Unas noches más tarde estaba hablando por teléfono con Nadège cuando oí ruidos a lo lejos, unos ruidos casi imperceptibles al comienzo, que sin embargo en pocos segundos se acercaron y se intensificaron. Una sola voz gritaba, una voz de mujer, y una multitud respondía. Después de que esto pasara varias veces, me di cuenta de que la multitud era fundamental o enteramente femenina. Varios silbidos atravesaban el aire, pero incluso antes de abrir la ventana advertí que no eran festivos. Era algo más serio. Sonaban tambores y, a medida que la manifestación se acercaba, el tono de los tambores se volvía cada vez más marcial (me vino a la mente una partida de caza haciendo salir conejos de las madrigueras). Era tarde, más de las diez. Al otro lado de la calle varios vecinos se habían asomado a las ventanas y todos estirábamos la cabeza hacia la avenida Ámsterdam. La voz que guiaba se hizo aún más fuerte, pero las palabras no se resolvían en ningún significado y la masa que marchaba hacia nosotros seguía envuelta en la oscuridad. Luego, cuando pasó bajo las farolas, toda formada por mujeres jóvenes, las consignas se aclararon: «Tenemos el poder», exclamaba la voz solitaria. «La calle es nuestra, recuperemos la noche», respondían las otras.
El grupo, de unas cuantas docenas pero muy apretado, pasó bajo mi ventana. Desde una altura de varios pisos miré las caras que se iluminaban y apagaban al atravesar los halos de luz de las farolas. «Ni los cuerpos de las mujeres, ni las vidas de las mujeres: no nos van a dominar». Cerré la ventana. Fuera estaba apenas más fresco que en el apartamento. Al atardecer yo había caminado por Riverside Park de ida y vuelta entre la 116 y la 90. Aún no hacía frío y en todo el paseo por el parque —mientras miraba a los perros y sus amos, todos los cuales parecían converger en los senderos por donde iba yo, una corriente inagotable de pit bulls, terriers, alsacianos, bracos de Weimar, chuchos— no había dejado de preguntarme por qué seguía haciendo tanto calor a mitad de noviembre.
Cuando subía la colina hacia mi casa, justo en el cruce con la 121, vi a mi amigo. Vivía a sólo unas manzanas y había estado comprando comida. Lo saludé y hablamos un momento. Era un joven profesor del departamento de Ciencias de la Tierra y ya había recorrido cuatro de los siete años del incierto viaje hacia la titularidad. Le interesaban muchas más cosas que lo que sugería su especialidad profesional y en eso se basaba en parte nuestra amistad: tenía opiniones firmes sobre libros y películas, opiniones a veces contrarias a las mías, y había vivido dos años en París, donde había adquirido un gusto por filósofos en boga como Badiou y Serres. Además era un voraz jugador de ajedrez y padre afectuoso de una niña de nueve años que en general vivía con la madre en Staten Island. Los dos lamentábamos que las exigencias del trabajo nos impidieran pasar juntos todo el tiempo que habríamos querido.
A mi amigo le apasionaba especialmente el jazz. De la mayoría de los nombres y estilos en que se deleitaba yo tenía poca idea (al parecer hay un sinnúmero de grandes músicos de los sesenta y setenta de apellido Jones). Pero, aun desde mi distancia ignorante, percibía la agudeza de su oído. Él solía decirme que un día iba a sentarse al piano y mostrarme los mecanismos del jazz, y que cuando al fin entendiese qué era una blue note y qué era el swing se abrirían los cielos y se produciría una transformación en mi vida. Yo le creía bastante y de vez en cuando hasta me preguntaba, preocupado, por qué carecía yo aparentemente de un vínculo emotivo fuerte con ese estilo musical tan estadounidense. Con demasiada frecuencia me sonaba meramente dulce, incluso empalagoso, y sobre todo me desagradaba como música de fondo. Mientras mi amigo y yo hablábamos, un indigente cantaba en la acera de enfrente y con las ráfagas de viento nos llegaban jirones de voz.
Estos pensamientos placenteros quedaron interrumpidos por un presagio de la conversación que esa noche tendría con Nadège. Y qué raro fue, horas más tarde, oír la tensa voz de ella en contrapunto con las de las manifestantes de abajo. Se había ido a vivir a San Francisco hacía unas semanas y habíamos dicho que nos esforzaríamos por mantener las cosas a distancia, pero no lo habíamos dicho en serio.
Intenté imaginármela en la muchedumbre pero no me vino a la mente ninguna imagen, ni pude representarme el rostro como si hubiera estado conmigo. Pronto, cuando la marcha fluyó hacia Morningside Park entre silbatos y banderas, las voces de las manifestantes se desvanecieron. El redoble marcial del tambor continuó un rato, con su secuela de taquicardia, y luego también se apagó y ya no oí nada más que la voz disminuida del otro lado de la línea. Era dolorosa esa ruptura, pero a ninguno de los dos le sorprendía.
La noche siguiente, en el metro, vi a un lisiado que recorría los vagones arrastrando la pierna rota. Impostaba la voz aflautándola para que el cuerpo pareciese más frágil. El número no me gustó y me negué a darle dinero. Minutos después, al bajarme, vi a un ciego. El largo bastón blanco acababa en una pelota de tenis, y el hombre barría con él un arco limitado delante de sus pies, y otro al costado y, como iba demasiado al borde y corría el riesgo de caer del andén (me pareció a mí), me acerqué a preguntarle si necesitaba ayuda. Oh, no, dijo, no. Estoy esperando el tren, gracias. Lo dejé y fui hasta la salida. Me azoró ver, justo en ese momento, otro ciego, que también llevaba un largo bastón blanco con una pelota de tenis y, delante de mí, subía la escalera hacia la luz.
Se me ocurrió que ciertas cosas que estaba viendo a mi alrededor estaban bajo la égida de Obatala, el demiurgo al que Olodumare había encargado que crease a los humanos con arcilla. Obatala hizo las cosas bien hasta que empezó a beber. De tanto beber se emborrachó y empezó a modelar seres humanos defectuosos. Los yorubas creen que en ese estado de ebriedad hizo a los enanos, los tullidos, los que carecen de algún miembro y los abrumados por enfermedades que debilitan. Olodumare tuvo que reclamar el papel que había delegado y acabar él mismo la creación de la humanidad, pero ello explica que los que sufren de dolencias físicas se identifiquen como adoradores de Obatala. Es un tipo interesante de relación con un dios, no de afecto o alabanza sino de antagonismo. La forma de adorar a Obatala es acusarlo: él los ha hecho como son. Visten de blanco, que es el color del dios y el del vino de palma con que se emborrachaba.
Hacía meses que no iba al cine. Hacia las diez entré en una librería de una de las cadenas famosas, para hacer tiempo hasta que empezara la película, y me acordé de un libro que llevaba meses queriendo leer: una biografía histórica que había escrito una de mis pacientes. Lo encontré enseguida —El monstruo de Nueva Ámsterdam— y me instalé a leerlo entre las estanterías más tranquilas. V., profesora adjunta de la Universidad de Nueva York y miembro de la tribu de los delaware, había basado el libro en la defensa de su tesis doctoral para Columbia. Era el primer estudio abarcador de Cornelis van Tienhoven. En el siglo XVII Van Tienhoven había sido notorio como primer schout de Nueva Ámsterdam, funcionario con poderes oficiales para imponer la ley entre los colonos holandeses de la isla de Manhattan. Había llegado en 1633, como secretario para la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, pero, a medida que ascendía en la escala social, se había dado a conocer por sus muchos actos brutales, entre ellos, sobre todo, el ataque que había dirigido para asesinar a los indios canarsie de Long Island, del cual había regresado con las cabezas de las víctimas en picas. Van Tienhoven también había estado a la cabeza de una partida que había masacrado a más de cien miembros inocentes de la tribu hackensack. Leer el libro de V. resultaba un tanto sombrío. Estaba lleno de hechos violentos y en las notas finales reproducía registros relevantes del siglo XVII. Estos textos, escritos en un lenguaje piadoso y sereno, presentaban el asesinato en masa como poco más que un lamentable efecto secundario de la colonización del país. En su paciente narración de los crímenes, El monstruo de Nueva Ámsterdam era como esas biografías de Pol Pot, Hitler o Stalin que casi siempre hacen fortuna en las listas de bestsellers. Un adhesivo en la cubierta del ejemplar que yo tenía en las manos indicaba que el libro era candidato al Premio Nacional del Círculo de la Crítica. Los untuosos comentarios de las solapas, a cargo de historiadores estadounidenses de primer orden, lo elogiaban por arrojar luz a un capítulo olvidado de la historia colonial. De tanto en tanto, durante los dos años anteriores, leyendo el periódico, yo me había encontrado con algún aspecto de esta aclamación crítica, y por eso había oído el nombre de V. y tenía alguna conciencia de su éxito profesional antes de que se convirtiera en paciente mía.
Cuando a principios del año pasado empecé a tratarla a causa de una depresión, me sorprendieron su carácter tímido y su cuerpo menudo. Era un poco mayor que yo, aunque parecía mucho más joven, y estaba trabajando en un proyecto nuevo que, tal como lo explicaba, venía a ampliar los estudios sobre los encuentros del siglo XVII entre los grupos nativos del nordeste —los delaware y los iroqueses en particular— y los colonos europeos. La depresión de V. se debía en parte a la carga emocional de esos estudios, que, como los describió una vez, se parecían tanto a mirar la otra orilla de un río en un día de lluvia intensa, que nunca podía saber a ciencia cierta si la actividad de enfrente tenía algo que ver con ella ni, en definitiva, si había allí alguna actividad. Aunque su biografía de Van Tienhoven estaba destinada a un público amplio, incluía un completo aparato erudito y evidenciaba mucha de la distancia emocional típica de los estudios universitarios. Pero hablando con V. también quedaba claro que los horrores que los norteamericanos nativos habían tenido que padecer a manos de los colonos blancos, los horrores que en su opinión seguían padeciendo, la afectaban profundamente en un plano personal.
No puedo fingir que no afecta mi vida, me dijo una vez; es mi vida. Es difícil vivir en un país que ha borrado tu pasado. Calló, y en el silencio se hizo más profunda la sensación que sus palabras habían creado —me acuerdo de que experimenté un cambio sutil en la presión del aire de la habitación—, de modo que no sólo oíamos las idas y venidas más allá de la puerta de mi despacho. Ella había cerrado los ojos, como si por un momento se hubiese dormido. Pero luego continuó, y advertí un temblor en los párpados cerrados. Casi no hay norteamericanos nativos en Nueva York, y muy pocos en todo el nordeste. No está bien que a la gente no le aterrorice esto, porque es algo aterrador que le pasó a una población muy grande. Y no es historia; está aquí, o al menos está conmigo. Se detuvo, y entonces abrió los ojos, y al recordar aquello en la librería, sentado en la alfombra entre los altos estantes, recordé la curiosa serenidad que había aquella tarde en el rostro de V., donde el único signo físico de congoja eran los ojos llenos de lágrimas. Me levanté, fui hasta el mostrador y pagué el libro. Aunque sabía que no iba a tener tiempo de leerlo entero, quería pensar más en lo que ella había escrito, y también esperaba que, en los momentos en que se apartaba del registro histórico riguroso y delataba cierto análisis subjetivo, me revelara algo más sobre su estado psicológico.
Después de pagar caminé las cuatro manzanas hasta el cine en una noche que, me acuerdo, era templada. Me acompañaba esa preocupación recurrente por lo cálida que seguía siendo la estación. Aunque en el momento más álgido de las estaciones frías yo lo pasaba mal, había aceptado que tenían algo de justo, que en la cosas había un orden natural. La ausencia de ese orden, la injustificada ausencia de frío, me afectaba como una incomodidad repentina. Me molestaba la idea de que el clima estuviese cambiando patentemente, aun si no había pruebas de que la calidez de ese otoño en particular no se debiese a una variación perfectamente normal en unas pautas con una duración de siglos. Pero yo ya no era tan escéptico como había sido antes sobre el calentamiento global, aunque aún no tolerase la tendencia de algunos a precipitarse en conclusiones basadas en evidencias anecdóticas: el calentamiento global era un hecho, pero ello no explicaba por qué hacía calor un día determinado. Asociar con demasiada ligereza ambas cosas era una indolencia del pensamiento, una invasión de la política en boga en lo que debía ser el recinto acorazado de la ciencia.
Con todo, vista la insistencia de mis pensamientos en el hecho de que a mitad de noviembre no hubiera tenido ocasión de ponerme el abrigo, me preguntaba si yo no era ya uno de esos que interpretaban de más. En parte, porque sospechaba que cierto humor social impulsaba cada vez a más personas al juicio instantáneo y la opinión apresurada, a un espíritu anticientífico, y me parecía que al viejo problema de la incompetencia matemática masiva se estaba sumando una incapacidad más general para evaluar pruebas. Era una oportunidad de negocios rápidos para los especialistas en prometer soluciones inmediatas: políticos o sacerdotes de diversas religiones. En particular, muy rentable para los que desearan aglutinar gente en torno a una causa. Cuál fuese la causa daba casi lo mismo. Lo único que importaba era la militancia.
En la taquilla del cine había un grupo atípico, pero yo no había esperado otra cosa porque la película empezaba tarde, transcurría en África y no tenía nombres rutilantes de Hollywood. En la cola había jóvenes, muchos de ellos negros y vestidos con ropa de moda. También había asiáticos, latinos, neoyorquinos inmigrantes, neoyorquinos de origen étnico indeterminado. El público de la última película que yo había visto en el mismo cine, meses antes, había constado casi enteramente de blancos de pelo blanco, muchos menos espectadores que los que asistían ahora. En la gran cueva del cine me senté solo. No, no exactamente solo: en compañía de otros cientos, pero para mí todos extraños. Se apagaron las luces y, cuando me arrellanaba en la butaca, cuando ya empezaba la película, me llamó la atención alguien sentado en un extremo de mi fila: un anciano dormido que, con la cabeza hacia atrás y la boca abierta, más que dormido parecía muerto. No se movió ni cuando la película empezó.
La alegre música de los créditos era del período correcto pero no de la parte de África que correspondía: ¿qué tenía que ver Mali con Kenia? No obstante, yo había ido preparado para que algunas cosas de la película me gustaran, y esperaba que otras me molestasen. De una que había visto el año anterior, sobre los crímenes de las grandes empresas farmacéuticas en África Oriental había salido con un sentimiento de frustración, no por el argumento, que era verosímil, sino por su fidelidad al tópico del blanco bueno en el continente. África siempre estaba a la espera, sustrato para la voluntad del hombre blanco, telón de fondo para sus actividades. De modo que, mientras aguardaba para asistir a esta otra película, El último rey de Escocia, yo estaba preparado para enfadarme de nuevo. Estaba preparado para ver a un hombre blanco, en su país un don nadie, que pensaba, como de costumbre, que la salvación de África dependía de él. El rey a quien se refería el título era Idi Amin Dada, dictador de Uganda en la década de 1970. Condecorarse con títulos espurios era uno de sus numerosos pasatiempos menos macabros.
Podría decirse que yo conocía bien a Idi Amin porque había sido parte indeleble de la mitología de mi infancia. Recordaba cuántas horas había pasado en casa de mis primos viendo una película titulada Triunfo y caída de Idi Amin. Allí no se escatimaban detalles para presentar la crueldad, la demencia y la mera exaltación de aquel hombre. Por entonces yo tendría siete u ocho años, y las imágenes de gente acribillada y embutida en maleteros de coches, o decapitada y almacenada en frigoríficos, se me habían quedado grabadas. Eran auténticamente estremecedoras porque, al contrario que en las sangrientas películas estadounidenses de guerra de las que yo también disfrutaba en las largas vacaciones de la escuela, las víctimas de Triunfo y caída, con sus trajes safari, su pelo afro y sus frentes brillantes, se parecían a nuestros padres y nuestros tíos. Las ciudades en donde se representaba aquel desastre eran como la nuestra y los coches tiroteados eran los mismos modelos que veíamos a nuestro alrededor. Pero nosotros disfrutábamos de la impresión, de ese realismo poderoso y estilizado, y siempre que no teníamos nada que hacer volvíamos a ver la película.
En general, El último rey de Escocia evitaba una imaginería tan sangrienta. En cambio se concentraba en la relación entre Idi Amin y el escocés Nicholas Garrigan, inocente por poco tiempo, a quien el dictador había presionado para que se convirtiera en su médico personal. Era la historia de un hombre en el cual los rasgos clásicos del dictador habían tomado la forma más extrema. En su extrovertida demencia —mezcla de ira, miedo, inseguridad y deslumbrante encanto—, Idi Amin mató a trescientos mil ugandeses durante su gobierno, expulsó de Uganda a la numerosa comunidad de origen indio, destruyó la economía nacional y se ganó la reputación de ser una de las manchas más grotescas de la historia reciente de África.
Mientras miraba la película me acordé de un incómodo encuentro que pocos años antes, una noche, había tenido en una opulenta casa de un suburbio de Madison. Por entonces yo estudiaba medicina y el anfitrión, un cirujano indio, nos había invitado a su casa a mí y a un grupo de mis compañeros. Después de la cena, el doctor Gupta nos había guiado a una de las tres suntuosas salas de estar, donde siguió llenándonos las copas de champán. Nos contó que Idi Amin había expulsado a toda su familia de las casas y tierras que tenían en Uganda. Ahora me va bien, dijo, Estados Unidos nos ha posibilitado una vida a mí, mi mujer y mis hijos. Mi hija se va a graduar en ingeniería por el MIT y el menor está en Yale. Pero, si tengo que ser franco, todavía siento rabia. Perdimos mucho, nos robaron a mano armada, y cuando pienso en los africanos… —y sé que en Estados Unidos se supone que uno no debe hablar así—, cuando pienso en los africanos me dan ganas de escupir.
El rencor me dejó atónito. Inevitablemente sentí que en parte aquel encono se dirigía a mí, que era, aparte de él mismo, el único africano de la sala. Nada importaba el detalle de que yo fuese de origen nigeriano, porque el doctor Gupta había hablado de los africanos en general, eludiendo lo específico. Pero ahora, mirando la película, vi que el propio Idi Amin daba fiestas maravillosas, contaba chistes realmente graciosos y hablaba con elocuencia sobre la necesidad de la autodeterminación africana. Aquellos matices de la personalidad del dictador, tal como aparecían en la película, indudablemente habían dejado un mal sabor de boca a mi anfitrión de Madison.
Yo deseaba creer que las cosas no eran tan malas como parecían. Ésa era la parte de mí que quería que la distrajesen, que prefería no enfrentarse con el horror. Pero no hubo satisfacción: como suele ocurrir, las cosas acabaron mal. Como Coetzee en Elizabeth Costello, me pregunté qué sentido tenía entrar en esos recovecos del corazón humano. ¿Por qué mostrar la tortura? ¿No bastaba con que a uno le contaran, en detalle impreciso, que sucedían infamias? Tanto si se trata de la historia de Idi Amin o de Cornelis van Tienhoven, deseamos que nos lo ahorren. Es un deseo común, y necio: nadie puede ahorrárselo. Los hijitos de Idi Amin se llamaban MacKenzie y Campbell —MacKenzie era epiléptico— y esos niños ugando-escoceses quedaron atrapados en la pesadilla del padre, y en la negligencia de Obatala.
Salí del cine a medianoche, el aire era tibio. Llevaba conmigo el libro de V., pero después de lo que acababa de ver supe que tendría que dejarlo de lado por un tiempo. En la estación de metro, casi vacía, una familia de los suburbios esperaba el tren. Sentada a mi lado en el banco había una niña de trece años. Su hermano de diez vino a reunirse con ella. Desde allí no podían oírlos los padres, que, salvo por una o dos miradas indiferentes en dirección a nosotros, estaban absortos en su propia conversación. Eh, señor, dijo la niña volviéndose hacia mí, ¿qué pasa? Hizo gestos con los dedos, y ella y el hermano se echaron a reír. El chico llevaba un sombrero de labriego chino de imitación. Antes de sentarse a mi lado habían estado estirándose los ojos y parodiando reverencias exageradas. Ahora se volvieron los dos hacia mí. ¿Es usted un gánster, señor? ¿Es un gánster? Hicieron gestos de pistolero disparando, o de lo que ellos creían que eran gestos de pistolero. Yo los miraba. Era medianoche y no tenía ganas de dar clases públicas. Es negro, dijo la niña, pero no va vestido de gánster. Qué te apuestas a que es gánster, dijo el hermano; qué te apuestas. Oiga, señor, ¿es gánster? Durante varios minutos siguieron disparándome con los dedos. A veinte metros de distancia, abstraídos, los padres seguían hablando entre sí.
Pensé en irme a casa a pie, una caminata de una hora, pero llegó el tren. En ese instante tuve una iluminación fugaz, un sentimiento de que, si mi oma (como acostumbro llamar a mi abuela materna) estaba todavía en este mundo, si estaba en un algún hogar de ancianos de Bruselas, tenía que verme otra vez, o yo tenía que hacer el esfuerzo de verla. Acaso verme fuese para ella una especie de bendición tardía. No tenía la menor idea de cómo podía llegar realmente a localizarla, pero la posibilidad me pareció repentinamente tan real como la promesa de reunimos mientras apretaba el paso por el andén para subir a un vagón lejano.