DOCE

Hice un esfuerzo por forjarme una mente de invierno. De hecho, a fines del año pasado me dije en voz alta, como suelo hacer cuando pronuncio estos votos, que tenía que abrazar el invierno como parte del ciclo natural de las estaciones. Desde mi partida de Nigeria me había llevado mal con el clima frío y quería cambiar de actitud. El esfuerzo tuvo un éxito sorprendente y durante octubre, noviembre y diciembre hice frente al viento y la nieve con el vigor apropiado. Algo que ayudó fue tomar la costumbre de abrigarme más de la cuenta. Sin consultar el parte del tiempo me ponía calzoncillos largos, dos pares de calcetines, bufanda, guantes de lana, un chaquetón de paño azul oscuro y zapatos de suela gruesa. Pero ese año no iba a haber verdadero invierno. Me había fortalecido para unas borrascas que no llegarían. Hubo unas pocas lluvias frías y una o dos ventiscas, pero ninguna nevada intensa. A mitad de diciembre tuvimos una serie de días de sol, de una tibieza que irritó, y, cuando al fin cayó la primera nieve de la temporada, yo estaba calándome en la lluvia de Bruselas. De todos modos, como fue una nieve efímera, que ya se había derretido cuando a mediados de enero volví a Nueva York, me dejó la impresión mental de que esa calidez extemporánea y algo siniestra persistía, manteniendo en vilo el mundo, como yo lo experimentaba.

Había vuelto a pensar estas cosas antes incluso de estar de nuevo en la ciudad. Las banales palabras que la voz crujiente del capitán difundió por los altavoces —«En este momento iniciamos las maniobras para el aterrizaje»— aumentaron la ansiedad del regreso como si a esas alturas anticiparan un presagio espectral. Como rápidamente se me enredaron los pensamientos, además de las morbideces que a uno suelen atacarlo en los aviones se apoderaron de mí unas extrañas transposiciones: que el avión era un ataúd, que la ciudad era un vasto cementerio con lápidas de mármol y piedras de diversas alturas y tamaños. Pero cuando rompimos la última capa de nubes y Nueva York apareció de pronto cien metros abajo en su forma real, la impresión no fue en absoluto tan malsana. Lo que experimenté fue el sentimiento inquietante de que ya la había visto antes exactamente así, acompañado de otro sentimiento igualmente intenso: que no había sido desde un avión.

Luego me di cuenta: estaba recordando algo que había visto un año antes: el extenso modelo a escala que exhibían en el Museo de Artes de Queens. La maqueta se había construido para la Feria Mundial de 1964, con gran costo, y después se había actualizado periódicamente de acuerdo con los cambios en la topografía y la edificación. Mostraba la verdadera forma de la ciudad con un detalle impresionante: casi un millón de edificios minúsculos, puentes, parques, ríos e hitos arquitectónicos. La atención al pormenor era tan meticulosa que uno no podía dejar de pensar en esos cartógrafos de Borges que, obsesionados por la precisión, habían hecho un mapa tan grande y minucioso que representaba el imperio en una escala real, un mapa en que cada cosa coincidía con su punto en el mapa. Se había probado tan inmanejable que finalmente lo habían plegado y dejado pudrir en el desierto. La vista desde el avión, mientras declinábamos hacia Queens, me trajo a la mente todo esto, y ahora era la ciudad real la que parecía coincidir punto por punto con el recuerdo de la maqueta, que yo había contemplado durante largo rato desde una rampa del museo. Hasta la oblicua luz del atardecer que rastrillaba las calles evocaba el foco que usaban en el museo.

Aquel día, frente al Panorama, me habían impresionado los muchos detalles delicadísimos: las calles como arroyuelos que serpenteaban por un Central Park aterciopelado, el boomerang del Bronx curvándose hacia el norte, la elegante aguja beige del Empire State, las tabletas blancas de los muelles de Brooklyn y el par de bloques grises de la punta sur de Manhattan, cada uno de unos treinta centímetros de altura, que representaban, en la maqueta, la persistencia de unas torres del World Trade Center que en realidad ya habían sido destruidas.

Al día siguiente, todavía en la bruma mental del jet lag, y sabiendo que hacia las siete de la tarde empezaría a tener sueño, traté de apartar de la cabeza las cavilaciones del lunes. No podía evitar que mis colegas fueran hostiles porque me había tomado las cuatro semanas de vacaciones seguidas. El reglamento del programa permitía usar así el término vacacional, pero nadie solía hacerlo y se consideraba grosero porque ponía a los otros residentes bajo presión añadida. Era el tipo de cosa que probablemente apareciera en una futura carta de recomendación, disfrazada en tenues palabras de elogio. Durante mis cuatro semanas de ausencia se habrían rechazado muchos casos, salvo los más serios. Debía de haber varios pacientes nuevos.

Se avecinaban semanas difíciles.

Para eso aún faltaba un día. El domingo bajé al International Center of Photography en el midtown. La atracción principal era una exposición de Martin Munkácsi. Como había billete para estudiantes, mentí: saqué a relucir un segundo mi carnet de la escuela de medicina, ya vencido, y al hacerlo recordé lo grave que esa práctica le parecía a Nadège. Yo siempre le había replicado que, si bien técnicamente había terminado la licenciatura, apenas ganaba más que un estudiante. Había empezado a usar el carnet vencido más a menudo, al principio sólo por molestarla, después por costumbre. Me acordé de Nadège porque me había escrito mientras yo estaba de viaje. En la pila de correo impreso que me esperaba en el piso había un sobre de color verde lima escrito con su letra. La tarjeta era una escena navideña de una dulzura indigesta y dentro había un saludo de ella.

La exposición estaba repleta y las fotos me resultaron inesperadamente vivaces. Munkácsi practicaba un periodismo dinámico: le gustaban las poses deportivas, la juventud, la gente en movimiento. En esas instantáneas —que, si bien cuidadosamente compuestas, siempre parecían tomadas sobre la marcha— yo podía ver la conciencia alerta que había puesto en sus obras magistrales, como la foto de tres niños africanos corriendo hacia las olas en Liberia. A partir de él, y de esa foto en particular, Henri Cartier-Bresson había desarrollado su ideal del momento decisivo. En medio de la blancura de la galería, con sus hileras de fotos y el apremiante murmullo de sus espectadores, la fotografía me parecía un arte misterioso como ninguno. De toda la historia, un momento quedaba capturado, pero los momentos anteriores y posteriores desaparecían en la corriente del tiempo: sólo el momento elegido era privilegiado, preservado, por la sola razón de que lo había captado el ojo de la cámara.

Munkácsi abandonó Hungría por Alemania, donde permanecería hasta 1934. Trabajó para el Berliner Illustrirte Zeitung, una revista semanal de fotografía y publicidad, para la que hizo en 1930 la foto de los niños liberianos. El Illustrirte Zeitung había cubierto la Primera Guerra Mundial y, después de la partida de Munkácsi, cubriría también la Segunda. En la exposición del ICP, en vitrinas de plexiglás a la altura de la cintura, había ejemplares de la revista con obra de él. A mi lado, inclinado igual que yo, un hombre de unos sesenta años estaba estudiando la misma vitrina. Tenía una expresión tranquila y llevaba un anorak amarillo. Como advirtió con qué atención estudiaba yo los ejemplares, dijo, sin volverse a mirarme, que había un error ortográfico —en la revista habían impreso illustrirte en vez de illustrierte, dijo— y que eso había pasado desde el primer número. En ese número, el primero, dijo el caballero, había sido un error, pero luego se había convertido en una suerte de punto de referencia y no lo habían tocado. Para él era un hecho familiar que recordaba de la niñez. Durante su infancia en Berlín la revista había llegado todas las semanas a su casa.

Al percibir mi interés, el hombre siguió hablando y a medida que hablaba nuestros ojos se movían por la superficie de las fotos de Munkácsi. En una, que debía de haber tomado desde un zepelín, se veía un campo con jóvenes alemanes echados al sol. Los cuerpos, que llenaban todo el espacio disponible, formaban un dibujo abstracto y compacto contra el campo. El hombre hablaba con la lentitud de quien se adentra en un recuerdo, pero no en un recuerdo brumoso, y hablaba con claridad, como si lo que contaba acabase de ocurrir. En 1937, cuando nos fuimos de Berlín, yo tenía trece años, dijo, y desde entonces Nueva York ha sido mi casa.

Yo había errado por mucho en el cálculo, sin embargo él no parecía en absoluto tener ochenta y cuatro años. Estaba en buena forma y se movía como si la edad no lo mermara. También había una ligereza en su modo de hablar de la infancia, casi como si se refiriese a otra cosa, a algo menos terrible, menos devastador. Sólo mucho más tarde, siguió diciendo, adoptaron por fin el illustrierte con la e que faltaba. Pero esta grafía, ésta, es la que conocí yo en aquel tiempo. ¿Ha estado usted en Berlín? Le dije que sí, y que la había disfrutado mucho. Yo nunca he vuelto, dijo él, pero me gustaba mucho. Es inimaginable lo diferente que habrá sido entonces, dije yo. No le conté que mi madre y mi oma habían estado allí poco antes de que acabara la guerra y después, ni que, en este sentido lejano, yo mismo era berlinés. Si hubiésemos seguido hablando le habría contado que era de Nigeria, de Lagos. Lo cierto es que en ese momento su esposa vino a unirse a él, o una señora mayor que supuse era su esposa. Parecía más vieja que él y usaba un andador. Él sonrió, hizo un gesto con la cabeza y se alejó con ella hacia otra sala de la exposición.

El clima de las fotos de Munkácsi se hacía más oscuro al acercarse la década de 1930, los futbolistas y las modelos daban paso a las frías tensiones del estado militar. El relato, contado innumerables veces, conserva su poder de acelerar el corazón: uno siempre guarda la secreta esperanza de que las cosas ocurran de otra manera, de que el registro de aquellos años exhiba males de una escala más próxima al resto de la historia humana. Por conocido que sea, por mucho que se lo reitere, la enormidad de lo que pasó siempre llega como una conmoción. Y eso fue lo que sucedió cuando, entre las fotografías de tropas y desfiles durante la apertura del Reichstag en 1933, vi en el centro de una columna de militares, a la vez esperada e imprevista, la imagen del nuevo canciller alemán. De cerca, con su contorsionada cara de pesadilla, lo seguía Goebbels. Por casualidad yo estaba mirando esa foto al mismo tiempo que una pareja joven, ellos a la izquierda y yo a la derecha. Eran judíos jasídicos, y yo carecía de acceso razonable a lo que podía significar para ellos estar en la exposición: el odio indisoluble que yo sentía por los sujetos de la foto, en ellos se transmutaba… ¿en qué? ¿Qué había más sólido que el odio? No lo sabía, y no podía preguntar. Necesitaba irme enseguida, necesitaba descansar la vista en otra parte, ausentarme de ese encuentro silencioso en que me había embarcado imprudentemente. Los jóvenes estaban muy juntos, callados. Yo ya no soportaba mirarlos, ni a ellos ni lo que estaban mirando.

La exposición giraba sobre ese eje. A partir de allí se transformaba inevitablemente en otra cosa. Había otras fotos, imágenes de la carrera exitosa de Munkácsi en el Hollywood de la década de 1940, retratos estilizados de personalidades y artistas, de Joan Crawford y Fred Astaire. Pero la tarde estaba envenenada y lo único que yo quería era irme a casa, dormir y empezar mi año de trabajo. Avancé hacia la puerta entre el gentío y al pasar por la tienda del museo divisé al anciano berlinés y su mujer. Su historia del illustrirte, guardada por tanto tiempo, por fin había encontrado el lugar y el momento para airearse, y era imposible imaginar cuántas historias pequeñas cargaba consigo gente de toda la ciudad. Sólo entonces tomé conciencia de que Munkácsi, el fotógrafo del llamado Día de Potsdam, cuya cámara había sustraído para espectadores futuros un momento en apariencia ordinario en la Berlín de 1933, era él mismo judío.

Anduve hacia el norte por la Sexta Avenida hasta la calle 59. Luego di la vuelta, fui por Broadway hasta Times Square y pasé por el club de jazz Iridium. Ya sin ganas de irme a la cama, en un intento de retar al jet lag, llamé a un amigo para preguntarle si quería ir a escuchar a un guitarrista que tocaba esa noche. Él expresó un asombro sarcástico de que yo estuviera dispuesto a pagar por escuchar jazz pero dijo que ya tenía planes. Así que me fui a casa, con la idea de llamar a Nadège: en California serían las cuatro de la tarde y ella habría vuelto de misa. Pero aún no era el momento de abrir las líneas de comunicación. Habían pasado meses pero no era el momento. Qué extraño el efecto que habían tenido en mí los pocos meses con ella. Tal vez la tarjeta significara que desde su punto de vista había comenzado el deshielo, pero yo, por mi parte, no estaba preparado. Tampoco estaba listo, ahora que lo pienso, para admitirme que había sobrevalorado nuestra breve relación. En casa me di una ducha, medio adormecido bajo el agua caliente, y me metí en la cama, pero enseguida volví a levantarme y después de todo la llamé.

Experimentamos la vida como un continuo y sólo una vez que declina, una vez que se vuelve pasado, vemos las discontinuidades. El pasado, si existe, es sobre todo espacio vacío, grandes extensiones de nada en las cuales flotan personas y acontecimientos significativos. Así era Nigeria para mí: algo mayormente olvidado salvo por algunas cosas que recordaba con una intensidad desmedida. Cosas que se habían solidificado en mi mente a fuerza de reiteración: ciertas caras, ciertas conversaciones que, tomadas en conjunto, representaban una versión segura del pasado que yo venía construyendo desde 1992. Pero había otro sentimiento de las cosas pasadas, una irrupción. El reencuentro repentino en el presente con algo o alguien largo tiempo olvidados, una parte de mí que había relegado a la infancia y a África. De ese pasado surgió un día una vieja amiga, amiga o más bien conocida que a la memoria le había sido práctico pensar como amiga, y lo que parecía haberse desvanecido totalmente volvió a la existencia. Apareció a fines de enero (aparición fue la palabra que me vino a la mente) en una tienda de comestibles de Union Square. No la reconocí, y durante un rato ella anduvo tras mis pasos por los pasillos para darme una oportunidad de tomar la iniciativa. Sólo cuando noté que me seguían, y empezaba a ajustar el cuerpo a esa conciencia escéptica, ella avanzó directamente hacia donde yo estaba, parado ante un cajón de zanahorias y rábanos. Dijo un «hola» como un destello, agitó la mano y, sonriendo, me llamó por mi nombre y apellido. Evidentemente esperaba que yo la recordase. No la recordé.

Parecía yoruba. Tenía los ojos levemente rasgados y una mandíbula de una elegancia afilada, y estaba claro que era en el acento donde yo debía buscar nuestro vínculo. Pero no logré encontrarlo. En el mismo momento en que confesé que había borrado quién era, ella me acusó de eso mismo, un cargo grave pero expresado jocosamente. No podía creer que la hubiese olvidado y, como para reprenderme, dijo varias veces mi nombre en rápida sucesión. La disculpa despreocupada que ofrecí encubría una súbita irritación. Por un momento temí que alargase demasiado el acertijo y me obligase a sonsacarla con lisonjas, pero ella misma se presentó y recuperé la memoria. Moji Kasali. Era la hermana mayor de Dayo, un compañero del colegio. La había visto dos o tres veces en Lagos, cuando en época de vacaciones iba a visitar a Dayo a su casa. En los primeros tiempos del MSN, Dayo y yo éramos muy amigos, pero él no se había quedado mucho en el instituto. Al comienzo del segundo curso de bachillerato lo habían cambiado a un colegio privado de Lagos. En las siguientes vacaciones de Navidad habíamos hecho un esfuerzo por comunicarnos, pero cuando fui a su casa el portero no me dejó pasar, y cuando una semana después él quiso devolverme la visita yo no estaba. Ya no nos conectábamos por MSN y yo estaba seguro de que él tenía amigos nuevos. Nuestra amistad se había apagado. Alrededor de un año después lo había encontrado en no sé qué pista de tenis de Apapa. Estaba con una chica, posando de famoso de la ciudad, y tuvimos una conversación forzada.

Por entonces yo era mucho más alto, pero él más robusto y ya tenía una incipiente barba áspera. Una vez más nos prometimos mantener el contacto y recuerdo haberle contado que estaba pensando en irme a Estados Unidos, si encontraba una vía, aunque resultó que sólo pude marcharme unos años después. Aquel día él llevaba gafas negras, que no se quitó aunque el cielo estaba cubierto. La amiga llevaba polo blanco, shorts ajustados, y daba la impresión de aburrirse, todo lo cual la convirtió en inmediato objeto de mi envidia. Nada importaba que yo tuviera una novia. La chica de Dayo me pareció increíblemente guay.

Me llevé su dirección y su número telefónico —me los apuntó, lo recuerdo, en el reverso de un folleto religioso que alguien había pegado a la reja—, y no mucho después lo llamé. Luego hubo una fiesta en su casa, una fiesta salvaje con litros de alcohol. Para entonces la chica ya no figuraba, habían roto, yo había roto con mi novia. Después perdí la dirección de Dayo y, fuera como fuese, tres años más tarde, cuando vine a Estados Unidos, ya no tenía intenciones serias de escribirle, ni a él ni a nadie. La promesa de que iba a hacerlo había sido un gesto de respeto, un reconocimiento de que una vez, en la adolescencia, habíamos sido amigos íntimos, y fugazmente incluso los mejores amigos uno del otro.

Dudo de que trece años después lo hubiera reconocido en una tienda, y mucho menos podía reconocer a su hermana. Pero ahora la certeza con que ella me identificaba por el nombre, la naturalidad con que lo repetía, me sugirieron que ella había pensado en mí pero sin esperar nunca volver a verme. Y acaso yo había sido blanco inconsciente de un enamoramiento de colegiala: el amigo del hermano, el petimetre sofisticado, el aplomado más-que-adolescente. En mis primeras visitas a la casa de Dayo había habido un par de compañeros más, y por supuesto que ella no había hecho caso. Tal vez le interesábamos más de lo que demostraba. Tal vez el recuerdo permanecía ahora que estaba frente a mí, con una caja de muesli bajo el brazo, y era el rescoldo de ese recuerdo lo que la hacía mirarme a los ojos, y sostener la mirada, mientras me hacía las preguntas previsibles: matrimonio, hijos, carrera. Cuando hube contestado, respuestas llanas que me cuidé de no emitir muy bruscamente, consideré de buena educación preguntarle lo mismo.

Era consultora de inversiones en Lehman Brothers, dijo. Fingí que estaba impresionado y comenté con vagos ruiditos lo ocupada que debía de estar. Pero, como no quería seguir con el charloteo, miraba de tanto en tanto la cesta que tenía en la mano y la escuchaba asintiendo. Por el momento su hermano estaba en Nigeria, dijo. La carrera la había hecho en el Reino Unido, en el Imperial College, pero había vuelto y se había casado. Moji contó que durante los seis años de él en Londres se habían mantenido muy en contacto. Ahora no hablamos muy a menudo, dijo, él tiene un niño, tiene una empresa de ingeniería civil y la dirige. Pero a veces le pasan cosas. En 1995 tuvo un accidente, justo cuando iba a doctorarse. Supongo que es lo más gordo que le pasó desde que tú te fuiste de Nigeria. En aquel momento estudiaba en el este, en Nsukka, y tomaba un autocar que chocó, de noche, en la autopista. El autobús se llevó por delante a un motorista que iba sin luces y cayó por el arcén. De los catorce pasajeros, diez murieron en el acto, otros tres quedaron malheridos y uno de ellos murió a los pocos días. Dayo fue el único que salió ileso. Creo que con un hombro dislocado o algo así, pero nada importante. Todo el mundo piensa que una experiencia como ésa debe de hacerte más religioso. En él no tuvo ese efecto. Supongo que se volvió más reflexivo. Durante un par de años se movió por la vida sumido en una especie de estupor, de ausencia. Del accidente habló una sola vez, poco después de volver a Lagos, y fue entonces cuando nos enteramos nosotros. Como tal vez había salido en las últimas páginas de los periódicos, diez muertos en un accidente en Nsukka, o algo por el estilo, podríamos haberlo leído, pero nunca nos habríamos imaginado que él iba en aquel autocar. Sencillamente se lo guardó hasta que fue a casa cuando acabó el semestre, es así de raro. Mis padres, desde luego, lo hicieron ir a una misa especial de acción de gracias. Él aceptó. Luego se quitó el asunto de la cabeza, lo archivó como si hubiera sido una simple pesadilla y, si alguna vez lo revive, nunca es en público. Yo, claro, tenía curiosidad, y al principio lo pinchaba, pero él se cerraba como una almeja y no había más que hablar. Aunque he visto muertos en algún accidente —me temo que en Nigeria no hay nadie que no haya pasado por eso— estoy segura de que es muy distinto cuando en el accidente estás tú, o cuando te salvaste por un pelo de ser el cadáver que tienes al lado. Así que por un tiempo todos trataron a Dayo como si hubiera tenido toda la suerte del mundo, pero creo que para él la verdadera suerte habría sido no estar allí. De todos modos ahora casi lo ha dejado atrás, ocurrió hace mucho tiempo. Seguro que te estoy dando más detalles de los que pediste.

Habíamos agotado los temas en común y al parecer no quedaba nada de que hablar. Me aseguró que volvería a saber de ella y, de una manera ya muy exasperante, volvió a maravillarse de que nos hubiéramos encontrado. Yo no creo en las coincidencias, dijo. Las cosas pasan o no pasan, la coincidencia no tiene nada que ver.