse al destino?
Mi amigo había vuelto a la ventana. Yo, sentado en el sofá, miraba la silueta negra recortada por el sol, y era casi como si me estuviera hablando su sombra, su yo futuro. A lo lejos volaban golondrinas buscando un lugar donde pasar la noche, flechas que entraban y salían de las cavidades formadas por los árboles desnudos y los arcos entrelazados de los edificios de la universidad. Estaba reflexionando sobre el hecho de que cada una de aquellas criaturas tenía un diminuto corazón rojo, un motor infalible que proveía los medios para sus vivificantes maniobras aéreas, cuando recordé cuántas veces la gente encontraba consuelo, conscientemente o no, en la idea de que el propio Dios asistía a esas viajeras sin hogar con una suerte de atención personal; la idea, en contra de todas las evidencias históricas, de que él protegía a cada una del hambre, los peligros y los elementos. Para muchos, el vuelo de los pájaros era prueba de que ellos también hallaban protección del cielo; de que ciertamente hay una providencia especial en la caída de una golondrina.
Mi amigo esperó a que dijera algo, pero como no hablé él siguió. La idea se opone a la ética, para no hablar de las leyes, de nuestra época, pero no puedo evitar pensar que dentro de treinta o cuarenta años, cuando haya disfrutado de toda la dicha que la vida tiene para ofrecerme, y llegue el momento, la decisión que acabo de mencionar se habrá vuelto, si no exactamente popular o indiscutida, al menos mucho más corriente. Piensa en los anticonceptivos, las drogas fertilizantes y el aborto; piensa con qué facilidad tomamos esas decisiones sobre el comienzo de la vida; piensa en cuánto admiramos a las figuras que eligieron su final: Sócrates, Cristo, Séneca, Catón. Supongo que no te gustó cómo dijo tu profesor lo que dijo sobre los leones, pero no deberías considerarlo una ofensa a los africanos. Tú sabes que la intención no fue ésa. Lo que estaba diciendo, me parece, es que en un mundo mejor se podría evitar el dolor y el delirio. Él podría internarse en el bosque con la dignidad intacta, como lo concibe, y perderse de vista para siempre.
Había hecho una pausa y seguía de pie, totalmente quieto, mirando por la ventana. Ya apenas se veían los pájaros. Luego, en voz baja, casi como si hablara consigo mismo o contemplara su propio cuerpo desde un punto de vista póstumo, dijo: La realidad, Julius, es que estamos solos aquí fuera. Puede que sea eso que los profesionales llamáis fantasía suicida, y espero no alarmarte, pero a veces pinto mentalmente un cuadro detallando cómo me gustaría que fuese mi final. Me imagino despidiéndome de Clara y de otras personas que quiero, y después en una casa vacía, tal vez una mansión campesina grande y laberíntica, cerca de las marismas donde crecí: imagino que lleno una bañera, en el piso de arriba, de agua caliente, y pienso en una música, Crescent tal vez, o Ascensión, que suena en toda la casa, colma los espacios que no ha ocupado mi soledad y llega hasta la bañera donde estoy, de modo que, cuando resbalo a través de la frontera sin retorno, me acompañan las armonías modales que oigo a lo lejos.