TRES

Una tarde de densa lluvia en que las hojas de los gingkos se amontonaban en la acera, como miles de criaturitas amarillas recién caídas del cielo, hasta alcanzar los tobillos, salí a hacer una caminata. En aquella época, cuando no tenía pacientes yo pasaba todo el tiempo trabajando con un profesor, el doctor Martindale, en un artículo para publicar. Nuestro estudio había dado con hallazgos como para entusiasmarse de veras: habíamos conseguido mostrar que en las personas de edad existía una fuerte correlación entre los infartos y la depresión. Pero, como en el último momento habíamos sabido que poco antes otro laboratorio acababa de llegar a conclusiones similares usando un protocolo de investigación diferente, la redacción del artículo se había complicado. El doctor Martindale estaba cerca de jubilarse y el grueso de la reescritura había recaído en mí, lo mismo que todo nuevo ensayo que hubiera que llevar a cabo en el laboratorio. En esto último no era muy cuidadoso, y dos veces se me habían roto ampollas y había tenido que empezar de nuevo. A eso me había dedicado durante tres arduas semanas. Luego, en tres días de trabajo intenso, había hecho la mayor parte de la reescritura, de modo que habíamos enviado el artículo y ahora esperábamos que las revistas especializadas nos respondieran. Salí, paraguas en mano, con la idea de atravesar tal vez Central Park hacia la zona que queda al sur, y cuando entraba en el parque me encontré pensando de nuevo en mi abuela.

Mi madre y yo nos habíamos distanciado cuando yo tenía diecisiete años, justo antes de que yo me marchase a Estados Unidos. Yo tiendo a relacionarlo con el alejamiento entre ella y su madre. Podrían haber discutido por motivos tan primarios como los que nos separaron a mi madre y a mí. Mi madre se había ido de Alemania en la década de 1970 y no había vuelto nunca. Sin embargo en los últimos años yo había pensado más a menudo en mi abuela. Por lo general me demoraba en una visita que nos había hecho en Nigeria desde Bélgica, adonde se había trasladado poco después de que muriese mi abuelo. Mi madre la había pintado como una persona difícil, de mente estrecha, y el retrato era inexacto: no tenía nada que ver con mi oma y mucho que ver con el resentimiento. Cuando la visité yo tenía once años, y había visto que mis padres apenas la toleraban (mi padre se aliaba con mi madre). También había comprendido que parte de lo que yo era venía de ella, y sobre esta base se había establecido una especie de solidaridad. Una vez, hacia el final de la visita, según recuerdo, toda la familia hizo una excursión al país Yoruba. El viaje en coche no nos llevó a más de unas horas de Lagos. Visitamos el palacio de los Deja en Akure y el de Ooni en Ife, ambos inmensos y tradicionales complejos reales de ladrillos de barro, decorados con grandes columnas de madera grabada con aspectos de la cosmología yoruba: el mundo de los vivos, el mundo de los muertos, el mundo de los no nacidos. Mi madre, que tenía un interés profundo por el arte, nos explicaba la iconografía a mi abuela y a mí. Mi padre vagaba por ahí un poco aburrido.

Habíamos viajado muchas horas por caminos enfangados, magullados, a través de un paisaje ondulante unas veces mustio, otras tupidamente boscoso. Paramos en las fuentes termales de Ikogosi y fuimos a los monolitos sagrados de la Roca de Olumo en Abeokuta, dentro y debajo de la cual se había refugiado el pueblo egba durante las guerras intestinas del siglo XIX. Mis padres subieron a la roca con un guía mientras mi abuela y yo esperábamos al pie. Desde donde estábamos yo veía a mis padres subiendo por la ladera escarpada, deteniéndose en cuevas o salientes cuando el guía les señalaba hitos históricos o religiosos, reanudando luego una ascensión que a nosotros, desde abajo, nos parecía especialmente peligrosa. Aquel día yo había atesorado el silencio compartido con mi oma (la mano de ella en mi hombro, masajeándolo); mis padres habían estado arriba una hora, y en esa hora nosotros habíamos comulgado casi sin palabras, tan sólo esperando, sensibles al rumor del viento en los árboles cercanos, mirando a las lagartijas escabullirse entre pequeñas formaciones rocosas que emergían de la tierra como huevos prehistóricos, escuchando el tamborileo de las motos en el caminito que había a unos doscientos metros. Al bajar, jadeantes, enrojecidos, encantados, mi madre y mi padre habían hablado maravillas de la experiencia. De la nuestra, Oma y yo no habíamos podido decir nada porque había sido sin palabras.

Después, una vez pasadas las pocas semanas de la visita, mis padres no habían hablado mucho de oma. La comunicación entre ella y mi madre había vuelto a interrumpirse, y era como si nunca hubiese ido a Nigeria: el afecto sereno, confuso, que mostraba por mí se había desvanecido en el pasado. Hasta donde yo sabía, había regresado a Bélgica. Y era en Bélgica donde me la imaginaba ahora, aunque no podía asegurar que aún estuviese viva. En la época de la visita a Nigeria, yo había tenido la esperanza de que su relación con la familia se normalizara. Pero no fue así, y lo que presumo es que poco antes de que oma se marchase hubo una gran discusión con mi madre. De modo que la única persona capaz de decirme su paradero actual, de decirme si había paradero actual, era la persona a quien no podía preguntárselo.

Entré en el parque en la calle 72 y caminé hacia el sur por Sheep Meadow. Se había levantado viento y un aguacero caía en el suelo anegado en finas, incesantes agujas, oscureciendo los tilos, olmos y manzanos silvestres. La lluvia era tan intensa que me nublaba la vista, un fenómeno que yo antes sólo había notado en las tormentas de nieve, cuando, al borrar las señales más obvias de los tiempos, una ventisca le impedía a uno adivinar en qué siglo estaba. El torrente había envuelto el parque en una atmósfera primordial, como si se acercara el diluvio del fin de mundo, y Manhattan aparecía como debió de ser en 1920 o, si uno estaba bastante lejos de los edificios más altos, mucho tiempo antes.

La aglomeración de taxis en Central Park South y la Quinta Avenida rompió la ilusión. Después de caminar otro cuarto de hora, ya totalmente calado, me paré bajo la cornisa de un edifico de la 53. Al volverme vi que estaba en la puerta del Museo de Arte Popular Americano. Como no lo había visitado nunca, entré.

Los artefactos expuestos, la mayoría de los siglos XVIII y XIX —veletas, ornamentos, edredones, pinturas— evocaban tanto la vida rural del nuevo país estadounidense como las tradiciones semirrecordadas de los viejos países europeos. Era el arte de un país con una aristocracia pero sin un patronazgo cortesano: un arte sencillo, franco y rudimentario. En el descanso del primer tramo de escaleras vi un retrato al óleo de una joven con un almidonado vestido rojo y un gato en brazos. Por debajo de la silla asomaba un perro. Los detalles eran empalagosos, pero no lograban debilitar la fuerza y la belleza del cuadro.

Los artistas que presentaba el museo, casi en todos los casos, trabajaban fuera de la tradición elitista. Si bien carecían de adiestramiento formal, ponían el alma en las obras. Cuando llegué a la tercera planta, la sensación de haberme sumido en el pasado se hizo completa. En medio de la galería se extendía una hilera de delgadas columnas blancas y los suelos eran de cerezo lustrado. Ambos elementos eran ecos de la arquitectura colonial de Nueva Inglaterra y las Colonias Centrales.

En aquella sala, como en la inmediatamente inferior, había una exposición dedicada a los cuadros de John Brewster. Hijo de un médico de Nueva Inglaterra del mismo nombre, tenía una aptitud modesta, pero las dimensiones de la exposición evidenciaban que había sido un artista muy requerido. En la galería había silencio y calma y, descontando al guardia de pie en un rincón, la única persona era yo, lo que acentuaba la sensación de quietud que me infundían casi todos los retratos. Parte del efecto lo causaba sin duda la inmovilidad de los retratados, y parte la paleta sobria de cada panel, pero había algo más, algo más difícil de definir: un aire de hermetismo. Cada retrato era un mundo sellado, visible desde fuera pero imposible de penetrar. Sucedía sobre todo con los muchos retratos de niños que había pintado Brewster, todos ellos dueños de sí a pesar de sus cuerpos infantiles, y aunque a menudo había elementos caprichosos en el atuendo, los rostros, sin excepción, eran serios, más serios aún que los de los adultos, una gravedad totalmente desproporcionada para sus tiernas edades. Cada niño estaba de pie en una pose que parecía de muñeco y sólo la incisiva mirada les daba vida. El efecto era inquietante. La clave, como descubrí, era que John Brewster era completamente sordo, y lo mismo ocurría con muchos de los niños que había retratado. Algunos eran alumnos del Asilo de Connecticut para la Educación e Instrucción de Personas Sordas y Mudas, que había sido fundado en 1817 como primer colegio para sordos del país. Brewster fue aceptado durante tres años como alumno adulto y precisamente mientras él estuvo allí se desarrolló lo que sería conocido como Lengua de Signos Norteamericana.

Mientras contemplaba aquel mundo silencioso pensé en las muchas ideas románticas que se asocian a la ceguera. Los nombres de Milton, Blind Lemmon Jefferson, Borges o Ray Charles evocan la idea de una sensibilidad y un genio poco corrientes. Se cree que perder la vista física es ganar una segunda visión. Se cierra una puerta y otra mayor se abre. Muchos creen que la ceguera de Homero es una suerte de conducto espiritual, un atajo a los dones de la memoria y la profecía. Cuando yo era chico, en Lagos había un bardo ciego y vagabundo, un hombre a quien se reverenciaba mucho por sus dotes espirituales. Cada persona que lo oía entonar sus canciones sentía que, escuchándolo, en cierto modo tocaba lo numinoso, o lo numinoso le tocaba. Una vez, en un mercado repleto de Ojuelegba, a comienzos de los ochenta, yo lo vi. Estaba muy lejos, pero recuerdo (o creo recordar) los grandes ojos amarillos, el gris calcificado de las pupilas, el semblante aterrador y el amplio manto sucio que llevaba. Cantaba con una voz plañidera y aguda, en un yoruba hondo y proverbial que me resultaba imposible seguir. Más tarde imaginé que había visto a su alrededor una especie de aura, una distancia espiritual que movía a todos sus oyentes a abrir el monedero y dejar algo en el cuenco que llevaba el niño que lo asistía.

Tal es el relato en torno a la ceguera. No pasa lo mismo con la sordera, que, como en el caso de un tío abuelo mío, a menudo se ve como un mero infortunio. A muchos sordos, se me ocurrió entonces, los trataban como si fuesen retrasados mentales, e incluso la palabra «sordomudo», lejos de ser la simple descripción de una afección física, tenía un sentido peyorativo.

Frente a los retratos de Brewster, con la mente en calma, los vi como constancias de una transacción silenciosa entre el artista y el tema. Un pincel mojado, al depositar la pintura en la madera o la tela, casi no emite sonido, y qué inmensa y palpable es la paz en los grandes artistas de la quietud: Vermeer, Chardin, Hammershøi. Solo en la galería pensé que el silencio se ahondaba cuando el mundo privado del artista era de una quietud total. A diferencia de aquellos otros artistas, Brewster no había comunicado el silencio de su mundo recurriendo a miradas indirectas o claroscuros. Sin embargo, los rostros, bien iluminados y frontales, estaban en calma.

Fui hasta la ventana de aquel tercer piso y miré afuera. El aire había virado del gris al azul oscuro y la tarde se había vuelto anochecer. Una imagen me atrajo de nuevo hacia dentro, la imagen de un niño que sujetaba a un pájaro con una cinta azul. Como de costumbre en Brewster, los colores tenues dominaban la paleta, y las únicas excepciones eran el azul eléctrico de la cinta, que cruzaba la superficie de la pintura como un rayo, y los zapatos negros del niño, más negros y profundos que casi cualquier otra cosa de la galería. El pájaro representaba el alma del muchacho, lo mismo que en el retrato de Manuel Osorio Manrique de Zúñiga, el desdichado niño de tres años que pintó Goya. El niño del cuadro de Brewster miraba desde 1805 con una expresión serena y etérea. Al contrario que otros niños retratados por el pintor, él tenía el oído intacto. ¿Era esa pintura un talismán contra la muerte? En aquel entonces uno de cada tres jóvenes moría antes de los veinte años. ¿Era un deseo mágico que el chico sujetase la vida como sujetaba el cordel? Francis O. Watts, el chico de esa pintura, consiguió vivir. A los quince entró en Harvard, se hizo abogado, se casó con Caroline Goddard, que como él era de Kennebunkport, Maine, y llegó a ser el primer presidente de la Asociación Cristiana de Jóvenes, la YMCA. Murió en 1860, cincuenta y cinco años después de que Brewster pintara el retrato. Pero en el momento en que se pintó aquel cuadro, y por lo tanto para todos los tiempos, es un pequeño que sostiene un pájaro con una cinta azul y viste una camisa blanca con un volante de encaje cuidadosamente representado.

Brewster, nacido unos diez años antes de la Declaración de la Independencia, hizo una vida de artista ambulante que lo llevó de Maine a la Connecticut natal y al este de Nueva York. Cuando murió tenía casi noventa años. El medio de elite federalista en que se había formado le dio acceso a patronos ricos y serios (sus propios ancestros habían llegado en 1620 en el Mayflower), pero la sordera lo marginó y sus pinturas están imbuidas de lo que ese largo silencio le había enseñado: concentración, suspensión del tiempo, un ingenio cauteloso. En una pintura titulada One Shoe Off [Sin un zapato], que me cautivó desde que me detuve a mirarla, el primoroso lazo del zapato derecho de una pequeña parecía replicar los asteriscos del dibujo del suelo. Con una mano sujetaba el otro zapato, y alrededor del talón y los dedos del pie izquierdo descalzo se advertían algunos pentimenti rojos. La expresión de la niña, por lo demás tan segura de sí como todos los niños de Brewster, retaba al espectador a divertirse.

Absorto en el mundo de aquellas imágenes perdí la noción del tiempo, como si entre ellas y yo el tiempo se las hubiese arreglado para desvanecerse, así que cuando apareció el guardia para decirme que el museo iba a cerrar, ya había olvidado cómo se hablaba y me limité a mirarlo. Cuando al fin bajé la escalera y salí a la calle, me sentí como si hubiese regresado a la tierra desde una gran distancia.

El tráfico de la Sexta Avenida, donde los gladiadores de la hora punta tanteaban sus límites recíprocamente, contrastaba violentamente con lo que yo acababa de ver. Había empezado a llover otra vez, ahora en grandes torrentes de espejos que barrían los lados lisos de los edificios de cristal, y tardé un rato en encontrar un taxi. Cuando al fin conseguí parar uno, una mujer se me cruzó de golpe, me dijo que tenía prisa y que si no me importaba que se subiese ella. Sí, dije yo casi a gritos (el sonido de mi voz me sorprendió). Me importaba. Llevaba diez minutos bajo la lluvia y no me sentía inclinado a ser caballero. Me subí al coche y casi al instante el chofer dijo: ¿Adónde? Debió de parecer que estaba perdido. Intentaba recordar la dirección de mi casa. El paraguas plegado chorreaba agua en la alfombrilla y yo pensaba en el retrato de Brewster de la adolescente Sarah Prince sentada al pianoforte, un instrumento que ni el artista ni la modelo habrían oído: el instrumento más silencioso del mundo. Me la imaginé a ella pasando la mano por las teclas pero negándose a apretarlas. Cuando la dirección volvió a infiltrarse en mi cabeza, se la di al chofer y le dije: ¿Y qué tal vamos, hermano? El hombre se crispó y me miró por el espejo.

No es bueno, no es nada bueno, ¿sabes?, que te subas al coche sin saludar, muy mal hecho. ¿No ves que yo también soy africano? ¿Por qué haces esto? Me seguía mirando por el espejo. Estaba confundido, dije yo. Lo siento, pero tenía la mente en otra parte, no se ofenda usted, eh, hermano, ¿cómo estás? Sin responder, él miró la calle. Yo no lo sentía en absoluto. No estaba de humor para aguantar reclamaciones. El coche estaba en silencio y, mientras corríamos por el West Side hacia arriba a lo largo del Hudson, río y cielo eran una sola lámina de bruma oscura y el horizonte había desaparecido. Salimos de la vía rápida y en el cruce de Broadway con la 97 quedamos atascados. El chofer puso la radio y sintonizó un programa de entrevistas: la gente discutía a gritos sobre cosas que me resbalaban. Me desbordaba la cólera, me desquiciaba la cólera de un reposo hecho trizas. Por fin se aligeró el tráfico, pero la radio seguía tronando bobadas. El chofer me llevó a una dirección equivocada, a varias manzanas de mi apartamento. Le pedí que corrigiese el error pero él dejó el coche al ralentí, apagó el taxímetro y dijo: No, esto es lo que hay. Le pagué, añadiendo la propina estándar, y eché a andar hacia mi casa bajo la lluvia.