DIEZ

Corría por Lagos con mi hermana. Participábamos en un maratón, y teníamos que apartar vagabundos y perros callejeros. Pero yo no tengo hermana, soy hijo único. Cuando me desperté de golpe estaba en una oscuridad completa. Traté de adaptar los ojos. A la tibieza de la cama llegaba ruido de tráfico. Como siempre que uno se despierta así, no tenía idea de la hora. Pero se apoderó de mí un terror inmediato. No lograba recordar quién era. Una cama tibia, el ruido del tráfico. ¿Qué país es éste? ¿Qué es esta casa? ¿Y con quién estoy? Alargué la mano, en la cama no había nadie más. ¿Dormía solo porque no tenía pareja o porque mi pareja estaba lejos? Flotaba en la oscuridad, anónimo para mí, perdido en la sensación de que el mundo existía pero yo ya no era parte de él.

La primera pregunta que encontró respuesta fue la de la pareja. No tenía pareja, estaba solo. El dato llegó y me calmó enseguida. Lo angustioso había sido no saber. Luego vino otra información: estaba en Bruselas, Bélgica, en un apartamento alquilado, el apartamento estaba en la planta baja y el estruendo provenía de los camiones de la basura. Los camiones pasaban los viernes antes del amanecer. Yo era alguien, no un cuerpo sin ser. Poco a poco había vuelto a mí desde la lejanía. El esfuerzo de reunir para mi identidad ese lastre, un lastre de apariencia anodina sin el cual mi corazón podría haberse rendido, me dejó agotado. Recaí en un sueño sin sueños mientras fuera los camiones seguían bramando. Cuando por fin volví a despertarme era casi mediodía. La habitación estaba colmada de una luz natural diluida en lluvia. Era el séptimo día seguido de una lluvia persistente, delgada, que caía sin grandeza bíblica. Pero su persistencia me hacía pensar en la única otra lluvia que yo recordaba que había durado días enteros. Sin duda había habido otras, pero en mi memoria sólo se alzaba ese incidente solitario. Entonces yo tenía nueve años, por lo tanto había sido uno antes de que me mandaran al internado.

El día aquel había empezado claro, caluroso como cualquiera en la bruma interminable de días de calor normales para nosotros en todos los meses del año. Yo había llegado de la escuela a las dos, había comido y hecho una siesta, cosa insólita en mí. Cuando desperté mi madre había salido, al mercado o al banco. Aún faltaban unas horas para que mi padre volviese del trabajo, en la casa sólo estaba mi mama, la madre de mi padre. Tenía una habitación en la parte trasera de la planta baja de la casa, detrás de la cocina, en la misma zona que el estudio. Fui a verla pero aún dormía. Se había cortado la electricidad, de no haber sido así, yo podría haber mirado la tele. Durante los días de escuela me lo tenían prohibido, y los fines de semana lo único de interés eran los noticieros deportivos: fútbol inglés los sábados por la noche y la liga italiana los domingos. Así que yo infringía la norma televisiva de tanto en tanto, cuando mi madre se marchaba en medio de la semana. La mama era dura de oído. Si estaba abajo, yo podía decirle que subía a hacer los deberes y mirar dos horas de televisión, sin problemas, hasta que en la puerta sonaba el claxon de mi madre. Con el corte de electricidad eso era imposible y yo no sabía qué hacer. Volví a bajar y abrí la nevera. No se oía el ronroneo ni se encendió la luz. Las botellas guardadas empezaban a sudar: la de agua hervida que bebíamos, la del ogi fermentado para el desayuno, las de Coca-Cola y otros refrescos por si venían visitas.

Los refrescos eran para las fiestas y los acontecimientos. Los servíamos cuando había otras familias con hijos de visita, y los niños se disputaban la Fanta —la más deseada—, el 7Up o, al final de la jerarquía, la Coca-Cola. Era una clasificación absurda. Algunos niños creían que la Coke oscurecía la piel, como creían que los volvería más oscuros comer amalá, que se hacía con harina de maíz y carnero. Si se acababa la Fanta y sólo les dejaban Coke los más pequeños se echaban a llorar. Como yo era «mestizo», no tenía idea de qué significaba ser más oscuro, era la última de mis preocupaciones. Y al ser hijo único, tenía gustos sencillos, formados sobre la base de lo que me atraía. Me gustaba la Coke porque no sabía a ninguna otra cosa. Las burbujas de otras bebidas nunca me resultaban tan convincentes y la Fanta era demasiado empalagosa. Pero en casa, como todo lo bueno de la infancia, la Coke estaba bajo control. Tomar una botella de la nevera no era menos grave que abrir el aparador donde mi padre guardaba el whisky. Así fue como aquel día de calor sentí la tentación: quería una Coke. No me puse a patalear ni a golpear con los puños: no había público para un ataque de petulancia. La mama estaba durmiendo y, de todos modos, sobre la Coke ella no tenía la última palabra.

Sólo mi madre podía autorizarme. No me habría costado mucho esperar a que volviese, pero mi deseo era irracional, habría sido como pedirle permiso para dejar la ropa en la pila de la lavandería en vez de lavármela yo. Ella me habría mirado, perpleja, y me habría dicho que ya no era un crío y que pensase cuán afortunado era comparado con otros niños. No bien se lo hubiera pedido, el carácter infantil de la solicitud me habría incomodado: para un muchacho orgulloso como yo, la fingida sorpresa de mi madre habría sido insoportable. Pero todas esas normas las imponía mi padre. Él tenía muy claro cómo no malcriar a un niño. Sin embargo, la aplicación recaía sobre mi madre, y si las normas me contrariaban —lo que sólo sucedía rara vez, porque yo no concebía la niñez de otro modo—, si en raras ocasiones las normas me contrariaban, era con mi madre con quien me enfadaba, a mi padre nunca lo consideraba parte del asunto. Así, mentalmente, creaba para él una suerte de inocencia. Pero, paulatinamente, el sueño de huir de aquellas reglas paternas cristalizaba en mí como el ideal de la vida adulta. Aunque no había punto de partida para la rebelión, yo podía marcarlo arbitrariamente: adulto era, en primerísimo lugar, el que podía beber Coke cuando se le antojara. De modo que cerré la puerta de la nevera y volví a abrirla. Saqué una de las pegajosas botellas y la puse en el fregadero con un tintineo involuntariamente fuerte. (La habitación de la mama estaba al lado).

Devolví la Coke a la nevera y salí de la casa. Había oscurecido, estaba más fresco y las nubes empezaban a moverse. Juré que nunca iba a olvidar la intensidad de lo que sentía en aquel momento. Electrizado por la arrogancia del juramento, me prometí solemnemente que en cuanto me hiciera adulto bebería Coke con impunidad. Imaginé que la ingestión tenía lugar en la cocina: vi una versión más grande de mí yendo despreocupadamente hasta la nevera para abrirla. Este yo adulto se toma un sereno momento para decidir qué quiere, y lo que quiere es una Coke, siempre. La saca, la abre con un abrebotellas y vierte el susurrante contenido en un vaso lleno de hielo. Este yo mismo mayor, este adulto, hace lo mismo una vez al día. Cada bendito día lo hace: la sola idea de semejante frecuencia me enloquecía de excitación. El corazón se me aceleraba de pensar en tamaña venganza y quería que se perpetrase allí y entonces, en la infancia. Con todo no podía romper la regla. Volví a la casa.

Quité la plancha de acero que tapaba el pozo y atisbé dentro. Había más de tres metros hasta el agua. ¿Seguían estando ahí los espíritus? Los cavadores les habían dado bebidas alcohólicas pagadas por mi padre. ¿Se habían aplacado, meramente, o habrían sido expulsados? Lejos como estaba la superficie, no se veía ni una gota. Como ni forzando la vista la divisaba, cogí una piedra, la sostuve en el centro y la dejé caer. Dio en la pared del pozo con un ruido chato, rebotó y oí un chapoteo. Pensé que tal vez debía subir a hacer mi larga división para el día siguiente. Cogí una piedra más grande y la tiré con fuerza. Rebotó varias veces antes de que el agua invisible se la tragara. Me quité las sandalias de goma y me senté en el borde del pozo, primero con los pies hacia fuera y luego, pasándolos uno después de otro, hacia dentro: mis dos piernas quedaron colgando en la oscuridad. Tenía una sensación de frío y peligro; ¿y si un espíritu de fuera me empujaba? El pozo estaba cerca de la valla que rodeaba la casa. Hacía poco había visto en la tele algo que me había convencido de que en las esquinas de la valla se concentraban los espíritus, así que aquellos cuatro puntos eran lo único del terreno que me daba miedo. Con mucho cuidado puse las piernas a salvo, volví a colocar la plancha y entré en la casa.

Arriba, ni hablar de hacer una división larga. Metí una mano indagadora debajo del short. Me quité el short, los calzoncillos y también la camiseta. Tumbado de espaldas, empecé a tocarme, pero no tenía imaginación, no sabía qué hacer. Tenía la palma de la mano pegada a los genitales. De pronto recordé que una vez años atrás, quizá a los seis o siete, había visto una revista. La terrible excitación por poco me asfixia, lo mismo que la idea de que la revista aún podía estar en la casa. Rápidamente me puse los pantalones, bajé al estudio y, frenética pero silenciosamente, me puse a buscar entre las pilas de revistas viejas. Debía de ser algo que un perverso tío mío había dejado por ahí, una revista satinada (mi memoria no habría podido inventar esos detalles), y lo que describía era lo que yo me desesperaba por ver otra vez. Revisé metódicamente los papeles del estudio, las viejas carpetas con hojas impresas y gráficos de ingeniería de los años de universidad de mi padre, los informes anuales de las empresas nigerianas en que mis padres tenían acciones. Pasé en eso buena parte de una hora. Hojeé un polvoriento volumen de bolsillo titulado El lenguaje corporal, un librito de psicología popular de los setenta, pero no le encontré ningún interés. Peiné todos los archivadores de los estantes inferiores y al fin me di por vencido y volví a subir. Entonces, llevado por un impulso que parecía casi exterior, retomé la idea y me puse a buscar debajo de los colchones: el mío, el de mi padre y el de mi madre. No encontré nada. Hice de nuevo las camas.

Bajé a la cocina, saqué de la nevera una botella de Coke y volví a salir, otra vez al patio de atrás de la casa. Daba la impresión de que el cielo se había despejado. Me senté en la plancha de acero, abrí la botella con los dientes y me zampé el contenido tan rápido que me dolió la garganta. Me sequé la boca, llevé la botella a la despensa y cogí otra botella de Coke para ponerla en la nevera. Era una noche de la semana y aún no había hecho los deberes, así que me dediqué a eso, y estaba trabajando arriba cuando oí a la mama en la cocina. Fue entonces cuando empezó a llover, y no mucho después sonó el claxon del coche. Corrí abajo a abrir el portal. Era un aguacero torrencial y para cuando acabé de quitar el candado y mover las grandes puertas metálicas estaba empapado. El coche entró, transportando a mi madre, la guardiana de la ley contra la cual yo había dirigido silenciosamente toda la ira de la tarde. Perdí tiempo en cerrar el portal. Eché la cabeza atrás y la lluvia diluyó la viscosa dulzura que persistía en la boca. Luego corrí hasta mi madre para llevar las bolsas de comida que había comprado. Hubiera preferido quedarme bajo la lluvia dando vueltas y bebiéndola. Pero entré y me cambié la ropa. La electricidad no había vuelto, pero volvió al fin, un poco antes de que a las ocho llegaran a casa mi padre y su chofer.

Desde aquel comienzo súbito, siguió lloviendo toda la noche, y el día siguiente y el otro. Era una lluvia de una pertinacia y una intensidad alarmantes. Habíamos visto lluvias, pero como aquella ninguna. Hasta el cemento del camino de entrada se estaba ablandando. Nuestras anchas alcantarillas absorbían el agua pero fuera las calles eran un fangal. Muchos coches se averiaban en los caminos anegados y viajar a la escuela llevaba el doble de tiempo. Yo estaba taciturno. No le dije a nadie qué pasaba y nadie me preguntó. El pozo, que no volví a visitar, debió de crecer dramáticamente y tal vez se volvieran visibles los reflejos en el agua negra. Habría sido raro pensar —yo no lo pensé entonces, pero ahora se me ocurre— que el diluvio no era universal. Parecía no tener límites y aún siguió durante tres días antes de amainar.

En Bruselas la lluvia no era tan violenta, aunque el pronóstico advertía que hacia el fin de semana habría una tormenta considerable. En mi cabeza se había vuelto un eco distante, exhausto, de aquella lluvia de la infancia. Pero la historia unida a la lluvia de infancia era caso cerrado y carecía de relevancia para el presente. Parte de ella —el deseo sobreexcitado, la promesa— valía para una broma privada, un pensamiento que, cuando cruzó mi mente por primera vez, me resultó divertido. Yo ya no soportaba la Coke, ni su sabor, ni la empresa rapaz que la producía, ni la ubicua estridencia de su publicidad. Durante muchos años había sentido la tentación de sobreinterpretar los otros acontecimientos de aquella tarde, pero lo que sucedió después entre mi madre y yo fue causa tanto de cualquier otro día de mi infancia como del día en que empezó a llover.

Mirando la calle desde el apartamento vi una lamparilla rota y un periódico en un charco. La acera de enfrente latía de gotas y, en el muro, alguien había escrito con aerosol la palabra ZOFIA, y en letras más pequeñas JE T’AIME.