El tiempo pasaba despacio y la sensación de estar totalmente solo en la ciudad se me hacía más intensa. La mayoría de los días me quedaba leyendo en el apartamento, pero leía sin placer. Las veces que salía, vagaba sin rumbo por los parques y el barrio de los museos. Los adoquines eran un tapiz empapado, líquido, y el cielo, sucio durante varios días, olía a humedad.
Una tarde fui a un café de Grand Sablon, poco después de la hora del almuerzo. Como entre Navidad y Año Nuevo la ciudad estaba bastante tranquila, había sólo una clienta además de mí. Era una turista de mediana edad que, advertí al entrar, estaba escrutando un mapa. En el exiguo interior, iluminado por la difusa luz de fuera, se la veía pálida, y en su pelo gris la luz se reflejaba con un brillo apagado. El café era antiguo, o le habían dado aspecto de antigüedad: unos lustrosos paneles de madera oscura revestían las paredes, de donde colgaban varios óleos con marco dorado. Las pinturas eran marinas, pilotos y barcos mercantes que se escoraban peligrosamente sobre olas encrespadas. Sin duda, los cielos y los mares eran mucho más sombríos que cuando los habían pintado, y las velas una vez blancas habían amarilleado con los años.
La muchacha alta que me sirvió tenía un aire más parisino que bruselense. Puso el café sobre la mesa y para mi sorpresa se sentó un momento y me preguntó de dónde era. Tenía entre veintidós y veinticinco años, llevaba los ojos muy maquillados y tenía una sonrisa encantadora. El abordaje y el obvio interés en mí me halagaron: indudablemente estaba acostumbrada a causar un intenso efecto inmediato en los hombres. Pero, por halagado que estuviese, yo me sentía indiferente, así que le respondí con educación pero secamente, y cuando ella volvió a levantarse, con la bandeja, lo hizo más perpleja que disgustada.
Unos quince minutos después le pagué al hombre de la caja. La turista pálida se había acercado al mismo tiempo a pagar la cuenta. Hablaba un inglés vacilante con cierto acento de Europa del Este. Cuando salimos los dos a una lluvia que ahora arreciaba, y nos paramos bajo el toldo, vi que tenía el pelo menos canoso que rubio, densas ojeras y una sonrisa amable. Yo llevaba paraguas y ella no. Había en su actitud una serenidad amistosa, tal vez había expectación. Le pregunté si era polaca. No, dijo: checa.
Hacia los cincuenta años, que calculé era su edad, una mujer debe esforzarse para mantener el buen aspecto. A la de poco más de veinte, como la camarera, le basta con ser un poco guapa, a esa edad todo está en su punto: la piel tersa, el cuerpo erguido, el paso seguro, el pelo sano, la voz clara e inquebrantable. A los cincuenta hay que luchar. Y por estas razones la tarde fue una sorpresa: una sorpresa para la turista ante el interés manifiesto, aunque prácticamente silencioso, que empezó a obtener de mí, y una sorpresa para mí también por sus grandes ojos de un verde grisáceo, una inteligencia triste y un atractivo sexual enteramente inesperado. La tarde había cobrado carácter de sueño, un sueño que ahora se extendió a la mano de ella, que me tocó levemente la espalda, por un instante, cuando moví el paraguas para cubrirla. Permanecimos un momento mirando las cortinas de lluvia. Luego anduvimos un trecho por callecitas adoquinadas, y rue de la Régence arriba, casi sin hablar, usando el paraguas compartido como pretexto hasta donde nos fuera posible. Pero cuando ella propuso una copa en su hotel el ambiguo toque en la espalda ya había dado paso a la claridad y mi resolución se hizo adecuadamente fuerte. Llevaría mi locura, me dije con el corazón desbocado, hasta donde ella quisiera llevarla. Y la claridad nos dio coraje a los dos. La seguí arriba clavando los ojos en el dobladillo de la falda gris, que estaba cortada en la pantorrilla.
En la habitación de un falso Luis XV la timidez de ella se disipó. Me abrazó, y el abrazo se hizo beso en la mejilla. La besé en el cuello —largo, otra sorpresa—, en la frente coronada por esa melena, que en la luz de interior se había agrisado otra vez, y finalmente en la boca. Tenía una cintura gruesa, flexible, y rápidamente se arrodilló con un suspiro. Yo la aparté negando con la cabeza. Entonces nos dejamos caer los dos juntos al lado de la cama barroca, los dos apretados contra el satén sintético, y le levanté la falda hasta la cintura.
Después me dijo cómo se llamaba —¿Marta?, ¿Esther?, lo olvidé de inmediato— y, con cierta dificultad, me explicó que se ocupaba de las reservas de viajes para el Tribunal Constitucional de Brno. Tenía una hermana ya mayor que era instructora de esquí en Suiza. No mencionó a un marido y yo no pregunté. Me presenté como Jeff, contable de Nueva York. Una falsificación tan poco imaginativa tenía algo de desastrado, pero también una pizca de comedia que aprecié, y me resigné a apreciarlo solo. Luego abrimos las sábanas de la cama intacta y dormimos. Cuando nos despertamos, dos o tres horas más tarde, ya era de noche. Sin decir palabra me vestí, pero ahora hubo una guirnalda de sonrisas en el silencio. Volví a besarla en el cuello y me fui.
Se habían encendido las luces del parque y ya no llovía. Había parejas o familias yendo a espectáculos o a restaurantes. Me sentía ligero y agradecido. Pocas veces Bruselas me había parecido tan generosa. Un viento rumoreaba en las hojas y me pregunté si iba a recordar la cara de la mujer, era improbable. Pero ella me lo había facilitado todo, algo que no había hecho desde Nadège, algo necesario que yo había postergado. Ahora estaba hecho, y no habría deseado nada diferente. Lo mejor de todo, me pareció, había sido su placer; éramos dos personas que, lejos de su casa, habían hecho lo que dos personas querían hacer. A mi ligereza y mi gratitud se añadía una pena tenue. Hasta Etterbeck había unos pocos kilómetros y a medida que caminaba volví a la soledad. Esto no puede volver a pasar, había querido decirle, pero había descubierto que no era eso lo que quería decir, exactamente, y que en realidad no hacía falta decir nada. Regresé al apartamento y al día siguiente no salí. Me quedé en la cama leyendo La cámara lúcida de Barthes. Hacia el fin de la tarde apareció Mayken y le di el dinero.
El anochecer siguiente, o el otro, encontré el papel con el número telefónico de la doctora Maillotte, lo que me acicateó para ir al locutorio. Faruk no estaba. En el mostrador trabajaba el otro hombre, solemne, cetrino. Tenía bigote cepillo y ojos saltones. Lo saludé con la cabeza y entré en una cabina. Al otro lado de la línea contestó un hombre, pero al oírme hablar en inglés llamó a la doctora Maillotte.
Hola, ¿quién es?, dijo ella al ponerse. Ah, sí, ¿cómo está usted?, pero disculpe, dígame de nuevo cómo nos conocimos. Se lo recordé. Ah, sí, desde luego. ¿Estará usted en Bélgica un mes, tres semanas? ¿Cuándo se marcha? Vaya, qué pronto. Entiendo. Bien, ¿por qué no me llama el lunes, y vamos a cenar antes de que se marche?
Cuando colgué y salí a pagar, había llegado Faruk y el hombre solemne conversaba con él. Faruk me vio. Mi amigo, dijo, ¿cómo te va? Insistió en que no pagara la llamada, que de todos modos había sido breve y local. El colega se fue y entró una clienta. Faruk la saludó con un Ça va? La mujer replicó: Alhamdulillah. Esto está muy concurrido, ya ves. No sólo de gente que envía saludos de Año Nuevo, muchos llaman a su casa por el Eid. Hizo un gesto hacia la pantalla que tenía detrás, con el registro de las llamadas de las doce cabinas en aquel momento: Colombia, Egipto, Senegal, Brasil, Francia, Alemania. Parecía de novela que un grupo de gente tan pequeño pudiera llamar a un espectro de países tan amplio. Viene siendo así desde hace dos días, dijo Faruk, y es una de las cosas que me gustan de trabajar aquí. Es una prueba de lo que creo: la gente puede vivir junta sin dejar de mantener intactos sus propios valores. Ver tal cantidad de individuos de sitios diferentes me toca la fibra humana y la intelectual.
En un tiempo trabajé de portero en una escuela estadounidense de Bruselas. Era en el campus extranjero de una universidad de Estados Unidos y para ellos yo era nada más que el portero, ¿sabes?, el que limpiaba las aulas después de las clases. Y yo era amable, tranquilo, como han de ser los porteros, y fingía no tener ideas propias. Pero un día estaba limpiando un despacho y apareció el director de la escuela, el jefe de enseñanza, y no sé cómo nos pusimos a conversar, y yo tenía metida esta idea de hablar con mi propia voz, no como portero sino como un tío con ideas. Así que empecé a soltar un poquito de jerga de la mía. Hablé de Deleuze y desde luego que él se sorprendió. Pero como lo veía abierto seguí, y discutimos el concepto deleuziano de olas y dunas, y cómo es el espacio entre esas formas, el espacio necesario, lo que las define como olas o dunas. El director estuvo totalmente receptivo y, con una generosidad muy estadounidense, dijo: Ven algún día a mi despacho y seguiremos hablando.
Cuando Faruk dijo eso me imaginé el tono del director. Era como un brazo alrededor de los hombros, un gesto que desarmaba, una promesa de complicidad: Ven algún día a mi despacho, trabemos amistad. Pero, dijo Faruk para seguir con la historia, la siguiente vez que lo vi no sólo se negó a hablarme, de hecho fingió que nunca me había visto. Yo era sólo el portero, el que fregaba el suelo, un mero mueble. Lo saludé, por un momento intenté recordarle la charla sobre Deleuze, pero no dijo nada. Había una línea y tratar de cruzarla era perder el tiempo. Mientras Faruk hablaba rápidamente entraba y salía gente de las cabinas, y él saludaba a cada cual con un grado de familiaridad determinado, supuse, por la frecuencia con que solían ir al local. Según convenía, hablaba en francés, en árabe o en inglés, y con el hombre que había llamado a Colombia intercambió unas palabras en español. Cambiaba de idioma con rapidez y tenía una actitud tan amistosa que me pregunté por qué al principio me había parecido distante.
Tengo dos proyectos, dijo Faruk. Uno es práctico y el otro más profundo. Le pregunté si el práctico era el empleo en el locutorio. No, dijo, ni siquiera eso, a largo plazo, el asunto práctico es estudiar. Estoy estudiando para ser traductor entre el árabe, el inglés y el francés, y también hago unos cursos de traducción en medios y subtitulado de películas, ese tipo de cosas. Esto para encontrar trabajo. Pero el proyecto profundo es sobre lo que te conté la vez pasada, la cuestión de la diferencia. Creo a rajatabla en eso, que la gente puede vivir junta, y quiero entender cómo hacerlo posible. Pasa aquí, en esta tienda, a pequeña escala, y lo que quiero es entender cómo puede pasar a una escala mayor. Pero como ya te dije soy autodidacta, por eso no sé qué forma va a tomar este otro proyecto.
Le pregunté si pensaba tal vez en ser escritor y dijo que ni eso lo tenía claro. Primero estudiaría, y llegaría a una comprensión, y sólo entonces decidiría qué forma tomaría su acción. Me impresionó la pureza del objetivo, su idealismo, su radicalidad anticuada y la certidumbre con que lo expresaba, como si llevara muchos años alimentándolo, y a pesar de mí confié en el proyecto. Pero también pensé en la referencia a nuestra conversación previa, cuando según él se había definido como autodidacta. Era un punto menor, por supuesto, pero (y yo estaba seguro de no recordar mal) la palabra la había usado en referencia a Mohammed Choukri, no a sí mismo. Era un pequeño ejemplo, no de falta de fiabilidad, sino de que había en la memoria de Faruk cierta imperfección que, dada su actitud absolutamente segura, era fácil pasar por alto. En cualquier caso me hizo revisar la impresión previa de aspereza, aunque sólo modestamente. A causa de estos lapsus menores —había otros, y en realidad eran irrelevantes, ni siquiera merecedores de la etiqueta error— empecé a sentirme menos intimidado por él.
La experiencia en la escuela estadounidense, dijo Faruk, se combinó en mi mente con la idea de Fukuyama del fin de la historia. Es imposible, y una arrogancia, sostener que la realidad presente de los países occidentales es el punto culminante de la historia humana. El director había hablado en esos términos —melting pot [crisol], diversidad cultural, ensaladera— pero yo los rechazo. Yo creo antes que nada en la diferencia. Acuérdate de lo que dije de Malcolm X: esto es lo que no entienden los norteamericanos, que los iraquíes no pueden ser felices bajo un gobierno extranjero. Aun si Egipto invadiera Palestina para salvarla de Israel, los palestinos se opondrían, rechazarían una tutela egipcia. La dominación extranjera no le gusta a nadie. ¿Tú sabes cómo se odian Marruecos y Argelia? Pues te imaginarás qué mal se ponen las cosas cuando la invasora es una potencia occidental. Yo creo que Benjamin puede ayudarme a entender mejor esto, y creo que sus sutiles revisiones de Marx pueden ayudarme a comprender la estructura histórica que hace posible la diferencia. Pero también creo en el principio divino. Están las cosas que el islam nos ofrece para pensar. ¿Conoces a Averroes? No todo el pensamiento occidental viene sólo de Occidente. El islam no es una religión, es un modo de vida que tiene algo que ofrecerle a nuestro sistema político. Y no es para ir de representante del islam si digo todo esto. En realidad soy un mal musulmán, pero un día volveré a la práctica. De momento no es que practique demasiado.
Se detuvo y, riendo, evaluó mi reacción. Yo no di indicación de lo que pensaba. Asentí, nada más, en señal de que estaba escuchando. Alrededor del mostrador se habían reunido tres o cuatro clientes y, con una sonrisa, Faruk continuó. Con todo, la cosa es que soy pacifista. No creo en la pulsión violenta. Mira, incluso si alguien estuviera aquí encañonando a mi familia con una pistola, yo no podría matarlo. En serio, no te sorprendas tanto. Pero, amigo mío, dijo, sugiriendo con el tono que daba fin al tema, veámonos pasado mañana. Tú eres un hombre filosófico pero también eres norteamericano, y me gustaría hablar más sobre ciertas cosas. El sábado yo salgo de aquí a las seis. ¿Por qué no quedamos aquí enfrente? En ese sitio portugués, Casa Botelho, el de la esquina, dijo señalando la otra acera. Encontrémonos allí el sábado por la tarde.
El sábado subí la empinada cuesta de la Chaussée d’Ixelles hasta la puerta de Namur y desde allí, entre la turba de compradores de fin de semana de la avenida Louise, seguí hasta el Palacio Real. De tanto en tanto, mirando los rostros de las mujeres cobijadas en las paradas de tranvía, pensaba que una de ellas podía ser mi oma. La posibilidad se me ocurría cada vez que salía a la ciudad: que tal vez la viera, que acaso yo estuviera haciendo trayectos que ella había hecho durante años, que ella fuera de hecho una de esas ancianas de zapatos ortopédicos y arrugadas bolsas de la compra y esporádicamente se preguntara cómo le estaría yendo al único hijo de su hija. Pero era perfectamente consciente de que era una fantasía. Yo no tenía cómo avanzar y la búsqueda, si mi pobre esfuerzo podía llamarse así, se volvía insustancial y apenas se expresaba en el tenue recuerdo del día en que ella había visitado con nosotros la roca de Olumo, en Nigeria, y silenciosamente me había masajeado el hombro. Mientras pensaba en estas cosas empecé a preguntarme si Bruselas no me había atraído por razones más opacas de lo que sospechaba, si los maquinales recorridos que hacía por la ciudad no seguían una lógica irrelevante para mi historia familiar.
De nuevo estaba lloviendo, aunque más bien era una niebla fina. Como no llevaba paraguas entré en los Museos Reales de Bellas Artes, pero en cuanto hube entrado me di cuenta de que no estaba en absoluto de humor para ver cuadros. A partir de allí vagué al azar por el parque Egmont y su morosa galería de estatuas de bronce, después por el Grand Sablon, con esos anticuarios cuyas miradas de desconfianza flotaban sobre viejas monedas sin valor, pasé junto al café donde ya había estado, echando un vistazo por si estaba la camarera alta (no estaba) y bajé a la Place de la Chapelle. La catedral parecía el veteado casco de un buque hundido y los que rondaban eran diminutos y grises, como mosquitos. El cielo, ya lúgubre, había empezado a oscurecerse. Una vez había visto en la zona un restaurante indio y pensé que debía buscarlo y comer algo. Al pasar antes por allí me había fijado en un cartel con un menú que incluía curry de pescado al estilo de Goa, y me entraron ganas de comer eso, pero sencillamente acabé perdido, errando por un área de destartaladas viviendas estatales en donde no había una sola pared libre de grafiti. A esas alturas tenía el abrigo de lana empapado. Como no había ningún metro cerca, volví a la puerta de Namur y cogí un bus hasta Philippe. Corrí a mi apartamento, me cambié de abrigo y enseguida salí de nuevo a encontrarme con Faruk en Casa Botelho.
Tres hombres jugaban a las cartas en un rincón del café. Su ropa sin gracia, la lenta deliberación de sus movimientos y el golpeteo de las botellas en la mesa se acumulaban para crear un exacto tableau cézannesco. Era preciso hasta el detalle del grueso bigote de uno de los jugadores, que yo habría jurado haber visto ya en una tela del MOMA. Estaba bastante lleno, pero al entrar divisé a Faruk en una mesa, más adentro, cerca de la ventana. Alzó una mano y sonrió. Había un hombre sentado con él y cuando me iba acercando los dos se levantaron. Julius, dijo Faruk, quiero presentarte a Khalil. Es un amigo mío, en realidad puedo decir que es mi mejor amigo. Khalil, este es Julius: más que un cliente. Les di la mano y me senté. Ellos ya estaban bebiendo —de sendas botellas de cerveza Chimay— y también fumaban. Detrás de Khalil, apenas visible en la bruma de nicotina, había un letrero que advertía que no estaba permitido fumar en el local. La ley era nueva, había entrado en vigor muy pocos días antes, con el año nuevo, y daba la impresión de que ni a la gerencia ni a los parroquianos les interesaba cumplirla. La camarera, con la que los dos parecían tener familiaridad, vino a preguntarme qué quería tomar. Ella habla inglés, dijo Khalil en inglés, pero yo no. Nos reímos, pero se probó cierto: sólo tenía un inglés fluido para aquella frase. Pedí una Chimay.
Khalil, locuaz y de cara redonda, me interrogó en francés. Me preguntó de dónde era, y yo contesté en inglés. Quiso saber qué estaba haciendo en Bruselas, le di una versión de la verdad. Este hombre acaba de casarse, dijo Faruk. Felicité al esposo y le pregunté a Faruk si él estaba casado. Rieron los dos y él, meneando la cabeza, dijo: Todavía no. Khalil me dijo algo que sonó como: Estados Unidos es un gran país que no es un gran país. Como mi francés era sólo un poquito mejor que su inglés, le pedí que hablara más despacio. ¿Hay realmente una izquierda en Estados Unidos?, preguntó. Khalil es marxista, ¿sabes?, dijo Faruk en un tono amablemente burlón. Sí, en Estados Unidos hay una izquierda, una izquierda activa. Vi a Khalil auténticamente sorprendido. La izquierda de allí, dijo, debe de estar a la derecha de la derecha de aquí. Esto Faruk tuvo que traducírmelo, porque Khalil había hablado demasiado rápido. No exactamente, respondí, los problemas se ven de manera diferente. Están los demócratas, que comparten el poder político, pero también una izquierda genuina que probablemente concordaría contigo en muchos puntos. ¿Cuáles son allí las cuestiones importantes?, preguntó Khalil. ¿En qué discrepan la izquierda y la derecha? En cuanto empecé a responder, enumerando los temas decisivos, me embarazó un poco que fueran tan de oropel: aborto, homosexualidad, control de las armas; como el último término confundió a Khalil, Faruk le aclaró: des armes. La inmigración también es un tema, pero no de la misma manera que en Europa. Bien, dijo Khalil: y Palestina, ¿qué? Creo que en eso vuestros republicanos y demócratas están unidos.
Finalmente la camarera, que se llamaba Paulina, me trajo la cerveza y alzamos las copas. La cerveza bajaba bien y sentí que me deslizaba hacia un nuevo y plácido ánimo. No es tan sencillo, dije. En Estados Unidos hay un apoyo fuerte a la causa palestina. Muchos amigos míos de Nueva York, por ejemplo, piensan que lo que está haciendo Israel en los territorios ocupados es terrible. Pero en términos prácticos, en términos del gobierno, hombre, Israel tiene un apoyo muy sólido de los dos partidos. Pienso que tiene que ver con la religión, porque en gran medida los cristianos asumen las ideas judías sobre Jerusalén, pero también el poder del lobby israelí. Al menos eso dicen las revistas y periódicos de izquierda. Y luego está también la impresión de que compartimos elementos de nuestra cultura y nuestro gobierno con Israel.
Pues eso es lo extraño, dijo Faruk. Dicen que Israel es una democracia, pero en realidad es un estado religioso. Se basa en una idea religiosa. Le tradujo esto a Khalil, que concordó con un gesto. Los dos fumaban un cigarrillo tras otro. ¿Un paquete al día?, dije. Yo, dos paquetes, dijo Khalil. Pero espera, que esto me interesa, añadió, la obsesión de Estados Unidos por el comunitarismo. Le pregunté a Faruk qué significaba la palabra, si era algo así como la política de la identidad, pero me dijo que no, no exactamente eso. Khalil se puso a hablar del comunitarismo, de cómo daba un impulso injusto a intereses minoritarios, de sus deficiencias lógicas. La blanca es una raza, explicó, la negra es una raza, pero el español es un idioma. El cristianismo es una religión, el islam es una religión, pero la judeidad es una etnia. Es absurdo. La suní es una religión, la chií es una religión, pero la kurda es una tribu, ¿te das cuenta? En esta vena siguió unos minutos y yo perdí el hilo del argumento, pero no le pedí a Faruk que tradujera. Me bebí la cerveza. Khalil estaba muy entrenado en el tema. Era más fácil asentir de vez en cuando alardeando de que uno lo seguía.
Me estaba entrando hambre y cuando Pauline volvió a acercarse pedí una ensalada y unas costillas asadas. Al parecer Khalil se había desahogado del asunto del comunitarismo. Déjame preguntarte una cosa, dijo con una mirada malévola. Los negros norteamericanos —usó la expresión inglesa—, ¿son de veras como los muestran en MTV: rap, hip-hop, baile, mujeres y todo eso? Hombre, dije yo lentamente y en inglés, deja que te conteste así: muchos norteamericanos dan por sentado que los musulmanes europeos van cubiertos de la cabeza a los pies si son mujeres, y llevan barba completa si son hombres, y que sólo se interesan por protestar contra los supuestos insultos al islam. Probablemente el tío de la calle, el ciudadano de a pie —¿entiendes esta expresión?—, el norteamericano corriente, no imagina que los musulmanes europeos se sientan en los cafés a beber cerveza, fumar Marlboro y discutir de filosofía política. De la misma manera, los norteamericanos negros son como cualquier norteamericano: son como cualquier otra gente. Tienen la misma clase de empleos, viven en casas normales, llevan a sus hijos a la escuela. Muchos son pobres, es cierto, por razones históricas, y muchos hacen hip-hop y le dedican la vida, pero también es cierto que muchos otros son ingenieros, profesores universitarios, abogados y generales. Hasta las dos últimas secretarias de Estado han sido negras.
Son víctimas de la misma forma de representar que nosotros, dijo Faruk. Khalil estuvo de acuerdo. La misma forma de representar, sí, dije yo, pero así es la cosa: el que tiene el poder controla la representación. Ellos asintieron. Llegó mi comida y los invité a compartirla. Ellos picaron patatas fritas, sin protestar, y pidieron más cerveza.
Si vamos a hablar de representaciones, dijo Khalil, Sadam era el menor de los dictadores de Cercano Oriente. El menos terrible. Yo me volví hacia Faruk para cerciorarme de haber entendido bien. Es cierto, dijo Faruk. Yo también pienso que Sadam era el más moderado. Lo mataron únicamente porque desafió a los estadounidenses. Pero desde mi punto de vista es digno de admiración, porque se alzó por los derechos de su país contra el imperialismo. Pues yo no lo veo así en absoluto, dije. El tipo era un carnicero, y tú lo sabes. Mató a miles. Sacudiendo la cabeza, Faruk dijo: ¿Cuántos miles más han muerto ahora con los estadounidenses allí? A Sadam lo acusaron sólo de 148 muertes, dijo Khalil. Te aseguro que el rey de Marruecos es peor, Gadafi en Libia, Mubarak en Egipto, ve adonde quieras —barrió el aire con un ademán—: toda la región está llena de dictadores, y no cualesquiera; dictadores atroces. Y siguen en el poder porque venden los intereses nacionales de sus países a los estadounidenses. Nosotros odiamos al rey de Marruecos, algunos realmente lo odiamos. Ese individuo, cuando en los setenta había un ascenso de los comunistas, apeló al islamismo, pero en cuanto los islamistas empezaron a cobrar fuerza política se sirvió de las facciones capitalistas y secularistas. Bajo su reinado ha habido miles de muertos y miles de desaparecidos. ¿En qué se diferencia de Sadam? Pero algo te puedo decir: yo apoyo a Hamás. Creo que el trabajo de resistir lo están haciendo ellos.
¿Y a Hezbolá, dije yo, también la apoyas? Sí, dijo él: Hezbolá, Hamás, son lo mismo. La resistencia, así de simple. En todas las casas israelíes hay armas. Yo miré a Faruk. Él me devolvió una mirada neutra y dijo: Pienso lo mismo. La resistencia. ¿Y Al Qaeda qué?, dije yo. Es verdad, fue un día terrible el de las torres gemelas. Terrible. Lo que hicieron estuvo muy mal. Pero yo entiendo por qué lo hicieron. Este hombre es un extremista, dije yo. ¿Me oyes, Faruk? Tu amigo es un extremista. Pero en realidad no estaba tan indignado como fingía. En el juego, si era un juego, yo debía ser el norteamericano escandalizado, aunque en realidad sentía más dolor que ira. La ira, y el uso no del todo serio de una palabra como extremista, eran más fáciles de manejar que el dolor. Así es como piensan los norteamericanos que piensan los árabes, les dije. Me pone muy triste. ¿Y tú qué, Faruk? ¿Tú también apoyas a Al Qaeda?
Tardó un momento en responder. Se sirvió la cerveza, bebió y durante unos segundos que parecieron largos estuvimos los tres en silencio. Luego dijo: Deja que te cuente una historia de nuestra tradición, una enseñanza del rey Salomón sobre la serpiente y la abeja. La serpiente, dijo una vez el rey Salomón, se defiende matando. Pero la abeja se defiende muriendo. ¿Sabéis por qué la abeja clava el aguijón si luego muere? Pues por eso. Muere por defender. Así que cada criatura tiene un método apropiado a su fuerza. Yo no estoy de acuerdo con lo que hizo Al Qaeda, como usan un método que yo no usaría, no puedo hablar de apoyo. Pero no los juzgo. Como ya te he dicho, Julius, y creo que deberías entenderlo, en mi opinión la cuestión palestina es la cuestión central de nuestra época.
De pronto, aunque tal vez inconscientemente llevaba rato dándole vueltas al asunto, la cara de Faruk se reveló en una semejanza asombrosa: era la viva imagen de Robert De Niro, específicamente del De Niro en el papel del joven Vito Corleone en El padrino II. Las negras cejas rectas y finas, la expresión gomosa, la sonrisa como una máscara para el escepticismo o la timidez, y también la delgada apostura. Un famoso actor italoamericano de hace treinta años y un ignoto filósofo político marroquí del presente: pero era la misma cara. Qué maravilla que la vida se repitiese de esa manera trivial, y yo lo advertía porque él llevaba un par de días sin afeitarse y tenía una sombra en la mandíbula y alrededor de la boca. Pero, una vez que la hube visto fue imposible, fue imposible no tender a compararlo sin cesar, o no distraerme por ese absurdo contrapunto visual a lo que sucedía mientras hablábamos y bebíamos.
¿Qué significaba la sonrisa De Niro? Él, De Niro, sonreía, pero uno no tenía idea de qué lo hacía sonreír. Tal vez fuera eso lo que me había desconcertado al conocer a Faruk. Involuntariamente yo había sobreinterpretado su sonrisa, había conectado su cara con la de otro, la había leído como una cara agradable pero temible. Por el más trivial de los motivos, había leído esa cara como la del joven De Niro, la de un psicópata encantador. Y era esa cara, no tan inescrutable como yo había temido, la que hablaba ahora: Para nosotros, Estados Unidos es una versión de Al Qaeda. De tan general, la afirmación carecía de sentido. No tenía poder y él la había dicho sin convicción. No me hizo falta refutarla, y Khalil no le añadió nada. «Estados Unidos es una versión de Al Qaeda». Quedó flotando en el humo y murió. Habría podido significar más unas semanas antes, cuando el que acababa de lanzarla era aún una incógnita. Ahora Faruk había excedido la apuesta y yo percibí un viraje en la discusión, un viraje a mi favor.
Así que él cambió de enfoque. Cuando éramos jóvenes, dijo, o mejor dicho cuando yo era joven, Europa era un sueño. Más aún: era el sueño. Representaba la libertad de pensamiento. Queríamos venir y adiestrar la mente en este espacio libre. Cuando estudiaba en la universidad, en Rabat, yo soñaba con Europa, nos pasaba a todos, a mis amigos y a mí. No con Estados Unidos, que ya nos causaba aversión, sino con Europa. Pero me ha decepcionado. La libertad de Europa es pura fachada. El sueño era una quimera.
Es cierto, dijo Khalil, Europa no es libre. Hay una retórica de libertad, pero sólo una retórica. Si dices algo sobre Israel, te taponan la boca con los seis millones. No lo estarás negando, ¿no?, me apresuré a decir yo, no estarás cuestionando de veras la cifra, ¿no? No se trata de eso, dijo Khalil, se trata de que negarlo va contra la ley, y de que incluso va contra una ley no escrita cuestionarlo. Faruk estuvo de acuerdo. Si intentamos hablar de la situación de los palestinos, nos vienen con los seis millones. Los seis millones: fue una tragedia horrorosa, claro, seis millones, dos millones, un ser humano, siempre está mal. Pero ¿qué tiene que ver con los palestinos? ¿Es ésta la idea europea de libertad?
Aunque no había alzado la voz, había en esas palabras una intensidad palpable. ¿Los palestinos construyeron los campos de concentración?, dijo. ¿Y qué hay de los armenios: como no son judíos sus muertos significan menos? ¿Cuál es el número mágico en el caso de ellos? Yo te diré por qué importan tanto los seis millones: porque los judíos son el pueblo elegido. Olvida a los camboyanos, olvida a los negros norteamericanos, el de los judíos es un sufrimiento incomparable. Pero yo esta idea la rechazo. No es un sufrimiento incomparable. ¿Y los veinte millones de muertos bajo Stalin? No mejora nada que te maten por razones ideológicas. La muerte es la muerte, así que, lo siento, los seis millones no son tan especiales. Me frustra todo el tiempo ese número, un número sagrado que, como dijo Khalil, se usa para terminar todas las discusiones. Los judíos lo usan para callar al mundo. A mí me importa un bledo la cifra exacta. Toda muerte es sufrimiento. Otros también han sufrido y en eso, en sufrimiento, consiste la historia.
Paulina se acercó a retirar los platos y le pedimos otra ronda de bebidas. Le pregunté a Faruk si cocinaba mucho o comía fuera. Ninguna de las dos cosas, dijo él. El tabaco me quita el apetito, así que no como mucho. Mostró la sonrisa De Niro y volvió a encarrilar la conversación. ¿Has leído a Norman Finkelstein? Negué con la cabeza. Si tienes la oportunidad, échale un vistazo, es judío pero ha escrito un estudio muy sólido sobre la industria del Holocausto. Y sabe de qué habla, porque sus padres sobrevivieron a Auschwitz. No es antijudío pero se opone a que se explote el Holocausto y se lo use para medrar. ¿Quieres que te anote el nombre? ¿Seguro que te acordarás? Vale, tú léelo y me dices qué piensas.
Sonó un móvil: era el de Khalil. Él respondió y habló rápidamente en árabe. Después de cortar dijo que tenía que marcharse. Por primera vez en mi presencia cambió unas palabras en árabe con Faruk. Cuando se fue, Faruk dijo: Es muy buen tío, ¿sabes? Puedo decir de verdad que es mi mejor amigo. En realidad es el dueño del locutorio, de este de enfrente y de varios más de la ciudad. O sea que es mi patrón. Pero no se lo cree ni actúa como un patrón. Somos de la misma ciudad: Tetuán. No sabes lo generoso que es, de hecho ahora, antes de salir, pasó por el mostrador y pagó todas las bebidas y tu comida. Es así, da sin pensárselo dos veces.
Lo que yo pienso, dijo Faruk, es que la responsable de Israel debería ser Alemania. Si alguien debería llevar la carga son los alemanes, no los palestinos. Los judíos fueron a Palestina desde otros lugares. ¿Por qué? ¿Porque vivieron allí hace dos mil años? Permíteme darte un ejemplo de cómo es esto. Khalil y yo somos marroquíes, somos los moros. En un tiempo gobernamos España. ¿Y cómo caería ahora que invadiésemos la península ibérica y dijéramos: En la Edad Media esta tierra la gobernaron nuestros antepasados, así que es nuestra: España, Portugal, todo. No tiene sentido, no? Pero los judíos son un caso especial. No me malinterpretes, yo no tengo nada personal contra los judíos. En Marruecos hay muchos, incluso hoy en día, y son bien recibidos como parte de la comunidad. De apariencia son iguales a nosotros, aunque, claro, en los negocios les va mejor. A veces yo pienso que debería hacerme judío, sólo por razones profesionales. Sería capaz de hacer las cosas bien. De lo que estoy en contra es del sionismo, de que se reclame por religión una tierra donde ya vivía otro pueblo.
Quise decirle que si en Estados Unidos recelamos particularmente de las críticas abiertas contra Israel es porque podrían derivar en antisemitismo. Pero no lo hice porque sabía que, por una larga práctica, mi propio miedo al antisemitismo, como mi miedo al racismo, se había vuelto prerracional. No le habría impuesto un argumento sino la pretensión de que adoptara mis reflejos, o las piedades de una sociedad diferente de aquella en donde se había criado él y de esta en donde funcionaba ahora. De poco habría servido describirle los sutiles matices de sentido que evocaba en un oído estadounidense el uso de «judíos» en vez de la expresión «pueblo judío». También quería advertirle que estaba atacando un ideal religioso cuando el centro mismo de su propio ideal lo era, pero mi madeja argumental empezaba a parecer una pila de nimiedades. Así que en vez de eso le pedí que me hablara de su familia, de Tetuán y de cómo era crecer allí. Para entonces el café estaba más tranquilo y los jugadores de cartas se habían ido a casa. Con la noche, hasta había amainado la lluvia. Unos pocos clientes se demoraban bebiendo y charlando como nosotros. Paulina volvió a la mesa a preguntarme si quería más de lo mismo, pero se lo agradecí y dije que estaba satisfecho. Faruk pidió otra botella para él.
Soy el tercero de ocho hijos, dijo, y mi padre era militar. Vivíamos modestamente. Te soy franco: era una vida muy modesta. Los militares no ganaban mucho ni tenían un estatus social alto. Era un hombre duro, mi padre, y especialmente duro conmigo porque no me consideraba lo bastante viril, ahora se ha retirado. Pero peor todavía están las cosas con mi hermano mayor, que vive en Colonia y es muy religioso. Bueno, toda mi familia es religiosa, de hecho el único que se ha desviado soy yo, pero mi hermano se toma la religión demasiado en serio. Está él, mi hermana y luego yo, somos los tres primeros. Mi hermano piensa que pierdo el tiempo estudiando. Él es un hombre de negocios y lo que le preocupa es eso. No entiende por qué me importa tanto estudiar, no tiene la menor noción de en qué consiste la vida intelectual. Pero hay algo más que incomprensión, es hostil. Con mi padre tengo mala relación, pero mucho peor con mi hermano. Se casó con una alemana, pero cuando le dieron los papeles de residencia se divorció, volvió a casa y se compró una mujer marroquí. ¿Lo tenía planeado desde el principio? No lo sé. Es un hipócrita, el tío.
Con el resto de mi familia hay más intimidad. Por problemas de dinero no puedo ir mucho a Marruecos, pero estoy muy cerca de mi madre. Ella es la persona más importante de mi vida, y apuesto a que a ti te pasa igual. Las madres son así. Yo a la mía le preocupo un poco, quiere que me case, sí, pero más insiste en que deje de fumar. De más está decir que ni siquiera sabe que bebo. Yo le escribo unas cartas muy largas al hermano que me sigue, el de veinte. Uno de los beneficios de estudiar es ése: no es que les diga a mis hermanos menores qué deben pensar, pero quiero ayudarlos a que piensen por su cuenta. Quiero que sepan evaluar sus situaciones y sacar conclusiones propias. Yo era el típico niño raro, ¿sabes?, el que se pierde las clases para irse a otra parte a leer solo. Nunca aprendí nada en las clases. Lo interesante estaba en los libros, gracias a los libros tomé conciencia de la variedad del mundo. Por eso no veo Estados Unidos como algo monolítico. En este sentido no soy como Khalil. Sé que por ahí hay gente diferente, con otras ideas, conozco a Finkelstein, a Noam Chomsky, y si algo me importa es que se entienda que en lo que llaman mundo árabe tampoco somos monolíticos, que todos somos individuos. Tenemos discrepancias. Tú acabas de verme discrepar con mi mejor amigo. Somos individuos.
Me parece que Estados Unidos y tú estáis listos para conoceros, dije yo. Era difícil evitar la sensación de que nuestra conversación ocurría cuando el siglo XX no había empezado aún o acababa de iniciar su curso cruel. De pronto habíamos vuelto a la época de los panfletos, la solidaridad, los viajes en vapor, los congresos mundiales y los jóvenes atentos a los discursos radicales. Pensé en Fela Kuti en Los Ángeles, décadas más tarde, y en los individuos formados y afilados por sus encuentros con la libertad estadounidense y la injusticia estadounidense, esos que, viendo cuánto daño podía hacer Estados Unidos a sus pueblos segregados, habían sentido que algo se despertaba en ellos. Aun tan tarde, en pleno régimen contra el terror, Faruk podía beneficiarse de la entrada en ese infierno.
Había en el momento un entusiasmo ingenuo, pero, aunque verdaderamente yo lo estaba invitando, la logística de una invitación semejante me daba temor, si es que él la aceptaba. Pero se apresuró a decir: No, ese país no me gusta. No tengo ningún deseo de conocer Estados Unidos, y menos aún siendo árabe, no ahora, con todo lo que me harían soportar. Dijo esto con una expresión de disgusto. Yo podría haberle respondido que tenía amigos árabes, que estaban bien, que olvidara esos miedos infundados. Pero habría mentido. Yo tampoco habría querido ir a Estados Unidos siendo un solitario musulmán norafricano con ideas de izquierda.
Hay un escritor, Benedict Anderson, dijo Faruk, que ha escrito contra… ¿cómo es el término, les Lumières? ¿La Ilustración?, dije yo. Eso, dijo Faruk, la Ilustración. Anderson dice que entroniza la racionalidad pero no llena el hueco que deja la fe religiosa. Como yo lo veo, ese hueco debería llenarlo lo Divino, las enseñanzas del islam. Y lo sostengo como absoluto y decisivo aunque en este momento yo no sea un buen musulmán.
¿Y qué pasa con la sharia?, pregunté yo. Como sé que la sharia es algo más amplio que los castigos más duros que inflige, preveo lo que vas a decir. Vas a decir que en realidad trata del funcionamiento armonioso de la sociedad. Pero me gustaría de veras saber qué opinas de esos que cortan manos o lapidan mujeres. El Corán es un texto, dijo Faruk, pero la gente olvida que el islam también tiene una historia. No es estático. Y también hay una comunidad, la umma. Aunque no todas las interpretaciones son válidas, a mí me enorgullece que el islam sea la religión más mundana. Se ocupa de cómo vivimos en el mundo, del día a día. Lo cierto, ¿sabes? (y en el rostro de Faruk asomó de repente una mirada beatífica, una mirada que hasta ese momento yo no le había visto), lo cierto es que yo siento un amor muy profundo por el Profeta. Amo sinceramente a ese hombre y la vida que vivió. Hace poco una revista hizo una encuesta sobre el hombre más influyente de la historia. ¿Sabes quién salió primero? Mahoma. Dime tú por qué.
Pero ¿crees que podrías vivir en La Meca o en Medina? ¿Qué ha pasado allí con la libertad individual? ¿Qué sería de tus cigarrillos y tu Chimay en las ciudades centrales de la fe islámica?
La Meca y Medina son casos especiales. Sí, yo podría vivir en Tierra Santa. La vería como un paysage moralisé. En la topografía hay una energía espiritual que permite soportar las limitaciones físicas. Aquí estoy bebiendo esto —señaló la botella de cerveza— y sé que es una elección mía, y la consecuencia de la elección es que no tendré acceso al vino del paraíso. Seguro que conoces lo que dice Paul de Man sobre la visión y la ceguera. Es una teoría sobre una lucidez tal que puede oscurecer otras cosas y de hecho ser ceguera. Y también sobre la inversa: cómo lo que parece ceguera puede abrir otras posibilidades. A mí esto me hace pensar en la racionalidad, en el racionalismo, que es ciego a Dios y a las cosas que Dios ofrece a los seres humanos. El fracaso del racionalismo es ése.
Y da la coincidencia de que De Man estudió en Bruselas en la misma universidad adonde fui yo cuando llegué de Marruecos hace siete años. Me había presentado para una maestría en teoría crítica, porque la cátedra de aquí era famosa. Era mi sueño, preciso como son a veces los sueños de los jóvenes: ¡quería ser el nuevo Edward Said! Y lo iba a lograr estudiando literatura comparada como base instrumental para la crítica de la sociedad. Tuve que empezar tarde, porque tenía los papeles de residencia en proceso, y la universidad me obligó a hacer todo el trabajo del curso en ocho meses, de enero de 2001 a agosto del mismo año. Luego escribí la tesis, que fue sobre la Poética del espacio de Gaston Bachelard.
El departamento me rechazó la tesis. ¿Con qué argumentos? Plagio. No me dieron razones. Sólo me dieron doce meses para presentar otra. Quedé destrozado. Dejé la universidad. ¿Plagio? Las únicas posibilidades son, bien que se negaran a creer en mi dominio del inglés y de la teoría, bien que me estuvieran castigando por unos acontecimientos mundiales en que yo no había jugado ningún papel. El jurado de la tesis se había reunido el 20 de septiembre y lo que ellos veían, con todo lo que pasaba en los titulares, era un marroquí que escribía sobre la diferencia y la revelación. Aquel año perdí todas mis ilusiones con Europa. Se suponía que Europa debía ser la respuesta perfecta a la opresión del rey de Marruecos. Me decepcionó.
Mi sueño loco de infancia había sido doctorarme a los veinticinco. A los veintiuno me gradué en Rabat, y sabía exactamente qué camino seguir. Pues bien, ahora tengo veintinueve. Me cambié a la Universidad de Lieja y estoy haciendo a tiempo parcial un máster en traducción. Viajo allí dos veces a la semana, en ocasiones tres, pero en el fondo sé que éste no es mi rumbo. Mi destino es ser un estudioso. Tal vez me presente a un doctorado en traducción. Quiero escribir sobre Babel, sobre cómo de una lengua surgieron tantas… Tal vez sea una idea religiosa, pero puedo hacer un estudio erudito. No es lo que me había propuesto, pero ¿qué alternativa me queda? Ahora la otra puerta está cerrada.
Le brillaban los ojos. La herida era profunda. ¿Cuántos radicales en potencia como Faruk no se habrían formado en semejante desprecio? Teníamos que marcharnos. Él me había acercado a su dolor y yo ya no lo veía. En vez de verle a él veía al joven Vito Corleone moviéndose sigilosamente por las azoteas de Little Italy, yendo hacia la casa del padrino local, cuyo poder pronto sería usurpado, ese Vito cuya voluntad lo llevaría mucho más lejos de lo que podía imaginar o desear, cuyo futuro parecería totalmente desproporcionado para el chico que ahora saltaba raudamente de un techo a otro con un solo acto asesino en mente.
Faruk vació su copa. Había en él algo poderoso, una inteligencia hirviente, algo que quería creerse indomable. Pero era uno de los malogrados. A esa medida se atendría su libreto.