A comienzos de febrero bajé a Wall Street a encontrarme con Parrish, el contable que se encargaba de mis impuestos, pero olvidé llevar el talonario de cheques. Hablando con él poco antes de salir de casa, le había preguntado si debía llevar algo y él había dicho que llevase un cheque para pagarle. Yo había sacado el talonario de su cajón y lo había dejado sobre la mesa con los guantes y las llaves. Pero lo había dejado allí y sólo me di cuenta cuando el metro de la línea 2 llegó a la estación. Ir a la cita con las manos vacías me incomodaba. Pero sólo tenía que darle doscientos dólares y llevaba conmigo la tarjeta de crédito. Podía sacar efectivo. Poner billetes en un sobre y deslizarlo sobre la mesa sonaba vagamente ilícito, pero era mejor que no pagarle.
A la salida de la estación Wall Street miré alrededor buscando un cajero. No había estado en esa zona de la ciudad desde mi caminata nocturna de noviembre. Ahora, a la luz del día, con el sol derramándose a través de las hondas grietas que formaban los lados de los rascacielos, el carácter ominoso de la calle quedaba domesticado. Se había vuelto una calle corriente, un sitio de trabajo, muy estropeado, como era común, por vallas de construcción y cordones donde había obras, libre de la visión dantesca de apiñados cuerpos sin rostro que yo había experimentado meses antes. Después de andar un poco encontré un cajero dentro de una farmacia, pero no pude sacar dinero porque no tecleé los cuatro dígitos correctos del código de mi tarjeta. Así que volví a probar, pero fallé de nuevo. Lo intenté cinco veces con diferentes números y todos eran erróneos. No me alarmé, lo que hubiera sucedido de haber pensado que el problema era la tarjeta, más bien me puse triste. Sencillamente había olvidado el número. Un pensamiento fugaz pasó por mi cabeza: qué terrible sería quedarse así, en blanco, mientras uno atendía a un paciente. Hacía más de seis años que yo usaba esa tarjeta ATM y siempre había tenido el mismo código. La había usado en el viaje a Bruselas y de hecho había dependido de ella para todo.
Ahora, de pie en una pequeña farmacia situada en la esquina de Water Street y Wall Street, con la mente en blanco, era presa de un trastorno nervioso, ésta fue la expresión que se me ocurrió, como si me hubiera convertido en un personaje menor de una novela de Jane Austen. El súbito desfallecimiento mental, pensé (mientras la máquina preguntaba si quería probar de nuevo, y yo lo hacía y fracasaba una vez más), provenía de una versión simplificada del yo, una zona de simplicidad allí donde antes las cosas habían sido más robustas. Sin traicionar la verdad, lo mismo podía aplicarse a una pierna rota: de pronto disminuido, uno caminaba sin entender del todo en qué consistía caminar.
Ya estaba llegando tarde a la cita con Parrish, a quien me había recomendado un colega. Pero salí de la farmacia y eché a vagar por la zona tratando de calmarme. Hacía frío, con la dura brisa que llegaba del East River, dos manzanas más allá, el sol no calentaba mucho. En el cielo brillante había nubes pequeñas y numerosas, encrespadas como olas en una rompiente. Temblando, intenté pasar por alto el nerviosismo, con la esperanza de que se alejara flotando sin más. Bajé hasta Hanover Square y veinte minutos después, sin un número definido en la cabeza, entré en otro cajero, éste en el vestíbulo de un banco. Volví a intentar sacar dinero: tal vez la memoria de mis dedos, su familiaridad con la pauta, respondiera por mí como a veces lo hacía en el caso de los números telefónicos. Me sorprendía que las máquinas permitiesen tantos intentos. En cualquier caso, todos fracasaron y me quedé con un puñado de recibos impresos. Había estado pensando que el número era el 2046. Pero no: ése venía del título de una película de Wong Kar Wai. El que yo perseguía era similar, yo lo había elegido antes de que se estrenara la película, pero el que seguía resonando en mi cabeza era el 2046.
Cuando al fin me senté con Parrish, le dije que había olvidado llevar el talonario. No mencioné lo de los cajeros. Él, solemne, se ajustó los gemelos y yo sentí que había perturbado un universo cuidadosamente calibrado. Me excusé y le aseguré que pondría el cheque en el correo esa misma tarde. Él se encogió de hombros y firmé los papeles que me había preparado. La insospechada zona de fragilidad que había descubierto en mí me tenía atónito. Era uno de esos presagios de la edad insignificantes que yo tendía a observar en otros con una sonrisa, que tomaba como un signo de presunción. Pensé en los pocos rizos blancos que habían brotado y anidaban ahora en la masa negra de mi pelo. Aunque bromeaba sobre el asunto, sabía también que un día todo el pelo iba a cambiar de color, que las hebras blancas se multiplicarían hasta vencer, que si llegaba a viejo, como mama, apenas me quedaría un cabello negro.
Por Broadway, pasando frente a la antigua Aduana, bajé hasta Battery Park. Era un día claro y se veía desde Brooklyn hasta Staten Island y el destellante figurín verde de la estatua de la Libertad. En el quieto aire de la tarde, la línea de edificios parecía un Tetris. El parque desbordaba de ruidos de niños demasiado pequeños para ir a la escuela. Alrededor de ellos se afanaban las madres en el área de juegos. El chirrido de los columpios era una señal, pensé, para recordar a los niños que se lo estaban pasando bien: sin ese chirrido se habrían desconcertado. A mitad del siglo XIX aquella parte de la ciudad había sido un centro de actividad comercial. Si bien en 1820 el tráfico de esclavos se había declarado delito capital en Estados Unidos, Nueva York siguió siendo durante mucho tiempo el puerto más importante para la construcción, aseguramiento y botadura de barcos negreros. Buena parte de la carga humana de esas embarcaciones se destinaba a Cuba, en cuyas plantaciones de caña de azúcar el trabajo lo hacían africanos.
En cuanto a obtener provecho de la esclavitud, el City Bank de Nueva York no se diferenciaba de otras empresas fundadas por comerciantes y banqueros de la época: del mismo medio surgieron las compañías que más tarde se convertirían en AT&T y en Con Edison. En 1837 Moses Taylor, uno de los hombres más ricos del mundo, se había incorporado al comité directivo del City Bank tras una larga y exitosa carrera en el comercio del azúcar. En 1855 llegó a ser presidente del banco y en ese cargo sirvió hasta su muerte en 1882. Durante la guerra Taylor ayudó a sostener el esfuerzo de los unionistas, pero también hizo enormes ganancias como intermediario en la venta de azúcar cubano en el puerto de Nueva York; invertía los beneficios de los productores azucareros, facilitaba el tránsito de la carga por la aduana y ayudaba a financiar la compra de «mano de obra». Dicho de otro modo, hacía posible que los dueños de plantaciones pagaran por la compra de esclavos, algo que en parte llevaba a cabo con sus propios barcos. Tenía seis navegando los mares. Taylor y otros banqueros como él sabían muy bien qué estaban haciendo, y el optimismo les resultaba muy rentable. Los márgenes de ganancias eran irresistibles: de un barco de transporte de esclavos totalmente aparejado, que valía unos trece mil dólares, podía esperarse que entregase cargamento humano por valor de doscientos mil. En 1852, cuando el City Bank ingresaba sus mayores ganancias, The New York Times apuntó que cuando las autoridades aducían que no podían parar aquel abuso, sencillamente estaban haciendo confesión de imbecilidad, y que, si se trataba de voluntad, la falta moral en que estaban incurriendo equivalía a la de los propios esclavistas.
El circuito que iba de la aduana vieja a Wall Street y de allí hasta el puerto marítimo de South Street era de menos de un kilómetro y medio. Enfrente de la Aduana estaba Bowling Green, un parque que en el siglo XVII se había usado para las ejecuciones de pobres y esclavos. En un espacio asfaltado del parque, a lo largo de una avenida flanqueada de recios olmos de gran copa, había un grupo de mujeres chinas bailando en orden de formación. Eran ocho, todas en ropa informal. Una era joven, de algo más de treinta años. Las demás tenían el pelo gris, y una parecía especialmente anciana y sabia. Hacían calistenia al compás de la música pop vagamente marcial que surgía de un reproductor a todo volumen. La bailarina joven dirigía. Exageraba mucho los movimientos. Cada vez que balanceaba los brazos, las larguísimas mangas de la holgada chaqueta rosa se agitaban describiendo curvas caligráficas. Las otras la seguían con facilidad a través de estiramientos, picados, cuartos de vuelta en una dirección y medias vueltas en la otra. Tenía gracia y belleza. Pero cuando paró la música y hubo una pausa en la danza dejó de parecer guapa. Toda la belleza había estado en el movimiento.
La pausa me permitió oír otro sonido, el de un instrumento que sonaba en la otra punta del parque. Decidí acercarme y anduve bajo la enramada de olmos siguiendo una fila de mesas de ajedrez de cemento, oasis de orden e invitación a la soledad en pareja. Pero no había nadie jugando. Alrededor del pie de las mesas, que se hundía en el suelo, crecía un musgo que se extendía por el cemento y el suelo y daba la impresión de que las mesas habían arraigado. Andando bajo los árboles pasé frente a los columpios y cuando me acercaba al final de la enramada pude distinguir que lo que sonaba era un erhu. La línea era airosa y ligera, con la ligereza precisa de lo anticuado. Qué claro aquel sonido en el parque, qué diferente del gemido del mismo instrumento cuando lo tocaba un músico de metro compitiendo con el chirrido de los trenes.
Al llegar al otro lado del parque vi que en realidad no había un músico sino dos. Tocaban sus erhus al unísono, sentados los dos en un poyo de piedra, y frente a ellos, de pie, había una joven cantando. Cerca de los músicos, tres mujeres y un hombre, todos maduros, hablaban y se estiraban. Una de las mujeres llevaba un niño en brazos y, mientras jugaba con él, daba lentos pasos con los pies de punta hacia la hierba, uno primero, luego el otro. Sus movimientos deliberados eran como la sombra rezagada de los de las bailarinas. Me senté un buen rato en la hierba a escuchar los erhus y el canto. Hacía frío. La muchacha cantaba con suavidad, ajustándose nota a nota a las cuerdas frotadas. Los músicos se marcaban uno a otro los acentos con un ademán de la cabeza. Pensé en Li Po y en Wang Wei, en los arreglos de las canciones de Harry Partch y en Las consolaciones de la beca, la ópera de Judith Weir, que eran lo que yo más podía asociar con esa música china. La canción, el cielo claro, los olmos: habría podido ser cualquier día de los últimos mil quinientos años.
En el obituario que yo había leído por la mañana, el Times había dicho que V. había escrito sobre lo atroz sin inmutarse. Podrían haber dicho: sin inmutarse en apariencia, porque todo la había afectado mucho más profundamente de lo que uno pudiera imaginar. Me costaba imaginar la crudeza del dolor que estaría sintiendo su familia: el marido, los padres. Regresé a la elevación del parque, donde había estado antes de buscar la música. Las bailarinas habían vuelto a empezar. Noté que varias vestían de rojo o de rosa. No recordaba bien si en la cultura china el rojo daba suerte. El fino sonido de los erhus se deslizaba aún entre los tambores del CD de las bailarinas, y era como si convocase al ojo de mi mente los antiguos espíritus que V. tanto se había cuidado de honrar en su obra. Alejándome de las bailarinas, me volví una vez más hacia la curva de la bahía y me senté en un banco verde de madera. Un junco curioso, negro en la parte superior y blanco debajo, saltó hasta mis pies. Era muy pequeño y pronto alzó el vuelo. En el banco había otro hombre: llevaba un traje de lino, los zapatos muy bien lustrados y sombrero de paja, ropa de verano en un día de invierno. La camisa era amarilla y la corbata marrón oscuro (por un momento la risa de las mujeres chinas interrumpió la línea de mis pensamientos). El hombre tenía un bigote blanco perfectamente cortado. Estaba leyendo El Diario con seriedad y lentitud. Allí estábamos sentados, los dos, y yo miraba el verdor del parque. Ninguno de los dos reconocía la presencia del otro, aunque de golpe sentí el impulso de contarle todo sobre la vida de V., la profundidad de su trabajo, su muerte trágica. Estábamos sentados, nada más, y ante nosotros el día rodaba otero abajo y se alejaba a la deriva por la hierba, por el agua, entre el trajín de los ferris, hacia el sur, hacia la estatua de la Libertad.
Cuando llegué a casa, todavía sin recordar la contraseña de mi tarjeta de crédito, me negué a consultar los documentos del banco. Me dije que sin duda el número regresaría a su debido tiempo. Luego me olvidé del incidente por completo. Al día siguiente llamaron del Citibank para decirme que habían notado una docena de intentos fallidos de retirar dinero de mi cuenta. Fui jovial con la empleada y le aseguré que el responsable no era un ladrón sino mi inoportuna senilidad, no había ningún problema con mi tarjeta, no tenían por qué preocuparse. Pero después de colgar me senté en la cama en el silencio del piso. Aunque había olvidado el incidente, ahora retornaba, esta vez más abrumadoramente y sin testigos ni registro oficial. Era un sentimiento extraño y difícil de disipar: el recuerdo de estar solo, solo en Wall Street con la memoria perdida, patético joven-viejo deambulando, presa de vete a saber qué desorden nervioso, mientras alrededor la gente chic cerraba tratos, hablaba por el móvil y se ajustaba los gemelos. Recordé haber visto un policía con una automática brillando en la funda, y que entonces se había apoderado de mí una rara especie de envidia de ese arma, de su falta absoluta de ambigüedad, de su promesa de peligro. Imaginé que había olvidado no sólo aquél sino todos los números, y también todos los nombres, y hasta qué había ido a hacer a Wall Street. Me levanté de la cama a controlar el horno.
Más tarde, el mismo día, nevó. Era la primera nevada de la estación que yo presenciaba. Un furioso sentimiento de desequilibrio cayó sobre mí mientras miraba los copos precipitarse, oscilando, y desaparecer al contacto con el suelo. Casi una semana después, cuando el frente frío se había replegado una vez más a las sombras de nuestro invierno poco invernal, yo aún no había recordado la contraseña de cuatro dígitos. Finalmente busqué entre mis documentos y volví a capturar lo que, sin razón, había estado flotando fuera de mi alcance.