Fue el verano anterior, el día que fuimos de excursión a Queens con una organización de la iglesia de Nadège llamada los Acogedores, cuando vi por primera vez el vínculo entre ella y una chica a la que yo había conocido tiempo atrás. Como esa chica había estado más de veinticinco años oculta en mi memoria, recordarla de pronto y vincularla enseguida con Nadège fue una sacudida. Inconscientemente yo debía de llevar varios días rondando la idea, pero ver el vínculo resolvió el problema. A Nadège nunca le hablé de la otra chica, cuyo nombre había olvidado, cuya cara se había desdibujado en mi memoria, y de quien sólo conservaba la imagen de un renqueo. No había nada de engaño en eso: todos los amantes viven del conocimiento parcial.
El problema de la muchacha era mucho peor que el de Nadège. La polio le había dejado el pie izquierdo como un muñón retorcido que arrastraba al andar. Siempre llevaba en el brazo izquierdo la muleta articulada de acero que usaba como apoyo. Cada vez que la miraba cruzar el terreno de mi escuela yo temía que los chicos se burlasen: ése era mi instinto primario, un instinto galante, protector. Estábamos en la misma clase, pero ahora casi no recuerdo qué dijimos las tres o cuatro veces que nos hablamos. A mí me gustaba su capacidad de estar a gusto consigo misma y que, una vez se sentaba, no se diferenciase de los otros niños, y que, de hecho, hubiera en ella una brillantez fuera de lo corriente. De haberse quedado, podría haber sido la mejor de la clase, pero los padres la llevaron a otro colegio. Después de aquellas primeras dos semanas no volví a verla nunca. Y sólo cuando Nadège bajó del autobús el día de la excursión de los Acogedores vi la semejanza, un eco que era como el eco de Elías en Juan el Bautista, dos individuos distantes en el tiempo vibrando en una frecuencia singular, sólo entonces recordé que cuando esa chica y yo teníamos ocho o nueve años yo había imaginado una vida futura con ella, por primera vez en mi vida había pensado algo así, y por supuesto sin la menor idea de lo que podía suponer.
Me había visto como hombre adulto, protegiéndola como se protegería una mascota, teniendo con ella muchos hijos, pero nunca pensaba en tenerla como amiga. Creo que entonces ni siquiera disponía de ese concepto. Yo no compadecía a Nadège como a esa chica. Mero indicio visual, en el caso de Nadège la cojera apenas se notaba y no significaba para ella un gran impedimento; acaso le ofendiese un poco la vanidad, pero eso era todo. A veces, decía, cuando usaba zapatos adaptados ni siquiera la advertía. Era un problema de cadera, y para corregírselo la habían operado al final de la adolescencia, pero entonces ya era demasiado tarde. Aunque habrían debido hacerlo mucho antes, al menos el procedimiento la había librado del dolor crónico.
Cuando me contó esto, con la cabeza apoyada en mi hombro, estábamos volviendo a Harlem por el puente de Triborough. A mí se me había dispersado el pensamiento: pensaba en ella, en la otra muchacha y en el joven con el que esa tarde había tenido una larga conversación. Había ido a la excursión de los Acogedores invitado por Nadège, ella me la había mencionado y me había parecido una buena manera de conocerla mejor. Cada dos meses la iglesia organizaba visitas a un centro de detención de Queens donde se retenía a inmigrantes indocumentados. Mostré interés y, cuando ella me pidió que el domingo siguiente la acompañara, acepté. Me encontré con ella y el resto del grupo, una mezcla de tipos del mundo de los derechos humanos y señoras de iglesia, en el sótano de la catedral. El cura, que daba la bendición, no llevaba zapatos, una práctica que había adoptado durante largos años de servicio en una parroquia rural del Orinoco. Nadège dijo que al principio lo había hecho por solidaridad con los campesinos de su grey, pero que en Nueva York había seguido descalzo para recordarse y recordar a los otros los apuros de aquella gente. Le pregunté si era marxista, pero no lo sabía. El cura descalzo no fue con nosotros a Queens. El día que fui, la mayoría en el grupo eran mujeres, muchas con la expresión beatífica, levemente fuera de foco que uno encuentra en los benefactores. El autocar alquilado tomó la misma ruta que se hace desde la parte superior de Manhattan para ir al aeropuerto de La Guardia y estuvimos en la carretera una hora, con tráfico lento, hasta llegar a South Jamaica.
Estábamos a comienzos del verano pero la vista era lúgubre, un paisaje de cercas de alambre, coches aparcados y materiales de construcción en desuso. Cuando llegamos a una zona de aspecto industrial, a algo más de un kilómetro del aeropuerto, la hierba brotaba a los lados de la carretera, envolviendo tuberías expuestas, y edificios que parecían prefabricados, revestidos de aluminio como para fundirlos con la fealdad del entorno. Yo ya tenía que haber visto, en anteriores viajes al aeropuerto, esas construcciones al fondo de una extensión de asfalto, las más grandes de las cuales servían de hangares o talleres de reparación. Pero si las había visto, con la misma rapidez las había olvidado; y se diría que las habían diseñado para pasar inadvertidas. Lo mismo ocurría con el centro de detención; una larga caja de metal gris, un edificio de una sola planta, subalquilada a la Wackenhut, una empresa privada, bajo la jurisdicción del Departamento de Seguridad Interior. Nos detuvimos en un inmenso aparcamiento detrás de aquel edificio.
Fue entonces cuando advertí el andar irregular de Nadège. En cierto sentido era la primera vez que la veía realmente: la luz declinante de la tarde, el paisaje ruin de alambradas y cemento agrietado, el autobús como un animal descansando, el modo en que ella movía el cuerpo compensando una malformación. Frente al edificio de metal encontramos una multitud haciendo cola. La gente llevaba bolsas de plástico y cajas, y hacia el comienzo de la fila un guardia de seguridad le explicaba a voz en cuello a una pareja, que sin duda no hablaba nada de inglés, que el horario de visita aún no había empezado, que faltaban diez minutos. El guardia hacía gran alarde de exasperación y la pareja parecía tan a la defensiva como insatisfecha. El grupo de Acogedores se puso en la cola, que parecía integrada por inmigrantes recientes: africanos, latinos, europeos del Este, asiáticos. Gente, en otras palabras, que habría tenido motivos para visitar a alguien en un centro de detención. Un hombre maduro gritaba en polaco por un móvil. Soplaba un viento fresco y pronto empezó a hacer frío. Durante veinticinco minutos la cola no se movió. Luego, cuando nos dieron paso de uno en uno, avanzamos, mostramos los carnets de identidad, pasamos por detectores de metal y fuimos admitidos en una sala de espera. Salvo los Acogedores, al parecer todos estaban ahí para ver a familiares. Los agentes de seguridad —individuos voluminosos, aburridos, de maneras bruscas que no fingían ni una pizca hacer su trabajo a gusto— llevaban a los visitantes de doce en doce, a través de puertas blindadas, para realizar visitas de cuarenta y cinco minutos. La mayoría de los que esperaban turno miraban al vacío en silencio. Ninguno leía. La sala de espera, un purgatorio, no tenía ventanas y estaba demasiado iluminada mediante unos tubos fluorescentes que daban la sensación de sorber el poco aire que quedaba. Me imaginé el sol poniéndose sobre el páramo de cemento.
Nadège había entrado. Ya había estado allí varias veces y veía regularmente a dos reclusos, un hombre y una mujer. Había preguntado por los dos dando sus nombres. Yo entré con el grupo siguiente a ver a los reclusos que nos adjudicaron los funcionarios. La sala de encuentro era tosca, como uno esperaba: una estrecha fila de compartimientos divididos por una plancha de plexiglás, sillas a ambos lados y perforaciones a la altura del rostro. El hombre sentado frente a mí tenía una amplia sonrisa blanca. Era joven y, como todos los demás reclusos, estaba vestido con un mono anaranjado. Me presenté, él sonrió de inmediato y le pregunté si venía de Africa. Era uno de los hombres más guapos e impresionantes que yo había visto en mi vida. Tenía los pómulos delicados, la piel oscura y tersa, y el blanco de los ojos tan claro como los dientes.
Lo primero que me preguntó, consciente tal vez de que yo estaba con los Acogedores, fue si era cristiano. Titubeé un instante y le dije que suponía que sí. Vaya, dijo él, me alegro porque yo también soy cristiano; creo en Jesús. Entonces ¿rezará usted por mí? Le dije que sí y empecé por preguntarle cómo estaban las cosas en el centro de detención. No tan mal, no tan mal como podrían estar. Pero yo estoy cansado, quiero que me liberen. Hace más de dos años que estoy aquí. Veintiséis meses. Ahora me van a mandar de vuelta, pero no hay fecha, sólo esta espera que no termina.
Aunque no hablaba con demasiada tristeza, yo advertía perfectamente la decepción. Por cansado de esperar que estuviese, no podía reprimir la sonrisa generosa. En cada frase suya había cierta serenidad, y se puso a hablar muy deprisa de cómo había ido a dar en esa gran caja metálica de Queens. Yo lo alentaba, le pedía que aclarase detalles, prestaba, tanto como podía, un oído comprensivo a una historia que él se había visto forzado a callar durante mucho tiempo. Era un hombre bien educado, no había vacilaciones en su inglés y yo lo dejé hablar sin interrumpirlo. Bajó un poco la voz, se inclinó hacia el vidrio y dijo que en su infancia América había sido un nombre nunca muy lejano. Tanto en la escuela como en casa le habían enseñado que entre Liberia y América había una relación especial, parecida a la que hay entre un tío y su sobrino favorito. Hasta en los nombres había una semejanza: Liberia, América; siete letras cada una, cuatro de ellas compartidas. América se había instalado en sus sueños, había sido el centro absoluto de sus sueños, y cuando al empezar la guerra todo había empezado a desmoronarse, él no había dudado de que los estadounidenses fueran a resolver las cosas. Pero no había sido así, los estadounidenses habían sido reacios a ayudar, por motivos propios.
Se llamaba Saidu, dijo. En 1994 habían bombardeado y arrasado su escuela, cercana al hotel Old Ducor. Un año después su hermana había muerto de diabetes, una enfermedad que en tiempos de paz no la habría matado. El padre, que los había abandonado en 1985, seguía desaparecido y la madre, que comerciaba con alguna cosa en el mercado, no tenía nada que vender. Saidu se había deslizado en las sombras de la guerra. Muchas veces lo habían obligado a buscar agua para el FPNL (el Frente Patriótico Nacional de Liberia), desbrozar sendas o sacar cadáveres de la calle. Se había acostumbrado a los gritos de alarma y las humaredas repentinas, había aprendido a esconderse cuando aparecían reclutadores de cualquiera de los dos bandos. Abordaban a su madre y ella les decía que tenía anemia de células falciformes y estaba en los estertores de la muerte.
La madre y la hermana habían muerto en la segunda guerra, asesinadas por hombres de Charles Taylor. Dos días después esos hombres habían vuelto y lo habían conducido a las afueras de Monrovia. Él se había llevado una maleta. Primero había pensado que iban a hacerlo pelear, pero le habían dado un machete y le habían puesto a trabajar con otros cuarenta o cincuenta en una granja de caucho. En el campamento había visto a un compañero suyo, un muchacho que había sido el mejor futbolista del colegio: le habían cortado la mano derecha por la muñeca y ésta había cicatrizado en un muñón. Otros habían muerto, él había visto los cadáveres. Pero ver aquel muñón había sido decisivo, sólo entonces se había dado cuenta de que no tenía alternativa.
Esa noche metió en una raída mochila las botas de fútbol, dos camisas y todo su dinero, unos seiscientos dólares liberianos. En el fondo de la mochila puso la partida de nacimiento de su madre. El resto de lo que llevaba en la maleta lo había tirado a una zanja, y la maleta, al matorral. Él no tenía partida de nacimiento, por eso había cogido la de la madre. Había huido de la granja y solo, a oscuras, había caminado hasta Monrovia. Como no podía volver a su casa, había ido a las carbonizadas ruinas de su colegio, cerca del hotel Old Ducor, y despejado un lugar allí. Había pensado que si lograba dormirse a lo mejor se moría. Era una idea nueva para él y le había hecho bien. Lo había ayudado a dormir.
Me sobresaltó un golpe repentino en el plexiglás. Un guardia de la empresa Wackenhut se me había acercado por detrás y, absorto como estaba, yo había dado un respingo y se me había caído el sombrero. El guardia dijo: Tíos, tenéis treinta minutos. Desde el otro lado del panel Saidu levantó la vista, sonrió y le dio las gracias. Luego bajó de nuevo la voz, se inclinó hacia adelante y siguió hablando aún más rápido, como si ahora las palabras fluyeran libremente de un acuífero de su memoria que había estado obturado.
Aquella noche había dormido a la brisa de una ventana abierta hasta que lo había despertado un siseo. Había abierto los ojos, sin mover el cuerpo, y en la oscuridad de carbón, en la otra punta de la larga sala, había visto una pequeña serpiente blanca. Tenso, se había preguntado si el animal lo habría visto, pero la serpiente había seguido moviéndose como si buscara algo. Entonces había entrado una ráfaga y Saidu se había dado cuenta de que en realidad la «serpiente» eran las páginas de un libro abierto que el viento estaba agitando. El recuerdo de esa aparición perduraba, dijo, porque entonces y más tarde se había preguntado muchas veces si era una suerte de augurio. Había pasado todo el día siguiente en el colegio, ocultándose, y al anochecer se había dormido. También esa noche lo había acompañado el aleteo del libro en la oscuridad, y él, a medias despierto, miraba alzarse y caer las páginas, viendo a veces un libro, a veces una serpiente. Al día siguiente unos soldados nigerianos de la CEDEAO que pasaban por allí le habían dado arroz hervido. Fingiendo ser retrasado, había conseguido que lo llevaran en su camión blindado hasta Gbarnga, en el norte del país. Luego había ido a pie hasta Guinea, un viaje de muchos días, alternando el calzado entre las sandalias y las botas de fútbol. Ambas le habían provocado ampollas, pero en sitios diferentes. Cuando arreciaba la sed, bebía agua de los charcos. Tenía hambre pero procuraba olvidarlo. Ahora no recordaba cómo había recorrido los ciento treinta kilómetros hasta un pueblo del interior de Guinea, ni cómo había acabado llegando a Bamako en el asiento de atrás de la moto de un granjero.
A esas alturas tenía la idea fija de ir a Estados Unidos. En Bamako, incapaz de hablar bambara ni francés, escabulléndose en la estación de autobuses, comiendo sobras, había dormido bajo los puestos del mercado. A veces soñaba que lo atacaban hienas. En un sueño, su compañero de colegio se le acercaba con la mano cercenada sangrando. En otros aparecían su madre, su tía y su hermana apretándose alrededor del puesto de mercado, las tres sangrando.
¿Cuánto tiempo había pasado? No estaba seguro. Quizá seis meses, quizá un poco menos. Finalmente se había hecho amigo de un camionero malí que le daba comida a cambio de que le lavara el camión. Ese hombre le había presentado a otro, un mauritano de ojos castaño claro. El mauritano le había preguntado adonde quería ir, y Saidu había dicho que a Estados Unidos, y si transportaba hachís, a lo que Saidu había contestado que no, ni un poco. El mauritano había aceptado llevarlo hasta Tánger. El día de la partida Saidu llevaba una camisa nueva que le había regalado el chofer malí. El camión iba repleto de senegaleses, nigerianos y malíes, y todos habían pagado menos él. Durante el día hacía un calor tremendo y por la noche helaba, y el agua de los bidones se racionaba al extremo. Naturalmente yo me pregunté, mientras Saidu contaba esta historia, si le creía o no, si no era más probable que hubiera sido soldado. Al fin y al cabo había tenido meses para adornar los detalles, para perfeccionar la aseveración de ser un refugiado inocente.
En Tánger, dijo, había notado que los africanos negros circulaban bajo constante vigilancia policial. Un grupo grande, hombres sobre todo, la mayoría jóvenes, tenía un campamento cerca del mar y él se les había unido. Se defendían del viento frío del mar envolviéndose en mantas. Un hombre sentado junto a Saidu le contó que era de Accra y le dijo que era más seguro hacer el viaje a través de Ceuta. Entrando en Ceuta has entrado en España, dijo el hombre, mañana iremos. Al día siguiente un grupo de unos quince hombres fue en una furgoneta a un pueblo de Marruecos, y de allí andando hasta la frontera con Ceuta. El cerco estaba muy iluminado y el hombre de Accra los había guiado hasta donde topaba con el mar. La semana pasada aquí mataron a uno, había dicho, pero no creo que debamos temer nada, Dios está con nosotros. Había un bote esperando, con un barquero marroquí. Tras rezar tomados de las manos subieron a bordo, y el barquero remó por los bajos. Sin que los detectaran durante los diez minutos del viaje, habían llegado a Ceuta, rodado a tierra y corrido a dispersarse entre las cañas. Ceuta, como había dicho el ghanés, era España. Los nuevos inmigrantes se habían dispersado en todas direcciones.
Al cabo de tres semanas Saidu había entrado en la España peninsular por Algeciras, en un ferry, y sin que le pidieran papeles. Se había abierto camino por el sur del país mendigando en plazas, haciendo cola en cocinas de sopa. Dos veces había robado carteras en esquinas concurridas, y arrojado los carnets de identidad y las tarjetas de crédito para quedarse sólo con el dinero, y me dijo que aquél era el único delito que había cometido nunca. Después de atravesar todo el sur de España había llegado a la frontera portuguesa y proseguido la marcha hasta Lisboa, que era triste y fría, pero también impresionante. Y sólo en Lisboa las pesadillas habían cesado. Allí había conocido a africanos y trabajado primero como ayudante de un carnicero y luego en una peluquería.
Habían sido los dos años más largos de su vida. Dormía en un living con otros diez africanos. Tres eran muchachas, y los hombres se turnaban para estar con ellas y les pagaban, pero Saidu no las tocaba porque lo que había reunido ya casi le alcanzaba para el pasaporte y el billete. Si esperaba un mes más, le costaría cien euros menos, pero él no podía esperar: tenía la opción de ahorrarse dinero volando a La Guardia y le había preguntado a la agente de viajes si estaba segura de que La Guardia también era Norteamérica. Ella se había quedado mirándolo, y él había sacudido la cabeza y comprado de todos modos un billete a JFK, nada más que para estar seguro. En el pasaporte, que le había hecho un mozambiqueño, había insistido en usar su nombre verdadero, Saidu Caspar Mohammed, pero el hombre había tenido que inventar la fecha de nacimiento porque Saidu no la sabía. El pasaporte, de Cabo Verde, le había llegado un martes y el viernes estaba en el aire.
El viaje había acabado en la terminal 4 del JFK. En la aduana lo habían detenido. En la mesa que aquel día lo separaba del oficial, dijo Saidu, había un bolso de plástico con sus posesiones, la mayor parte ropa, y la partida de nacimiento de su madre. Le habían puesto una etiqueta. Al otro lado del tabique se alzaron voces. Entonces el oficial lo había mirado, leído las notas de su colega y meneado la cabeza, y se había puesto a escribir. Luego habían entrado dos mujeres que olían a lejía. Una de ellas era una norteamericana negra. Lo habían hecho levantarse y le habían sujetado las dos muñecas con un brazalete de goma. El brazalete le cortaba la piel, y la norteamericana negra lo había empujado. ¿Había tenido miedo? No, no había tenido miedo. No había pensado que aquello tardaría en resolverse. Tenía sed, y después de horas de encierro en el avión sencillamente necesitaba estar al aire libre y oler Estados Unidos. Necesitaba comer, y darse un baño, y una oportunidad de trabajar, tal vez como peluquero al comienzo, más tarde en otra cosa. Iría a Florida, a lo mejor, porque era un nombre que siempre le había gustado. Lo habían hecho avanzar, como si estuviesen guiando a un ciego, y al cruzar el tabique había visto en el otro compartimento, de donde llegaban las voces, hombres de uniforme, blancos y negros, con pistolas enfundadas a la cintura.
Me trajeron aquí, dijo, y fin de la historia. Aquí he estado desde entonces. Sólo he salido tres veces, cuando me llevaron al tribunal. El abogado que me asignaron dijo que antes del 11-S podría haber tenido una posibilidad. Pero está bien, yo estoy bien. Aquí la comida es mala, no sabe a nada, pero dan mucha. Una cosa que echo de menos es el sabor del estofado de cacahuete. ¿Lo conoce? Los otros detenidos están bien, son buena gente. Luego, bajando la voz: Los guardias a veces son duros. A veces son duros. No hay nada que hacer, uno aprende a no meterse en problemas. Mire, yo aquí soy el menor de todos. Y luego en voz un poco más alta: Nos dejan hacer gimnasia y hay televisión por cable. A veces miramos fútbol, a veces baloncesto, la mayoría preferimos el fútbol. La liga italiana. La liga inglesa.
El oficial de seguridad había vuelto dándole golpecitos a su reloj. Se había terminado la visita. Puse la mano contra el plexiglás y Saidu hizo lo mismo. Yo no quiero volver a ninguna parte, dijo. Quiero quedarme en este país. Quiero estar en Estados Unidos y trabajar. Pedí asilo pero no me lo dieron. Ahora me devolverán a mi puerto de partida, que es Lisboa. Cuando me levanté para irme, se quedó sentado y dijo: Si no me deportan, vuelva a visitarme.
Dije que sí, pero nunca lo hice.
Ese día, durante el regreso a Manhattan le conté la historia a Nadège. Tal vez ella se enamoró de la idea de mí que presenté en el relato. Yo era el oyente, el africano compasivo que prestaba atención a los detalles de la vida y la lucha de otro. Yo mismo me había enamorado de esa idea de mí.
Más tarde, cuando terminó la relación, irrumpió de sopetón el viejo tópico: nos habíamos «ido alejando». Ella tenía su lista de quejas, pero a mí me parecían mezquinas y a ninguna le había encontrado sentido ni relación con mi vida. Pero sí me pregunté, en las semanas siguientes, si no había pasado algo por alto, una porción del fracaso de la que pudiera ser responsable.
A comienzos de diciembre conocí a un haitiano en las catacumbas de la estación de Pensilvania. Yo estaba en ese pasaje con una larga hilera de tiendas de cara a los viajeros de suburbios y las puertas de partida del ferrocarril de Long Island. Había parado en un quiosco de periódicos a comprar una guía de Bruselas, porque me estaba preguntando si no debía pasar las vacaciones allí. No sé por qué esa tarde me detuve en uno de los locales de limpiabotas. Este asunto siempre me ha costado manejarlo y, aun en las raras ocasiones en que deseé que me cepillaran y lustraran los zapatos, cierto espíritu igualitario me disuadió de hacerlo: me sentía ridículo sentado en esas sillas elevadas con una persona de rodillas ante mí. A menudo me he dicho que no es el tipo de relación que me gusta tener con los otros.
Pero esa vez me detuve y, mirando el interior iluminado, los espejos y las copetudas butacas tapizadas de vinilo, pensé en una peluquería desierta. Un negro de edad en quien no había reparado se puso en pie, hizo un ademán de saludo y dijo: Entre, entre usted, que se los voy a dejar relucientes. Negué con la cabeza y alcé una mano para declinar la invitación pero, como no quería decepcionarlo, cedí. Entré, subí a uno de los taburetes de apoyo del fondo de la tienda y me senté en el bufonesco trono rojo. El aire olía a una mezcla de limón y trementina. El hombre tenía el pelo blanco y crespo, lo mismo que las patillas, y llevaba un delantal sucio a rayas azules y blancas. Costaba imaginar la edad: ya no era joven, pero sí enérgico. Un betunero, no un limpiabotas: el término antiguo le caía mejor. Dijo: Usted tranquilo, yo se los voy a dejar más negros que la noche. Y por primera vez, con esa peculiar sensación de metamorfosis que uno experimenta cuando al despertarse de una siesta descubre que se ha puesto el sol, capté un tenue vestigio de francés caribeño en su clara, serena voz de barítono. Me llamo Pierre, dijo. Tras colocarme los pies en un par de pedestales de latón y doblarme las bocamangas de los pantalones, untó un trapo en una lata de pomada y se puso a lustrar el desvaído color de mis zapatos. A través del cuero suave del empeine sentí la presión de aquellos dedos firmes.
Yo no siempre he sido betunero, ¿sabe? Esto es un signo de los tiempos. Empecé como peluquero, y eso fui en esta ciudad muchos años. Viéndome ahora no lo diría usted, pero conocía todos los estilos de moda y a cada dama le hacía el adecuado. Vine de Haití, en la época en que ahí las cosas se pusieron tan feas, cuando mataban a tanta gente, negros, blancos. Una masacre interminable, había cadáveres en la calle; a mi primo, el hijo de la hermana de mi mamá, lo asesinaron, a él y a toda su familia. Tuvimos que largarnos porque el futuro era incierto. Nos habrían puesto en el punto de mira, eso es casi seguro, y quién sabe qué habría pasado. Como la cosa iba a peor, la mujer del señor Bérard, que tenía parientes aquí, dijo: Ya basta, tenemos que irnos a Nueva York. Así que nos vinimos, el señor Bérard, la señora Bérard, mi hermana Rosalie, yo y muchos más. Rosalie estaba en el servicio conmigo, en la misma casa.
Pierre hizo una pausa. Entró otro cliente, un hombre de negocios de calvicie incipiente y traje oscuro de calle, y, como de la nada, un retraído joven apareció para atenderlo. El hombre de negocios resollaba. Pierre le echó una mirada a su colega. Tendrás que llamar a Rahul por el programa de la semana que viene. Yo mañana tengo día libre y no puedo. Luego me frotó los zapatos con un paño seco y cogió un cepillo de treinta centímetros.
El oficio de peluquero lo aprendí aquí. Entonces vivíamos en Mott Street, cerca de la esquina con Hester. Cantidad de irlandeses en ese barrio, italianos también, eso después, y negros, todos trabajando en el servicio. En esa época las casas eran más grandes y la gente necesitaba criados. Y es cierto que algunos trabajan en condiciones terribles. Yo lo sé bien, condiciones inhumanas. Pero dependía de la familia con que uno estaba. La muerte del señor Bérard fue como la muerte de mi propio hermano. Él no lo habría dicho así, claro, pero me enseñó a leer y escribir. A veces era frío, pero también tenía su corazón, y le agradezco a Dios que me salvase de injusticias más irremediables. Nos llegaban noticias espantosas de allá, cuánta gente habían ejecutado Boukman y su ejército, y sabíamos que era una suerte haber escapado. El terror de Bonaparte y el terror de Boukman: para los que los sufrieron no hay diferencia.
Cuando murió el señor Bérard yo habría podido marcharme, pero me tuve que quedar en mi puesto porque la señora Bérard me necesitaba. Ellos estaban más arriba, nosotros más abajo, pero en verdad era una familia, y el apóstol describe cómo en la familia de Dios cada parte juega un papel. La cabeza no es más grande que el pie. Ésa es la verdad. Por la buena merced de la señora Bérard yo aprendí el oficio de peluquero, como ya le he contado, y entré en las casas y los salones de muchas mujeres notables de esta ciudad, tantas que perdí la cuenta, y a cambio de mi trabajo recibí dinero. A veces iba a trabajar lejos, como a Bronck’s River, y nadie me molestaba. Así fue como reuní lo suficiente para comprar la libertad de mi hermana Rosalie, y poco después ella se casó y el Cielo la bendijo con una niña hermosa. La llamamos Euphemia. Al cabo de un tiempo llegué a ahorrar bastante dinero para comprar incluso mi libertad, pero preferí ser libre dentro de esa casa y esa familia a ser libre fuera. Servir a la señora Bérard era servir a Dios. Esto no cambió porque en aquellos años yo conociera a mi amada mujer Juliette, bendito sea su recuerdo. Yo quería ser paciente. Veo por su cara que a usted le cuesta, digo, a un joven como usted, le cuesta entender estas cosas. Cuando la señora Bérard murió, yo tenía cuarenta y nueve años y la lloré como había llorado a su marido, pero esa vez busqué la libertad afuera.
Como hombre libre me casé con Juliette, y la gracia de Dios fue más grande en nuestras vidas. Ella había venido de Haití cuando las luchas, como nosotros, y yo compré su libertad antes que la mía. Nuestra vida en común tuvo momentos de aprietos y momentos de abundancia, y por intercesión de la santísima Virgen servimos de todas las formas a nuestro alcance a aquellos que tenían menos que nosotros. Los más difíciles fueron los años de la fiebre amarilla. Cayó sobre nosotros como una plaga, y fueron muchos los que murieron en esta ciudad. Mi propia hermana sucumbió, mi querida Rosalie, y nosotros recibimos a Euphemia en nuestro hogar como si fuera hija nuestra. Aunque yo no soy médico y no sé nada de medicinas, en aquellos años cuidamos a los enfermos con toda nuestra voluntad. Cuando pasó lo peor, Juliette y yo abrimos nuestra escuela para niños negros en San Vicente de Paula, en Canal, allá abajo donde ahora están los chinos. Muchos de esos pequeños eran huérfanos, pero con un oficio aprendido y la merced del Señor pudieron mejorar su situación, y así no tuvieron deudas con nadie. Él honró a su siervo con esta tarea, nos honró a los dos, a Juliette y a mí, y ningún honor nos hizo más grande que brindarnos riqueza para poder ampliar la obra. El dinero que dimos para el establecimiento de la catedral en Mulberry era sólo Suyo, ésa es la verdad, y nos llegó por la gracia de la Santa Virgen. Fue Ella quien fundó la catedral, nosotros sólo ayudamos a construirla. Nada en la vida de un hombre sucede sino como es ordenado desde lo alto.
Fuera había bajado la temperatura, finalmente. Me anudé la bufanda y anduve dos manzanas hasta la 34, más allá del monasterio carmelita de fachada de ladrillos. En el muro continuo no se veía una entrada. Me relucían los zapatos, pero el lustrado revelaba que eran viejos y las líneas y arrugas del cuero, ahora más visibles, decían que había que cambiarlos. En la esquina parpadeaban los grandes neones de una cafetería: APOYAD A NUESTRAS TROPAS. Las dos primeras letras de TROPAS no se encendían. Impetuosos compradores navideños recorrían las calles, cubiertos por capuchas negras bordeadas de piel. Cuando me acercaba a la Novena Avenida, había una conmoción silenciosa frente a un puesto de árboles, a una calle hacia el sur, en la 31, y vi octavillas contra la guerra aleteando al viento como una bandada que alzaba vuelo de golpe. Tuve la impresión de que se dispersaba una muchedumbre después del momento de máxima actividad. A un lado había un cordón policial.
Esa tarde, durante la cual entré y salí de mí mismo, el tiempo se volvió elástico y voces desprendidas del pasado invadieron el presente, algo que parecía una conmoción de otra época aferró el corazón de la ciudad. Temí quedar atrapado en lo que se me antojaban esbozos de revueltas. No veía más que hombres apretando el paso bajo árboles desnudos, unos esquivando el cordón policial que había caído al suelo cerca de mí, otros más lejos. Unos doscientos metros calle abajo había una especie de riña, también raramente silenciosa, y un apretado nudo de hombres se abrió para revelar que estaban separando a los dos peleadores. Inmediatamente, lo que vi me produjo escalofríos: en la distancia, más allá de la muchedumbre apática, colgaba de un árbol el cadáver de un linchado. Era una silueta delgada, vestida de negro de la cabeza a los pies, y no reflejaba ninguna luz. Pronto se resolvió, sin embargo, en algo menos ominoso: una gran funda de lona que oscilaba al viento en un andamio de construcción.