Fue idea de mi padre que yo asistiera a la EMN, la Escuela Militar Nigeriana de Zaria. Era una institución distinguida, que no dirigía su política de admisión preferentemente a hijos de soldados y tenía fama de inculcar disciplina a los adolescentes. Disciplina: entre los padres nigerianos la palabra obraba con la fuerza de un mantra y había cautivado al mío, que no tenía formación militar y de hecho sentía un gran desprecio por la violencia institucional. La idea era que, en seis años, allí transformarían a un inconstante niño de diez años en un hombre con todo el temple y la fuerza que entrañaba la palabra soldado.
Yo no me oponía a ir. En el plano académico King’s College era una institución más prestigiosa, pero estaba demasiado cerca de casa y eso no nos cuadraba ni a mí ni a mis padres, y, como fuese, marcharme a un sitio tan lejano en el norte como Zaria prometía sus propias libertades. Debió de ser en julio de 1986 cuando mis padres me llevaron en coche hasta allí para la entrevista de una semana. Yo nunca había estado en el norte de Nigeria y el amplio territorio desértico, con árboles bajos y arbustos apergaminados, bien podría haber sido otro continente, tan distinto era del caos de Lagos. Pero también era parte de un país único donde el mismo polvo rojo soplaba sin cesar desde Yorubalandia hasta el califato de Hausa.
Nuestra cohorte de entrevistados consistía en ciento cincuenta muchachos. Provenían desde todas las regiones del país y casi ninguno había estado antes lejos de su casa. Un día, caminando con otros dos chicos por uno de los recintos de la escuela, vi una mamba negra. La serpiente nos miró un momento y rápidamente desapareció en la maleza. A uno de mis compañeros lo desquició tanto el miedo que se puso a llorar. Juró que no volvería nunca y acabó yendo a una escuela diurna en Ibadán, donde vivía la familia. Fue lo mejor que podía pasarle: nunca habría sobrevivido en Zaria, donde las serpientes venenosas eran la menor de nuestras preocupaciones.
Me admitieron, y envié mis datos de inscripción. En septiembre mis padres me llevaron de nuevo. Recuerdo que en ese segundo viaje, sentado en el asiento trasero, me debatí conmigo mismo por mi incondicional lealtad a mi padre y por la creciente antipatía que sentía por mi madre. Ellos habían sellado entre sí una suerte de paz, después de una disputa que me habían ocultado, pero yo había tomado parte por él y estaba herido. Durante el conflicto mi madre se había vuelto fría hasta dar miedo, no sólo con mi padre, sino con casi todos los de su medio. Luego se repuso y siguió adelante. Se interesó otra vez por la Nigeria que la rodeaba, el país que amaba pero al cual nunca pudo pertenecer. Cuando murió mi padre, un par de años después, la vaga sensación de rencor que había surgido en mí durante la pelea entre ellos se hizo más dura, aunque, hasta donde recuerdo, nunca llegué a culpar a mi madre por la muerte de él.
La EMN fue un giro decisivo: el nuevo horario, las privaciones, la forja de amistades y las rupturas de patio de escuela y, sobre todo, las interminables lecciones en donde uno ocupaba un sitio en la jerarquía. Éramos todos muchachos, pero algunos muchachos eran hombres, tenían autoridad natural, eran atléticos, o inteligentes, o de familias ricas. Con ninguna de esas cosas bastaba, pero me quedó claro que no éramos todos iguales. Había entrado en una extraña vida nueva.
En febrero del tercer curso a mi padre le diagnosticaron tuberculosis y en abril murió. Nuestros parientes, en especial los parientes de mi padre, histéricos, aparecían en exceso, demasiado ansiosos por ayudar y mostrar cuánto les dolía la situación, pero mi madre y yo los contuvimos estoicamente. Esto tuvo que haberlos desconcertado. Pero ellos no sabían que en ese estoicismo no había unión, porque entre nosotros hablábamos poco y nuestras miradas estaban llenas de oscuridad. Una sola vez yo rompí el silencio. Le dije a mi madre que quería ver a mi padre, pero no el cadáver en la morgue. Estaba pidiendo que lo devolvieran a la vida y a mí, fingiendo una inocencia que a los catorce años ya no tenía. Julius, dijo ella, ¿qué significa esto? Esa evidente simulación le pareció una crueldad y le partió doblemente el corazón.
El nombre de Julius me ligaba a otro lugar y, con mi pasaporte y mi color de piel, era una de las cosas que intensificaban en mí el sentimiento de ser diferente en Nigeria, o de permanecer al margen. Yo tenía un segundo nombre yoruba, Olatubosun, que no usaba nunca. Cada vez que lo veía en mi pasaporte o la partida de nacimiento me sorprendía un poco, como algo que pertenecía a otro pero llevaba mucho tiempo a mi cargo. Así que ser Julius en la vida diaria me confirmaba que no era totalmente nigeriano. Ignoro qué había esperado mi padre al ponerle a un hijo un nombre que homenajeaba a su esposa; seguramente a ella la idea no le gustó, como no le gustaba nada que naciera del sentimentalismo. Su propio nombre debía de provenir también de algún punto del linaje familiar, tal vez una abuela, una tía lejana, una olvidada Julianna, una ignota Julia o Julieta. Con poco más de veinte años había logrado huir de Alemania para refugiarse en Estados Unidos, y Julianna Müller se había convertido en Julianne Miller.
Aquel mes de abril en que murió mi padre, en el radiante pelo rubio de ella ya había atisbos de gris. Se había acostumbrado a usar un pañuelo, que solía echar hacia atrás de modo que dejaba a la vista la frente tersa y la primera pulgada de pelo. La tarde en que decidió hacerme partícipe de sus recuerdos lo llevaba puesto. No había ninguno de nuestros asistentes a la vista, ninguna de las tías y amigas que nos preparaban comida y cuidaban la casa. Estábamos en la sala los dos solos. Yo estaba leyendo un libro y ella entró, se sentó y, en un tono absorto pero no apresurado, empezó a hablar de Alemania. Recuerdo que era la voz de alguien que continúa una historia, como si la hubieran interrumpido y simplemente retomara el hilo. Cada vez que decía «Julianna» o «Julia» sin concesiones a la pronunciación inglesa se me hacía de pronto muy ajena. Entonces sentí que el odio abandonaba mi cuerpo y vi a esa mujer de pelo encanecido, ojos de un azul grisáceo y voz lejana que se había puesto a describir cosas muy remotas porque no podía hablar de la muerte que acababa de destrozarnos.
Yo no tenía nada que poner en el sitio de aquel rencor que se desvanecía. No sentía nada por las historias que me estaba contando ni por la nostalgia que había detrás de ellas. Me costaba concentrarme. Mamá hablaba de Magdeburgo, de su infancia, de cosas de las que yo tenía una idea apenas pálida, cosas que ella, vacilando, ponía ahora bajo una sombra más leve. Como no prestaba mucha atención, muchos detalles se me escapaban. ¿Me distraía porque estaba incómodo? ¿O sencillamente me sorprendía ese deseo repentino de desnudar su pasado? Sin dejar de hablar, ella sonreía un poco al evocar algún recuerdo, y al evocar otro fruncía un poco el ceño. Hubo una mención a una cosecha de arándanos, otra a un piano vertical que se negaba a mantenerse afinado. Pero, terminados los idilios, apareció una historia de sufrimiento: el sufrimiento de una niñez con poco dinero y sin padre. El padre no volvería de su prolongada guerra hasta comienzos de los cincuenta, cuando los soviéticos al fin lo liberasen: un hombre devastado y huraño. Después de aquello había vivido menos de una década. Pero la historia de mamá trataba de una herida más profunda, y a medida que la contaba fue ganando confianza, y empezó a dirigirse no a un hijo adolescente sino, me parece ahora, a un confesor imaginario.
Había nacido en Berlín sólo unos días después de que los rusos tomaran la ciudad, a comienzos de mayo de 1945. Por supuesto, no tenía memoria de los meses siguientes. No podría haber recordado la indigencia absoluta, la mendicidad y el vagabundeo con su madre por los escombros de Brandemburgo y Sajonia. Pero conservaba el recuerdo de haber sido consciente de aquel comienzo cruel: no el del sufrimiento, sino el recuerdo de saber que en el sufrimiento había nacido. Cuando por fin habían regresado a Magdeburgo, los horrores que había padecido durante la guerra cada pariente, cada vecino y cada amigo habían hecho más intensa la pobreza de la vida. La regla era reprimirse de hablar: nada de los bombardeos, nada de los asesinatos y las innumerables traiciones, nada de los que habían participado en aquello con entusiasmo. Sólo años más tarde, cuando me interesé en estas cosas por mí mismo, llegué a conjeturar que mi oma, embarazada de varios meses, había sido una de las incontables mujeres de Berlín violadas aquel año por los hombres del Ejército Rojo, que la particular atrocidad había sido tan extensa y completa que difícilmente ella había escapado.
No cabía imaginar que alguna vez ella y mi madre hubiesen hablado del tema, pero mamá debía de haberlo sabido, o sospechado. Había nacido en un mundo indescriptiblemente amargo, un mundo sin santidad. Era natural que décadas después, habiendo perdido un marido, desplazara el dolor de la viudez a aquella pena primaria y fundiera los dos dolores en uno solo. Yo la escuchaba a medias, incómodo por el temblor y la emoción. No llegaba a entender por qué me hablaba de su infancia, de pianos y arándanos. Años más tarde, mucho después de que nos alejáramos, intenté imaginarme los pormenores de aquella vida. Era un mundo de gente, experiencias, sensaciones y deseos totalmente desaparecido, un mundo del que, extrañamente, yo continuaba sin tener conciencia.
Por lo que recuerdo, ese día en casa fue la última vez que mi madre y yo tuvimos algo parecido a una conversación. La tarde fue un tiempo robado al tiempo. Después nos envolvió de nuevo el silencio, un silencio más fácil que permitía a cada uno expresar su pena particular. Pero otra vez se transformó en un silencio malo, y con los meses, en una grieta insalvable.
Después del funeral de mi padre yo volví al colegio con ganas. No actué de huérfano desvalido, no tuve tiempo. Un número sorprendente de compañeros de clase habían pasado por lo mismo, habían perdido padres por enfermedad o accidente. Al papá de un buen amigo lo habían matado en las ejecuciones que siguieron al fracasado golpe militar de 1976. Mi amigo nunca hablaba de eso, pero lo llevaba como una especie de insignia de honor. Lo que yo quería ese año era un sentimiento de pertenencia, y paradójicamente la pérdida lo enriquecía. Me lancé al entrenamiento militar, las clases, los ejercicios físicos, los ritmos de la preparatoria y el trabajo manual (cortar hierba con machete, hacer tareas en las granjas de maíz de la escuela). No es que la labor en sí misma me gustara —en absoluto—, pero el trabajo me parecía auténtico, encontraba en él algo de mí. Luego esa seriedad, que me estaba proporcionando una especie de virtud viril, quedó interrumpida por un incidente que, aunque en su momento pareció innecesariamente trágico, con el paso de los años se volvió cómico.
Todo empezó un día en la cantina, después del almuerzo, cuando nos habían librado para la siesta. Como siempre, yo había vuelto al dormitorio. Había por delante dos horas de tranquilidad a las que me había acostumbrado. Durante el primer año las había pasado inquieto, sin entender que a alguien le gustara dormir por la tarde, pero al tercero se habían vuelto gratos puntos de calma, calas en la intensidad de los días de escuela. Dormíamos en nuestros catres, sin mosquitero. A los novatos que charlaban o se negaban a dormir se los obligaba, y a un chico que pensó que la siesta era el momento ideal para masturbarse lo puso en su sitio un varazo del prefecto. Todo el mundo aprendía a dormir cuando dormir era la orden. Pero aquella tarde un tumulto me sacó de la cama mucho antes de que se cumpliesen las dos horas. Oí una voz que gritaba mi apellido y salté del catre. El del grito era Musibau, un suboficial de segunda. Era nuestro profesor de música y vivía en una de las habitaciones privadas que había entre las barracas.
Me agarró por el cuello y me arrastró al ancho pasillo central. Estaba loco de furia por algo que yo no lograba identificar. No se me ocurría nada, por lo que recordaba había sido una semana corriente. Se había reunido un grupo grande. Musibau era de cuerpo más bien pequeño, casi todos los muchachos mayores eran más grandes que él y a los catorce años yo lo igualaba en talla y complexión. Tenía tal fama de iracundo que por detrás lo llamábamos Hitler. ¿Por qué había terminado enseñando música a los chicos? Tal vez en un tiempo había estado en la Banda del Ejército Nigeriano. Ell King, decía, es un lieder de Frans Shuba. En sus clases nunca se escuchaba música, ni se explicaba el uso de los instrumentos, sino que nuestra educación musical consistía en memorizar hechos: cuándo había nacido Händel, cuando Bach, los títulos de los lieder de Schubert, las notas de la escala cromática. Fuera de un vago sentido de las respuestas correctas que convenía dar en los exámenes, ninguno de nosotros tenía idea de qué era en realidad una escala cromática ni de cómo sonaba.
Civil cabrón, dijo. Me robaste el periódico, gusano embustero. Hubo tenues silbidos en la barraca cuando la palma abierta de Musibau resonó contra mí nuca. Yo estaba mudo de confusión. Varias docenas de ojos observaban el menor de mis movimientos y empezó a inundarme el terror. Pero cuando, con tono de ofensa, Musibau dijo que había oído, que lo habían «informado» de que yo era el que le había robado el periódico en la cantina, se me alivió el pecho. Era un caso de identidad equivocada. Acabaría bien.
En ese preciso momento llegó el prefecto de nuestra barraca, que acababa de asaltar mis posesiones y esgrimía en alto un periódico. Lo había encontrado junto a mi bolso, debajo del catre. No era una trampa, lo había puesto allí yo. Le había echado un vistazo y, como no encontraba nada interesante, lo había dejado caer bajo la cama. Fulminado por el interrogatorio, con el cuello de la camisa aplastándome el pescuezo, en las garras de Musibau y con una repentina sensación de aislamiento, por primera vez conecté la acusación de robo con mis acciones. Había visto en un banco un ejemplar desechado del Daily Concord y me lo había llevado a la barraca. Ahí estaba el error. Se me nubló la conciencia y me puse a rogar y explicarme, pero me silenció otra bofetada.
Musibau me arrastró por todas las barracas vecinas y en cada una el prefecto elevó sus cargos y Musibau, con la garra soldada a mi cuello, declamó lo mismo: ladrón, gusano, periódico, civil cabrón. Los muchachos mayores bromeaban y soltaban risitas. A los menores, más solemnes, el espectáculo no los cautivaba menos. Aquí tenéis lo que pasa con estos pijillos ladrones, dijo Musibau encontrando un esquema para su ira, éstos son los ricos que se meriendan nuestro país como gusanos, vedlo con vuestros propios ojos. Fuimos a cada una de las seis barracas, yo con las manos sujetas a la espalda, con las piernas a punto de fallarme, hasta que al fin el pequeño ladrón fue presentado a todos los muchachos de la escuela. Pero ellos también debieron de advertir el resentimiento de Musibau. Un teniente dirigía el departamento de arte, un coronel controlaba la escuela y un consejo de generales gobernaba el país: en esa jerarquía Musibau estaba seguro y completamente perdido. Ya no era joven, probablemente se iba a morir como suboficial de bajo rango. Me miraba a mí, un nigeriano a medias, un extranjero, y lo que veía eran clases de natación, viajes de verano a Londres, criados, de ahí la rabia. Pero la imaginación lo despistaba.
El tormento de esa tarde acabó y volví a mi dormitorio. Me puse un uniforme limpio, lustré las botas, alisé el birrete y me preparé para las horas de estudio. La mañana siguiente estaba en la clase de dibujo técnico cuando reapareció Musibau. Intercambió unas palabras rápidas con el profesor y me invitó al frente del aula. Por un momento estuvo de pie ante los muchachos sin decir palabra. Luego ejecutó su letanía, ahora refinada a una mínima formulación de cargos. Este mozo es un ladrón. Robó un periódico, un periódico que pertenecía legítimamente a un docente. Es una desgracia para la República Federal de Nigeria y para la Escuela Militar Nigeriana. No pensó en las consecuencias y ahora será castigado.
Con un gesto, Musibau me indicó que me desabrochara el cierre lateral de las bermudas. Desnudé las nalgas y apoyándome en la pizarra me incliné hacia delante. Él me azotó. Se lo tomó en serio, y el ejercicio de descargar metódicamente la caña en mí lo hizo sudar. Aunque yo me estremecía, contuve las lágrimas a medida que se alzaba la rápida línea de cada verdugón. Había supuesto que pararía a los seis varazos, pero a los seis sólo hizo una pausa y luego siguió hasta los doce. Mis compañeros callaban. Yo era un chico popular y lo sentían de veras. Volví a subirme las bermudas. Me resultó muy difícil sentarme, me ardía todo el cuerpo. El profesor de dibujo técnico siguió con la clase sin hacer comentarios.
Cuando al fin del semestre fui a casa, no pude hablarle de esto a mi madre. De no haberme forzado a retomar la vida normal de la escuela, me habría ido a pique. Aprendí a no enfadarme cuando los muchachos mayores me llamaban Daily Concord. Los menores no me decían nada a la cara. A cambio me gané ciertas honras y, de hecho, mi actuación bajo la caña se convirtió en una pequeña leyenda singular. En algunas versiones los azotes eran veinticuatro, y en la espalda; según otras, había corrido mucha sangre y yo le había dicho a Musibau que se ahorcara. Me gané un renombre de temerario y, casualmente o no, también empezó a irme bien en lo académico. Para el cuarto curso ya era popular entre las chicas de otros colegios de la ciudad y había desarrollado una confianza en mí un tanto insensible. En el último curso de la EMN me nombraron prefecto de higiene. Algunos compañeros decían que, de no haber sido por el incidente con Musibau, hasta podría haber sido delegado de la escuela.
El final de mis años allí coincidió con el final de mi tiempo en Nigeria. Mi madre sabía que yo iba a examinarme del SAT,[1] pero no que estaba presentando solicitudes a universidades de los Estados Unidos: gracias a un apartado de correos pude perfeccionar el ocultamiento. Para las tasas me gasté los pocos ahorros que tenía. No tuve suerte con el Brooklyn College, con Haverford ni con Bard (nombres que había cogido de un destartalado volumen de la biblioteca del Servicio de Información de los Estados Unidos en Lagos). En Macalester me respondieron que sí, aunque no me ofrecían dinero, pero Maxwell me aceptó, y con una beca completa. Mi camino estaba trazado. Con dinero que me prestaron mis tíos compré un billete a Nueva York para empezar la vida en un país nuevo, y en mis propios términos.