SIETE

El invierno se ahondó sin hacerse apreciablemente más frío. Yo había decidido definitivamente que emplearía todas mis vacaciones, poco más de tres semanas, para viajar a Bruselas. Como había acumulado demasiados días para ir a un hotel, o incluso a un albergue, alternativa razonable, busqué por internet y encontré un estudio en alquiler en un barrio céntrico de la ciudad. Por lo que se veía en las fotos, era rudimentario al punto de lo espartano, y por lo tanto ideal para mis propósitos. Intercambié unos emails con una mujer llamada Mayken y, una vez arreglada la cuestión del hospedaje, compré un billete para la semana siguiente.

En el avión me tocó sentarme al lado de una señora de edad. Era mayor que mi madre, pero tal vez no tanto como para ser mi abuela. Nos habíamos acomodado en silencio y, cuando me llegó por primera vez, la voz de ella brotó de la oscuridad. Yo tenía los ojos cerrados, estaba aliviado de haber acabado la larga jornada de preparativos después de trabajar la noche anterior. Todo el proceso de hacer las maletas, coger el metro al aeropuerto JFK, enfrentarme con el desorden de las masas en vacaciones y dominar la furia contra los ineptos empleados de embarque de la Terminal 3 había transcurrido en una bruma de fatiga. Por fin, sentado en el avión, me recliné a dormir un rato antes aun de que los otros pasajeros hubieran guardado el equipaje u ocupado sus sitios.

Por lo general habría sentido curiosidad por la persona que iba a mi lado, una curiosidad que casi siempre terminaba en decepción. Pronto habría querido liquidar la charla trivial y, una vez firmemente establecida la ausencia de intereses mutuos, volver al libro que estaba leyendo. Esta vez, sin embargo, cuando llegó mi compañera de vuelo ya me había dormido. Tenía puesto un antifaz y sólo cuando ya estábamos en el aire y oí el tintineo del carrito de las bebidas, reviví y me descubrí la cara. No abrí los ojos enseguida. Intentaba decidir si interrumpiría el sueño por una comida de avión, y no conseguía decidirlo. Entonces oí la voz, una mesurada voz de mujer mayor. Qué envidia me da la gente como usted, dijo. Ojalá yo fuese capaz de dormirme en cualquier situación.

Lo que vi al abrir los ojos era una persona de pelo gris, tan fino que parecía como si hubiese perdido no meramente el color, sino la sustancia misma. Bajo esa frágil corona el rostro era angosto y arrugado y estaba cubierto de manchitas hepáticas. Pero había firmeza en la boca y la mandíbula, prominencia en la frente y agudeza en los ojos. Indudablemente, durante la mayor parte de su vida había sido muy hermosa. Lo primero que hizo cuando me quité el antifaz fue guiñar un ojo, cosa que me dejó atónito, pero a la que respondí sonriendo. Estaba vestida sencillamente con un sweater de lana de color tostado, pantalones a cuadros y zapatos náuticos de cuero marrón. Llevaba una doble ristra de perlas pequeñas y pendientes de perlas. Tenía en las rodillas un libro que había señalado con el índice: El año del pensamiento mágico. Aunque yo no lo había leído, sabía que era el relato de Joan Didion sobre cómo había llegado a aceptar la pérdida repentina de su marido. La doctora Maillotte (en realidad no me dijo cómo se llamaba hasta una hora después) llevaba una alianza.

A mí suele costarme mucho dormir cuando hay ruido, dije yo, así que le confieso que también envidio a esa gente. Ella se alegró y dijo: Bueno, a veces es absolutamente necesario. Por cierto, ¿prefiere hablar en inglés o en francés? Recordé, mientras volábamos sobre Long Island, que los anuncios de cabina ya estaban en tres idiomas, y le dije que mi francés era muy malo. Me preguntó de dónde era. Vaya, Nigeria, dijo, Nigeria. Nigeria. Hombre, yo conozco a una cantidad de nigerianos y, realmente, debo decirle que muchos son arrogantes. Esa manera de hablar me dejó pasmado: la franqueza sin concesiones, el riesgo de alejar al interlocutor. A la edad que tenía, supuse, ya había dejado de preocuparle qué pensaran los demás. Sin duda esa franqueza habría podido caer mal viniendo de alguien más joven, pero en el caso de ella no había peligro.

En cambio los ghaneses, continuó la doctora Maillotte, son mucho más tranquilos, más fáciles de tratar. No tienen un concepto tan alto de su lugar en el mundo. Bueno, supongo que es verdad, dije yo, somos un poco agresivos, pero creo que es porque queremos prosperar, hacer notar nuestra presencia. Nos creemos los japoneses de África, sin una tecnología deslumbrante. Ella se rio. Cerró el libro y cuando llegó el carrito de la cena los dos elegimos el pescado —salmón al microondas, patatas, tostadas— y comimos en silencio. Luego le pregunté qué hacía. Soy cirujana, dijo, ahora me he jubilado, pero durante cuarenta años hice cirugía gastrointestinal en Filadelfia. Le conté que yo hacía la residencia y ella nombró a un psiquiatra. Hombre, en un tiempo estaba allí, tal vez ahora se ha ido. De todos modos esto fue hace mucho. ¿Atendió usted alguna vez en el hospital de Harlem? Negué con la cabeza y le dije que había estudiado fuera del estado. Sólo se lo menciono porque hace poco tuve allí unas consultas, dijo ella. Estoy retirada pero quería participar en algo voluntario, así que estuve en Harlem. Antes fui un poco injusta, añadió, he de decir que los internos nigerianos son excelentes. Oh, descuide, dije yo, he oído cosas mucho peores. Pero dígame, en el hospital de Harlem no hay muchos internos americanos, ¿no? Hombre, unos pocos tienen, pero sí, la mayoría son africanos, indios, filipinos, y de verdad que es un ambiente muy bueno. Algunos graduados extranjeros tienen mucha mejor formación que los que pasaron por el sistema estadounidense, para empezar tienden a ser notablemente capaces para el diagnóstico.

Tenía una dicción precisa y un acento apenas vagamente europeo. Me contó que se había formado en Lovaina. Pero para enseñar allí hay que ser católico, comentó con una risita. Nada fácil para una como yo: siempre he sido atea y siempre lo seré. En fin, al menos es mejor que la Universidad Libre de Bruselas, donde si una no es masona no consigue nada. En serio: la fundaron los masones y todavía es una especie de mafia de ellos. Pero Bruselas me gusta, sigue siendo mi casa, después de tantos años. Tiene sus desventajas. Para empezar es daltónica, cosa que Estados Unidos no es. Desde que me jubilé he pasado allí tres meses al año. Sí, tengo un piso, pero prefiero ir a la casa de unos amigos. Tienen una casa grande en el sur de la ciudad, en Uccle. ¿Usted dónde se aloja? Ah, pues muy bien, no le cae lejos, tiene que ir hacia el sur desde el parque Léopold y ése es el barrio. Si tuviera un mapa se lo mostraría.

Y entonces, como si hablar de Bruselas le hubiera entreabierto suavemente una puerta en la memoria, dijo: Durante la guerra Bélgica fue estúpida. La Segunda Guerra Mundial, quiero decir, no la Primera. Yo nací mucho después de la Primera. Ésa fue la guerra de mi padre. Pero para la Segunda Guerra Mundial yo estaba a punto de entrar en la adolescencia, y esos malditos alemanes, me acuerdo de cuando entraron en la ciudad. En realidad la culpa la tuvo Leopoldo III, se equivocó en las alianzas, o mejor dicho se negó a hacer las alianzas correctas, pensó que de ese modo iba a ser más fácil defender el país. Era un viejo idiota. Había un canal que iba de Amberes a Maastricht, ¿sabe usted?, y una línea de fortificaciones de hormigón, y supuestamente eso iba a ser la defensa perfecta, esa línea. La idea era que llevar un ejército por agua sería demasiado difícil. ¡Claro que los alemanes tenían aviones y paracaidistas! Dieciocho días, nada más, y los nazis entraron marchando, y se quedaron, como parásitos. El día que al fin se fueron, el día que acabó la guerra para Bélgica, fue el día más feliz de mi vida. Yo tenía catorce años y lo recuerdo a la perfección. No me olvidaré de ese día mientras viva y nunca seré más feliz que ese día. Y en este punto hizo una pausa, extendió la mano y dijo: Supongo que debo presentarme. Annette Maillotte.

Luego siguió, al parecer sumergiéndose cada vez más en su memoria, y me habló de su infancia, de lo difíciles que habían sido las cosas durante la guerra, de cómo Leopoldo III había negociado con Hitler mejores raciones, de la devastación del campo cuando acabó la guerra, de las figuras tambaleantes que cubrían el paisaje e iban de casa en casa mendigando comida y abrigo, de su decisión de hacerse médico y la subsiguiente formación en cirugía, algo inusual para las mujeres de entonces. No sé cómo, mientras hablaba yo veía en ella la presencia de la muchacha resuelta.

Debía ser usted muy decidida, dije. Hombre, no, no, una no piensa así, dijo ella, simplemente encuentra lo que ha de hacer, lo hace y punto. En realidad no hay ninguna oportunidad de parar a elogiarse, así que decidida no es lo que yo diría. Yo asentí. La escuchaba y sentía que el hecho objetivo de su edad —si había tenido quince años al acabar la guerra, había nacido en 1929— se relacionaba indirectamente con el de su vitalidad mental y física. En ese momento el personal de vuelo vino a retirar las bandejas y la doctora Maillotte volvió a abrir su libro. Yo bajé la luz que daba a mi asiento y, cerrando los ojos, imaginé la gélida noche atlántica debajo de nuestra carrera.

Aunque estaba cansado me las arreglé para dormir a rachas, y a las pocas horas desperté con dolor de cuello. La doctora Maillotte también debió de dormir, pero cuando me desperté estaba leyendo de nuevo. Le pregunté qué tal era el libro. Es bueno, sí, dijo ella, asintiendo, y volvió a la lectura. Le hice seña de que necesitaba ir al lavabo y me disculpé por molestarla. Ella se puso de pie en el pasillo y seguía de pie cuando regresé. Tengo que mantener la circulación, dijo, es especialmente importante cuando una tiene mi edad. Una vez me hube sentado, dijo: ¿Conoce usted Heliópolis? Está en Egipto, en las afueras de El Cairo. Helio-Polis significa ‘ciudad del sol’, ‘ciudad-sol’. Bien, le conté que en Bruselas voy a alojarme en casa de un amigo. Se llama Grégoire Empain y nos conocimos cuando éramos jóvenes, como a los veinte años, y su abuelo construyó Heliópolis.

Si alguna vez tiene la oportunidad de ir, no deje de hacerlo. Es un sitio fantástico, y el ingeniero que lo diseñó y lo construyó fue Edouard Empain, o el barón de Empain, como lo llaman. Fue en 1907. Era realmente una capital de lujo, con anchas avenidas y grandes jardines. Hay un edificio llamado Qasr Al-Baron, el palacio del Barón, que se construyó a partir del modelo del Angkor Wat de Camboya y también de un templo hindú, uno en particular, no recuerdo el nombre. Y, ¿sabe?, ahora ese sitio es el suburbio más importante de El Cairo, de hecho está dentro de los límites de la ciudad. Allí vive hoy el presidente de Egipto. Pero los Empain tienen una disputa con el gobierno egipcio porque parte de Heliópolis les pertenece y están tratando de reclamarla, o de que al menos los indemnicen.

En cualquier caso, la familia sigue siendo rica, una de las más ricas de Egipto. El barón de Empain fue un gran industrial —no sólo construyó Heliópolis, sino también el metro de París cuando los belgas no le dejaron construir uno en Bruselas— y el hijo era industrial también. El nieto Grégoire es modesto, no le gusta ser el centro de atención. Pero Grégoire tiene un hermano, Jean, y ése es otra historia.

A mí me enloquecía esquiar, y a mi marido también, a todos mis hijos, e íbamos a Mont Blanc con Grégoire, Jean y sus hermanas, y esquiábamos en Chamonix, en Megève. No Negev, eso es en Israel, sino Megève, cerca del Mont Blanc, en los Alpes suizos. Y allí los Empain tenían un chalet enorme por donde pasaba toda clase de gente, sabe, como Jean-Claude Aaron o Edmond de Rothschild, de los Rothschild franceses. Y siempre me divierte pensar que una vez estuvo allí la reina de Suecia, y la pobre fue con su marido, y me parece, vea usted, que ella no tenía ni idea de que el sujeto era un mariposón. Para todo el mundo era evidente pero ella no se enteraba, le pasó por alto. Pues bien, nosotros íbamos al chalet pero no porque hubiese esa gente, sólo porque allí se esquiaba bien. Y de tanto en tanto yo necesitaba salir de Estados Unidos, ese país terrible, hipócrita, santurrón. A veces realmente no lo soporto.

Pero déjeme que le hable del hermano de Grégoire, Jean. No es tan tranquilo como Grégoire, todo lo contrario, le gusta alternar con la gente chic. Él heredó el título. Ahora el barón de Empain es él, y lo que le va son los coches deportivos, las familias reales, ser amigo de multillonarios, ese tipo de cosas. Pero pobre individuo, a fines de los setenta salió en todos los periódicos. Lo secuestraron, sabe usted, creo que fue en 1978, lo tuvieron dos meses. Grégoire y toda la familia estaban fuera de sí, desde luego. Los secuestradores eran franceses y pedían algo así como ocho o nueve millones de dólares, una cantidad de dinero absurda, pero no imposible para los Empain. La familia estaba dispuesta a pagar. Pero por entonces había habido un montón de secuestros, durante todos los setenta, y el gobierno francés tenía una política estricta de no negociar, no pagar. Así que los secuestradores, creo que uno se llamaba Duchâteau…, tiene gracia que lo recuerde, pero comprenda que nosotros seguíamos la historia con mucha intensidad por los periódicos, día a día… Bien, lo que dijeron Duchâteau y sus compinches fue: el dinero hace libres. Qué ridículo, ¿no?, parecían filósofos, pero lo decían en serio, y como el dinero no les llegaba le rebanaron a Jean el meñique, lo metieron en un sobre y se lo mandaron a la mujer. Se lo cortaron con un cuchillo de cocina, sin anestesia, y amenazaron con cortarle un dedo más por cada día de demora en el pago. Pero los negociadores se negaron y por alguna razón los secuestradores no cumplieron con la amenaza. Al final la policía logró tenderles una emboscada, mataron a uno, capturaron a los otros dos y liberaron a Jean.

Créame que para la familia fueron dos meses de infierno. Y no recuerdo dónde, Duchâteau había escrito: tal vez sean unos papelillos insignificantes, pero significan todo: el dinero hace libres. Si usted ve a Jean ahora, notará que donde estaba el meñique tiene un muñón pequeño. Pero si le pregunta, él le dirá que lo peor no fue la amputación, fue el frío. Creo que durante los dos meses pasó un frío espantoso: lo hacían dormir en una tienda que habían montado en una habitación sin estufa. Y sin luz, para que no reconociese a los raptores. Frío y oscuridad. Por esos trocitos de papel, ¿qué le parece?

Había amanecido. Volábamos con un banco de nubes arriba y un banco de nubes debajo y Europa estaba cerca. Le pedí a la doctora Maillotte que me hablara más de sus hijos. Son todos médicos, dijo ella, los tres, como mi marido y yo. Pienso que es lo que querían, pero ¿quién sabe? El mayor, pues… el año pasado tenía treinta y seis cuando murió. Acababa de terminar la residencia de radiología. Cáncer de hígado, un deterioro muy rápido. Ver morir a un hijo es algo imposible de superar. Estaba casado, tenía una niña de tres años. Fue imposible, todavía lo es. De los otros dos, uno está en California y el otro en Nueva York. Son los menores. Y mi marido está conmigo en Filadelfia, es cardiólogo y también se ha jubilado, hace poco.

Un silencio cayó sobre nosotros. Y usted, dijo ella, cuénteme, ¿por qué va a Bruselas? ¡Raro lugar para las vacaciones de invierno! Yo sonreí. La otra posibilidad era Cozumel, dije, pero no sé bucear. Bien, dijo ella, aquí tiene el número telefónico de Grégoire, son personas amistosas, ¿sabe usted?, no se dan aires. Yo estaré allí seis semanas, tal vez ocho. Debe venir a cenar con nosotros. Le agradecí la invitación y le dije que la tendría en cuenta. Y mientras miraba el número que ella me había apuntado pensé en el metro de París, esa expresión de optimismo y progreso, y en la ciudad del antiguo Egipto que también había sido conocida como Heliópolis, antes de que el barón de Empain construyera su versión, y en el viaje subterráneo, los millones de personas que nos movemos por el subsuelo de las ciudades, habitantes de una época en que, por primera vez, para los humanos es normal recorrer grandes distancias bajo tierra. También pensé en los innumerables muertos, en las ciudades olvidadas, las necrópolis, las catacumbas. El capitán anunció en inglés, francés y flamenco que estábamos a punto de aterrizar y, después de atravesar la masa de nubes de abajo, vi desplegarse la ciudad en un paisaje chato.