Mayken, la dueña del apartamento de Bruselas, me había ofrecido recogerme en el aeropuerto por un pago adicional de quince euros. Las alternativas, me había dicho por teléfono, eran: coger un taxi por treinta y cinco euros; o tomar un transporte público y arriesgarme a que me robaran. Así que, cuando llegué por la mañana, ella me estaba esperando en la terminal de llegadas con un cartel donde podía leerse mi nombre. El pelo teñido de rubio le coronaba la cabeza como algodón de azúcar, y daba la impresión de que al primer golpe de viento se iría volando. Me despedí de la doctora Maillotte y eché a andar agitando la mano hasta que Mayken me avistó. Estaba en la cincuentena, era amistosa, pero tenía una tajante actitud comercial que, cuando más tarde revisamos los papeles de renta breve —páginas y páginas de fastidiosos detalles legales— pasó a ser, junto con el pelo abombado, la única parte visible de su personalidad.
La idea original de Bruselas, dijo mientras el coche dejaba el aeropuerto, era que fuese igualmente flamenca y valona. Por supuesto que ya no es así, continuó, ahora hay un noventa y cinco por ciento de valones y otros francoparlantes y un cuatro por ciento de árabes y africanos. Rio, pero se apresuró a añadir: Son cifras reales. Y los franceses son holgazanes, dijo, odian el trabajo y envidian a los flamencos. Se lo digo yo por si nadie más se lo dice.
Miré por la ventanilla y mentalmente empecé a vagar por el paisaje recordando la conversación de la noche con la doctora Maillotte. La vi a los quince años, en septiembre de 1944, sentada en una muralla al sol de Bruselas, exultante de felicidad por la retirada de los invasores. Vi a Junichiro Saito el mismo día, con sus treinta y uno o treinta y dos años, desdichado, confinado en una árida barraca de un campo de internamiento en Idaho, lejos de sus libros. Por allí también, aquel día, estaban mis abuelos, los nigerianos y los alemanes. Ahora tres estaban muertos, claro. Pero ¿qué había sido de la cuarta, mi oma? Los vi a todos, incluso a los que nunca había visto en la vida real: los vi en medio de aquel día de septiembre, hacía sesenta y cuatro años, con los ojos abiertos como si estuvieran cerrados, por suerte sin ver nada de la brutal mitad de siglo que vendría y, mejor aún, casi nada de todo lo que estaba sucediendo en su mundo, las ciudades, playas y campos de cultivo y de concentración colmados de cadáveres, el indescriptible desorden del mundo entero en aquel momento.
Mayken hablaba un inglés levemente modulado por trémulas vocales holandesas. Miré a ambos lados del coche en movimiento y la Bruselas de mi experiencia regresó. Era mi tercera visita a la ciudad, pero las otras dos habían sido breves y la primera veinte años antes, cuando tenía siete años, durante una escala en un vuelo de Nigeria a Estados Unidos. Aquella vez mi madre no había dicho nada de su madre, aunque la oma ya vivía allí. Los detalles del viaje permanecieron sepultados en la memoria hasta que cerca del aeropuerto vi el hotel Novotel, donde nos había alojado la línea aérea. Qué ideal me había parecido todo entonces: los Mercedes-Benz que se usaban como taxis para el aeropuerto, la extraña comida del bufet del hotel. Esa primera experiencia de Europa había sido un atisbo de una sofisticación y una riqueza impresionantes. Fuera del hotel yo había notado el orden grisáceo, la austera regularidad de las casas y la fría formalidad de la gente, frente a los cuales la vida estadounidense, con la que tendría el primer contacto pocas semanas después, me había resultado chillona.
Con Bruselas es fácil equivocarse. Uno piensa que es una ciudad de tecnócratas y, como fue tan fundamental en la formación de la Unión Europea, supone que es una ciudad nueva, construida o al menos ampliada para ese propósito. Bruselas es antigua —de un modo europeo peculiar que se manifiesta en la piedra— y la antigüedad está presente en la mayoría de las calles y barrios. Las casas, puentes y catedrales de Bruselas se libraron de los horrores caídos sobre las planicies de labranza y los bosques de Bélgica, que soportaron los peores embates de las numerosas guerras libradas en el territorio. En el Somme, en Ypres, y antes en Waterloo, tuvieron lugar unas carnicerías y una destrucción de una ferocidad insólitas en la historia.
Precisamente en esos teatros, tan prácticamente situados en la intersección de Holanda, Alemania, Inglaterra y Francia, se representaron las fatales disputas de Europa. Pero ni Brujas, ni Gante, ni Bruselas habían sido bombardeadas. Claro está que en este modo de supervivencia desempeñó su papel la rendición y la negociación con las potencias invasoras. Si durante la Segunda Guerra Mundial los gobernantes de Bruselas no la hubiesen declarado ciudad abierta y por lo tanto exenta de bombardeos, tal vez habría quedado reducida a escombros. Podría haber sido otra Dresde. Lo cierto es que permaneció como una visión de los períodos medieval y barroco, una vista sólo interrumpida por las monstruosidades arquitectónicas que erigió Leopoldo II a fines del siglo XIX.
Ahora la ciudad estaba sitiada por la melancolía de un invierno suave y de la piedra gris. En cierto modo era una ciudad a la espera, o bajo cristal, con tranvías y autobuses sombríos. Mucha gente, mucha más que la que yo había visto en otras ciudades europeas, daba la impresión de haber llegado poco antes de algún lugar imbuido de sol. Vi ancianas con puntos negros pintados alrededor de los ojos, las cabezas envueltas en pañuelos negros, y también mujeres jóvenes con velo. El islam más conservador estaba permanentemente a la vista, aunque yo no discernía la causa: Bélgica no había tenido una relación colonial fuerte con ningún país del norte de África. Pero ésta era ahora la realidad europea de fronteras flexibles.
Estoy seguro de que el «cuatro por ciento de árabes y africanos» de Mayken pretendía ser un sarcasmo, pero, a juzgar por lo que yo veía, bien habría podido ser una estimación modesta. Hasta en el centro de la ciudad, o sobre todo allí, un buen número de personas parecían ser de algún lugar de África, tanto del Congo como del Magreb. Como descubriría muy pronto, en algunos tranvías los blancos eran una minoría ínfima. Pero no fue así con la multitud taciturna con que me encontré en el metro unos días después de haber llegado. Venían de una manifestación en el Atomium en protesta contra el racismo y la violencia en general, pero en particular contra un asesinato ocurrido mucho antes, en abril de ese año. Un chico de diecisiete años, después de negarse a dar su reproductor de MP3, había sido apuñalado por otros dos jóvenes en la Estación Central. Aquello había sucedido en un andén repleto, a hora punta, con docenas de personas alrededor, y en los días siguientes se había discutido mucho sobre por qué nadie había hecho nada para ayudar al muchacho. Era flamenco; los asesinos, según los informes, eran árabes. Temiendo una reacción racista, el primer ministro había llamado a la calma, y el obispo de la ciudad, en su homilía del domingo, había reprobado a una sociedad tan indiferente que todos los testigos se habían negado a ayudar a un chico moribundo. ¿Dónde estabais vosotros ese día a las cuatro y media?, había fustigado a la apretada grey de la catedral de Les Saints Michel et Gudule.
El vapuleo del obispo había tenido una respuesta inmediata y apasionada del Vlaams Belang (el partido de la derecha flamenca) y sus simpatizantes. Famosos columnistas habían adoptado un tono lastimero y se habían quejado de racismo inverso. Se estaba culpando a las víctimas, decían, el problema no eran los paseantes despreocupados sino los extranjeros que cometían los crímenes. Más fácil era que a uno lo castigasen por cometer una infracción con la bicicleta que por robársela a otro, porque la policía temía que la acusaran de racismo. Un periodista había escrito en su blog que la sociedad belga estaba harta «de los asesinatos, los robos y las violaciones de los vikingos del norte de África» y algunos de los principales medios lo habían citado elogiosamente. Los esfuerzos que la comunidad musulmana de Bruselas había hecho por curar la herida, como repartir pan casero entre los asistentes a la misa funeral por el chico asesinado, habían provocado una respuesta furiosa de la derecha. Más tarde, en las elecciones, el caudal de votos por el Vlaams Belang había vuelto a crecer, consolidando así su posición como partido posiblemente mayoritario del país. Sólo las alianzas de los otros grupos lo habían mantenido fuera del poder. Pero resultó ser que los asesinos del caso de la Estación Central no eran árabes ni africanos: eran ciudadanos polacos. Se debatió un poco si no serían roma, gitanos. A uno de ellos, que tenía dieciséis años, lo arrestaron en Polonia; el compañero, de diecisiete, fue detenido en Bélgica y extraditado a su país, y con su partida se disiparon algunas de las crispaciones que había suscitado el caso.
Pero había otros incidentes atroces. Yo estuve allí a finales de 2006, un año en que varios episodios de odio criminal habían redoblado la tensión que experimentaban los habitantes no blancos. En Brujas, cinco skinheads habían dejado a un francés negro en coma. En Amberes, un chico de dieciocho años se había afeitado la cabeza y, después de despotricar contra los makakken, se había encaminado al centro de la ciudad con un rifle Winchester y había empezado a disparar. Había herido gravemente a una muchacha turca y matado a una niñera de Mali y al niño flamenco que la mujer cuidaba. Días después había puntualizado que se arrepentía de haber matado por accidente al niño blanco. En Bruselas un hombre negro había quedado ciego y paralítico tras un ataque a una gasolinera. El paradójico resultado de estos crímenes fue que hasta partidos políticamente del centro como el Demócrata Cristiano empezaron a inclinarse a la derecha y adoptar el lenguaje del Vlaams Belang para complacer al votante descontento con la inmigración. El país estaba atenazado por incertidumbres, hasta el visitante percibía el clima de anomia.
Fui al parque del Cincuentenario. La escala de los monumentos envueltos en la niebla parecía aún mayor. Las arcadas de por sí gigantescas se disparaban vertiginosamente a lo alto y las cumbres se perdían en tenues velos blancos, y delante y más allá de ellas las hileras de árboles, rígidos como centinelas, se alargaban hacia la eternidad. Construido por un rey sin corazón, el parque también era de una escala inhumana. Un puñado de turistas, tan empequeñecidos por los monumentos que vistos de lejos parecían juguetes, vagaban en silencio tomando fotos. Cuando estuvieron cerca oí que hablaban en chino.
Eran las cuatro y media, caía la noche y había un frío aire brumoso. En la linde sudeste del parque se encontraban Etterbeck y la estación de metro de Mérode, un complejo surtido de calles, vías tranviarias y carteles, pero en Nochebuena había muy poca gente. En el parque, justo enfrente de los Museos Reales de Arte e Historia, que al principio yo había tomado por los más famosos Museos Reales de Bellas Artes, había un caballo de gran cabeza junto a un coche de tiro con el letrero POLICÍA, pero no había agentes de policía a la vista y el museo estaba cerrado. Bajo la arcada había una placa de bronce con los retratos en relieve de los cinco primeros reyes belgas: Leopoldo I, Leopoldo II, Alberto I, Leopoldo III y Balduino, y más abajo una inscripción que decía: HOMENAJE A LA DINASTÍA CON EL RECONOCIMIENTO DE BÉLGICA Y EL CONGO, MDCCCXXXI. No triunfo, pues, sino gratitud, o gratitud por los triunfos logrados. De pie, bajo el soportal, observé a la familia china subir a su coche. Se alejaron dejándonos sólo a mí y al paciente caballo. Éramos los dos animales vivos del lugar y con cada aliento la bruma fría nos entraba en los pulmones. Yo estaba ahí, me pareció, sin ningún propósito, a menos que estar juntos ahora mi oma y yo en el mismo país (siempre y cuando ella aún estuviese viva) fuera en sí mismo un consuelo.
Durante aquellos primeros días en Bruselas hice algunos desganados esfuerzos por encontrarla. No tenía idea de por dónde empezar. Los listines telefónicos no ayudaron en nada: ni en el del apartamento ni en otro que consulté en una cabina figuraba ninguna Magdalena Müller. Por un momento consideré la posibilidad de recorrer hogares de ancianos, y de pronto me invadió una repentina vergüenza irracional por hablar muy mal en francés y no saber una palabra de flamenco. A cinco minutos de caminata de mi apartamento, en la planta baja de un edificio angosto, había un local de teléfonos e internet. Fui allí con la esperanza de buscar un poco en la red.
El local contenía una hilera de cubículos de madera para llamadas telefónicas y una docena de ordenadores. El hombre que atendía el mostrador debía de tener poco más de treinta años. Estaba bien afeitado y tenía una cara delgada, agradable, y el pelo negro y lacio. Me señaló un ordenador cerca del fondo. Encontré enseguida el portal de Bélgica. Para mi sorpresa el sitio surgió en inglés y me apresuré a entrar los términos de la búsqueda: Magdalena Müller. El resultado arrojó muchas personas llamadas Magdalena M.; en la lista figuraban varias más como M. Müller y dos como Magdalena Müller, pero con apellidos compuestos.
Salí del sitio y volví al mostrador. Comunicándome con el hombre en un francés accidentado, pagué el servicio, que ascendía a cincuenta céntimos por los veinticinco minutos de uso de internet.
Al día siguiente fui al local a comprobar mi correo y cuando hube acabado pagué. Pero esta vez, cuando iba a salir, sorprendí al dependiente preguntándole cómo se llamaba, en inglés. Faruk, dijo. Me presenté, dándole la mano, y añadí: ¿Cómo te van las cosas, hermano? Bien, dijo él con una rápida sonrisa turbada. Ya en la calle me pregunté cómo le habría caído una familiaridad tan agresiva. También me pregunté por qué lo había dicho. Una nota en falso, decidí. Pero pronto cambié de idea. Como tendría que ir al local durante unas semanas, lo mejor era hacer amigos, y resultó que aquel intercambio marcó el tono del día siguiente.
Estaba muy concurrido. Faruk, que leía un libro en el mostrador, paraba para despachar a los que entraban o se iban. En todas las terminales había clientes y se oía a los que conversaban en las cabinas telefónicas. Yo llamé a Lagos a la hermana de mi padre, mi tía Tinu, y a amigos de Ohio. También llamé a Nueva York, al hospital, para aprobar y renovar algunas prescripciones. Una de ellas era la de V.: había estado tomando Paxil y Wellbutrin, sin que ninguno de los dos resultara, y últimamente yo había empezado a administrarle triciclos. Di los permisos necesarios a la enfermera jefa, que me dijo que V. quería saber cómo contactar conmigo. Estoy ilocalizable, dije yo, dígale que llame a la doctora Kim, la residente que me reemplaza. Luego, con el vigor que me daba borrar cosas de la lista, llamé a Recursos Humanos para revisar unos papeles relacionados con mis vacaciones: me dijeron que el departamento había adelantado el cierre y no volvería a abrir hasta el 3 de enero. Fastidiado, salí de la cabina y esperé a que Faruk terminara de despachar a otro cliente. Él miró la pantalla, me miró a mí y dijo: ¿Estados Unidos? Así es, dije yo, ¿y tú de dónde eres? De Marruecos, dijo él. ¿De Rabat? ¿De Casablanca? No, de Tetuán. Es una ciudad del norte. La que tengo aquí detrás.
Señaló una vieja fotografía en color, enmarcada en metal, de una vasta aglomeración de edificios blancos con un fondo de recias montañas verdes. Yo dije: Acabo de leer una novela de un escritor marroquí, Tahar Ben Jelloun. Sí, lo conozco, dijo Faruk, es muy famoso. Cuando iba a decir algo más, se acercó un cliente a pagar el uso del ordenador y, mientras hacía la cuenta, recibía el dinero y daba el cambio, capté tardíamente la nota de desaprobación que había habido en el «muy famoso». Me di cuenta de que el libro que leía Faruk estaba en inglés. Notando mi curiosidad, él lo giró. Era un comentario acerca del estudio Sobre el concepto de historia de Walter Benjamin. Es difícil, dijo, hay que concentrarse mucho. Aquí cuesta bastante. Se acercó otro cliente y Faruk cambió fluidamente al francés y luego al inglés de nuevo. Trata de cómo este hombre, Walter Benjamin, concibe la historia de un modo opuesto al pensamiento de Marx, aunque muchos lo consideran un filósofo marxista. Pero lo que te estaba diciendo es que Tahar Ben Jelloun escribe sobre cierta idea de Marruecos. No escribe sobre la vida de la gente, sino historias con un elemento oriental. Es una literatura que mitifica. Sin conexión con las vidas reales.
Yo lo escuchaba asintiendo y trataba de alinear ese barrio gris de Bruselas, el rumor de los negocios menudos, las cajas de chicles y dulces de envoltorios vistosos que había en un estante de la pared, con la sonrisa circunspecta del pensador que tenía delante. ¿Qué había esperado? No aquello. Un hombre que trabaja en una tienda, sí, claro, un hombre que trabaja en una tienda que abre el día de Navidad. Pero no aquello: el diáfano y seguro lenguaje intelectual. Aunque yo admiraba mucho las narraciones flexibles y nada sentimentales de Tahar Ben Jelloun, no contradije las observaciones de Faruk. Demasiado sorprendido, me limité a señalar tímidamente que acaso Ben Jelloun había capturado el ritmo de la vida cotidiana en la novela El hombre roto. Ese libro trataba de un funcionario de gobierno y su lucha interior con los sobornos. ¿Había algo más cercano a la vida corriente? El inglés de Faruk vino a derribar mi protesta con una sucesión de frases lúcidas. Yo no lograba seguirlo. No estaba diciendo que Ben Jelloun fuese complaciente con los editores occidentales, sugería que la función social de sus ficciones era sospechosa. Pero cuando me agarré a esa idea también la descartó y dijo, nada más: Hay otros escritores que conectan con la vida corriente y la historia del pueblo. Y esto no significa que estén vinculados con ideales nacionalistas. A veces son los nacionalistas quienes más los castigan.
Le pedí, pues, que me recomendara algo diferente, más acorde con su idea de la ficción auténtica. Faruk tomó solemnemente un papel del escritorio y en una cursiva lenta y serrada escribió: «Mohammed Choukri, El pan desnudo, traducido por Paul Bowles». Tras examinar un momento el papel, dijo: Choukri es rival de Ben Jelloun. Han tenido desacuerdos. Mira, algunos como Ben Jelloun llevan una vida de escritor exiliado, y esto les da… —Faruk hizo una pausa, pugnando por encontrar la palabra justa— a los ojos de los occidentales les da cierta poeticidad, si puedo decirlo así. Ser escritor exiliado es una gran cosa. Pero ¿qué es el exilio hoy, cuando todo el mundo va y viene a sus anchas? Choukri se quedó en Marruecos, viviendo con su gente. Lo que más me gusta de él es que era autodidacta, si es posible usar esta palabra. Se crió en la calle, y aprendió solo a escribir en árabe clásico pero, la calle no la dejó nunca.
Faruk hablaba sin la menor agitación. Aunque las distinciones que establecía se me escapaban un poco, me impresionaba lo sutiles que eran. Tenía la pasión de los jóvenes, pero una claridad meridiana, como de alguien que (me vino esta imagen a la cabeza) ha emprendido largos viajes. Esta serenidad suya me desconcertaba. Finalmente dije: Eso siempre cuesta, ¿no? Resistirse al impulso de hacer orientalismo, quiero decir. Porque, ¿quién publica a los que no consienten? ¿Qué editor occidental quiere un escritor marroquí o indio que no trate con la fantasía oriental o no satisfaga el deseo de fantasía? Al fin y al cabo para eso están Marruecos e India, para ser orientales.
Por eso para mí Said es tan importante, dijo él. Said, ¿sabes?, era joven cuando oyó aquellas afirmaciones de Golda Meir sobre que el pueblo palestino no existe, y desde que lo oyó se sintió implicado en la cuestión palestina. En aquel momento comprendió que la diferencia no se acepta nunca. Eres diferente, vale, pero nunca se ve esa diferencia como depósito de un valor propio. La diferencia como entretenimiento orientalista está permitida, pero la diferencia con valor intrínseco no. Ya puedes esperar una eternidad que nadie te concederá ese valor. Voy a contarte algo que me pasó en clase.
Faruk abrió la caja registradora. Yo deseé que los clientes pararan de interrumpirnos. Por un momento, también, pensé si debía corregirle la cita de Golda Meir, que era levemente incorrecta. Pero no andaba por terreno seguro y él continuó como si no hubiera habido interrupciones. Durante una discusión de filosofía política, me contó, se nos hizo una pregunta. Teníamos que elegir entre Malcolm X y Luther King y el único que eligió a Malcolm X fui yo. Toda la clase se me puso en contra. Venga, decían, lo eliges a él porque era musulmán igual que tú. Vale, sí, soy musulmán, pero la razón no es ésa. Lo elijo porque concuerdo con él filosóficamente y disiento con Martin Luther King. Malcolm X reconocía que la diferencia contiene un valor en sí y que hay que luchar para que prospere. A Luther King lo admira todo el mundo y él quiere unir a todos, pero la idea de que hay que ofrecer la otra mejilla para mí no tiene ningún sentido.
Es una idea cristiana, dije. Ten en cuenta que era un hombre de iglesia, sus principios vienen de una concepción cristiana. Exactamente, dijo Faruk. Es una idea que yo acepto. Siempre se espera que sea el Otro victimizado el que anule la distancia, el que aporte las ideas nobles, yo discrepo con esa expectativa. A veces funciona, pero sólo si tu enemigo no es un psicópata. Hace falta un enemigo capaz de avergonzarse. A veces me pregunto adonde habría podido llegar Gandhi si los ingleses hubieran sido más brutales. Si hubieran estado dispuestos a matar masas de manifestantes. Ése es el límite para la resistencia digna. Pregúntales si no a los congoleños.
Faruk se rio. Yo miré mi reloj, aunque en realidad no tenía adonde ir. El Otro victimizado: qué extraño, pensé, que usara una expresión así en una conversación casual. Y sin embargo había tenido un eco mucho más profundo que si la hubiese dicho en una situación académica. Se me ocurrió, al mismo tiempo, que la conversación había transcurrido sin la habitual charla intrascendente. Él no dejaba de ser el dependiente de un local. También era estudiante, o lo había sido, pero ¿de qué? Allí estaba, anónimo como Marx en Londres. Para Mayken y para innumerables ciudadanos como ella sería un árabe más, objeto de una rápida mirada de sospecha en el tranvía. Y de mí él tampoco sabía nada, salvo que hacía llamadas telefónicas a Estados Unidos y a Nigeria, y que había ido al local tres veces en cinco días. Los detalles biográficos habían sido irrelevantes para nuestro encuentro. Le tendí la mano y dije: Espero que podamos seguir conversando, paz. Yo también lo espero, dijo él, paz.
Volviendo a pensar en las afirmaciones de Mayken, decidí que me había equivocado. Lo que Faruk recibía en el tranvía no eran rápidas miradas de sospecha. Era un miedo apenas contenido que se cocía a fuego lento. La clásica idea sobre el inmigrante, que lo mostraba como enemigo en la competencia por unos recursos escasos, convergía ahora con un renovado miedo al islam. En 1430, al retratarse con un gran turbante rojo, Jan van Eyck había dado testimonio del multiculturalismo de la Gante del siglo XV, de que el extranjero no era en absoluto insólito. Turcos, árabes, rusos: todos habían sido parte del vocabulario visual de la época. Pero el extranjero había permanecido extraño y se había convertido en pantalla de nuevos descontentos. Barrunté, también, que yo estaba en una situación no radicalmente distinta de la de Faruk. Dada mi apariencia —el extranjero oscuro, adusto, solitario—, era blanco del encono rudimentario de los defensores de Vlaanderen. Si me sorprendían en algún lugar donde no debía estar, podían tomarme por un violador o un «vikingo». Pero los portadores del encono nunca sabrían cuán barato era. No tenían sensibilidad para entender la fútil vulgaridad de una violencia que obraba en nombre de una identidad monolítica. Esta ignorancia era un rasgo que compartían jóvenes iracundos de todo el planeta y sus viejos, políticamente poderosos, adalides retóricos. Así que tras aquel diálogo, como medida de precaución, reduje la extensión de mis caminatas nocturnas por Etterbeeck. También resolví no volver a los bares exclusivamente de blancos ni a restaurantes familiares de los barrios más tranquilos.
Cuando volviese al local esperaba hablar con Faruk sobre el Vlaams Belang y cómo se había vivido en la estela de los actos de violencia. Pero la siguiente vez que fui él estaba conversando con otra persona, un marroquí que aparentaba unos cuarenta y tantos años. Los saludé con un movimiento de cabeza, entré en una cabina y puse una llamada a Nueva York. Cuando salí seguían hablando. El otro hombre me hizo la cuenta y Faruk dijo: Amigo, amigo, ¿cómo estás? Pero de repente se me ocurrió que, aun si hubiese estado solo, no me habrían dado ganas de conversar. El también estaba dominado por el encono y la retórica. Lo vi claramente, por atractivo que fuese su lado del espectro político. Una violencia cancerosa había carcomido toda idea política, se había apoderado de las ideas mismas y, para muchos, lo único que importaba era la voluntad de hacer algo. La acción llevaba a la acción, libre de anclajes, y la forma de captar la atención de los jóvenes y reclutarlos para la causa propia era estar enfurecido. Parecía como si sólo se pudiese eludir el señuelo de la violencia no teniendo causas, aislándose espléndidamente de cualquier lealtad. Pero ¿no se cometía entonces una falta ética más grave que la ira?
Un euro justo, dijo el hombre mayor en inglés. Pagué y me fui.