CATORCE

Hemos pasado un mal rato, dijo el doctor Saito, dándome la bienvenida. He estado durmiendo aquí en la sala, en este catre. Tuvimos una invasión de una especie de chinches. Chaquetas rojas, las llaman en esta región; ¿conocías el nombre? Creímos que el fumigador las había exterminado, pero ocho días después reaparecieron con más fuerza y para mi disgusto tuve que elegir entre esta sala, con esos respiraderos ruidosos, o dejar que las criaturitas me devorasen. Señaló las tablillas que había sobre la ventana. Es que muerden. Como ésta, una, dos, tres te andan por el brazo, desayuno, almuerzo y cena, pero me temo que ya no me queda mucha sangre que dar. Luego unió las manos y dijo que esperaba que en unos días volviese el fumigador.

Pero estoy de muy buen ánimo, así que has venido en un momento excelente. Hoy salí temprano, fui al Lincoln Center a ver a la Chamber Music Orchestra. Tocaron una cantata de Bach, la del café. ¿La conoces? La interpretaron tan bien que parecía una obra recién hecha. Es sobre un padre preocupado por las decisiones de su hija. Al menos sabemos que en tantos siglos no ha cambiado nada. Entonces el café era una novedad, y los mayores veían esa droga con escepticismo, y con más escepticismo se tomaban el entusiasmo que provocaba en los jóvenes. Les habría sorprendido ver qué común es ahora. Y te diré que mientras escuchaba el concierto me di cuenta de que exactamente lo mismo sucede hoy con la marihuana. Café, café, café, cantaba la muchacha, he de tomar café. ¡Tres veces al día o me marchito!

Me senté frente al profesor Saito en una silla sin brazos. Daba gusto verlo vigoroso, divertido. Me ponía contento. Tenía las manos ásperas y venosas, flacas, frías, y yo me acerqué para tomárselas y se las masajeé. En la gris y amarillenta luz de invierno del piso, en pleno invierno de la vida de él, parecía el acto más natural. Lo siento si hace tanto que no venía, dije. He estado con mucho trabajo. Él me preguntó si acababa de regresar de Europa. No, dije, volví a mediados de enero, y desde entonces no he dejado de pensar en usted. Pero los turnos han sido exigentes como nunca. Ahora que las cosas se han estabilizado empezará a verme más a menudo.

Qué ruido hay, y me parece que ya podemos bajar la calefacción, si te parece. Llamó a la enfermera. ¿Cree que podemos bajar la calefacción, Mary? En realidad, creo que de momento podríamos apagarla, dijo, ajustándose la manta sobre las rodillas. Esto está otra vez muy seco, es por el calor. Como usted quiera, dijo ella. Me pareció que desde la última vez que yo la había visto, unos meses antes, había aumentado mucho de peso. Pero entonces me di cuenta de que estaba esperando un niño y empezaba a notarse. Yo no la habría considerado lo bastante joven, con los más de cuarenta que le había calculado. Pero el límite por arriba cambia continuamente. Hoy ya no es raro tener un hijo a los cuarenta, y ni siquiera a los cincuenta es insólito. La miré a los ojos, hice un gesto hacia la panza y sonreí. Ella me devolvió la sonrisa.

Mary, ¿ha llegado el periódico del domingo? Vaya, qué bien, quizá Julius quiera leerle algo a un viejo… Le dije que lo haría con mucho placer y fui hasta la mesa, donde el periódico estaba encima de muchos otros. El piso estaba lleno de colecciones diversas: la infinita variedad de máscaras de los mares del Sur en las paredes, algunas de madera de lustre oscuro, otras de colores brillantes, los periódicos de meses y meses apilados sobre la mesa y junto a la puerta, las estanterías atestadas desde donde cientos de volúmenes reclamaban atención, las estatuillas y títeres apretados sobre el escritorio que había frente al pasillo de entrada. Lo único que faltaba, se me ocurrió, eran fotos: de familiares, de amigos, del propio profesor Saito.

Leí los titulares del Times y los dos primeros párrafos de cada artículo de la primera página. La mayoría eran sobre la guerra. Levanté la vista y dije: La cabeza casi no puede con las consecuencias de esta invasión. No paro de pensar en esto, me parece un desastre espantoso. Sí, dijo el profesor Saito, pero a mí me pasó lo mismo con otra guerra. Había tal tensión que no creíamos que fuera a acabarse. Llamaron a muchísima gente a filas, y la verdad es que todavía estaba fresca la Segunda Guerra Mundial. Se dudaba de hasta dónde llegarían las cosas, cuánto tiempo duraría el punto muerto, quién más iba a comprometerse. Había un miedo tácito a las armas nucleares, y fíjate que eso empeoró cuando en la guerra entró China. El miedo tácito se hizo explícito. Los estadounidenses empezamos a preguntarnos si usar otra vez la bomba atómica. Pero la guerra terminó, como terminan todas las guerras, se agotó. Con Vietnam hubo otra clase de presión, al menos para los que psicológicamente habíamos estado inmersos en Corea. Para los jóvenes, para la generación posterior a la nuestra, Vietnam fue una batalla mental. Por esa experiencia se pasa una sola vez, la experiencia de lo fútil que puede ser una guerra. Uno le cierra la puerta a todos esos nombres de ciudades, el torrente de noticias. A mí no me pasó con la Segunda Guerra Mundial, fue una experiencia de mucho mayor aislamiento, mucho más difícil. Pero en 1950, como hombre libre y parte de la escena del campus, experimenté Corea con más intensidad. Para mediados de los sesenta la confusión de la guerra ya no era una novedad para mí. Y esta guerra de ahora es una batalla mental para otra generación, la tuya. Hay nombres de ciudades que en ti evocan un horror real porque has aprendido a asociarlos con atrocidades; pero para la generación que sigue a la tuya esos nombres no van a significar nada; no se tarda mucho en olvidar. Para ellos Faluya tendrá tan poco sentido como Daejeon para ti. Pero, oye, como siempre me he desviado de lo que estaba diciendo. Me parece que realmente Bach me hizo circular la sangre. Perdona que divague tanto. ¿Por qué no me lees los demás titulares?

Le dije que me gustaban sus divagaciones. Pero, a medida que leía artículos sobre la radio satélite y el matrimonio civil en Nueva Jersey, fue como si me volviera alguien que ya no estaba allí. Mi mente recogió un hilo anterior de la conversación. Cuando el profesor Saito me pidió que no parase en el segundo párrafo, que leyese el artículo sobre matrimonios civiles hasta el final, lo leí entendiendo plenamente las palabras impresas pero sin el menor compromiso. Después discutimos el artículo y eso también lo hice con cierta distancia. Yo era como una película con la banda sonora y las imágenes sin sincronizar. El profesor Saito expresó el parecer de que los avances en igualdad de derechos para los gays eran una buena noticia y de que, después de seguir esos avances durante toda una vida, el proceso se veía como inexorable. Había mucho que celebrar. Pero, dijo, ha sido lento. Feliz como estoy ahora por estas parejas, veo cuánto se ha desperdiciado en la lucha. Ha sido demasiado difícil lograr que se aprobaran estas leyes. Tal vez las generaciones futuras se pregunten por qué nos llevó tanto tiempo. Le pregunté por qué el estado de Nueva York no se había puesto a la cabeza de la discusión. En Albany hay demasiados conservadores, dijo, falta voluntad política. Son los de las zonas rurales del estado, Julius, esa gente tiene otras ideas sobre estas cosas.

Yo sabía que el profesor Saito había cuidado durante mucho tiempo de un compañero, un hombre que después había muerto. Había dado con esta información, no conversando con él, sino en un perfil biográfico. Lo había visto en la revista de los graduados de Maxwell. Había conversado con él durante tres años sin tener idea de esa parte decisiva de su vida y, cuando al fin lo había descubierto, no había encontrado motivos para sacar el tema. Pero nunca había tenido la impresión de que el profesor Saito evitase hablar de sexualidad. De hecho la cuestión había surgido en dos ocasiones. En una, mientras hablaba de otra cosa, había mencionado que sabía de su orientación sexual desde los tres años. La segunda, ahora que lo pienso, había sido una suerte de colofón para la primera: la prostatectomía, me había dicho, le había matado todo impulso sexual que hubiera sobrevivido a los demás estragos de la edad. Pero lo más extraño que había descubierto, había agregado aquella vez, era que eso lo liberaba para tener relaciones más tiernas y sencillas con la gente.

El profesor Saito era así, sobre todo después de jubilarse: una curiosa combinación de reticencia y franqueza. Ojalá le hubiera preguntado cómo se llamaba su compañero. Me lo habría dicho. Tal vez algunos de los artefactos expuestos en el piso —la porcelana de Meissen en la vitrina de curiosidades, las marionetas de Java, la fila de libros sobre poesía moderna— fuesen herencia de aquel hombre con el que el profesor Saito había pasado tantos años de su vida. O tal vez hubiera tenido una serie de parejas, cada una importante a su manera. Pero a pesar de mí, incapaz como me encontraba de estar del todo presente en el diálogo, no pude llevarlo en otra dirección. Él notó, acaso, que mi atención vacilaba, y, como si despertase a alguien que se había dormido, dijo: Tú todavía eres joven, Julius. Ten cuidado de no cerrar demasiadas puertas. Como yo no tenía idea de qué estaba hablando, cuando dijo eso asentí, meramente, y observé la lenta danza de las manos como arañas, una en torno de otra, en la penumbra de la sala.

Tenía las chinches en la cabeza. En los dos últimos años los neoyorquinos habían empezado a hablar más a menudo de aquellas criaturitas. Las conversaciones, como corresponde cuando se trata de problemas de la vida privada, seguían teniendo lugar en el ámbito privado, pero las chinches ya habían alcanzado un protagonismo inverosímil. Eran el enemigo invisible que llevaba adelante su trabajo mientras se alzaban falsas alarmas sobre el virus del Nilo Occidental, la gripe aviaria y el SARS. En la era de la epidemia dramática, la anticuada chinche, el minúsculo soldado de chaqueta roja, era la menos combatida. Por supuesto que había enfermedades mucho más serias y más onerosas para los recursos públicos. El sida seguía siendo un problema devastador, sobre todo para los pobres y para los habitantes de los países más pobres. Aunque el cáncer, las enfermedades cardiovasculares y el enfisema no eran pandemias, estaban entre las primeras causas de mortalidad. Del mismo modo que habían cambiado los términos de los conflictos transnacionales, se había producido un cambio en la salud pública, donde los enemigos también eran imprecisos y la amenaza que representaban siempre cambiante.

Pero las chinches no eran fatales y se alegraban de no entrar en las primeras planas. Se resistían tenazmente a que el fumigado las borrase del mundo y ponían unos huevos casi imposibles de aniquilar. Como no discriminaban entre clases sociales, eran embarazosas. Un hogar rico tenía tantas posibilidades de infestarse de ellas como una casa pobre y las mismas dificultades para eliminarlas. Las sufrían hoteles de todos los niveles de lujo. Si uno tenía chinches, las tenía, y librarse de ellas para siempre era muy arduo. Y en aquel momento, mientras yo pensaba en estas cosas, de pronto el profesor Saito me dio pena. Su reciente encuentro con las chinches me inquietaba más que los otros males que había sufrido: el racismo, la homofobia, el deterioro incesante que era uno de los costos ocultos de una vida larga. Las chinches le ganaban a todo con una carta escondida. Era un sentimiento inconsciente, despreciable. Si en su momento me lo hubieran mostrado abiertamente lo habría negado. Pero allí estaba, ilustrando el aspecto grotesco que podía cobrar una incomodidad cuando uno la tenía cerca.

Esas criaturas pequeñas y chatas, que habían buscado la sangre humana desde antes de los tiempos de Plinio, estaban embarcadas en una suerte de guerra de baja intensidad, un conflicto en los márgenes de la vida moderna y sólo perceptible en el habla. Al final de la tarde, cuando dejé la casa del doctor Saito, decidí ir a pie hacia el norte a través de Central Park. La nieve de los días anteriores aún no se había derretido. En el aire gélido, se había endurecido en suaves montículos bajos. Había pisadas pero nadie a la vista. La luz era tan difusa que en la nieve casi no se proyectaban sombras y uno tenía la sensación de levitar: la luz blanca arriba y el blanco bajo los pies. A lo lejos, una bandada de pájaros pequeños —tal vez fueran estorninos— revoloteaba en torno a un árbol. Tuve la clara impresión de que la maraña de ramas y los pájaros que entraban y salían como tejedores expertos estaban hechos de una misma sustancia parda: sólo los diferenciaba su estado de actividad. En cualquier momento, pensé, las ramas podadas desplegarían las alas ocultas y toda la copa del árbol se elevaría como una nube viva. También los árboles de alrededor perderían las cabezas, que dejarían abajo cepas como centinelas, y entre el parque y el cielo habría un enorme dosel de estorninos. Anduve largo rato por el sedante camino blanco, hasta que el frío, calándome los guantes y la bufanda, me obligó a salir del parque y hacer en metro el resto del trayecto a casa.

Por la noche, buscando más información sobre las chinches en mis manuales de medicina, sólo encontré secas descripciones de etiología, ciclos vitales y terapias. Se discutía ampliamente sobre la limpieza a vapor y la fumigación de sinagogas, pero nada de esto conducía a lo que más me desconcertaba a mí de esas criaturas. No obstante, gracias a una notable casualidad, entre mis libros encontré, en una pila de libros obsoletos que el doctor Martindale había descartado en su laboratorio, un volumen de comienzos del siglo XX con informes de campo sobre epidemiología. Yo había escogido indolentemente algunos de esos libros sin mirarlos bien, pero ahora encontraba el informe que Charles A. R. Campbell había escrito en 1903 y las frases me transmitieron el disgusto y el temor que causaba entonces el Cimex lectularius.

El informe del doctor Campbell estaba escrito en el estilo del boletín médico de su época, pero la auténtica capacidad de sugestión se debía a la acumulación paulatina de afirmaciones sobre el insecto estudiado, que creaban una imagen intensa y opresiva. Una de las características de la chinche, escribía Campbell, era su naturaleza caníbal. Presentaba pruebas de que a veces las chinches jóvenes abrían en canal a sus mayores para consumir lo que habían engullido. También describía una docena de experimentos que, aunque sin duda se habían llevado a cabo en interés de la investigación científica, parecían carreras de obstáculos diseñadas para demostrar la tenacidad y la inteligencia de las chinches. Tuve la certeza de que, si la chinche no hubiera logrado superar alguna de las pruebas a que las sometía, Campbell se habría sentido decepcionado.

En aquellos experimentos las chinches sobrevivían a cuatro meses de aislamiento, en una tabla y sin comida, en medio de un mar de queroseno, salían indemnes de 244 días de congelación profunda y podían permanecer durante un período indefinido bajo el agua. Es notable la astucia de estos insectos, escribía el estupefacto Campbell, y, al parecer, hasta cierto punto tienen la capacidad de razonar. Refería un experimento del señor N. P. Wright —«un ciudadano muy fiable y observador riguroso»—, de San Antonio, durante el cual, según Wright iba alejando más y más su cama de las paredes de la habitación, las chinches trepaban hasta la altura precisa desde donde saltar y aterrizar sobre él. Si volvía a acercar la cama, las chinches sólo subían lo necesario. El informe de Campbell incluía varias historias de este tipo, en las cuales las chinches demostraban cierta agudeza para alcanzar una cama cuyo acceso se les había dificultado.

Yo pensaba en los innumerables millones de chinches de los cinco distritos de la ciudad, en sus huevos invisibles y en su apetito, que aumentaba una hora antes del amanecer. El problema se me empezaba a antojar cada vez menos científico y terminé por compartir el desasosiego de Campbell. Eran desvelos primordiales: el poder mágico de la sangre, las horas dedicadas a los sueños, la santidad del hogar, el miedo al ataque de lo invisible. Estas analogías locuaces, esta inesperada rendición a la clase de inseguridad que en otros me parecía ridícula, apesadumbraron a mi yo racional. De todos modos, cuando acabé de leer deshice la cama, apagué las luces y, arrodillándome, examiné cuidadosamente las costuras del colchón con una linterna. Por supuesto, no haber encontrado nada no bastó para garantizar mi descanso.