UNO

Y así, cuando el otoño pasado empecé a dar largos paseos vespertinos, Morning Heights me pareció un lugar cómodo desde donde internarme en la ciudad. El sendero que baja desde la catedral de St. John the Divine y cruza Morningside Park está a sólo quince minutos de Central Park. En la otra dirección, hacia el oeste, hay diez minutos hasta Sakura Park, y doblando desde allí hacia el norte se va a Harlem a lo largo del Hudson, aunque el tráfico impide oír el río que corre al otro lado de los árboles. Estos paseos, contrapunto a mis ajetreados días en el hospital, se dilataban constantemente y, como cada vez se extendían más, a menudo me encontraba muy lejos de casa bien avanzada la noche y por fuerza tenía que volver en metro. De este modo, al comienzo del último año de mi beca de psiquiatría, Nueva York fue tramándose en mi vida a ritmo de caminata.

No mucho antes de que empezaran los vagabundeos, yo había caído en el hábito de observar desde mi apartamento a las aves migratorias, y ahora me pregunto si no había un vínculo entre ambas costumbres. Las tardes que volvía del hospital con tiempo, solía mirar por la ventana, como quien busca augurios, esperando ver el milagro de la migración natural. Siempre que divisaba una formación de gansos surcando el cielo me preguntaba cómo se vería nuestra vida desde su perspectiva e imaginaba que, si se hubieran permitido especular algo semejante, tal vez los rascacielos les habrían parecido abetos apretados en un bosque. Muchas veces al otear el cielo no veía más que lluvia, o la estela tenue de un avión como una bisectriz en la ventana, y una parte de mí dudaba de que esas aves, con sus alas y cuellos oscuros, sus cuerpos pálidos y sus corazoncitos incansables, existieran de verdad. Me dejaban tan pasmado que cuando no estaban allí yo no podía confiar en el recuerdo.

De vez en cuando volaban palomas, o bien gorriones, oropéndolas, tanagras o vencejos, aunque era imposible reconocer pájaros en aquellas motas minúsculas, solitarias y normalmente incoloras que burbujeaban en el cielo. Mientras esperaba a los raros escuadrones de gansos, a veces escuchaba la radio. En general evitaba las emisoras de Estados Unidos, que para mi gusto tenían demasiada publicidad —Beethoven seguido de equipos de esquí, Wagner después de un queso artesanal— y sintonizaba en internet emisoras de Canadá, Alemania u Holanda. Y aunque a menudo no entendía a los presentadores, dada mi defectuosa comprensión de sus idiomas, las programaciones siempre coincidían muy exactamente con mi ánimo vespertino. Mucha música me resultaba familiar, ávido oyente de radios clásicas como había sido yo por más de catorce años, pero parte de ella era nueva. También había inusitados momentos de asombro, como la primera vez que oí, en una emisora que emitía desde Hamburgo, una pieza cautivadora para contratenor y orquesta de Shchedrin (o tal vez fuera de Ysaÿe) que hasta el día de hoy he sido incapaz de identificar.

Me gustaba el murmullo de los locutores, el sonido sereno que llegaba desde miles de kilómetros de distancia. Bajando el volumen de los altavoces del ordenador, miraba afuera, acurrucado en el solaz que ofrecían las voces, y no me costaba comparar mi situación en un apartamento exiguo con la del presentador o la presentadora en su cabina radiofónica en lo que debía ser la medianoche de algún lugar de Europa. Todavía hoy en mi mente aquellas voces incorpóreas están conectadas con la aparición de los gansos que emigran. No es que en realidad haya alcanzado a ver las migraciones más de tres o cuatro veces en total: lo que veía la mayoría de las tardes eran los colores crepusculares del cielo, sus azules de pólvora, sus rubores sucios, sus óxidos, todos los cuales paulatinamente dejaban paso a la sombra profunda. Cuando se hacía de noche tomaba un libro y leía a la luz de una vieja lámpara de mesa que había rescatado de uno de los contenedores de la universidad; la bola de vidrio que encapuchaba la lamparilla teñía de una luz verdosa mis manos, el libro, el deslucido tapizado del sofá. A veces incluso leía en voz alta, y al hacerlo notaba lo extrañamente que mi voz se mezclaba con el murmullo de los locutores radiofónicos franceses, alemanes u holandeses, o con la fina textura de los violines de las orquestas, todo esto intensificado por el hecho de que, cualquiera que fuese el libro que estaba leyendo, probablemente había sido traducido de alguna lengua europea. Aquel verano yo erraba de libro en libro: La cámara lúcida de Barthes, los Telegramas del alma de Peter Altenberg, El último amigo de Tahar Ben Jelloun entre otros.

En medio de esa fuga sonora me acordaba de san Agustín asombrado ante san Ambrosio, quien parece que había descubierto una manera de leer sin pronunciar las palabras. La verdad, es muy extraño —se me ocurre ahora, como se me ocurrió entonces— que podamos comprender las palabras sin decirlas. Para Agustín, el peso y la vida interior de las frases se experimentaba mejor en voz alta, pero desde entonces nuestra idea de la lectura ha cambiado mucho. Hace demasiado tiempo que se nos enseña que la visión de un hombre hablando consigo mismo es un signo de excentricidad o de locura, hemos perdido totalmente el hábito de oír nuestras voces, como no sea en una conversación o protegida por una multitud vociferante. Pero un libro es una sugerencia de conversar: una persona le habla a otra, y en ese intercambio el sonido audible es o debería ser natural. Así que yo leía en voz alta, teniéndome como público, y daba voz a las palabras de otro.

Como fuese, esas inusuales horas nocturnas pasaban fácilmente y con frecuencia me quedaba dormido en el sofá, y sólo mucho más tarde me arrastraba hasta la cama, por lo general alrededor de medianoche. Luego, después de lo que siempre me parecían meros minutos de sueño, el despertador de mi móvil, que estaba programado con un bizarro arreglo de O Tannenbaum para una suerte de marimba, me despertaba de un brinco. En los primeros momentos de conciencia, en el resplandor súbito de la luz matinal, mi mente se perseguía a sí misma recordando fragmentos de sueños o pasajes del libro que había estado leyendo antes de dormirme. Para romper la monotonía de esas veladas empecé a hacer caminatas dos o tres días laborables, después del trabajo, y al menos uno los fines de semana.

Al principio las calles me parecían una estridencia incesante, un estremecimiento después de la concentración y la relativa tranquilidad de la jornada, como si algo hubiera destrozado la calma de una capilla privada con el estrépito de un televisor. Urdía mi camino entre muchedumbres de compradores y trabajadores, obras viales y cláxones de taxi. Caminar por zonas concurridas de la ciudad significaba poner los ojos en más personas, en cientos, miles incluso, que las que yo estaba acostumbrado a ver durante un día, pero el impacto de esas caras no aliviaba en absoluto mi sensación de aislamiento sino que más bien la intensificaba. También empecé a estar más cansado después de iniciar las caminatas: era un agotamiento diferente de cualquiera que hubiese conocido desde los primeros meses de prácticas de residencia, tres años antes. Una noche sencillamente seguí andando más y más, sin parar, hasta la calle Houston, una distancia de unos diez kilómetros, y en un estado de fatiga desorientada me encontré pugnando por mantenerme en pie. Esa noche volví a casa en metro y, en vez de dormirme enseguida, estuve tendido en la cama, demasiado exhausto para liberarme de la vigilia, repasando a oscuras los numerosos incidentes y visiones que había tenido mientras vagaba, disponiendo cada encuentro como un niño que juega con bloques de madera, tratando de dilucidar dónde encajaban, cuál era el sitio de cada uno. Cada barrio de la ciudad parecía de una sustancia distinta, cada uno tenía una presión atmosférica diferente, su propia carga sicológica: las luces brillantes y las tiendas cerradas, los edificios de viviendas y los hoteles de lujo, las escaleras de incendio y los parques. La fútil tarea de ordenamiento se prolongaba hasta que las formas empezaban a ensamblarse y adoptar formas abstractas sin relación con la ciudad real, y sólo entonces el frenesí de mi mente mostraba cierta piedad, y se aquietaba, y dejaba paso a un sueño sin sueños.

Las caminatas satisfacían una necesidad: eran un desahogo respecto de la estrecha regulación del medio mental del trabajo y, no bien descubrí su calidad terapéutica, se volvieron cosa normal y olvidé cómo había sido la vida antes de empezar a andar. El trabajo era un régimen de perfección y competencia, ninguna de las cuales permitía improvisaciones ni toleraba errores. Por interesante que fuese mi proyecto de investigación —llevaba a cabo un estudio clínico de trastornos afectivos en personas mayores—, el grado de detalle que demandaba era de una complejidad que excedía todo lo que había hecho hasta entonces. De modo que las calles constituían una bienvenida réplica a las horas de trabajo. Ninguna decisión —dónde doblar a la izquierda, cuánto quedarse absorto frente a un edificio abandonado, ver el sol poniéndose en Nueva Jersey o bajar por la penumbra del East Side mirando hacia Queens— tenía consecuencias, y por esto mismo cada una era un recordatorio de libertad. Recorría las manzanas de la ciudad como si las midiera a zancadas, y en mi avance sin rumbo las estaciones de metro oficiaban de motivos recurrentes. Ver grandes masas de gente corriendo hacia cámaras subterráneas siempre me resultaba extraño, y sentía que la raza humana entera, llevada por el contrarreflejo de una pulsión de muerte, se precipitaba en catacumbas móviles. Por encima del suelo yo estaba con otros miles, cada uno en soledad, pero en el metro, apretado contra extraños, empujándolos y empujado por ellos en disputas por espacio y por aire, todos poniendo en escena traumas inconfesados, la soledad se intensificaba.

Un domingo de noviembre por la mañana, tras un recorrido por las calles relativamente tranquilas del Upper West Side, llegué a la amplia, soleada plaza de Columbus Circle. Últimamente la zona había cambiado. Se había vuelto más comercial y turística gracias al par de edificios que había erigido la empresa Time Warner. Construidos a gran velocidad, los edificios acababan de inaugurarse y estaban llenos de tiendas de camisas a medida, trajes de diseño, joyas, utensilios para cocina sibarita, accesorios de cuero hechos a mano y artículos decorativos importados. En los pisos superiores, algunos de los restaurantes más caros de la ciudad ofrecían trufas, caviar, ternera Kobe y costosos «menús de degustación». Sobre los restaurantes había algunos de los apartamentos de alquiler más caros de Manhattan. Una o dos veces yo había entrado por curiosidad en los comercios de la planta baja, pero el precio de los artículos, y lo que percibía como una atmósfera en general esnob, me habían disuadido de volver hasta aquella mañana de domingo.

Era el día del maratón de Nueva York. Yo no lo sabía. Me desconcertó ver que frente a las torres de cristal la plaza redonda desbordaba de gente, una multitud enorme, expectante, que se apretaba cerca de la meta de la carrera. Desde la plaza, bordeando la calle, la muchedumbre también se prolongaba hacia el este. Más cerca del oeste había una carpa donde dos hombres afinaban sus guitarras, llamando y respondiendo cada uno a las plateadas notas del instrumento amplificado del otro. Estandartes, letreros, pósters, banderas e insignias de todo tipo flameaban al viento, y algunos policías montados en caballos con anteojeras regulaban la multitud acordonando la zona, silbando y gesticulando. Los policías llevaban uniforme azul oscuro y gafas negras. La multitud vestía de colores brillantes y el reflejo del sol en tanta tela sintética verde, roja, amarilla y blanca hería los ojos. Para escapar del bullicio, que al parecer iba en aumento, decidí entrar en el centro comercial. Aparte de los locales de Hugo Boss y Armani, en la segunda planta había una librería. Tal vez allí dentro, pensé, pudiera encontrar cierto silencio y tomar una taza de café antes de volver a casa. Pero en la entrada se agolpaba parte de la multitud que había rebasado la calle y los cordones impedían entrar en la torre.

Cambié de idea y resolví visitar entonces a un viejo profesor mío que vivía en un apartamento de Central Park South, a menos de diez minutos a pie. A sus ochenta y nueve años, el profesor Saito era la persona más anciana que yo conocía. Me había cobijado bajo su ala cuando yo cursaba el penúltimo año en Maxwell. Por entonces él ya era emérito, aunque continuaba yendo al campus todos los días. Algo que debió de ver en mí le hizo pensar que confiarme su selecto tema de estudio (literatura inglesa temprana) no sería un desperdicio. En este sentido yo fui un fiasco, pero, puesto que él tenía buen corazón, me invitó, aun después de que yo no lograse una nota decente en su seminario de literatura inglesa anterior a Shakespeare, a reunimos varias veces en su despacho. Como poco tiempo atrás se había instalado allí una ruidosa máquina de café, tomábamos unas tazas y conversábamos: sobre interpretaciones del Beowulf, y más tarde sobre los clásicos, la tarea interminable del erudito, las variadas consolaciones de la academia y los estudios del profesor antes de la Segunda Guerra Mundial. Este tema era tan absolutamente lejano a mi experiencia que acaso era el que más me interesaba. La guerra había estallado justo cuando él estaba a punto de doctorarse en filosofía, y había tenido que dejar Inglaterra para volver junto a su familia, en el noroeste del Pacífico. Con ellos, poco después, iría a parar al campo de internamiento de Minidoka, en Idaho.

En esas conversaciones, tal como las recuerdo ahora, solía ser él quien hablaba. Yo aprendí a su lado el arte de escuchar y adquirí la capacidad de deducir una historia de lo que se omitía. Aunque rara vez el profesor Saito me contaba algo de su familia, me habló de su vida como erudito y de cómo había respondido a cuestiones importantes de su época. En la década de 1970 había hecho una traducción anotada de Pedro el labrador que le había deparado su éxito académico más notable. Cuando lo mencionaba era con una curiosa mezcla de orgullo y decepción. Solía aludir a otro proyecto grande (no decía sobre qué) que no había completado nunca. También hablaba de política en el departamento. Me acuerdo de que una tarde se sumió en reminiscencias de una antigua colega cuyo nombre para mí no significaba nada y hoy no podría repetir. En la época de los derechos civiles aquella mujer se había hecho famosa por su activismo y había alcanzado, por un momento, tal celebridad en el campus que sus clases de literatura se llenaban. El profesor Saito la describió como una individualidad inteligente y sensible, con la cual sin embargo él nunca había podido concordar. Sentía por ella admiración y disgusto. Me desconcierta esto, recuerdo que dijo: era una buena estudiosa, y estaba del lado justo en las luchas del momento, pero en persona yo simplemente no la soportaba. Era hiriente y egoísta, que en paz descanse. Pero aquí no puedes decir una palabra en contra de ella. La siguen considerando una santa.

Una vez nos hubimos hecho amigos, me propuse ver al profesor Saito dos o tres veces cada semestre y en mis dos últimos años en Maxwell esos encuentros se convirtieron en mojones que yo guardaba en el corazón. Llegué a ver su figura como la de un abuelo completamente diferente de los míos (de los cuales había conocido sólo a uno). Pensaba que tenía más cosas en común con él que con los familiares que me había dado el azar. Después de graduarme, cuando me marché primero a hacer mi trabajo de investigación en Cold Spring Harbor, luego al colegio de medicina de Madison, perdimos el contacto. Intercambiamos una o dos cartas, pero en ese medio casi no era posible mantener las mismas conversaciones, ya que la sustancia de nuestra interacción no era ponernos al día ni intercambiar noticias. Pero cuando volví a la ciudad para hacer la residencia hospitalaria lo vi varias veces. La primera, totalmente casual —aunque sucedió un día en que había estado pensando en él—, fue en la puerta de una tienda de comestibles no lejos de Central Park South, adonde él había ido a caminar ayudado por una asistente. Más tarde me presenté en su apartamento sin anunciarme, como él me había invitado a que hiciera, y descubrí que seguía manteniendo la política de puerta franca que había observado en su despacho del college. Ahora la máquina de café de aquella oficina yacía en desuso en un rincón de la sala. El profesor Saito me dijo que tenía cáncer de próstata. No lo extenuaba del todo, pero no iba más al campus y había empezado a recibir en su casa. El intercambio social se le había reducido en una medida que debía de dolerle: el número de visitantes que se alegraba de ver había ido cayendo sin cesar, y ahora la mayoría de las visitas eran enfermeras o terapeutas a domicilio.

Saludé al portero en el vestíbulo oscuro, de techo bajo, y subí en el ascensor al tercer piso. Cuando entré en el piso el profesor Saito me llamó. Estaba sentado al fondo de la sala, cerca de las grandes ventanas, y me indicó que ocupara la silla que había enfrente de él. Tenía la vista débil pero el oído tan fino como en nuestro primer encuentro, cuando apenas había cumplido setenta y siete. Ahora, ovillado en un sillón amplio y mullido, envuelto en mantas, parecía una de esas personas que se sumergen en la segunda infancia. Sólo que no era en absoluto el caso: como el oído, Saito mantenía la mente aguda y, cuando sonrió, las arrugas se extendieron por toda la cara hasta surcar la piel de la frente, fina como papel. En aquella habitación, donde siempre parecía fluir una amable y fresca luz boreal, estaba rodeado del arte de toda una vida de coleccionista. Media docena de máscaras polinesias, dispuestas por encima de su cabeza, formaban un gran halo oscuro. En uno de los rincones se alzaba la figura de un ancestro papuano, de tamaño natural, con dientes de madera tallados uno por uno y una falda de hierba que apenas escondía un pene erecto. Una vez el profesor Saito había dicho: adoro los monstruos imaginarios, pero los reales me aterrorizan.

Por las ventanas que ocupaban todo aquel lado de la sala se veía la calle umbría. Más allá estaba el parque, demarcado por un viejo muro de piedra. Acababa de sentarme cuando desde la calle llegó un clamor: me incorporé de inmediato y abajo vi a un hombre corriendo en solitario por el pasillo que había creado el gentío. Llevaba una camiseta dorada y guantes negros que no sé cómo le llegaban hasta el codo, como una dama en traje de fiesta, y, alentado por las ovaciones, estaba esprintando con una energía renovada. Con ese vigor corría hacia la carpa de los músicos, hacia la multitud ferviente, hacia la línea de llegada y el sol.

Ven, siéntate, siéntate. Tosiendo, el profesor Saito señalaba la silla. Cuéntame cómo te va, yo he estado enfermo, ¿sabes?, la semana pasada fue muy mala, pero ahora me encuentro mejor. A mi edad uno se enferma mucho. Cuéntame, ¿y tú cómo estás, cómo estás? Fuera el ruido volvió a arreciar y luego amainó. Vi el trazo raudo de dos corredores, dos negros. Kenianos, supuse. Cada año es lo mismo, y ya son casi quince, dijo el profesor Saito. Si el día del maratón tengo que salir, uso la salida de atrás. Pero yo ya no salgo mucho, no con eso pegado, prendido a mí como la cola a un perro. Mientras yo me sentaba, señaló la bolsa transparente que colgaba de una pequeña varilla de metal. Estaba llena de orina, y un tubo de plástico la conectaba con algún punto oculto bajo las mantas. Ayer me trajeron caquis, unos caquis preciosos, firmes. ¿Quieres unos? De veras, ¡tienes que probarlos! ¡Mary! Por el pasillo apareció la enfermera, una mujer del Santa Lucía de edad mediana, alta, fornida, que yo había conocido en otras visitas. Mary, por favor, ¿le traerías unos caquis a nuestro huésped? Cuando la mujer entró en la cocina, Saito dijo: Últimamente me cuesta un poco masticar, Julius, así que algo tan sabroso y accesible como un caqui es perfecto. Pero ya basta. ¿Tú cómo estás? ¿Cómo va tu trabajo?

Mi presencia le daba energías. Le conté algo sobre los paseos, y me pidió que le contara más, pero yo no estaba en entera posesión de lo que intentaba decir sobre el territorio solitario que había estado atravesando mi mente. Así que le conté uno de mis últimos casos. Había tenido que atender a una familia de cristianos conservadores, pentecostalistas, que me había derivado un pediatra del hospital. Al hijo de trece años, hijo único, iban a someterlo a un tratamiento de leucemia que entrañaba un serio riesgo de esterilidad. El pediatra les aconsejaba que hicieran congelar y almacenar algo de semen del muchacho, de modo que cuando llegase a adulto y se casase pudiese inseminar a su mujer artificialmente y tuviera hijos propios. Si bien los padres aceptaban la idea de guardar esperma, y no tenían nada contra la inseminación artificial, se oponían resueltamente, por razones religiosas, a permitir que su hijo se masturbara. Para este rompecabezas no había solución quirúrgica directa. La familia estaba en crisis. Consultaron conmigo, y tras unas pocas sesiones y mucho rezar, decidieron arriesgarse a no tener nietos. Sencillamente no podían dejar que su hijo cometiera lo que llamaban pecado de onanismo.

El profesor Saito meneó la cabeza, y noté que había disfrutado con la historia, que el cariz raro y desdichado de la misma lo había divertido (y turbado) tanto como a mí. La gente elige, dijo, la gente elige, y elige en nombre de los otros. Y fuera del trabajo, ¿qué? ¿Qué estás leyendo? Sobre todo revistas médicas, dije, y también muchas cosas interesantes que empiezo y por alguna razón soy incapaz de acabar. No bien compro un libro nuevo, me está reprochando que lo deje sin leer. Yo tampoco leo mucho, dijo él, con los ojos como los tengo, pero ya había almacenado bastante aquí. Se señaló la cabeza. En realidad estoy lleno. Nos reímos, y justo entonces Mary entró con los caquis en un plato de porcelana. Comí la mitad de uno, era un poco demasiado dulce. Comí la otra mitad y le di las gracias.

Durante la guerra, dijo él, confié muchos poemas a mi memoria. Supongo que hoy en las escuelas ya no existen esas esperanzas. Cuando estaba en Maxwell presencié el cambio, la poca preparación de este tipo que tenían las nuevas generaciones. Para esos jóvenes, memorizar era una diversión agradable, parte de una asignatura específica; para sus mayores, treinta o cuarenta años antes, había habido un vínculo fuerte con la vida de los poemas, que venía de haber memorizado varios. Ya antes de entrar en una clase universitaria de literatura inglesa, los de primer año tenían una relación con un corpus de poesía. A mí, en los cuarenta, la capacidad de memorizar me era muy útil: recurría a ella porque no estaba seguro de que volviera a ver mis libros, y además en el campo no había gran cosa que hacer. Lo que estaba pasando nos desorientaba mucho, nosotros éramos estadounidenses, siempre nos habíamos considerado estadounidenses, no japoneses. Hubo un tiempo largo de espera confusa, más dura para los padres, pienso, que para los niños, y en ese tiempo de espera yo me llené la cabeza de trocitos del Preludio y sonetos de Shakespeare y largos pasajes de Yeats. Ahora ya no recuerdo las palabras exactas de ninguno, ha pasado demasiado tiempo, pero lo único que necesito es el medio que los poemas crean. Apenas uno o dos versos, como un anzuelo —hizo un ademán—, uno o dos, bastan para engancharlo todo, lo que el poema dice, lo que significa. Del anzuelo se prende todo. «En la estación de verano, cuando el sol era tibio, yo llevaba un manto como si fuese un pastor». ¿Lo reconoces? Supongo que ya nadie memoriza nada. Para nosotros era parte de una disciplina, como el buen violinista debe saberse de memoria las partitas de Bach o las sonatas de Beethoven. En Peterhouse yo tenía de tutor a Chadwick, un hombre de Aberdeen. Un gran erudito, lo había formado el propio Skeat. ¿Nunca te hablé de Chadwick? Un gruñón sin remedio, pero fue el primero que me enseñó a valorar la memoria, a pensarla como música mental, una partitura para yambos y troqueos.

Las reminiscencias alejaban al profesor Saito del día a día, de las mantas y la bolsa de orina. Otra vez era fines de los años treinta y él volvía a estar en Cambridge respirando el aire húmedo de los pantanos, gozando de la serenidad de su erudición joven. A veces daba la impresión de hablar sobre todo para sí mismo, pero de pronto hacía una pregunta directa y yo, interrumpido en mi pequeño séquito de pensamientos, vacilaba buscando una respuesta. Reanudábamos la vieja relación de alumno y maestro, y él continuaba sin detenerse, sin importarle si yo acertaba con la respuesta o no, si tomaba a Chaucer por Langland o Langland por Chaucer. Enseguida había pasado una hora, y él preguntaba si por ese día podíamos dejarlo allí. Yo prometía volver pronto.

Cuando salí a Central Park South el viento se había vuelto más frío, el aire más diáfano y el clamor de la multitud era fuerte y sostenido. Un gran caudal de corredores en la recta final se dirigía hacia la meta. Como la calle 59 estaba acordonada, fui hasta la 57 y subí hasta encontrar Broadway. La estación de Columbus Circle estaba congestionada, así que caminé hasta el Lincoln Center para coger el metro hacia el norte en la parada siguiente. En la calle 62 alcancé a un hombrecito de patillas canosas que llevaba un bolso de plástico con marca, renqueaba a causa de unas piernas algo combadas y estaba visiblemente exhausto. Vestía shorts y leotardos negros y una chaqueta de lanilla azul de manga larga. Por las facciones supuse que era mexicano o centroamericano. Durante un rato anduvimos en silencio, no juntos intencionalmente, pero casualmente nos movíamos al mismo paso y en la misma dirección. Al fin le pregunté si acababa de terminar la carrera y, como asintió sonriendo, lo felicité. Pero, me puse a pensar, después de 42 kilómetros y 195 metros el hombre sencillamente había recogido el bolso y se iba a su casa. No había amigos ni familia que le celebrasen el logro. Entonces me compadecí. Volví a dirigirme a él para desviar estos pensamientos privados y le pregunté si había sido una buena carrera. Sí, dijo, una buena carrera, las condiciones para correr eran buenas, no hacía demasiado calor. Tenía una cara agradable pero curtida y acaso entre cuarenta y cinco y cincuenta años. Caminamos juntos un poco más, dos o tres manzanas, puntuando los silencios con frases sobre el clima y las multitudes.

En la esquina de enfrente de la Ópera me despedí de él y aceleré el paso. Mientras me alejaba rápidamente imaginé la silueta renqueante menguando, aquella figura enjuta que era la imagen de una victoria sólo evidente para sí misma. De chico yo tuve problemas bronquiales y nunca he sido corredor, pero instintivamente comprendo la exultación que suelen sentir los maratonistas en el kilómetro cuarenta, tan cerca de la meta. Más misterioso me resulta qué mantiene a esa gente en marcha durante los kilómetros veintinueve, treinta y dos, treinta y seis. A esas alturas las piernas ya deben de estar rígidas por la acumulación de acetona y la acidosis debe de amenazar con sofocar la voluntad y hacer que el cuerpo diga basta. El primer hombre que corrió un maratón murió de fatiga al instante, y no sorprende: es un acto de extrema resistencia humana, y todavía notable aunque lo lleve a cabo mucha gente. Así pues, girándome a mirar a mi ex compañero, y pensando en el desplome de Filípides, vi la situación con más claridad. Era de mí, tan solitario como él, de quien había que compadecerse, pues había aprovechado menos la mañana.

Pronto llegué a la gran tienda de Tower Records de la esquina de la 66, y me sorprendió ver letreros anunciando que tanto el local como la empresa que lo sostiene iban a cesar la actividad. Yo había estado en la tienda muchas veces, probablemente había gastado cientos de dólares en música y me pareció correcto, aunque sólo fuera en honor a los viejos tiempos, hacerle una visita más antes de que cerrara las puertas para siempre. Entré, acicateado también por la promesa de una rebaja drástica de los precios de todos los artículos, aunque no tenía ganas de comprar nada en particular. La escalera mecánica me llevó a la segunda planta, donde la sección clásica, más concurrida que de costumbre, parecía enteramente incautada por hombres maduros y ancianos de chaqueta raída. Revisaban expositores de cd con una paciencia de rumiantes y, mientras que algunos llevaban cestas rojas de compras donde dejaban caer lo que elegían, otros apretaban los brillantes estuches de plástico contra el pecho. En el estéreo de la tienda sonaba Purcell, un himno apasionado que reconocí de inmediato como una de las odas para el aniversario de la reina María. A mí la música que se oía por los altavoces de las tiendas generalmente me disgustaba, fuera cual fuese. Estropeaba el placer de pensar en otra música. Las tiendas de discos, pensaba, debían ser espacios de silencio: más que en cualquier otro sitio, allí la mente necesitaba claridad. Esa vez, sin embargo, puesto que había reconocido la pieza y puesto que era una pieza muy querida, no me importó.

El siguiente disco que sonó, aunque totalmente diferente del anterior, también lo reconocí enseguida: el primer movimiento de Das Lied von der Erde, un tardío ciclo de canciones de Mahler en forma de sinfonía. Reanudé mi búsqueda. Me moví de una sección a otra, de reediciones de las sinfonías de Shostakovich interpretadas por olvidadísimas orquestas regionales a recitales de Chopin por lozanos concursantes del certamen Van Cliburn, pensando que las rebajas no eran suficientemente interesantes, perdiendo cualquier interés real en comprar, aclimatándome al fin a la música que sonaba por encima de mí y entrando en los extraños matices de su mundo. Sucedió de forma subliminal, pero al poco rato esa música me había cautivado y bien habría podido, por lo que me concernía, estar envuelto en una oscuridad privada. En ese trance seguí moviéndome de hilera en hilera de discos compactos, volviendo con los pulgares los estuches de plástico, las revistas y las partituras mientras escuchaba cómo un movimiento de chinoiserie vienesa sucedía a otro. Al oír la voz de Christa Ludwig en el segundo, una canción sobre la soledad del otoño, reconocí la famosa grabación dirigida por Otto Klemperer en 1964. Esa conciencia acarreó otra: que lo único que yo tenía que hacer era tomarme mi tiempo y esperar el centro emocional de la obra, que Mahler había situado en el último movimiento de la sinfonía. Me senté en uno de los duros bancos que había cerca de las salidas de audio, me sumí en el ensueño y seguí a Mahler a través de la ebriedad, el deseo, la pompa, la juventud (y su languidecimiento) y la belleza (y su languidecimiento). Entonces venía el movimiento final, «Der Abschied», el Adiós, en el que Mahler, donde normalmente indicaba el tempo, había escrito «schwer», difícil.

El canto de los pájaros y la belleza, los lamentos y arrebatos de los movimientos anteriores: todo había sido suplantado por un ánimo diferente, un ánimo más fuerte, más seguro. Era como si, de improviso, las luces me hubieran dado en los ojos y deslumbrado. Sencillamente no se podía entrar del todo en la música, no en ese espacio público. Dejé en la mesa más cercana la pequeña pila de discos que tenía en la mano y me fui. Logré subir al metro hacia el Uptown justo cuando se estaban cerrando las puertas. Para entonces el gentío de la maratón había empezado a menguar. Me senté y me recliné. El motivo de cinco notas de «Der Abschied» continuó en el punto en donde yo había huido, con tanta claridad que me parecía estar escuchándolo en la tienda. Percibía la madera de los clarinetes, la resina de los violines y las violas, las vibraciones de los tímpanos y la armonía que los mantenía unidos y los guiaba inacabablemente por la línea musical. Tenía la memoria abrumada. La canción me siguió a casa.

La música de Mahler se apoderó de mis actividades durante todo el día siguiente. Hasta en los detalles más ordinarios del hospital, el centelleo de las puertas de cristal a la entrada del bloque Milstein, las mesas de exploración y las camillas rodantes de la planta baja, las pilas de historias clínicas del departamento de psiquiatría, la luz de las ventanas de la cafetería y los remates de los edificios del Uptown, que desde aquella altura parecían hundidos, había una intensidad nueva, como si la precisión de la textura orquestal se hubiera transferido al mundo de las cosas visibles y cada detalle se hubiera vuelto significativo. Un paciente se había sentado frente a mí con las piernas cruzadas, y su pie derecho alzado, que se contraía en el lustroso zapato negro, también parecía parte de aquel intrincado mundo musical.

Cuando salí del Presbiteriano de Columbia el sol se estaba poniendo y daba al cielo un aspecto metálico. Bajé en el metro hasta la calle 125 y camino a mi barrio, sintiéndome mucho menos rendido que la mayoría de los lunes, me desvié para dar un paseo por Harlem. Vi la actividad vivaz de los vendedores callejeros: ropas senegalesas, dvd piratas, puestos de la Nación Islámica. Había libros autoeditados, dashikis, carteles por la liberación de los negros, haces de incienso, frasquitos de perfume y de aceite de esencias, djembes, y pequeños tchotchkes africanos para turistas. En uno se exponían fotos ampliadas de linchamientos de afroamericanos a comienzos del siglo XX. A la vuelta de la esquina de la avenida St. Nicholas los choferes de coches de alquiler de lujo, a la espera de algún viaje fuera de horario, se reunían a fumar cigarrillos y charlar. Algunos jóvenes vestidos con sudadera con capucha, ciudadanos de una economía informal, hacían circular mensajes y sobrecitos de plástico montando una coreografía opaca para todos salvo para ellos. Un viejo de rostro ceniciento y bulbosos ojos amarillentos me saludó alzando la cabeza al pasar, y yo (que por un momento pensé que debía de conocerlo, o que lo había conocido algún día, o que lo había visto antes, aunque luego descarté rápidamente estas ideas una a una, y al fin temí que la velocidad de las disociaciones mentales pudiera hacerme tropezar), le devolví el silencioso saludo. Me volví para ver cómo su cogulla negra se fundía con un umbral en sombras. En la noche de Harlem no hay blancos.

En la tienda de comestibles compré pan, huevos y cerveza, y en la puerta de al lado, un local jamaiquino, curry de cordero, plátanos, arroz y guisantes para llevarme a casa. Enfrente del colmado había un Blockbuster y, aunque nunca había alquilado nada allí, me asombró que un cartel anunciara que ellos también iban a cerrar. Que Blockbuster no se las arreglase en una zona llena de estudiantes y familias significaba que el modelo de empresa tenía un fallo fatal, que los esfuerzos desesperados que habían hecho últimamente, como bajar los precios de alquiler, lanzar un bombardeo publicitario y abolir las multas por retraso, habían llegado tarde. Me acordé de Tower Records, una conexión que no pude evitar, dado que ambas compañías habían dominado sus respectivas industrias durante mucho tiempo. No es que esas empresas nacionales sin rostro me dieran pena, en absoluto. Habían cosechado los beneficios y el renombre destruyendo pequeños negocios locales más antiguos. Pero me impresionó no sólo la desaparición de unos hitos de mi paisaje mental, sino la velocidad y la impavidez con que el mercado se tragaba incluso las empresas más dúctiles. Ya previamente, negocios que unos años antes parecían indestructibles se habían desvanecido, al parecer, en el lapso de pocas semanas. Cualquiera que fuese su papel, pasaba a otras manos, manos que por breve tiempo se sentirían invencibles y a su hora serían derrotadas por cambios imprevistos. A estos sobrevivientes también les llegaría el olvido.

Cuando me acercaba con las bolsas a mi edificio vi a alguien que conocía: era el hombre que vivía en el apartamento contiguo al mío. Llegamos a la puerta al mismo tiempo y él me la mantuvo abierta. No lo conocía bien, de hecho casi no lo conocía, y me costó un momento recordar cómo se llamaba. Tenía poco más de cincuenta años y se había mudado allí hacía un año. Me vino el nombre a la cabeza: Seth.

Yo había hablado un momento con Seth y su mujer, Carla, poco después de que se instalaran, pero desde entonces casi nunca. Él era un asistente social retirado que, siguiendo un sueño de toda la vida, había vuelto al bachillerato para obtener un segundo título, en Lenguas Románicas. Lo veía una vez por mes, nada más, a la puerta del edificio o cerca de los buzones. Carla, con quien me había encontrado sólo un par de veces, también estaba jubilada: había sido directora de escuela en Brooklyn y todavía tenía una casa allí. Una vez que con mi amiga Nadège nos habíamos tomado un día libre juntos, Seth había llamado a la puerta para preguntarme si estaba tocando la guitarra. Como le dije que no sabía tocar me explicó que a menudo él estaba en casa por las tardes y a veces el volumen de mis altavoces (serán los altavoces, pues, dijo, aunque suenan como música en vivo) le molestaba. Pero, añadió con sincero calor en la voz, los fines de semana siempre salían de la ciudad y, si nosotros queríamos, desde los viernes por la tarde éramos libres de hacer ruido. A mí la cosa me supo mal y me disculpé. Desde entonces había hecho un esfuerzo consciente por no perturbarlo, y el tema no había vuelto a mencionarse.

Seth mantuvo la puerta abierta. También él había hecho compras y llevaba bolsas de plástico. Está haciendo frío, dijo. Tenía la nariz y las orejas rosadas y le lagrimeaban los ojos. Sí, es verdad que hace frío, pensé en coger un taxi en la 125. Él asintió y estuvimos un rato en silencio. Llegó el ascensor y subimos. Bajamos en el séptimo piso y mientras avanzábamos por el pasillo, con un rumor de bolsas, le pregunté si los fines de semana seguían yéndose afuera. Ah, sí, todos los fines de semana, pero ahora soy yo solo, Julius. Carla murió en junio, dijo. Tuvo un infarto.

Quedé estupefacto unos instantes, como si me hubieran contado algo imposible. Lo siento, dije. Él ladeó la cabeza y seguimos andando. Le pregunté si había podido tomarse unos días en el colegio. No, dijo él, seguí yendo como siempre. Le puse la mano en el hombro, por un momento, y repetí que lo sentía mucho y él me lo agradeció. Tener que tratar con mi tardía conmoción por lo que para él era un suceso mucho más personal, pero mucho más viejo, parecía causarle un vago embarazo. Tintinearon las llaves, él entró en el apartamento veintiuno y yo en el veintidós. Cerré la puerta y oí que también se cerraba la suya. No encendí la luz. En la habitación de al lado había muerto una mujer, había muerto al otro lado de la pared, y yo ni me había enterado. No me había enterado en las semanas en que el marido estaba de duelo, ni cuando lo saludaba con la cabeza y auriculares en los oídos, ni cuando doblaba mi ropa en la lavandería del edificio mientras él usaba la máquina. No lo conocía tanto como para preguntarle cómo estaba Carla y no había notado la ausencia de ella. Esto era lo peor. No había notado ni su ausencia ni el cambio —tenía que haber habido un cambio— en el ánimo de él. Ya no era posible, ni siquiera ahora, llamar a su puerta y abrazarlo, o tener una conversación larga. Habría sido una farsa de intimidad.

Al cabo encendí la luz y avancé por mi apartamento. Imaginé a Seth peleando con su tarea de francés y de español, conjugando verbos, bregando con traducciones, memorizando listas de vocabulario, haciendo ejercicios de redacción. Mientras ordenaba las compras procuré recordar cuándo exactamente había llamado a la puerta para preguntarme si tocaba la guitarra. Al fin me conformé calculando que había sido antes y no después de la muerte de la mujer. Esto me dio cierto alivio, que casi en el acto fue desplazado por la vergüenza. Pero incluso ese sentimiento se fue aplacando, demasiado rápido, ahora que lo pienso.