Los «hechos probados» comienzan con un regreso al pasado.
Voy a 1990, a una fecha indeterminada después de su boda en Villa Blanca, cuando Santiago Dulong, como consta en la sentencia, descubre que María Isabel Montesinos Torroba se da frecuentemente a la bebida y que a menudo llega a casa en «estado de embriaguez».
Resulta estúpido escribir que Santiago Dulong la conoció en un club sin nombre en el que María Isabel «alternaba».
Estúpido repetir que realmente «alternar» consiste en beber y hacer beber a los clientes, para obtener un porcentaje de la caja.
Estúpido escribir que el propio Santiago Dulong ha tenido que beber en ese club, al que, para seducir a María Isabel, ha tenido que ir a menudo.
Estúpido hablar de que también Santiago Dulong, por más que se presente en el juzgado con traje y corbata y con apariencia de serenidad —una serenidad forzada porque en la cárcel de Torrero no ha podido beber ni una gota de alcohol en el último medio año, porque la bebida está prohibida—, bebe, y bebe mucho. Y beber le causa problemas.
Lo han dicho «personas cercanas», que no tienen nombre ni tienen cara ni tienen domicilio ni serán llamadas a testificar durante el juicio.
«Ella era alcohólica y él también bebía», dice un «camarero de un bar cercano», un camarero sin identificar de un bar sin identificar, en Heraldo de Aragón el 12 de diciembre.
«También él tenía problemas con el alcohol», dice el dueño de una tienda, que conoce a María Isabel y que conoce a Santiago Dulong, a Diario 16 de Aragón el 13 de diciembre.
Ni del camarero de un bar cercano ni del dueño de la tienda conozco el nombre.
Pero el verdadero quid de este «hecho probado» no es la constatación de la utilidad de un testimonio ful, sino la evidencia de que la víctima se ha convertido en la culpable.
Ha pasado a ser la responsable de su asesinato.
La que va a ser realmente juzgada.
Era una borracha y se merecía lo que terminaría pasándole.
Se merecía ser estrangulada.
Se merecía morir.
«En algunos bares —dirá en Diario 16 de Aragón “una persona que no quiso revelar su identidad” y “que conocía a la víctima”, y que no testificó en el juicio— ni siquiera le querían servir.»
«Empezaba por la mañana con un cubata y así estaba todo el día.»
«Permanentemente borracha.»
María Isabel era, sin duda, culpable antes de morir.
Sólo que las razones no habían sido todavía relatadas en el orden preciso.
El orden en que las escucharán los jueces.
Para el segundo «hecho probado» también hay que volver al pasado, «a finales de 1993», en un mes y en un día y en un hora indeterminadas.
Santiago Dulong vuelve a casa, el «domicilio conyugal» de la calle Barcelona de Zaragoza, y descubre a su mujer, María Isabel Montesinos Torroba, con un «individuo desconocido», el Señor Cero.
Es tan desconocido que sólo podemos saber de su existencia porque Santiago Dulong habla de ese encuentro en el juicio: un engaño sexual del que no se hace mención explícita pero que se insinúa.
El Señor Cero, al que nadie se preocupa en buscar, del que nadie sabe realmente si estuvo en el «domicilio conyugal», y que, por supuesto, no declarará en el juicio, cumple a la perfección su papel.
Por si sus borracheras frecuentes no habían convertido del todo en culpable a María Isabel, la infidelidad con el Señor Cero, de cuya existencia ni siquiera hay pruebas, la despoja completamente de su condición de víctima.
«Ella se dedicaba posiblemente a la prostitución», declara «gente de la zona» a Diario 16 de Aragón.
No es una enferma alcohólica terminal (aunque lo será, gracias a los forenses sin nombre, cuando haya que valorar las causas de la muerte), sino una borracha infiel que no sabe apreciar lo que ha hecho su marido por ella.
Los forenses sin nombre y sin número y sin identidad sexual dirán que la muerte se precipitó por dos razones que estaban relacionadas con el alcoholismo de María Isabel, razones que los jueces reflejarán en el punto 2 de su exposición del fallo: «la debilidad hepática» y «el estrechamiento anormal de su “glotis”, todo ello producido por la excesiva ingesta de alcohol».
Intervino, sí, Santiago Dulong, que la sujetó por el cuello, pero el trabajo sucio ya lo había hecho el alcohol.
Santiago Dulong, el que será su viudo, le ha ofrecido la dignidad del matrimonio y le ha ofrecido una vivienda, a cambio de algunas bofetadas ocasionales, y María Isabel le paga dándose frecuentemente a la bebida, engañándole, y engañándole, además, y eso es intolerable, en el «domicilio conyugal».
Es muy posible que María Isabel no empiece a vivir con Santiago Dulong hasta los días previos a la boda, en los que habrá realizado la mudanza desde el lugar en el que vive, del que no sé nada, aunque es posible que se trate de un piso compartido con otras chicas del club, y situado cerca del club, hasta el piso de la calle Barcelona en el que morirá.
Unas cuantas cajas de cartón con sus vestidos, con sus recuerdos de Larache y de Ceuta y quizá de Canarias y de Huelva, fotografías familiares, papeles legales, discos, utensilios de cocina, anillos, pendientes y bisutería, zapatos, medicamentos, dos o tres sombreros, cosméticos, muñecas, pañuelos, botellas, perfumes, latas de comida, un secador, la cabeza de un maniquí con una peluca rubia y rizada.
También, quizá, María Isabel lleva consigo un gato: la he visto, en las fotografías que me enseñó Santiago Dulong en la cárcel, con un gato paseándose por su cuerpo.
En ningún lugar aparece ese gato gris atigrado.
O negro.
A que María Isabel sea una culpable y no una víctima, también ayuda que la petición de doce años por parricidio que propone el titular del juzgado de instrucción n.° 2 de Zaragoza, que es quien más habla con Santiago Dulong, con quien se confiesa después del crimen durante «cerca de dos horas», sea desatendida por el fiscal, que negocia antes del juicio con el abogado defensor.
No sé las razones por las que el fiscal negocia, pero puedo decir que es posible que ayudara que los familiares de María Isabel no se presentaran como acusación particular.
Sus parientes más próximos, dice el acta del juicio, «no deseaban mostrarse parte ni reclamar».
¿Qué podían reclamarle los parientes más próximos, dos mujeres, a un hombre insolvente?
El Diccionario de la Academia sólo recoge una acepción de «insolvente»: «Que no tiene con qué pagar».
Hasta ahora he andado como sobre ascuas, pero es imposible no hablar del dinero.
Santiago Dulong es pensionista y su pensión no debe de ser muy elevada.
En el juicio se declara insolvente, y un inspector sin nombre del juzgado ha tenido que comprobar el estado de sus bienes y de sus cuentas para establecer que verdaderamente es insolvente.
Realmente es la única gestión que realiza el juzgado: se preocupa de quién paga los gastos de ese juicio.
Es posible que el piso en el que vivían Santiago Dulong y María Isabel no sea de Santiago Dulong.
Quizá vive de alquiler, con un casero al que no le importan las broncas.
Quizá algún amigo o algún familiar le deje vivir en el piso, por asuntos del pasado.
El juzgado no se preocupa de encontrar testigos, como tampoco lo ha hecho la policía, que cree haber resuelto el crimen: todos esos hombres sin nombre de los que habla Santiago Dulong en el juicio.
Y los jueces, en el juicio, ni siquiera se molestan en escuchar los informes.
María Isabel ha dejado el club, que era lo que le proporcionaba sus ingresos.
No es muy probable que una mujer «alterne» por entretenerse. Quizá tenga algunos ahorros.
Quizá, como «gente de la zona» afirma en Diario 16 de Aragón, «ella se dedicaba posiblemente a la prostitución».
Y si era así, ¿dónde?
¿Santiago Dulong lo sabía?
Y si lo sabía, ¿por qué no lo testificó en el juicio?
¿Prefería mantener el orgullo y no humillarse aún más?
Es insolvente, pero poco tiempo antes ha sido elegido, por sorteo, para ser compromisario en las elecciones a consejeros generales de la Caja de Ahorros de la Inmaculada.
Tendrá que acudir a votar el 7 de mayo de 1994, sábado, y así aparece en el Boletín Oficial de Aragón del miércoles 19 de enero de 1994.
Santiago Dulong es insolvente pero tiene que contribuir a formar un consejo de administración de un banco.
Aunque en algunos bares «ni siquiera le querían servir», según afirmó a Diario 16 de Aragón «una persona que no quiso revelar su identidad», lo cierto es que María Isabel iba a los bares y desde por la mañana tomaba cubatas.
Y los pagaría.
Con su dinero o con el dinero de Santiago Dulong.
El juicio por la muerte de María Isabel, sin reparación, deja a un lado la indagación sobre el dinero.
Y si ni su familia se preocupa de reparar la muerte de María Isabel, ¿por qué va a ir a la cárcel Santiago Dulong, que sólo ha adelantado un poco lo inevitable?
«Los forenses aseguraron que una mínima presión en la tráquea pudo causarle la muerte a la víctima, dada la elevada tasa de alcohol que tenía en la sangre» es el encabezamiento que utiliza Dalia Moliné cuando informa de la sentencia en El Periódico de Aragón, el viernes 16 de junio de 1995.
«Una mínima presión»: un excelente resumen.
Me lo pregunto yo, pero también se lo pudo preguntar el fiscal: ¿este viejo tiene que ir a la cárcel?
Y si no se lo preguntó el fiscal, el abogado defensor pudo hacer que el fiscal se lo preguntara.
A nadie, en cualquier caso, le parece extraño que la mujer tendida en el suelo, la de los dientes negros y amarillos y el pelo por la cara, y en la boca todavía el pelo que no ha podido escupir porque ha muerto, la que está junto a muebles movidos y objetos caídos, ceniceros, un jarrón, un mantelillo, deje de ser la víctima, la que merece compasión, por la que tienen que velar la fiscalía y luego el juez, y sea, ya en las primeras líneas de la sentencia, realmente la culpable de su estrangulamiento, en el que Santiago Dulong ha sido algo parecido a un «acelerante».
La palabra «acelerante» no está en el Diccionario de la Academia, pero es un elemento que se usa para que el fuego prenda más rápidamente. «Acelerantes» son el aguarrás, el queroseno, la acetona, la gasolina.
«Los procesos son una mascarada», afirma Santiago Dulong Serrano, el bisabuelo republicano, en un artículo del 12 de octubre de 1865, mientras se encuentra preso y «escribiendo sobre un catre».
Un año después del descubrimiento del Señor Cero en su casa, el 11 de diciembre de 1994, domingo, en torno a las dos de la mañana, llega otro hombre sin nombre, el Señor Uno, a la casa de Santiago Dulong y de María Isabel, el «domicilio conyugal».
El primer hombre de las horas previas a la muerte de María Isabel presenta «signos de embriaguez».
Llama al timbre.
No sé si al timbre del edificio o al timbre de la vivienda.
No consta.
Lo que sí consta, porque lo dice en el juicio, es que Santiago Dulong le echa de casa.
El Señor Uno se marcha.
Y María Isabel se marcha con él.
Nadie busca al Señor Uno para que declare en el juicio.
No sé adónde van.
No sé si Santiago Dulong se tira en el sofá y enciende el televisor.
No sé si se duerme y sueña.
No sé si va al baño a lanzar un gemido menos sordo que los que emitirá en la cárcel cuando intente mear sin poder mear.
Pero sé que a los cuarenta y cinco minutos María Isabel vuelve al «domicilio conyugal», y Santiago Dulong está ya en su habitación.
Son las tres de la mañana.
Como duermen en habitaciones separadas, Santiago Dulong sólo la oye trajinar por la casa.
También la oye cuando se marcha de nuevo a las siete de la mañana.
El insomnio de Santiago Dulong no es extraño: su próstata enferma le obliga a pasar las noches en semivigilia, en un continuo ir y venir al baño.
No consta en los «hechos probados», pero esa mañana, lo contará Ramón J. Campo en Heraldo de Aragón, un vecino sin nombre sube a la casa de Santiago Dulong y se queja «de que no dejaban dormir a sus hijas pequeñas».
A las diez de la mañana, María Isabel vuelve a casa con un «individuo diferente», el Señor Dos, y en «estado de embriaguez».
Santiago Dulong les pide que se marchen, y ambos se van.
El Señor Dos, más joven que el primero, según las declaraciones de Santiago Dulong, tampoco fue buscado ni interrogado por nadie.
No sé cómo cierra la puerta María Isabel al irse, pero «los vecinos del inmueble» informaron a El Periódico de Aragón, para el artículo que se publicó al día siguiente de su muerte, que «cuando entraba o salía de casa iba dando portazos».
«En la puerta de la casa del matrimonio —sigue diciendo la noticia de El Periódico de Aragón— se podían ver algunas pequeñas roturas de los golpes que daba.»
Una hora más tarde, sobre las once de la mañana, María Isabel regresa a casa.
Entre las dos y las once, María Isabel, o alguno de los hombres sin nombre que la acompañan, se mea en el patio del edificio de la calle Barcelona.
Es a las once de la mañana cuando María Isabel se encuentra con el presidente de la comunidad, que no tiene nombre.
El presidente de la comunidad le conmina a que limpie los orines del patio.
El presidente afirma, lo dice a los periodistas que lo recogen, que María Isabel estaba en «estado de embriaguez».
Pese a su borrachera, María Isabel sale a la escalera y limpia los orines.
Es posible que no utilice una fregona y un cubo, sino papel de cocina, porque después de limpiar los orines de la escalera no vuelve al «domicilio familiar» y se marcha de nuevo.
No sé si alguna vez esa casa fue un «domicilio familiar», pero en las primeras informaciones, como en la de Heraldo de Aragón del día 12 de diciembre y como en la de Diario 16 de Aragón del 13 de diciembre, se afirma que «los dos tenían hijos, pero estos no residían en el piso».
De la existencia de estos hijos sin nombre no podré confirmar nada, y la sentencia los ignora.
María Isabel vuelve a las tres de la tarde en «evidente estado de embriaguez».
Se acuesta en la cama de su habitación.
No sé si durante los cinco años de matrimonio duermen en habitaciones separadas o si se produce la separación cuando la enfermedad de la próstata obliga a Santiago Dulong a levantarse continuamente durante la noche, una, dos, cuatro, siete veces cada noche.
No sé si María Isabel sueña mientras duerme.
No sé siquiera si duerme o si sólo mira la lámpara del techo mientras fuma un cigarrillo tras otro.
No sé si fuma.
Quizá sus dientes negros están negros también por el tabaco.
La veo, sentada en la cama, las piernas replegadas hacia el pecho, acercando un mechero al cigarrillo que tiene en la boca.
No sé la marca de los cigarrillos, pero es tabaco rubio.
Marlboro.
Fortuna.
Winston.
Camel.
Las paredes cubiertas de papel pintado.
No sé si cuando sueña tiene pesadillas.
No sé si tiene una agenda donde anota nombres y números de teléfono.
A las siete de la tarde, dos hombres sin nombre, el Señor Tres y el Señor Cuatro, llaman al portero automático.
Contesta María Isabel: «Esperadme. Bajo enseguida».
Son las únicas palabras que oigo, tal y como las pronuncio, de la boca de María Isabel.
Así están transcritas en la sentencia: «Le dijo a quien llamaba que esperase, que bajaba enseguida».
Santiago Dulong «se indigna» dado el «comportamiento infiel de su esposa».
«Se viste», afirma en el juicio, porque debía de estar en pijama, con pantuflas y con su chaqueta gris de lana, igual que como lo veré cada noche en la celda, dos meses más tarde.
Santiago Dulong se dice «Voy a ver quién es el hijo de puta que está abajo», y así consta en la sentencia.
«Lleno de cólera», Santiago Dulong baja al portal para enfrentarse al Señor Tres y al Señor Cuatro.
La pelea habría sido muy desigual.
En la escalera, Santiago Dulong se encuentra con el presidente de la comunidad, que le dice que ha despachado al Señor Tres y al Señor Cuatro.
Nadie los buscará, nadie los interrogará, nadie les pedirá que declaren en el juicio.
«A continuación —cito literalmente la sentencia—, Santiago Dulong volvió a subir las escaleras en dirección a su piso, observando cómo su esposa se había vestido y se disponía a salir del domicilio conyugal. Ante esta situación, Santiago Dulong se opuso de una manera decidida a que María Isabel abandonara el domicilio común, por lo que se inició una fuerte discusión que comenzó en la puerta del piso y recorrió prácticamente toda la casa.»
Discuten.
Una «fuerte discusión».
Puta.
Hijo de puta.
Zorra.
Cabrón, cornudo, enano.
Hija de puta. Zorra.
Cornudo. Impotente. Inútil.
Putón.
Vete a tomar por el culo. Déjame en paz.
Eres tú la que te tienes que ir, zorra.
Impotente. Viejo. Calzonazos.
Puta vieja.
Picha floja. Cerdo.
Puta. Puta. Puta. Puta.
No es un hecho excepcional.
Lo excepcional es que nadie oiga esa «fuerte discusión».
Es domingo.
Son las siete de la tarde.
El cielo está negro porque es diciembre y amenaza lluvia.
«Los habitantes del inmueble, en esta ocasión, no habían oído ningún ruido extraño en el piso de la pareja», según contaron a El Periódico de Aragón a las pocas horas de la muerte de María Isabel.
Los «vecinos consultados» por Marta Garú, para su información en Heraldo de Aragón, vecinos cuyos nombres ignoro, afirman que «las peleas entre ambos eran frecuentes y habían avisado en múltiples ocasiones a las fuerzas de seguridad».
Ningún vecino sin nombre testificó en el juicio sobre esas peleas.
«Lo cierto es que eran una pareja un tanto extraña que parecía que no sabía vivir si no era en medio de las broncas», habría podido decir en el juicio el «dueño de una tienda», como lo dijo a Diario 16 de Aragón.
«Una guerra continua», podrían haber declarado los vecinos sin nombre que hablaron para Heraldo de Aragón.
«Un manicomio», podrían haber declarado los vecinos sin nombre que hablaron para Heraldo de Aragón.
Y «se habían interpuesto denuncias ante los malos tratos que ella recibía de su marido», según declararon unos vecinos sin nombre a Diario 16 de Aragón.
Estas denuncias por malos tratos debieron de quedarse en el aire, en amenazas o, simplemente, María Isabel, si las interpuso, acabó retirándolas.
Porque lo cierto es que en el juicio, y aunque la sentencia ni siquiera se molesta en reflejarlo, el fiscal, y lo cuenta Ramón J. Campo en su crónica para Heraldo de Aragón del viernes 16 de junio de 1995, «basó su petición en que no se habían dado denuncias de malos tratos antes del hecho».
«Denuncias de malos tratos.»
«El hecho.»
Las «fuerzas de seguridad» han acudido en múltiples ocasiones al piso de la calle Barcelona.
La presencia de las «fuerzas de seguridad» sirve para aplacar, momentáneamente, a la pareja.
Las «fuerzas de seguridad» estaban hartas de desplazarse al domicilio de los Dulong-Montesinos.
En Diario 16 de Aragón se puede leer, en la noticia del 13 de diciembre de 1994: «Sus peleas cotidianas habían llegado a aburrir a la policía, que estaba ya cansada de presentarse en el piso un día sí y otro también».
Una vecina sin nombre le dijo a Ramón J. Campo, para su noticia de Heraldo de Aragón del 12 de diciembre: «Llegó un momento en que las fuerzas de seguridad nos decían que si no había sangre, no iban».
Ni el fiscal ni los jueces llamaron a testificar a las fatigadas «fuerzas de seguridad».
Santiago Dulong afirmará en el juicio que las frecuentes discusiones, que sólo le permiten recordar «quince o veinte días buenos» durante los cinco años de matrimonio, se deben a que María Isabel es una borracha.
«Quince o veinte días buenos.»
Es también estúpido que me pregunte por qué Santiago Dulong no se divorció de María Isabel: un católico, un falangista, nunca se divorcia.
Lo que quizá no resulte tan estúpido es que me pregunte por qué hubo tantos hombres esa noche con María Isabel.
En los cinco años que llevaban juntos, Santiago Dulong sólo recordó que una vez, a finales de 1993, había descubierto a María Isabel con otro hombre en casa, el Señor Cero.
Había sido un hecho excepcional, y por eso le pareció oportuno recordarlo.
Pero esa noche aparecieron cuatro hombres, y dos de ellos llegaron a entrar en el domicilio conyugal, con Santiago Dulong.
Es posible que María Isabel, incapaz de salir de su relación, tratara de forzar un final.
Es posible que todo le pareciera oscuro y sólo en el alcohol y en la compañía de los muchos hombres encontrara algo que la satisficiera.
Sentirse deseada, quizá.
Es posible, también, que no hubiera tantos hombres. Que el Señor Uno fuera también el Señor Cuatro.
Tras las palabras, cada vez más altas, Santiago Dulong empieza a perseguir a María Isabel.
Recorren «prácticamente» toda la casa.
Y nadie oye nada.
Durante la persecución, mueven diversos muebles de sitio.
Y nadie oye nada.
Enganchados.
María Isabel tropieza y cae al suelo.
O, según dijo Santiago Dulong en su llamada al 092: ha «golpeado a su mujer» y ella se encuentra «tendida en el suelo».
O, según declaró Santiago Dulong nada más producirse la muerte, la empuja y María Isabel cae al suelo, golpeándose la cabeza.
Santiago Dulong se sienta encima del tórax de María Isabel.
Y nadie oye nada.
Santiago Dulong consigue inmovilizarla completamente.
La mano izquierda de Santiago Dulong en el cuello de María Isabel.
Santiago Dulong le aprieta el cuello.
Con la mano derecha, Santiago Dulong, «preso de furor por la situación», como dice la sentencia, evidenciando su carácter de relato de aventuras, hurga en el bolso de María Isabel, que se ha soltado de su hombro en el forcejeo y ha caído al suelo, y saca una tijera.
Santiago Dulong sabe que María Isabel lleva la tijera en el bolso.
En discusiones anteriores, María Isabel ha sacado la tijera y la ha utilizado como arma intimidatoria: eso declarará, al menos, cuando testifique en el juicio.
Con la tijera en la mano derecha, Santiago Dulong le corta el pelo a María Isabel.
Trasquilones.
Y nadie oye nada, «en esta ocasión».
«Ningún ruido extraño.»
La versión de los hechos que escuchó Ramón J. Campo en la sala y de los labios de Santiago Dulong, y que contó en Heraldo de Aragón el 20 de junio de 1995, resulta más alambicada: «Sujetándola [Santiago Dulong a María Isabel] con una mano por el cuello, a la altura de la tráquea, le cortó el pelo y le apoyó la mano en la cara para que no moviera la cabeza».
Santiago Dulong quiere «dejarla pelona», según consta en el acta del juicio, para que María Isabel no pueda salir «a la calle y relacionarse con otros hombres».
Santiago Dulong se refiere a la segunda definición que da el Diccionario de la Academia a la palabra «pelón»: «el pelo al rape».
«Mira que si te quise, fue por el pelo. Ahora que estás pelona, ya no te quiero», escribió Frida Kahlo en un Autorretrato en el que aparece vestida con un traje de hombre, sentada en una silla, en una habitación que tiene el suelo lleno de mechones de pelo.
Frida Kahlo se parece en ese autorretrato a Santiago Dulong.
A un Santiago Dulong más joven que el que yo conocí.
A un Santiago Dulong que era todavía gestor administrativo, era vicesecretario de la cofradía y todavía no se había casado con María Pilar E.P.
Pero yo leo todas las demás definiciones de «pelón» en el Diccionario de la Academia.
La sexta explica que en algunas partes de América, México y el Caribe, se emplea la expresión «la pelona» para hablar de la muerte.
Hay un corrido muy popular en México que se llama «Pelona».
Y lo transcribo aquí porque a esta historia llena de moscas le faltan ruidos, sonidos, músicas, canciones, y también porque habla de la muerte, del alcohol y de las heridas del amor:
Viene la muerte luciendo
mil llamativos colores
ven dame un beso pelona
que ando huérfano de amores.
El mundo es una arenita
y el sol es otra chispita
y a mí me encuentran tomando
con la muerte y ella invita.
No le temo a la muerte
más le temo a la vida
cómo cuesta morirse
cuando el alma anda herida.
Dicen que van a asustarme
llevándome a tu presencia
si estás durmiendo en mi vida
es natural si despiertas.
Se va la muerte cantando
por entre las nopaleras
en qué quedamos pelona
me llevas o no me llevas.
No le temo a la muerte
más le temo a la vida
cómo cuesta morirse
cuando el alma anda herida.
Se va la muerte cantando
por entre las nopaleras
en qué quedamos pelona
me llevas o no me llevas.
Santiago Dulong consigue cortarle algo de pelo a María Isabel.
Según la sentencia, Santiago Dulong no tenía la intención de matar a María Isabel.
Pero la cosa se le fue de las manos.
Un accidente.
Los magistrados admiten como algo normal que un hombre le corte el pelo a su mujer para impedirle salir de casa.
El corte de pelo le quita, según Santiago Dulong, la belleza.
El corte de pelo es una castración.
Y una señal de la vergüenza.
En mi novela Discothèque, sigo contando así la historia que relata el camionero sin nombre que es realmente Santiago Dulong: «A la segunda sí que la quería y vino borracha y yo quería cortarle el pelo, quería cortarle el pelo que era ya matarla un poco, cortarle el pelo que lo tenía negro, cuando el gato estaba encima de su cabeza era como si el pelo tuviera ojos, le brillaban en la oscuridad, me gustaba hacerle fotos, fotos con el gato como un ángel, el gato era como el alma de mi mujer, la segunda, que bebía, bebía mucho, y aquella noche se había bebido mi corazón y quería cortarle el pelo y luego le puse las manos en la garganta y luego ya estaba yo llorando y llamando a la policía».
La maniobra, que relatada aquí parece sencilla, es difícil. Santiago Dulong está sentado encima del tórax de María Isabel.
La mano izquierda de Santiago Dulong sujeta y aprieta con fuerza el cuello de María Isabel: le provoca marcas visibles.
Con la mano derecha, Santiago Dulong hurga en el bolso de María Isabel, que ha caído al suelo, saca la tijera, que es muy posible que esté dentro de una funda para impedir que agujeree el bolso, y empieza a cortarle el pelo.
Le pido a Lina que recree conmigo la escena, como hace la policía en las series de televisión.
Le pido que se defienda con todas sus fuerzas.
Lina no está borracha, pero yo soy, al menos, tres veces más grande de lo que era Santiago Dulong.
No consigo inmovilizarla.
En el suelo, «decúbito supino», y aunque yo esté encima de su tórax, Lina puede mover sus piernas y sus brazos, porque con mi mano izquierda le sujeto el cuello, no del todo, porque también puede mover la cabeza con fuerza, y con la derecha intento cortarle el pelo.
Puede mover su cabeza y morder.
Solamente con los manotazos, con el movimiento de las piernas y de los brazos, con las uñas, María Isabel habría podido, al menos, quitarle las gafas a Santiago Dulong y agredirle en los ojos.
Podría haberle arañado la cara.
Podría haberle pegado puñetazos.
Rasgarle la ropa.
Podría haber conseguido que se tambaleara.
Podría haberle metido los dedos en la boca.
En la nariz.
Podría haber tratado de separar con su mano libre la mano que le sujetaba el cuello.
Podría, pero no pudo.
Había estado en su habitación, no sé si durmiendo o si fumando o si escuchando la radio, una emisora de canciones del pasado, boleros y baladas, o si limándose las uñas.
María Isabel se había levantado y había tenido una breve conversación con el Señor Tres y el Señor Cuatro por el portero automático y se había vestido y arreglado y luego había mantenido una pelea que recorrió prácticamente toda la casa, durante al menos veinte minutos, con Santiago Dulong.
Estaba borracha, porque durante la autopsia se encontró un 2'9 por ciento de alcohol en su sangre, pero se movía, se defendía, gritaba, no renunciaba a ser una persona que toma sus propias decisiones, sean acertadas o equivocadas.
Es imposible que sucediera lo que contó Santiago Dulong en el juicio, lo que me contó en la celda que compartíamos en la cárcel de Torrero.
María Isabel no se quedó inconsciente durante la acción, sino que estaba inconsciente cuando Santiago Dulong comenzó la acción.
Estaba inconsciente y no podía usar sus brazos ni sus piernas ni su cuerpo ni su boca.
Y si estaba inconsciente tampoco podía gritar: esa noche nadie oyó nada extraño.
Y a menudo, muchos lo dijeron, María Isabel gritaba.
Muchos de los que figuran como «hechos probados» en la sentencia, y que motivaron la decisión de los jueces, no son, ni mirados con indulgencia, «hechos probados».
Son afirmaciones sin contrastar de Santiago Dulong, a quien esa mañana de junio de 1995 decidieron creer en la sala.
Su testimonio fue, junto con el informe forense, lo que determinó la condena.
Volviendo a las palabras, al verdadero sentido de este libro: «ajusticiar» no es lo mismo que «hacer justicia».
En ese juicio se ajustició a Santiago Dulong, porque se le condenó, pero no se hizo justicia con María Isabel Montesinos Torroba, la de los dientes negros, la borracha.
Son unas palabras perdidas en una noticia sobre el crimen, pero explican que María Isabel era capaz de analizar su comportamiento, de saber que hacía mal las cosas: «vecinos del inmueble», sin identificar, contaron a El Periódico de Aragón, y así apareció en la noticia del lunes 12 de diciembre, que «ella, cuando no iba muy borracha, nos pedía perdón por el ruido que armaba».
No son palabras literales de María Isabel, pero sabemos que no había perdido la capacidad de sentir culpa y que, además, se atrevía a pedir perdón.
Lina me habla de un cuadro que muestra una escena de mucha violencia: Judith decapitando a Holofernes, de Artemisia Gentileschi, una pintora italiana del siglo XVII que fue violada.
Dos mujeres sujetan con fuerza a un hombre tumbado: una de ellas intenta sujetarle los brazos, y aun así él le alcanza el cuello con el brazo, y otra le agarra del pelo y le atraviesa con una espada.
Holofernes, pese a estar sujeto con fuerza por las dos mujeres, pese a ser perforado por el filo, sigue resistiéndose, sigue defendiéndose, sigue sin querer morir.
En el proceso que se inició para investigar la violación, Artemisia Gentileschi fue vejada y torturada por la autoridad para comprobar si era cierta su acusación.
La tortura se cebó especialmente en sus manos, su instrumento de trabajo.
Santiago Dulong también quería quitarle el pelo, la belleza, a María Isabel, que era su instrumento de seducción.
El proceso por violación consiguió hacer pasar a la víctima como culpable.
El violador, el pintor Agostino Tassi, fue condenado a un año de cárcel: el mismo periodo de tiempo al que fue condenado Santiago Dulong.
Según el relato bíblico, Judith emborracha a Holofernes y le mata con su propia espada.
María Isabel está borracha y Santiago Dulong la mata mientras usa la tijera de María Isabel.
La historia de Judith tiene similitudes con la de Sherezade. Las dos mujeres tratan de librar a su comunidad de la tiranía de un rey. Las dos lo seducen. Las dos lo doblegan: una lo mata y otra lo convence, en un proceso que puede considerarse como intelectual.
María Isabel invierte la historia de Sherezade y pierde con las palabras. Invierte la historia de Judith y también pierde con la violencia.
«Soy pobre de ingenio y, por lo tanto, no os asombre observar en mi palabra falta de imágenes y oscuridad de conceptos», dice Santiago Dulong Serrano en un mitin republicano, según transcribe El País, del viernes 15 de febrero de 1889.
Los policías locales anotan en su informe que encontraron algunos mechones de pelo sobre el suelo del salón-comedor.
María Isabel ha dejado de defenderse.
María Isabel no grita.
Me pregunto si tuvo tiempo de rendirse.
Una rendición íntima.
Dejarse llevar.
Tras un tiempo indeterminado, aunque a mí Santiago Dulong me dijo en la celda que habían pasado diez minutos, quizá para seguir imponiéndose en su fanfarronería penitenciaria, se da cuenta de que María Isabel ya no se mueve.
La melodía estridente de un villancico llega desde la calle al salón-comedor.
Santiago Dulong intenta reanimarla dándole unas bofetadas en la cara.
Santiago Dulong se levanta.
Se da cuenta de que lleva la tijera en la mano, y la deja encima de la mesa.
Va a la cocina, o al baño, coge un vaso y lo llena con agua del grifo, que sale muy fría, como la noche.
Es muy posible que aproveche para lavarse las manos y quitarse los pelos de María Isabel que se le han quedado pegados en los dedos, en las muñecas, en las palmas de las manos, en la nariz.
Los pelos de María Isabel se quedan pegados en la pastilla de jabón.
Allí seguirán cuando Santiago Dulong vuelva a casa, después de salir de la cárcel.
Los pelos de María Isabel se van con el agua sucia por el desagüe del lavabo.
Es muy posible que Santiago Dulong aproveche para intentar mear, y es muy posible que sienta un dolor profundo en el pene.
Es posible que, si está en el baño, se mire en el espejo.
Es posible que se quite las gafas y que se pase el dorso de la mano por los ojos. Le he visto hacer ese gesto.
Le he visto quitarse el pijama.
Y ponerse el pijama.
Le he visto comer.
La cabeza muy pegada a la bandeja de comida: filetes rusos congelados.
Le he visto esperar en la cola de la comida, y avanzar arrastrando los pies.
Le he visto pasear por el patio.
Le he visto hablar con el sacerdote. Los dos muy pegados, para que sus palabras no se escaparan. Le he visto hablar con el sacerdote con la complicidad que le otorga haberle confesado su crimen a él. El alivio de estar libre de pecado.
Le he visto levantarse con rapidez de la cama para ir a desayunar.
Le he visto acelerar el paso cuando pronunciaban su nombre por los altavoces de la cárcel para ir a comunicar con su abogado.
Le he oído decir, después de comunicar con su abogado: «No creo que tenga problemas; mi abogado dice que las condiciones de Isabel y el arrepentimiento espontáneo reducirán mucho la condena».
Vuelve al salón-comedor y le echa el agua fría por la cara a María Isabel, que no reacciona.
No sé si Santiago Dulong, después, le tapa la nariz a María Isabel y le mueve la mandíbula hacia abajo para poder abrirle la boca y hacerle la respiración boca a boca.
Un último beso (si María Isabel está todavía viva), mortal: aire caliente que se hiela.
No sé si Santiago Dulong, después, le realiza un masaje cardíaco golpeándole el pecho con fuerza.
No lo sé, pero Santiago Dulong no dice en ningún momento que hiciera el boca a boca a María Isabel o que le hiciera un masaje cardíaco o que hiciera lo que fuera para intentar devolverle la vida.
Sé que Santiago Dulong le dice a María Isabel: «Chica, no hagas el ganso».
No sé si Santiago Dulong le cierra los ojos a María Isabel, pero no dejo de imaginar que fue así.
Los asesinos no soportan la mirada de sus víctimas.
Cuando Santiago Dulong, el martes 14 de febrero de 1995, el día de los enamorados, San Valentín, me cuenta su crimen, en la celda que compartimos en la cárcel de Torrero, un purgatorio menor, llevará sus dos manos hacia mi cuello, y se detendrá a menos de un centímetro de él.
Antes de que haya una versión de los hechos, hay otras versiones de los hechos.
Marta Garú, en Heraldo de Aragón, escribe el 13 de diciembre: «Aunque no ha trascendido el resultado de la autopsia, parece ser que la muerte se produjo por asfixia mecánica (ayudado Santiago Dulong por una almohada u otro objeto) y no por estrangulamiento».
María Isabel está «inconsciente», y Santiago Dulong llama a la policía. No llama a las urgencias médicas. No llama a una ambulancia.
Llama a la policía local, al 092: la policía no archiva los registros telefónicos.
Marta Garú, en Heraldo de Aragón, dice que cuando Santiago Dulong llama a la policía explica que ha agredido a su mujer y que está «tendida inconsciente en el suelo».
Santiago Dulong espera a la policía en el portal del edificio: da por hecho que él no puede hacer ya nada para salvar a María Isabel. La deja sola, ahogada en el suelo.
Son las ocho de la tarde.
Ha pasado una hora desde que el tercer y el cuarto hombre llamaron al portero automático del domicilio de los Dulong-Montesinos.
Un coche de la policía local llega «inmediatamente» a la calle Barcelona.
A las 20.07 horas, según el informe.
Santiago Dulong les franquea la puerta del inmueble.
Les guía escaleras arriba hasta el segundo piso.
Los vecinos abren las ventanas de sus pisos, ante el ruido de las sirenas de la policía, y luego abren una rendija en las puertas de sus pisos.
Es muy posible que, mientras suben las escaleras, Santiago Dulong les empiece a ofrecer su versión de los hechos.
Santiago Dulong abre, con la llave, la puerta de su vivienda.
Los agentes de policía local ven la escena: María Isabel está tirada en el suelo.
Tiene pelo en las mejillas y en los labios y en la nariz y en las orejas y en el cuello y también tiene pelos, sus propios pelos negros, cortados con violencia, dentro de su boca.
Los agentes de policía local llaman rápidamente a los bomberos para que acudan con su UVI móvil.
No sé por qué llaman a los bomberos y no a otra autoridad médica.
Quizá esté así consignado en su protocolo de actuación.
La UVI móvil de los bomberos va a toda velocidad por las calles de Zaragoza, haciendo ulular la sirena.
El coche de la policía local y la UVI móvil de bomberos bloquean el único carril de tránsito de la calle Barcelona.
A las 20.45 horas, después de intentar reanimarla sin éxito con un desfibrilador portátil, y después de comprobar que la línea del electrocardiograma es recta y continua, el médico de los bomberos dictamina la muerte de María Isabel.
María Isabel, bajo el agua que le ha echado Santiago Dulong, es Ofelia.
Shakespeare escribió en Hamlet esta canción para Ofelia:
Mañana es el día de San Valentín,
temprano, al amanecer,
y yo estaré en tu balcón; tu enamorada seré.
También fueron los bomberos, en Barcelona, quienes certificaron la muerte por suicidio de Chusé Izuel.
El fuego sin fuego de mis muertos. No sé qué sucede entonces con el cuerpo de María Isabel.
No sé si un juez llega al piso de la calle Barcelona para levantar el cadáver y con él llega otra ambulancia, o si es la misma UVI móvil de los bomberos la que lleva su cuerpo al Instituto Anatómico Forense Bastero Lerga, donde le realizarán la autopsia.
El Instituto Anatómico Forense Bastero Lerga ha desaparecido.
El edificio de las autopsias se ha convertido en una ludoteca para niños.
En la inspección ocular, los forenses observan en el cuerpo de María Isabel «erosiones y lesiones de defensa y una equimosis en la región anterior del cuello».
Tras hacerle varias incisiones, los forenses descubren que María Isabel falleció por «asfixia mecánica, por oclusión de los orificios respiratorios».
Los forenses descubren que María Isabel tiene «un estrechamiento anormal de su glotis» y también «debilidad hepática».
Los forenses descubren que tiene una elevada tasa de alcohol en sangre, 2'9 miligramos, y eso facilitaba la obturación de sus orificios de respiración.
Los forenses concluyen que la muerte de María Isabel se debió a la presión en el cuello, en el abdomen y en la espalda.
Los forenses concluyen que contribuyó a que se produjera la muerte, más fácilmente que en una «persona normal», que la glotis de María Isabel fuera muy pequeña y que su hígado estuviera dañado, sin llegar a ser calificado como cirrótico.
Una «persona normal».
No sé si los forenses emplearon esa expresión en el juicio, porque no está recogida en la sentencia, pero Ramón J. Campo la reprodujo en su artículo para Heraldo de Aragón del día 16 de junio de 1995.
Me sorprende la imprecisión de los términos médico-forenses que se refleja en la sentencia, y que conduce a los jueces a tomar una decisión: «glotis muy contraída», «degeneración hepática».
Quiero decir: me indigna esa imprecisión.
Siento que esas palabras, más que explicar científicamente un proceso, están contribuyendo a crear una ilusión.
Sé que crear ilusiones no es el objetivo de la ciencia forense.
Lo cierto es que María Isabel no habría muerto esa noche de diciembre si Santiago Dulong no la hubiera tocado.
Y no fue eso lo que dijeron los forenses.
La única persona que parece entender lo que sucede en el juicio es la secretaria que transcribe el acta.
La secretaria entrecomilla la palabra «glotis», como si no fuera una parte del cuerpo, sino como si se tratara de un arma.
La secretaria escribe «axfisia mecanica», para que haya que pararse allí, en los errores mecanográficos, y sentir que algo extraño está sucediendo.
Hay otros detalles en la redacción de la sentencia de los que puedo hablar.
Por ejemplo, de las formas de referirse a María Isabel: «María Isabel Montesinos Torroba», «su esposa», «M.a Isabel Montesinos», «la esposa M.a Isabel», «Isabel», «la esposa», «M.a Isabel», «ésta», «la mujer», «Sra. M.a Isabel Montesinos Torraba», «la víctima».
Santiago Dulong casi siempre es llamado «el acusado».
Vecinos cuyos sexo y nombre ignoro declaran a Diario 16 de Aragón, y así se publica en su edición del martes 13 de diciembre: «Nadie se esperaba esto».
Los agentes de la policía local detienen a Santiago Dulong, que no opone resistencia.
No sé si lo esposan.
Los agentes de la policía local avisan al grupo de Homicidios de la policía nacional, que pasa a hacerse cargo del caso.
Agentes del grupo de Homicidios se presentan en el piso de la calle Barcelona.
No sé si le quitan las esposas que no sé si le ha puesto la policía local y le ponen las esposas de la policía nacional.
Santiago Dulong es llevado por agentes del grupo de Homicidios a los calabozos de comisaría: pese a que a escasos metros de su casa, en la plaza de Huesca, hay una comisaría, es posible que, debido a la gravedad del delito, fuera llevado a la comisaría de paseo María Agustín.
Mientras es conducido a comisaría, los periodistas han llegado a la calle Barcelona y preguntan a los vecinos y buscan a personas cercanas para que hablen de Santiago Dulong y de María Isabel.
Santiago Dulong es encerrado en un calabozo.
Sé que el dolor de su próstata se le hace insoportable y que trata de ganarse el favor de los policías para que le dejen ir al váter.
El martes 13 de diciembre de 1994, Santiago Dulong es conducido, esposado, al juzgado de instrucción número 2 de Zaragoza, donde el juez le toma declaración durante cerca de dos horas.
El juez decreta, ante la gravedad de los hechos, el ingreso de Santiago Dulong en prisión por un delito de parricidio, y ese mismo día ingresa en la cárcel de Torrero.
«Parricidio», según la definición del Diccionario de la Academia, es «Muerte dada a un pariente próximo, especialmente al padre o a la madre».
María Isabel no es el padre de Santiago Dulong.
Tampoco es la madre de Santiago Dulong.
En una fecha indeterminada de diciembre de 1994, María Isabel Montesinos Torroba es enterrada.
Aunque no es enterrada, sino que es metida en un nicho, el 1392 de la manzana 118 de la fila 4 del cementerio de Torrero de Zaragoza.
No sé con qué ropa la visten.
No sé si recomponen su pelo y le cubren las calvas.
No sé si Santiago Dulong puede asistir al entierro, esposado y escoltado.
En el nicho 1392, situado en la cuarta fda de la manzana 118, hay un jarrón a cada uno de los lados de la lápida.
El de la derecha está vacío y en el de la izquierda hay una rosa de plástico descolorida.
Debajo de su nombre, escrito «D.a M.a Isabel Montesinos Torroba», están las fechas de su nacimiento y de su muerte y más abajo otras tres letras: D. E. P.
Días después de su interrogatorio, el juez de instrucción propone la pena que tendrá que defender el fiscal en el juicio: doce años de prisión por parricidio.
El 15 de junio de 1995, jueves, se celebra la vista oral.
En la fotografía de Rogelio Allepuz, que publica a cuarto de página El Periódico de Aragón, Santiago Dulong aparece en el centro, esposado para conducción, con las manos por delante, sin tapar, como es frecuente, por la vergüenza, esposado, como el Cristo en el paso de su cofradía, y sujeto por dos policías con la cara pixelada.
Están en el interior de la Audiencia de Zaragoza y se dirigen a la sala en que será juzgado.
Santiago Dulong lleva traje gris y corbata estrecha y oscura.
En el bolsillo de la americana lleva un pañuelo, de color, que sobresale un poco.
Lleva un botón negro en el ojal de la solapa izquierda de su americana.
Sin duda es un botón de luto por María Isabel.
No mira a la cámara de Rogelio Allepuz, que está justo enfrente de él, a muy poca distancia. Mira hacia la izquierda, donde quizá hay otro fotógrafo, o donde quizá se encuentra alguien conocido.
Los policías de la cara pixelada tampoco miran a la cámara de Rogelio Allepuz, pero su mirada se dirige hacia el lado derecho.
Santiago Dulong tiene la boca un poco abierta y parece que esté diciéndole algo a alguien a quien no se puede ver en la fotografía.
Quizá es un gesto de sorpresa causado por esa presencia inesperada.
Lleva el pelo completamente blanco y muy limpio.
El bigote también lo tiene blanco, pero más oscurecido.
Lleva gafas de pasta y tras el cristal, grueso, se le ven dos círculos negros, como los ojos simplificados de los dibujos infantiles.
Su camisa es blanca, con el cuello duro y ajustado, y está recién almidonada o, muy probablemente, recién comprada, y contrasta con la chaqueta, que está arrugada y le va grande, como si fuera de otra persona.
De Santiago Dulong antes de entrar en la cárcel.
El gesto de su cara es tenso, y con las esposas, y con los policías armados con pistolas y con porras, todavía resulta más tenso.
Sin embargo, Santiago Dulong parece desamparado.
Un huérfano.
El 19 de junio de 1995, lunes, la Sección Tercera de la Audiencia Provincial de Zaragoza, como consta en la sentencia 61/1995, condena a Santiago Dulong «a las penas de treinta días de arresto menor por la falta de malos tratos de obra y un año de prisión menor por el delito de imprudencia temeraria».
Una noche de finales de 1998, estoy en Zaragoza, con una parte del equipo del programa de Televisión Española en el que trabajo, La Mandrágora, para grabar unos reportajes.
Vamos a tomar unas cervezas a un bar que me encanta, lleno de televisores y de serpientes y de pirañas: Jonathan’s House, en la calle Marcos Zapata.
Estamos en la avenida de Madrid, donde nos acaba de dejar un taxi.
Un señor mayor, con gafas de pasta, se detiene delante de nosotros un instante y me hace un movimiento con la cabeza, como un saludo interrumpido, y sigue caminando.
Pienso que es uno de esos insomnes que ven mi programa en la madrugada.
Me ha reconocido y se ha dado cuenta de que estaba a punto de saludar a un presentador, y no a un amigo, y ha interrumpido a tiempo el saludo.
Sí es insomne, porque el dolor de la polla le impide dormir.
Se llama Santiago Dulong.
Cuando me giro para volver a verlo, ha desaparecido.
Ha tenido que bajar por una pequeña escalera que conduce a la calle Barcelona.
Pero entonces no sé todavía que vive allí.
Que allí mató a María Isabel, estrangulándola.
«Una mínima presión» sobre su glotis, más pequeña que la de una «persona normal».
Le cuento a Ángela, la redactora, y a Kike, el realizador, mis dos acompañantes, que ese señor mayor era mi compañero de celda.
Kike dice: «Qué fuerte».
Y saca un paquete de tabaco de su chaleco de fotógrafo y enciende un cigarrillo, protegiendo el fuego con la mano.
Empieza a llover, sin fuerza.
En mi novela Discothèque, la protagonista, Dalila Love, a la que se ha confesado un camionero sin nombre que es realmente Santiago Dulong, dicta sentencia: «¿Quieres que te queme los pezones con un cigarrillo? ¿Quieres que te haga sangrar la lengua con el destornillador de tu caja de herramientas para que olvides todo el dolor? ¿Quieres que conecte a tus pezones unos cables desde la batería de tu camión y ponga el contacto en marcha? ¿Quieres que te meta el puño por el culo hasta que te aplaste el corazón para acabar con tu culpa, con tu desgracia?».