Al día siguiente, al pasar de nuevo por Sheep Meadow cuando me dirigía a una lectura de poesía en el Y de la calle 92 dando un inmenso rodeo, noté las masas de hojas que agonizaban en colores brillantes y oí a los gorriones de cuello blanco alternar gorjeo y atención entre el follaje. Había llovido más temprano y las nubes fragmentadas, ligeras, se consumían unas en otras. Un enjambre de abejas suspendido sobre el seto de boj me recordó ciertos epítetos yorubas para Olodumare, la divinidad suprema: el que transforma la sangre en niños; el que se sienta en el cielo como una nube de abejas.
A causa de la lluvia muchos habían renunciado al deporte habitual después del trabajo y el parque estaba casi vacío. Me adentré en una cavidad formada por dos grandes rocas para sentarme, como si me guiara una mano invisible, en un montón de grava. Me estiré y, apoyando la cabeza en una de las rocas, puse la mejilla contra la superficie áspera y húmeda. Para cualquiera que me mirase de lejos debía de ser una figura absurda. Las abejas suspendidas sobre el boj se alzaron como una sola nube y desaparecieron dentro de un árbol. Al cabo de unos minutos se normalizó mi respiración y cesó el oleaje en el tórax. Me levanté despacio y traté de limpiarme la ropa, sacudí el polvo y las hojas de hierba que se habían pegado a mis pantalones y el jersey y me froté las palmas para borrar manchas. En el cielo apenas quedaba luz y sólo se veía un hilo de azul filtrándose entre los edificios del oeste.
Sentí un cambio en la distante conmoción de la ciudad, en el fin del día: la gente regresaba a casa o empezaba el turno de noche, los preparativos para la cena en miles de cocinas de restaurante y las suaves luces amarillas que ahora iluminaban las ventanas de los pisos. Apresurándome a dejar el parque, crucé la Quinta Avenida, Madison y Park y doblé hacia arriba por Lexington, hacia la sala donde, una vez nos hubimos sentado todos, presentaron al poeta. Era polaco, vestía de marrón y gris y, aunque era joven, tenía el pelo como una brillante aureola blanca. Se acercó al atril en medio de aplausos y dijo: Esta noche no quiero hablar de poesía. Si se le permite la licencia a un poeta, quiero hablar de la persecución. ¿Qué podemos entender de las raíces de la persecución, en particular cuando el objeto es una tribu, una raza o un grupo cultural? Empezaré con una historia. Hablaba un inglés fluido, pero el acento espeso, las vocales alargadas y las erres fuertes le daban un matiz de titubeo, como si antes de decir cada frase la tradujera mentalmente. Alzó la vista a la sala llena, mirando a todos y a nadie en particular, y cuando las luces rebotaron en las gafas pareció que llevara un gran parche blanco en cada ojo.
Más tarde, esa misma semana, al final de un día difícil en la unidad de pacientes internos, un día en que, hipersensible a la luz blanca del hospital, el papeleo y la charla banal me habían irritado más que de costumbre, otra vez se apoderó de mí el abatimiento, esta vez más sostenido. Los programas de práctica en psiquiatría tienen fama de ser menos brutales que otros programas de residencia —y yo lo había corroborado— pero el trabajo tiene sus propios retos peculiares. A veces los psiquiatras acusan la falta de soluciones claras de que disponen los cirujanos o los patólogos, y la permanente exigencia de encontrar la disposición mental y el equilibrio emocional necesarios para sentarse con los pacientes puede volverse fatigosa. Lo único, cuando lo repaso todo, que avivaba las largas horas de visita en la consulta era la confianza que tenían en mí esos pacientes, su desvalimiento, su esperanza de que yo los ayudase a mejorar.
Como fuera, al contrario que en mis primeros tiempos en el hospital yo ya no pasaba mucho tiempo pensando en los pacientes. En general no pensaba en cada uno hasta el encuentro siguiente y a menudo, cuando hacía la ronda, para recordar incluso lo más básico de un caso particular necesitaba la historia clínica. En este sentido, que pensase en M. fuera del complejo médico era una excepción; como V., estaba entre los raros pacientes cuyos problemas yo no relegaba al fondo de la mente cuando salía a la calle. M. era un hombre de treinta y dos años, recién divorciado y propenso a desvariar. En las semanas malas, la medicación parecía no servir de casi nada.
Cuando empecé a cruzar Broadway había en el aire un atisbo de invierno, que por un instante retuvieron los ojos amarillos de los coches agazapados en hileras frente al semáforo en rojo. Los edificios del complejo se alzaban hombro con hombro contra un cielo de carbonilla y a mi alrededor la gente llevaba chaquetas acolchadas y gorros de lana. Entré en el metro de la 168 y cogí un tren atestado hacia el sur. Iba tan absorto en repasar la consulta de esa tarde con M. que cuando el tren llegó a la 116 no hice más que mirar cómo las puertas se abrían y unos segundos después se cerraban. El vagón dejó atrás mi parada y momentáneamente intenté concebir qué había pasado. No me había dormido. Mi inmovilidad, decidí al fin, había sido intencional, si no consciente. Esto se confirmó en la siguiente parada, cuando, en vez de bajarme, me quedé allí con la sensación de estar observándome, atento a qué sucedía a continuación. Parecía que todo el mundo en el vagón iba de negro o gris oscuro. Una mujer insólitamente alta, de más de un metro ochenta, llevaba una chaqueta negra sobre una larga falda negra plisada y botas negras hasta las rodillas, y el juego de profundidades en las capas de su ropa me trajo a la memoria los virtuosos fragmentos de negro sobre negro en algunas pinturas de Velázquez. El negro de las ropas de la mujer abrumaba, casi, el rostro pálido y picado. Nadie en ese metro hablaba con nadie. Era como si todos prestáramos mucha atención al traqueteo de las ruedas en los rieles. La luz era débil. Entonces comprendí que ya no estaba yendo directamente a casa.
En la 92 hice transbordo para tomar el expreso 2, que, dio la casualidad, llegaba al andén justo en ese momento. El vagón estaba muy bien iluminado. El hombre que iba sentado frente a mí llevaba una cazadora color calabaza, y a su lado había una mujer con cazadora celeste de esquí y guantes a rayas. En este tren algunos hablaban entre sí, de manera ni expresiva ni estridente, pero lo suficiente para resaltar en mi pensamiento lo lúgubre que había sido el anterior. Tal vez la iluminación animara a la gente a abrirse. A mi derecha iba sentado un hombre con toda la atención puesta en Kindred, de Octavia Butler, y a su derecha otro de pelo color óxido que, inclinado hacia adelante, leía The Wall Street Journal. Tenía una expresión natural de loco, lo cual le daba un aspecto de gárgola, pero cuando se enderezó vi que tenía un hermoso perfil. En la 42 subió un hombre de traje de raya diplomática con un volumen titulado You've GOT to Read this Book! [¡Tienes que leer este libro!]. Lo llevaba abierto, pero después de situarse de pie entre los asientos clavó la mirada en el suelo. Allí la dejó largo rato. Mantenía el libro abierto pero no leía nada. Al fin lo cerró sobre un punto antes de bajarse en Fulton Street. En Wall Street subió al tren más gente, con toda probabilidad ejecutivos del mundo financiero, pero no se bajó nadie. Cuando las puertas iban a cerrarse, me levanté y me escabullí del vagón. Las puertas se cerraron a mis espaldas y, con aquel surtido de tipos urbanos ensimismados girando todavía en la mente, me encontré en el andén solo.
Subí en la escalera mecánica y, al salir al entresuelo, vi que el techo —alto, blanco, que consistía en una sucesión de bóvedas— aparecía lentamente ante mis ojos, como si fuera una cúpula abatible cerrándose. Yo nunca había estado en aquella estación, y me sorprendió que fuese tan elaborada porque había supuesto que todas las estaciones del bajo Manhattan serían austeras y descuidadas, que apenas consistirían en túneles de azulejos y salidas estrechas. Por un momento sospeché que el magnífico vestíbulo que Wall Street me abría ahora era un trampantojo. A lo largo del mismo había dos hileras de columnas y puertas de cristal en cada punta. El cristal, el predominio del blanco en la escala cromática, así como la variedad de palmeras en tiestos al pie de las columnas le daban un aire de atrio o de invernadero, pero la división tripartita del espacio, con el corredor central más ancho que los dos laterales, recordaba más bien a una catedral. Esta impresión se acentuaba debido a las bóvedas, y lo que me vino a la mente fue el gótico florido de Inglaterra tal como lo ejemplifican la abadía de Bath o la catedral de Winchester en cuyas bóvedas se dispersan las partes superiores de los pilares y las columnatas. No es que la estación replicara el encaje de piedra de esas iglesias. Más bien evocaba el efecto por medio de una superficie de finos cuadros o una trama, un gigantesco arreglo de plástico blanco.
Mientras caminaba por aquel espacio, mi percepción de la magnificencia, aunque no del tamaño, cambió rápidamente. Las columnas bien podían estar forjadas con sillas de plástico recicladas y el techo cuidadosamente construido con bloques de Lego. Las solitarias palmeras en macetas y los pocos grupos de personas que ahora veía sentados bajo la nave de la derecha no hicieron sino acentuar esa impresión. En aquel lado habían instalado unas mesitas redondas y sentados a ellas unos hombres jugaban al backgammon. Era un vestíbulo desnudo y, debido al aislamiento, estaba lleno de ecos de las pocas voces presentes. La escena, imaginé, sería muy distinta en medio de un día de trabajo. Pero entonces, al anochecer, en la nave de la derecha había cinco pares de jugadores, todos ellos negros. Al otro lado, en el otro corredor, sólo había dos, ambos blancos, jugando al ajedrez. Pasé entre los jugadores de backgammon, la mayoría de los cuales parecían de edad mediana, y las lánguidas caras concentradas y la lentitud de los movimientos no contribuyeron en absoluto a corregir la impresión de estar entre maniquíes de tamaño natural. Cuando volví a la nave central, que estaba casi libre de presencia humana, se le cayó el maletín, con gran estrépito, a un hombre solitario que apuraba el paso hacia la escalera mecánica. Se arrodilló y se puso a recoger cosas. La desmesurada gabardina color ratón quedó desplegada a su alrededor como un vestido victoriano.
Salí por las puertas que daban a la misma Wall Street. Fuera la gente andaba hablando por el móvil, presumiblemente rumbo a sus casas, pero no oí ruido de tráfico. La razón se manifestó enseguida cuando vi las vallas que habían puesto en ambos extremos de la calle, bien por seguridad o a causa de alguna obra en construcción. Desde la esquina de William Street donde me encontraba hasta Broadway, a una distancia de varias manzanas, toda Wall Street estaba cerrada al tránsito de vehículos y transformada en área peatonal, así que lo que se oía eran las voces humanas y el golpeteo de los tacones en el pavimento. Eché a andar hacia el oeste. La gente compraba comida a un vendedor de falafel que había aparcado la furgoneta en la esquina o caminaba sola, en pareja o en grupos de tres. Vi mujeres negras con trajes de chaqueta grises y jóvenes indoamericanos bien afeitados. Poco después del Federal Hall pasé junto a la fachada de vidrio del New York Sports Club. Unos metros arriba, contra el cristal que dejaba ver un interior muy iluminado, había una fila de bicicletas estáticas, todas ocupadas por hombres y mujeres en ropa de lycra que pedaleaban en silencio mirando pasar a los peatones en el ocaso. Cerca de la esquina de Nassau, un hombre con bufanda y sombrero de fieltro, de pie ante un caballete, pintaba la Bolsa en grisalla sobre una gran tela. A sus pies había una pila de pinturas acabadas, también de grisalla, del mismo edificio visto desde diversos ángulos. Por un momento lo miré trabajar: cargaba el pincel y con gestos cuidadosos daba relieve a los acantos de las seis enormes columnas corintias de la Bolsa. El edificio en sí —que, siguiendo la mirada de él, escruté ahora con mayor atención— estaba iluminado desde abajo por una hilera de focos amarillos, y con esa iluminación parecía levitar.
Reanudando la marcha, pasé por Broad Street y por New Street, donde noté que había otro club deportivo, este llamado Equinox, desde el cual otra fila de ciclistas miraba la calle, y llegué a Broadway, en donde terminaba Wall Street. En la intersección de ambas se alzaba la fachada oriental de la iglesia de la Trinidad. Por un momento la reaparición del tráfico me dejó perplejo. Crucé Broadway hacia la puerta de la iglesia, tal vez con la idea inconsciente de entrar a rezar por M. Ya llevaba un buen tiempo enfermo pero, después de que a comienzos de año se divorciara, bruscamente había empeorado mucho. Ahora el delirio lo dominaba del todo, y cuando hablaba era con tal congoja que entonaba pesadamente las frases y parecían expulsarse una a otra de las atribuladas cavernas de su mente.
No la culpo, me había dicho aquel día, cualquier mujer haría lo mismo, el que lo estropeó fui yo. Tendría que haber sido más cuidadoso. A mí ya no me resulta divertido, pero puedo imaginar que a otros sí, puedo imaginarme que a la gente le divierta mi sufrimiento. Yo hago un esfuerzo por ellos, pero a ellos mi sufrimiento les divierte. Sin embargo tengo que ser responsable, más disciplina, más y más disciplina, y si hubiese hecho el intento todavía estaría casado. No es que le eche la culpa, ni a ella ni a nadie más, que hagan lo que les dé la gana, pero yo tengo que ser responsable del mundo y ninguno de ellos sabe lo que es eso. Mire, si no organizo las cosas como corresponde se va a destruir todo. ¿Comprende? No digo que yo sea Dios, pero sé lo que es llevar el mundo en los hombros. Me siento como el crío aquel que paró la inundación poniendo el dedo en la represa, lo que hago es una cosa de nada pero exige mucha concentración. De esto depende todo, no puedo ni explicárselo bien, y me gustaría no llevar semejante carga, una carga que se parece mucho a la de Dios pero ha recaído en alguien, no sé si entiende el problema, doctor, que no tiene los poderes de Dios.
La puerta delantera de la iglesia estaba cerrada. Bordeé toda la reja, primero hacia el norte y luego, como no encontré una entrada, hacia el sur. Circundando la iglesia había un gran camposanto con lápidas blancas, otras negras y algunos monumentos, entre los cuales destacaba el de Alexander Hamilton: AL PATRIOTA DE INTEGRIDAD INCORRUPTIBLE, EL SOLDADO DE PROBADO VALOR, EL ESTADISTA DE SABIDURÍA CONSUMADA, CUYO TALENTO Y VIRTUDES SERÁN ADMIRADOS PARA SIEMPRE. Figuraban la fecha de la inscripción, 12 de julio de 1804, y la edad del difunto, cuarenta y siete años. Hamilton, que en realidad tenía cuarenta y nueve cuando murió del único tiro que recibió en el duelo con Burr, no era la única persona famosa sepultada en el cementerio de la Trinidad. Entre las lápidas también estaban las que conmemoraban a John Jacob Astor, Robert Fulton y el abolicionista John Templeton Strong, cuyas memorias de la vida en la ciudad a fines del siglo XIX yo había visto una vez en los estantes de mi amiga. Y luego había muchas mujeres de los pocos siglos transcurridos desde que los europeos llegaran al Hudson y se establecieran en esta isla, mujeres llamadas Eliza, Elizabeth, Elisabeth. Algunas habían muerto ancianas, muchas otras habían muerto jóvenes, a menudo dando a luz, o aun antes, de enfermedades de la infancia. Había muchas tumbas de niños.
Doblando por Rector Street me encontré con Trinity Place, donde un viejo muro encerraba la iglesia, el aire era frío y olía a mar. La iglesia de la Trinidad, Trinity Church, se había constituido en los últimos años del siglo XVII: con las bendiciones de su congregación habían zarpado a sus derroteros marinos en general y balleneros en particular. Era la misma iglesia adonde regresaban, si habían sido bendecidos con un viaje seguro y próspero, a dar las gracias por esas mercedes. Uno de los muchos privilegios que se le concedían a Trinity en aquellos años era el pleno derecho sobre cualquier resto de naufragio o ballena varada en la isla de Manhattan. La iglesia estaba cerca del agua. El agua se cernía en todas las direcciones salvo el norte. Di una vuelta buscando una entrada, con el pensamiento en las aguas cercanas. Más tarde encontraría la historia que cuenta en su cuaderno de notas el colono holandés Antony de Hooges:
El 29 de marzo de este año de 1647 apareció ante nosotros, aquí en la colonia, un pez cuyo tamaño estimamos considerable. Vino de abajo y pasó a cierta distancia hasta las sirtes y hacia el anochecer regresó, y frente a nosotros se sumergió otra vez. Era de un blanco de nieve, sin aletas, de cuerpo redondo y soplaba agua por la cabeza, como hacen las ballenas o los atunes. Nos pareció muy extraño, porque hay muchas sirtes entre nosotros y Manhattan, y también porque era tan blanco como la nieve, algo que ninguno de nosotros ha visto nunca, sobre todo era extraño porque cubrió una distancia de veinte millas de agua dulce, en contraste con el agua salada que es su elemento. Pero es cierto aunque yo y casi todos los habitantes lo observamos con gran asombro. La misma noche que este pez apareció ante nosotros por primera vez, oímos los primeros truenos y relámpagos del año.
Fort Orange, desde donde De Hooges escribió este informe, era la colonia que más tarde se convertiría en Albany, después de que los británicos se apoderaran de las posesiones holandesas de esta región del mundo. En abril del mismo año De Hooges registró un nuevo avistamiento de una gran criatura marina. También en 1647 otro escritor, el viajero Adriaen van der Donk, informó de que había visto dos, además de una ballena blanca, Hudson arriba, en la zona de Troy. A esta última se le había sacado el aceite, escribió Van der Donk, dejando que el cadáver se pudriese en la playa. Para los holandeses, con todo, la visión de una ballena en aguas interiores era un portento poderoso, y es típica la asociación que hace de Hooges entre la presencia de ballenas y los cambios de tiempo dramáticos. El avistamiento era más ominoso de lo habitual porque el animal descrito era aparentemente albino.
No es probable que haya habido en el siglo XVII un residente holandés de Nueva Ámsterdam y los establecimientos comerciales de más arriba del Hudson que no tuviera conciencia de las numerosas ballenas que varaban allá en las playas de sus Países Bajos. En 1598, el cachalote de dieciséis metros de largo que había encallado en las arenas de Berckhey, cerca de La Haya, había tardado cuatro días en morir y, en aquel lapso y durante las semanas siguientes, había entrado en la leyenda de una nación que estaba en los comienzos de su historia moderna. La ballena de Berckhey había sido conmemorada en grabados, asimilada como objeto de valor comercial y, una vez agotado esto, tomada como curiosidad científica. Sobre todo, había sido interpretada como un mensaje de las profundidades. Para las gentes de entonces no había sido en absoluto complicado establecer un vínculo entre el monstruo agonizante y las atrocidades que las odiadas tropas españolas habían cometido en agosto del mismo año en el principado de Cleves. Entre mediados del siglo XVI y fines del XVII, al menos cuarenta ballenas habían varado en las costas de Flandes y los Países Bajos del Norte. Los holandeses, que por entonces no sólo trataban de definir su nueva república, sino también de consolidar su dominio de Nueva Ámsterdam y otras posesiones de ultramar, no dejaban nunca de tener presente el significado espiritual de la ballena.
Unos doscientos años después, cuando un joven de la zona de Fort Orange bajó el Hudson para establecerse en Manhattan, decidió que la obra magna que iba a escribir sería sobre el Leviatán albino. Aquel joven, que durante un tiempo fue parroquiano de Trinity Church, tituló el libro La ballena; el subtítulo, Moby Dick, fue añadido sólo después de la primera edición. La misma Trinity Church ahora acababa de dejarme a mí en el vivaz aire marino sin darme sitio donde rezar. En todas las puertas había cadenas y yo no encontraba forma de entrar ni nadie que me ayudase. Así que, acunado por el aire del mar, decidí hacer mi camino desde allí hasta el borde de la isla. Iba a estar muy bien, pensé, demorarme un rato en la orilla.
Cuando crucé la calle y entré en el angosto callejón de enfrente, fue como si el mundo entero se hubiese disipado. Me reconfortó extrañamente encontrarme tan solo en el corazón de la ciudad. El callejón, ruta preferida de nadie hacia ningún destino, era todo muros de ladrillo y puertas cerradas sobre los cuales las sombras caían con una seca concisión de grabado. Delante de mí había un gran edificio negro. La superficie de su torre, visible a medias, era opaca, de un negro absorbente como el de la ropa, y a causa de la angulosa geometría parecía una sombra autónoma o una silueta de cartón. Avancé por el callejón bajo unos andamios y desde Thames Street, después de cruzar Greenwich, llegué a Albany, desde donde vi la torre más claramente, aunque todavía a cierta distancia. Estaba completamente cubierta de una densa malla negra. En la confluencia de aquel callejón angosto y tranquilo con Washington, vi a mi derecha, aproximadamente a una manzana hacia el norte, un gran espacio vacío. De inmediato pensé en lo evidente, pero con igual rapidez deseché la idea.
Poco después estaba en la autovía del West Side. Era el único peatón en el cruce. Las luces traseras de los coches huían de sus reflejos hacia los puentes de salida, y a la derecha había un paso peatonal elevado que conectaba un edificio, no con otros, sino con el suelo. Y otra vez el espacio vacío que, ahora lo veía y tuve que admitir, eran las obvias ruinas del World Trade Center. El lugar se había vuelto una metonimia del desastre: me acordé de que una vez un turista me había preguntado cómo llegar al 11-S: no al lugar de los acontecimientos del 11-S sino al 11-S mismo, la fecha petrificada en los escombros. Me acerqué. Aparte del vallado de madera y alambre, nada pregonaba su significación. Al otro lado de la autovía empezaba una tranquila calle residencial llamada South End, en cuya esquina había un restaurante. Tenía letreros de neón (recuerdo el neón pero el nombre del restaurante lo olvidé) y, atisbando por la puerta de vidrio, vi que estaba prácticamente vacío. Me dio la impresión de que los pocos parroquianos eran todos hombres, y la mayoría estaban solos. Entré, me senté en la barra y le pedí a la camarera una cerveza.
La había bebido y pagado cuando un hombre se sentó a mi lado. ¿No me reconoces?, dijo alzando las cejas. Me fijé en ti en el museo, hará una semana, el Museo de Arte Popular. Mi rostro debía de expresar confusión, porque añadió: Yo soy guardia allí, y es a ti a quien vi, ¿no? Aunque el recuerdo era tenue, asentí. Él dijo: Supe que te había reconocido. Nos dimos la mano y se presentó como Kenneth. Era de piel oscura, calvo, con una amplia frente lisa y un bigotito fino muy bien recortado. Como tenía un torso poderoso pero piernas flacas, parecía el Pnin de Nabokov redivivo. Calculé que rondaría los cuarenta. Hablamos de nimiedades, pero pronto él se enfrascó en un monólogo, saltando de un tema a otro con un acento del Caribe. Era de Barbuda, dijo, y le sorprendió que yo hubiese oído hablar del país.
Estos norteamericanos lo único que conocen es lo que tienen delante de las narices, dijo. En fin, yo estoy esperando a unos amigos, está bien este sitio, ¿no? Ah, ¿tú no habías estado nunca? Negué con la cabeza. Me preguntó de dónde era, qué hacía. Hablaba deprisa, gárrulamente. En Colorado, una vez, tuve un compañero de piso nigeriano. Se llamaba Yemi. Yoruba. Eso creo, y a mí me interesa de veras la cultura africana. ¿Tú eres yoruba? A esas alturas Kenneth me había empezado a cansar y me entraron ganas de irme. Pensé en el taxista que me había llevado a casa desde el Museo de Arte Popular: Oye, ¿no ves que soy africano como tú? Kenneth estaba reivindicando lo mismo.
Antes yo vivía en Littleton, pero estudiaba en Denver, grado de asociado en la universidad. Conoces Littleton, ¿no? Yo acababa de llegar cuando fue la masacre. Terrible. Lo mismo pasó con Nueva York; llegué en julio del 2001. Cosa de locos, ¿verdad? Totalmente de locos, ¡así que ya estoy pensando a quién prevenir en la próxima ciudad adonde vaya! Hombre… el puesto en el museo está bien, ¿sabes?, de momento es algo, pero realmente lo que yo quiero hacer… Aunque Kenneth seguía hablando, rápida, automáticamente, los ojos tostados no se movían. Entonces se me ocurrió que esos ojos estaban haciendo una pregunta. Una pregunta sexual. Le expliqué que tenía que encontrarme con una amiga. Me disculpé por no llevar tarjeta encima y le dije algo, como que pronto visitaría el museo otra vez. Salí del restaurante y retrocedí hacia el South End. El agua no estaba lejos y puse rumbo a la orilla. Sentí pena por Kenneth y su parloteo desesperado.
No había isla más extraña que ésta, pensé mirando el mar, esta isla vuelta sobre sí misma, donde el agua había sido proscrita. La costa era un caparazón permeable sólo en ciertos puntos escogidos. ¿Dónde era posible tener una sensación auténtica de ribera en esta ciudad? Todo estaba edificado, en cemento y piedra, y los millones que vivían en el pequeño interior tenían escasa conciencia de lo que fluía a su alrededor. El agua era una suerte de secreto embarazoso, la hija no querida, descuidada, mientras que con los parques todo era mimo, babeo y uso exagerado. Me detuve en el paseo para mirar el agua y la noche impávida. Estaba todo en silencio y desde la costa de Jersey las luces llamaban. Un par de corredores se acercaron como velas y pasaron de largo. A lo largo del South End, frente al agua, había hileras de edificios de casas señoriales, tiendecitas y una pequeña glorieta circular ahogada en arbustos y parras. Allá delante, en el Hudson, sonaba un levísimo eco de los viejos barcos balleneros, las ballenas y las generaciones de neoyorquinos que habían ido a ese paseo a mirar cómo fluían en la ciudad riqueza y dolor, o simplemente a ver la luz jugando en el agua. Cada uno de aquellos momentos pasados estaba presente ahora como un rastro. Desde donde yo me había parado, la estatua de la Libertad era una verde mota fluorescente contra el cielo, y más allá estaba Ellis Island, foco de tantos mitos, pero construida demasiado tarde para los primeros africanos —que de todos modos no eran inmigrantes— y cerrada demasiado pronto para que pudiera significar algo para africanos posteriores como Kenneth, el taxista o yo.
Ellis Island era un símbolo sobre todo para los refugiados europeos. Los negros, «nosotros los negros», habíamos entrado por puertos más duros: esto sólo podía admitirlo ahora que estaba menos impaciente, era lo que el taxista había querido decir. Éste era el reconocimiento que, a su brusca manera, quería de cada «hermano» que encontraba. Escuchando el aliento del agua caminé por el paseo hacia el norte. Dos hombres mayores con chándal brillante, absortos en una conversación, venían hacia mí arrastrando los pies. ¿Por qué sentí de repente que eran visitantes del otro lado del tiempo? Por un momento los miré a los ojos, pero no vi ninguna señal más que la brecha habitual entre jóvenes y viejos. Unos pasos hacia el norte el paseo se hacía más ancho, terminaba la hilera de casonas y vi el atrio acristalado del World Financial Center, con ese surtido de enormes plantas de interior que le daban el aspecto de un acuario descomunal. Justo enfrente del edificio había una pequeña cala tranquila donde se mecían suavemente varios veleros, uno de ellos con un emblema de la Escuela de Vela de Manhattan. Bajé unos escalones de madera y caminé por el muelle junto a los barcos, y más allá hasta la parte donde había agua a los dos lados. A la izquierda tenía el río, a la derecha la cala y, mirando a la izquierda, posé la mirada en el agua negra, las luces dispersas de Hoboken, la ciudad de Jersey y por encima de ellas el cielo negro. Me llegó a los oídos la suave ondulación del agua y de esos murmullos surgió la voz de M.
Cómo puedo ser tan estúpido, mujer turca americana, amante turca. Yo siempre le dije que tenía un negocio en Ankara, cosa que era cierta, pero nunca supo nada de mis otros negocios, y a esta otra le daba todos los meses trescientos dólares, era un buen arreglo, pienso, o mejor dicho pensaba. Pensaba. Qué va. No pensaba. Un día escribió pidiendo más… Las mujeres están locas, doctor, más locas que yo… Quería quinientos. ¿Se figura usted? Quinientos cada mes, y en eso mi mujer dice: Vaya, carta de Turquía, a ver, veamos quién le escribe a mi marido. Allí se acabó todo. Cuando llego a casa me estaba esperando con la carta en una mano y un palo en la otra. ¿Cómo voy a culparla? Yo estaba pensando con la…, no sé con qué estaba pensando, con los cojones. No pensaba. Todo lo bueno lo volví malo. Decepcioné a Dios.
Le lagrimeaban los ojos. Ya había contado la historia antes, y había llorado antes, pero cada vez era como si no lo hubiera hecho jamás. Experimentaba el dolor de nuevo y todas las veces lo dramatizaba. Y, como un pensamiento lleva a otro, allí de pie frente al río yo mismo sentí una punzada imprevista, una urgencia y una pena repentinas, pero la figura en la que pensaba se alejó rápidamente al vuelo. Aunque sólo habían pasado unas semanas, el tiempo había empezado a insensibilizar la herida. Estaba haciendo frío, pero decidí quedarme un poco más. Qué fácil habría sido allí, pensé, deslizarme despacio en el agua y hundirme hasta el fondo. Arrodillándome, acaricié el Hudson con las yemas de los dedos. Estaba helado. Allí estábamos todos, ignorando el agua, prestando la menor atención posible al par de eternidades negras entre las cuales mediaba nuestra pequeña luz. Y de nuestra deuda, pensé, con esa luz, ¿qué? Nos debemos la vida a nosotros mismos. Esto, de lo cual tanto hablamos los médicos a nuestros pacientes, sobre lo cual puede decirse tan poco de razonable, se repliega y también nos interroga a nosotros. Me sequé la mano y me eché aliento en los dedos para calentarlos.
Arriba, en el paseo, dos chicos al final de la adolescencia, con tablas de skate, eran las únicas personas a distancia de grito. Estaban enfrascados en su deporte. Uno de ellos saltaba sin cesar de una rampa baja, despegando y aterrizando con clacs estruendosos, mientras el otro corría al lado en otra tabla, con una cámara de vídeo que mantenía bien abajo, casi al nivel de los tobillos, y una lámpara que proyectaba un haz. Un encargado de seguridad pasó en un carrito a motor y les advirtió que no saltaran. Ellos escucharon con respeto y pareció que se disciplinaban. Pero en cuanto el hombre se alejó empezaron a saltar de nuevo.
A distancia del agua, en la plaza posterior del World Financial Center, había un breve espacio semicontenido que consistía en una fuente, macetas con cañas y dos muros de mármol, uno más alto que el otro. Los dos estaban inscritos y en el más bajo había una placa: A LA MEMORIA DE LOS MIEMBROS DEL DEPARTAMENTO DE POLICÍA QUE PERDIERON LA VIDA SIRVIENDO AL PUEBLO DE LA CIUDAD DE NUEVA YORK. En el otro muro había una lista con docenas de nombres. Arriba de todo estaba la primera entrada: AGENTE JAMES CAHILL, 29 DE SEPTIEMBRE DE 1854. Así seguía a lo largo de los años, entrada tras entrada, grado, nombre, fecha de muerte: en el otoño de 2001 se advertía la esperada, desoladora concentración, y luego unos pocos más muertos en los años siguientes. Debajo había una vasta, vacía cara de mármol pulido esperando a aquellos que, entre los vivos, morirían de uniforme, y a los aún por nacer que se hicieran policías y muriesen haciendo esa tarea.
Al otro lado de la plaza, más allá de la autovía del West Side, los altos edificios del distrito financiero se alineaban en un perímetro invisible como animales que, pugnando por espacio al borde de un lago, se cuidaban de no caer al agua. El perímetro marcaba el enorme terreno de construcción. Fui hasta un segundo paso elevado, el que una vez había comunicado el World Financial Center con los edificios que se alzaban en el solar. Hasta ese momento había sido un caminante solitario, pero entonces del World Financial Center empezó a salir gente en tropel, hombres y mujeres de traje oscuro, entre ellos un grupo de jóvenes profesionales japoneses que se apresuraron a adelantarme seguidos de la rápida corriente de su conversación. Por encima de ellos, por tercera vez en el anochecer, vi las luces de un establecimiento de gimnasia con sus hileras de bicicletas, que en este caso daban al terreno de construcción. Me pregunté qué les pasaba por la cabeza a esos deportistas mientras se esforzaban en pedalear mirando allí. Al subir al paso elevado pude compartir con ellos lo que veían: una larga rampa en descenso y tres o cuatro tractores dispersos que, disminuidos por la magnitud del hoyo, parecían de juguete. Un poco por debajo del nivel de la calle distinguí el súbito verde metálico de los vagones de un raudo metro, expuesto a los elementos allí donde atravesaba el solar, vena lívida en el cuello del 11-S. Más allá del solar estaba el edificio envuelto en una malla negra que yo había visto antes, misterioso y severo como un obelisco.
El paso elevado estaba repleto. En las vigas había coloridos anuncios de varios sitios turísticos del sur de Manhattan, MUESTRA A TUS HIJOS DÓNDE DESEMBARCABAN LOS EXTRANJEROS, decía el de Ellis Island. El Museo de las Finanzas Estadounidenses se promocionaba con las palabras VUELVE A VIVIR EL DÍA EN QUE EL SEGUNDERO DE AMÉRICA SE DETUVO. El del Museo Policial, en el mismo espíritu de chistes desagradables, invitaba al público a visitar al primer abastecedor de celdas de la ciudad. A mi alrededor los empleados seguían en marcha, con los hombros alzados, la cabeza gacha, todos de negro y gris. Me sentí en evidencia, el único en la multitud del paso elevado que se paraba a mirar el solar. Todos los demás iban en línea recta, y nada los separaba, nada nos separaba, de los que el día del desastre habían trabajado a sólo unos metros, al otro lado de la calle. Después de bajar la escalera a Vesey Street, quedamos flanqueados por alambradas, acorralados «como animales» tambaleándose rumbo al matadero. Pero ¿por qué estaba permitido tratar así a los animales? Las molestas preguntas de Elizabeth Costello surgían en los lugares más imprevistos.
Pero la atrocidad no es nada nuevo, ni para los humanos ni para los animales. La única diferencia estriba en que hoy está incomparablemente bien organizada; se lleva a cabo mediante corrales, trenes de carga, libros de asiento, alambre de espino, campos de trabajo, gas. Y la última aportación, la ausencia de cuerpos. El día en que el segundero de Estados Unidos se detuvo no hubo cuerpos visibles salvo los que caían. Aunque alrededor de la costa herida de nuestra ciudad medraron historias comerciales de todo tipo, se prohibió la representación visual de los cadáveres. Avancé por el corral con los empleados.
No era la primera vez que se borraba el solar. Antes de que se construyeran las torres, esa parte de la ciudad había estado atravesada por una bulliciosa red de callecitas. Robinson Street, Laurens Street, College Place: en los años sesenta todas habían sido obliteradas para hacer lugar a los edificios del World Trade Center y ahora nadie las recordaba. También había desaparecido el viejo mercado de Washington, los muelles activos, las pescaderas, el enclave de cristianos sirios que se habían establecido allí a fines del siglo XIX. Se había empujado a sirios, libaneses y otras gentes de Levante al otro lado del río, a Brooklyn, donde habían arraigado en Atlantic Avenue y Brooklyn Heights. Y antes, ¿qué? ¿Qué sendas de los lenapes había enterradas bajo los escombros? El solar era un palimpsesto, como la ciudad toda: escrito, borrado, reescrito. Allí había habido comunidades antes aun de que Colón izara las velas, antes de que Verrazano anclara sus naves en los estrechos o Estêvao Gómez, portugués mercader de esclavos negros, remontara la corriente del Hudson; allí habían vivido seres humanos, construido casas y peleado con los vecinos mucho antes de que los holandeses viesen en las magníficas pieles y la madera de la isla y su tranquila bahía una oportunidad para hacer negocios. Generaciones enteras se precipitaron por el ojo de la aguja y yo, parte de la multitud todavía legible, entré en el metro. Quería encontrar la línea que me conectaba con mi propia parte de esas historias. En algún lugar al borde del agua, agarrado a lo que sabía de la vida, con un chasquido agudo, había vuelto a asomar el niño.