ONCE

Llegué temprano al Aux Quatre Vents, donde tenía que cenar con la doctora Maillotte. El cielo, al cabo de siete días, volvía a empeorar, y me quedé bajo el toldo del restaurante tratando de reparar el muelle del tope de mi paraguas. Al otro lado de la calle estaba la enhiesta fachada occidental de Notre Dame de la Chapelle. El viento pasaba como un tormento general: tiraba al suelo cubos de basura, sacudía los árboles deshojados, hacía tambalearse a los peatones, pero con la catedral no conseguía nada. Sólo que la lluvia azotara el casco de piedra. Como faltaba media hora para que la doctora Maillotte llegara, crucé la calle hasta la iglesia.

Las puertas estaban abiertas y, cuando entré, la primera impresión fue de silencio total. Sin embargo pronto mis oídos se acostumbraron a la quietud y distinguí el órgano, a muy bajo volumen. Escruté la nave central pero no se veía a nadie. Recorrí la nave lateral sur bajo bóvedas frías y empinadas. El ruido de la lluvia no llegaba allí y a medida que me acercaba al altar la música se fue haciendo más clara. En las iglesias suele haber uno o dos miembros del personal y un puñado de turistas también. Por eso me sorprendió encontrarme completamente solo en semejante caverna, salvo por el organista invisible: estaba demasiado desierto incluso para la tarde de un viernes de lluvia. Justo entonces capté una disonancia en la música del órgano. Unas claras notas fugitivas asaeteaban la textura como haces de luz refractados por los vitrales. No dudé de que se trataba de un pieza barroca, y aunque era desconocida para mí reconocía los ornamentos típicos del período. Sin embargo, había cobrado un espíritu diferente, me recordaba inmediatamente el O God Abufe de Peter Maxwell Davies: un sentimiento de fractura y dispersión. El volumen era tan bajo que, aunque distinguía el repetido medio paso de un tritono, me costaba captar la melodía misma.

Luego vi que no había ningún organista tocando. La música era grabada y procedía de unos diminutos altavoces colgados de las enormes columnas del crucero. Y también vi el origen de la fractura del sonido: un pequeño aspirador amarillo. El agudo zumbido del aparato subía y se mezclaba con la grabación de órgano para crear el diabolus in música. La mujer de la limpieza no alzaba la vista de su trabajo. Llevaba un pañuelo de un verde brillante y un abrigo hasta el suelo. Se movía entre las sillitas de madera de la nave norte. En vez de entrar en el crucero seguí hacia el altar por la nave sur. La mujer seguía trabajando, totalmente enfrascada, y la pieza para órgano desplegaba su trama alrededor del solitario, tembloroso zumbido del aspirador.

Unas semanas antes yo habría supuesto que la mujer era congoleña. Había llegado a Bruselas con la idea de que todos los africanos de la ciudad eran del Congo. Sabía de la relación colonial y tenía una comprensión básica de la historia del régimen esclavista que habían instaurado los belgas, y eso había desplazado de mi cabeza cualquier otra noción. Hasta que una noche había ido a un restaurante y club de la rue de Trône, un sitio llamado Le Panais. Había pasado la velada solo, bebiendo, mirando flirtear entre sí a jóvenes congoleños elegantes y a la moda. Las mujeres llevaban tocados tejidos o ropa afro y muchos hombres la camisa de manga larga metida dentro de los tejanos, de esa manera típica de los africanos recién llegados. La música era hip-hop estadounidense. La escena habría podido verse en cualquier ciudad de África o de Occidente: viernes por la noche, jóvenes, música, alcohol. Después de casi tres horas pagué mis copas, y ya me iba a ir cuando el camarero se acercó a hablarme. Me preguntó de dónde era y tuvimos una breve conversación; él era medio malí, medio ruandés. Pero ¿y la clientela?, quise saber yo. ¿Eran todos congoleños? Negó con la cabeza. Todo el mundo era de Ruanda.

Descubrir que había estado entre cincuenta o sesenta ruandeses cambió para mí el tenor de la noche, como si de pronto el espacio se hubiese saturado de las historias que acarreaba esa gente. ¿Qué pérdidas, me pregunté, disimulaban las risas y el coqueteo? En la época del genocidio la mayoría de esos jóvenes habrían sido adolescentes. ¿Quiénes de los presentes habían matado o presenciado matanzas? Sin duda los rostros tranquilos enmascaraban algún dolor que yo no veía. ¿Quiénes habían buscado redimirse en la religión? Entonces cambié de idea y en vez de marcharme pedí otra copa. Miré a las parejas, miré a los grupos de cuatro o cinco, miré a los hombres de pie en grupos de tres, obviamente absortos en los cuerpos en movimiento de las hermosas mujeres. Lo que se veía era una inocencia inescrutable e insignificante. Eran exactamente como los jóvenes de cualquier sitio. Y sentí algo de esa constricción mental —imperceptible a veces, pero constante— que aparecía cuando me presentaban a jóvenes de Serbia o de Croacia, de Sierra Leona o de Liberia. Esa duda que murmuraba: quizá también estos hayan matado, y vuelto a matar, y sólo después hayan aprendido a parecer inocentes. Cuando al fin salí de Le Panais era tarde y la calle estaba en silencio, e hice a pie los cinco kilómetros hasta mi casa.

Mirando ahora a la mujer de la iglesia, que ya plegaba el tubo extensible del aspirador, se me ocurrió que tal vez también para ella estar en Bélgica fuese un acto de olvido. Su presencia en la iglesia podía ser un doble medio de huida: un refugio de las exigencias de la vida familiar y una guarida contra lo que podía haber visto en Camerún, el Congo o acaso en Ruanda. Y quizá no huyera de algo que había hecho, sino de lo que había presenciado. Yo estaba especulando. No lo iba a descubrir nunca, porque ella estaba en plena posesión de su secreto, como las mujeres que había pintado Vermeer en esa misma luz grisácea de tierras bajas: como el de ellas, el silencio de esa mujer parecía absoluto. Rodeé el coro y, al pasar frente a ella en la nave norte, incliné la cabeza, nada más, antes de seguir adelante. Pero cuando me acercaba a la entrada sentí de golpe que había alguien más. Me sobresalté. No lo había visto caminar detrás de mí: un hombre blanco de mediana edad y barba entera. Un vicario o un sacristán, imaginé. Él me ignoró y con pasos sordos cruzó el pasillo del coro sur.

En el televisor del restaurante daban las noticias con el volumen al mínimo. En la pantalla había una toma aérea de aguas encrespadas, que los subtítulos identificaban como la Manche, del canal inglés. Apenas conseguí entender que un barco con contenedores había tenido problemas en la tormenta y los veintiséis miembros de la tripulación lo habían abandonado en botes salvavidas. El barco, rectangular y anaranjado, parecía un juguete, se escoraba peligrosamente entre el oleaje y alrededor de la forma inundada cabeceaban los diminutos botes del mismo color. La imagen dio paso a un informe meteorológico según el cual la tormenta se extendía por toda Europa y avanzaba rápidamente hacia el este. En Alemania ya había serios daños: un puente roto, árboles arrancados de cuajo, coches aplastados. De pronto me tocaron el brazo. Era la doctora Maillotte. Me besó en la mejilla y dijo: No suele ser tan terrible, hacía años que no teníamos un invierno tan raro, vamos a comer. Luego añadió: Un momento, olvidé que prefieres el inglés, ¿no? Vale, ya me acuerdo, hablaremos en inglés.

Nos sentamos cerca de una gran ventana que llegaba al suelo, al otro lado de la cual la lluvia caía como una sábana. Ella dijo que venía de un encuentro por asuntos de una fundación en que participaba. Odio las reuniones, dijo, ciertas cosas se hacen más fáciles cuando decide una sola persona. No costaba nada imaginar qué estilo tenía en el quirófano o en una reunión oficial. Partió un panecillo y, masticando deprisa, estudió la carta y casi al azar preguntó: ¿En el avión hablamos de jazz? Me parece que sí, ¿verdad? Pues si te gusta el jazz, te contaré algo de Cannonball Adderley. Fue paciente mío.

Las manos de finas venas partían el pan expertamente. Pensé que parecía mucho mayor que cuando la había conocido. En realidad, continuó ella, era a su hermano Nat a quien yo tenía de paciente en Filadelfia. Hubo que sacarle unos cálculos biliares, y a través de Nat conocí a Cannonball, y después Cannonball también fue paciente mío. Tenía la presión alta, ¿sabes? En fin, el caso es que a través de los hermanos Adderley conocimos —mi marido y yo— a muchos de los músicos de jazz más importantes de los sesenta. A Chet Baker.

El camarero, un gemelo de Obélix, se acercó a tomar nota: waterzooi, el estofado tradicional belga, para ella y para mí ternera. Me preguntó si me gustaba el vino. Dije que sí y pidió una jarra de beaujolais. También a Philly Joe Jones, el batería, y a Bill Evans. ¿Conoces a Art Blakey? Como a Cannonball le gustaba presentar gente, gracias a él conocimos todo tipo de personajes. Fuimos a tantos conciertos que perdí la cuenta. No tantos después de que murió Cannonball, a mitad de los setenta. Tuvo un infarto y, como tantos de ellos, era terriblemente joven. Cuarenta y dos, cuarenta y seis, algo así.

Yo estaba contento allí, disfrutaba viéndola sacar una viñeta tras otra como conejos de la chistera. Para mí, los nombres de artistas de jazz que ahora enumeraba ella no significaban nada, pero me daba cuenta de que la doctora Maillotte había obtenido algo extraordinariamente significativo de haber formado parte de aquel medio, o mejor dicho de haber caído en él.

Tomé conciencia de lo fugaz que era el sentimiento de felicidad, de cuán endebles son sus bases: un restaurante cálido después de la lluvia, olor a comida y vino, conversación interesante, la tenue luz del día en la lustrada madera de cerezo de las mesas. Mover el ánimo de un estado a otro costaba tan poco esfuerzo como mover piezas en un tablero de ajedrez. Hasta tomar conciencia de ello en un momento de felicidad era mover una pieza y volverse un poco menos feliz. Y su marido, dije, ¿no viene a Bruselas tan a menudo como usted? No, dijo ella, es mucho más feliz en Estados Unidos. Creo que poco a poco ha perdido la conexión con Bélgica. Y si yo sigo volviendo es por los amigos. Además de porque no soporto la moral pública estadounidense. ¿Y usted? ¿Va mucho a Nigeria? No, dije. La última vez fue hace dos años, y eso después de una brecha de quince, y fue una visita corta. En parte es porque estoy siempre ocupado, pero en parte es también que he perdido un poco la conexión, como dice usted. Además mi padre murió poco después de que me marchara, y no tengo hermanos.

Llegó la comida. Me figuro, pues, que el inglés es su segunda lengua, dijo ella. ¿Cuál es la primera? Por un instante pensé en decirle, tal vez, que mi segunda lengua no era el inglés sino el alemán, la lengua que había hablado con mi madre hasta los cinco años, la lengua que después había olvidado por completo. Sin embargo, aún ahora, oír en unas grandes tiendas a un niño voceando Mutter, wo bist du? me hería en lo más hondo: en un tiempo yo también debí de decir cosas así. El inglés había llegado más tarde, en la escuela. Pero, como no quería meter a la doctora en los meandros de esa historia, le dije que mi primera lengua era el yoruba. Es la segunda en importancia de las lenguas autóctonas de Nigeria, le expliqué. Hasta que empecé la primaria yo no había hablado otra.

¿Y todavía la habla bien? Sí, respondí, me las arreglo, aunque ahora es mucho más sólido mi inglés. Pero quiero hacerle una pregunta, dije. Hace mucho que usted vive lejos, es decir que no es en absoluto una belga típica, pero me gustaría saber qué piensa de algo que le oí decir hace poco a un amigo mío. Describió Bélgica como un lugar difícil para un árabe. El problema específico de mi amigo es cómo vivir aquí manteniendo la singularidad, su diferencia. ¿Usted cree que es cierto? No sé si se acuerda, pero en el avión dijo que Bélgica era daltónica. Pero no parece que ésa haya sido la experiencia de Faruk —así se llama mi amigo— en los siete años que lleva aquí. Creo que incluso en la universidad le rechazaron una tesis, presumiblemente porque era sobre un tema incómodo para el jurado.

Ella no había tocado su waterzooi. Siguió masticando pan y me respondió sin pasión. Mire, yo conozco esos casos, esos jóvenes que van por ahí tomándose el mundo como una ofensa personal. Es peligroso. Que alguien sienta que es el único que sufre es muy peligroso. Semejante grado de resentimiento es una receta para tener problemas. Nuestra sociedad se ha abierto a gente como él, pero una vez que vienen sólo se les oye quejarse. ¿Qué sentido tiene mudarse a un sitio sólo para probar lo diferente que es usted? ¿Y por qué esa sociedad va a recibirlo contenta? Pero si vive tanto como yo, ya verá que en el mundo hay una variedad inaudita de dificultades. Es complicado para todos. Yo asentí. Pero cuando uno lo oye a él es distinto, dije de todos modos. No es un quejoso, y no me parece que desborde de resentimiento, de veras que no. Creo que está auténticamente herido. Hombre, no lo dudo, dijo ella, pero la gente demasiado fiel a su propio sufrimiento se olvida de que los demás también sufren. Hay un motivo, dijo. Yo tuve que irme de Bélgica y tratar de hacerme una vida en otro país. No me quejo y, para serle sincera, no tengo mucha paciencia con los que lo hacen. Usted no es quejoso, ¿no?

Comí, y los pensamientos se me fugaron hacia el hijo de ella, el que había muerto. Quería que me hablase de él, y de la fundación que llevaba su nombre, pero no me atreví a pedírselo. Finalmente ella hundió una cuchara en el plato cremoso que tenía delante. El restaurante casi se había vaciado, era una hora insólita para estar comiendo: tarde para el almuerzo, pocas horas antes de la cena. Bien, dijo ella, ¿cuánto tiempo va a estar aquí? Me voy mañana por la mañana, dije yo. Ella dijo que pensaba quedarse unas semanas más, que tenía planeado comprarse un coche pequeño, un modelo antiguo. Algo útil, ya que cada vez pasaba más tiempo en Bélgica. Y luego se puso de nuevo a hablar de jazz. La tarde fluyó. Yo esperaba que ella no intentara pagar la comida, y no lo hizo. Dijo: Si alguna vez va a Filadelfia, no deje de llamarme. Tenemos una casa cerca del bosque, en los suburbios, que en verano es fantástica y en otoño todavía mejor. Una vez más, escuchándola, sentí esa ola interna de bienestar, un sentimiento que ahora no podía conjugar del todo con su rechazo de la historia de Faruk. Y consígase Somethin' Else de Cannonball, añadió. Es su gran disco, un verdadero clásico. Le prometí que lo buscaría.

Caminando por Sablon, desde la Place de la Chapelle hacia los museos, me pregunté si no podría encontrarme a la checa, aunque era improbable que siguiese en la ciudad. Llovía un poco menos, pero de golpe se levantó viento y el paraguas se me volvió del revés. Saltó una varilla, desalojando el muelle que yo había tratado de reparar, y quedó una sola mitad útil. Y, si bien me concentré en llegar pronto a casa, me detuvo un pequeño monumento que había en un jardín al otro lado de la rue de la Régence, en el cruce con la rue Bodenbroek. Lo había visto antes, con mejor tiempo, pero nunca me había parado a mirarlo bien. Era un busto de bronce del poeta Paul Claudel, instalado al borde de la calle, sobre un pedestal, como un altar a Hermes.

En la década de 1930 Claudel había sido embajador francés en Bélgica, antes de hacerse famoso como escritor de dramas católicos y hombre de derechas. El apoyo a los colaboracionistas y al mariscal Pétain durante la guerra le granjeó un considerable desprecio, pero W. H. Auden, por su parte un izquierdista agnóstico, tuvo para él palabras benévolas: «El tiempo —escribió Auden— perdonará a Claudel, lo perdona ya por escribir bien». Y, de pie en medio de la lluvia y de los embates del viento, yo me pregunté si realmente sería tan sencillo, si el tiempo era tan liberal con la memoria, tan generoso en el perdón, y la buena escritura podía suplantar a una vida ética. Pero Claudel, tuve que acordarme, no era ni por asomo la única figura problemática entre los cientos de estatuas y monumentos de la ciudad. Bruselas era una ciudad de monumentos, de un gran reparto de piedra y metal grandiosos, obstinadas respuestas a preguntas incómodas. Como fuese, era hora de volver a casa, de dejar a Claudel y su mojada cabeza de bronce, de dejar, en el museo de al lado, el Brueghel del poema de Auden con su Ícaro caído y el inolvidable cuadro de un pintor anónimo de una muchacha con un gorrión muerto.

Esperé el autobús frente a la elaborada obra de hierro de la fachada del Museo de Instrumentos Musicales, y el autobús llegó casi lleno. En el interior hacía calor y estaba húmedo, y a todo el mundo le costaba respirar. Atravesamos la ciudad en esa bruma interior, mirando dificultosamente las calles ventosas. Me bajé en Flagey. Tiré el paraguas, que entonces ya no servía de nada. Al llegar a la rue Philippe me encontré andando detrás de una mujer que empujaba un carrito de bebé. Avanzábamos en fila india entre los edificios y unas vallas provisionales, chatos y robustos paneles de plástico anclados en bloques de cemento para aislar una obra en construcción. Una ráfaga repentina levantó los paneles, que estaban atados entre sí, y los inclinó hacia nosotros. Inmediatamente salté para impedir con las manos y el cuerpo que cayeran. Aunque me tambaleé, no perdí el equilibrio. La mujer, que era joven, de aspecto mediterráneo y llevaba vaqueros muy ceñidos, atinó a desviar el carrito fuera de peligro. Yo no llegué a ver al niño, que estaba abrigado y a resguardo de la lluvia bajo un dosel de plástico transparente. Jadeando, la joven madre me agradeció una y otra vez. Parecía atónita por lo rápido que había pasado todo. Yo hice un ademán de restarle importancia, orgulloso.

El bramido furioso del viento no cejaba. Cien años antes la callejuela por donde andábamos había sido no una calle sino un arroyo. Los planificadores de la ciudad lo habían cubierto y de pronto las casas de la orilla se habían encontrado mirando al tráfico. Pero el agua había seguido corriendo bajo el suelo, en toda la extensión de la calle, y ahora volvía en forma de lluvia: denso aguacero arriba y agua que fluía debajo.

Salvar un bebé por instinto, un poco de felicidad; pasar un rato con ruandeses, los que habían sobrevivido, un poco de tristeza; la idea de nuestro anonimato último, un poco más de tristeza; deseo sexual colmado sin complicaciones, un poco más de felicidad; y así, sucesivamente, un pensamiento se encadenaba con otro. Qué pequeña me parecía la condición humana, sujeta a esa lucha constante por modular el medio interno, a ese incontrolado movimiento de nube. Como era de prever, la mente también apuntó este juicio y le asignó un lugar: un poco de tristeza. El agua que fluyera una vez por esa calle había desembocado en un estanque en pleno Flagey, un estanque suprimido más tarde para crear una isla peatonal, eco de la creación de la tierra en los mitos más antiguos, de la partición de las aguas.

Había caído la noche. Entré en el apartamento, me quité la ropa y me acosté desnudo en la habitación a oscuras. Gruesas gotas golpeaban la ventana. El pronóstico había acertado: desde donde yo estaba, la lluvia azotaba la tierra en círculos cada vez más amplios. Caía espesamente sobre el barrio portugués, el altar de Pessoa y Casa Botelho. Caía sobre el locutorio de Khalil, donde acaso Faruk acababa de empezar su turno. Caía sobre la cabeza de bronce de Leopoldo II, sobre la de Claudel, sobre las losas del Palacio Real. La lluvia no paraba de caer sobre el campo de batalla de Waterloo en las afueras de la ciudad, sobre el Túmulo del León, las Ardenas, los valles implacables llenos de envejecidos huesos de jóvenes, sobre las conservadas ciudades del oeste, sobre Ypres y las acurrucadas cruces blancas que moteaban los campos de Flandes, el turbulento canal, la imposible frialdad del mar del Norte, sobre Dinamarca, Francia y Alemania.