Es una mujer y está muerta.
Está tirada en el suelo del salón-comedor de su domicilio.
Boca arriba.
«Decúbito supino», como será descrita en el proceso.
Es pequeña.
Tiene los dientes negros, por el tabaco, y amarillos, por el alcohol.
Tiene los ojos cerrados.
Su asesino se los ha cerrado.
Quizá.
Cerrar los ojos de la víctima es señal de conocimiento entre el verdugo y la víctima.
La evidencia de que el verdugo se niega a considerarse culpable.
La prohibición que impone el verdugo a la víctima.
No me sigas mirando.
Deja de acusarme.
Deja de mirarme de una puta vez.
Basta.
En la noticia que se publica en Diario 16 de Aragón, a toda página, el martes 13 de diciembre de 1994, se cuenta que cuando los policías llegaron a la vivienda, levantaron los párpados de la mujer menuda y comprobaron «en la visión ocular que la víctima no estaba inconsciente sino muerta».
Está muerta, aunque, hasta que el médico de la UVI móvil del cuerpo de bomberos, dentro de unos minutos, deje de intentar reanimarla, al comprobar en el desfibrilador portátil que la línea del cardiograma es recta, no está oficialmente muerta.
Hasta ese momento, sólo ha «perdido el sentido».
Sólo está «desmayada».
Sólo está «en estado de inconsciencia».
«Tendida en el suelo.»
«Inconsciente.»
Se llama María Isabel Montesinos Torraba.
Nació el 30 de junio de 1948, miércoles, en Larache.
Su nacimiento se consignó en la página 311 del Libro 49 del Registro Civil.
Tiene cuarenta y seis años, porque hoy es 11 de diciembre de 1994, domingo.
Es ya de noche.
El cielo en Zaragoza, la ciudad donde ha sido asesinada, está cubierto y amenaza lluvia.
Una niebla mojada.
María Isabel lleva puesto un impermeable rojo acharolado, porque antes de ser asesinada iba a salir de casa.
Se dirigía a una cita con dos hombres cuyos nombres no constan en ningún lugar.
Para mí, y ahora para ti, son el Señor Tres y el Señor Cuatro.
Larache pertenece hoy a Marruecos, pero en 1948 pertenece al Protectorado español.
El Colegio Español de Larache es un edificio de traza colonial, que se terminó de construir el año en que nació María Isabel.
El colegio está dedicado a la memoria de Juan Luis Vives: de familia judaica convertida al cristianismo, su madre fue desenterrada para que sus restos fueran quemados en el fuego por haber fingido su conversión y haber seguido fiel a los ritos judíos.
Es posible que María Isabel hiciera sus primeros estudios en el colegio Juan Luis Vives, en unas aulas todavía nuevas.
En el colegio «no se conservan archivos de esa época».
Larache, una gran ciudad con mar que todavía no es una gran ciudad en 1948, deja de pertenecer al Protectorado español en 1956, pero algunas familias españolas han comenzado a marcharse de allí un poco antes.
Cuando nace María Isabel, los marroquíes se están reagrupando en una sola formación política, el Frente Nacional, para reclamar su independencia.
Son las pequeñas guerras africanas de Francisco Franco que Francisco Franco no dice que pierde, porque él es un héroe de la guerra en África, pero que pierde.
Una pequeña guerra africana tras otra.
Los colonos españoles se repliegan, aunque nunca se convertirán en los piednoirs argelinos en Francia: su huida se hará en silencio.
La familia Montesinos-Torroba se desplaza ciento cincuenta kilómetros: deja el Atlántico y se instala en el Mediterráneo, pero no deja la costa de África.
En 1953 ya se ha trasladado a Ceuta, porque allí, cuando María Isabel tiene cuatro y cinco años, su madre aparece varias veces en el Boletín Oficial de la ciudad, relacionada con asuntos mercantiles.
En el Boletín Oficial n.° 1371, del 15 de enero de 1953, jueves, se le concede permiso para «puesta de vehículos al Servicio Público».
En el Boletín Oficial n.° 1397, del 16 de julio de 1953, jueves, se le concede «el puesto número 7 en el Mercadillo de Villa Jovita».
Es raro que la madre de María Isabel, en una época en la que las mujeres no pueden ni siquiera abrir una cartilla de ahorros sin el permiso de su marido, sea quien gestione esos negocios, que tenga un coche, un taxi o una furgoneta para mercancías o una ambulancia o un autobús de pasajeros, que mantenga un puesto en un mercadillo.
Es raro, pero qué no es raro.
Carri, que fue un niño del barrio de Villa Jovita en los años sesenta, recuerda para mí, cuando escribo buscando información sobre María Isabel en un foro de internet, dedicado monográficamente a ese barrio de Ceuta: «He dado un repaso a la gente que tenía puesto en la placilla y recuerdo a: Vitoriano, Antonia (mujer de Jesús Cruzado; vivían una casa por encima de la de Alfonso el guardia), más tarde Paca (esta familia vinieron de Benaoján), Antonia la almejera (familia Sedeño), el último puesto era una churrería. Se me escapa alguno. Recuerdo a una familia Torroba, que vivían por encima del bar El Lusitano, creo que estos eran Torroba de primer apellido, tenían negocios de ferretería por el paseo de las Palmeras».
Carri recuerda para mí, sin encontrar a María Isabel, pero en sus recuerdos llegan los nombres y la vida de esa época en Ceuta.
Ahora puedo imaginar, por ejemplo, cómo María Isabel entra en El Lusitano a comprar un helado de limón, porque es verano y hace calor y su madre le ha dado unas monedas porque ha cobrado el dinero de un porte que daba por perdido.
Quizá Carri no recuerde a María Isabel ni a su familia, porque los Montesinos-Torroba han seguido moviéndose.
Nómadas.
A lo mejor han ido a Villa Blanca, Huelva, donde María Isabel, muchos años más tarde, se casará, como se señala en el registro municipal, el domingo 18 de marzo de 1990, a las 13.15 horas, con Santiago Dulong.
Y, quizá, antes de llegar a Villa Blanca, Huelva, los Montesinos-Torroba hayan estado en Canarias, donde encuentro algún rastro, que no consigo seguir.
Los bultos que se distinguen cuando se entra en una habitación en la que se acaba de apagar la luz.
Francisco, también en el foro de Villa Jovita, habla de un tal Emilio Montesinos que quizá sea hermano de María Isabel y que sigue viviendo en Ceuta.
El padre de María Isabel ha muerto antes o inmediatamente después de que María Isabel muera, porque durante la instrucción del juicio por parricidio él ya no está vivo.
A su hipotético hermano tampoco se le menciona, en las actas del juicio, entre los parientes próximos.
Un vecino que prefiere ocultar su identidad declara a Ramón J. Campo, periodista de Heraldo de Aragón, y así lo publicará en su noticia del día 12 de diciembre de 1994, lunes, que «la fallecida se había dedicado a la prostitución».
El Diccionario de la Academia presenta de forma aséptica la definición de «prostitución», y en su segunda acepción dice: «Actividad a la que se dedica quien mantiene relaciones sexuales con otras personas a cambio de dinero».
Pero lo que el vecino quiere decir es que María Isabel ha sido puta.
Ha lavado pollas a cambio de dinero.
Todo tipo de pollas.
Largas.
Pequeñas.
Gruesas.
Oscuras.
Con pellejo.
Blancas.
Torcidas.
Hermosas.
Feas.
Más que feas.
Rosadas.
Con pelos.
Con cicatrices.
Ácidas.
Dulces.
Ha secado pollas con toallitas a cambio de dinero.
Muchas pollas.
Cortas.
Finas.
Negras.
Gordas.
Rosadas.
Ha chupado pollas a cambio de dinero.
Siempre que se lo han pedido.
Pollas circuncidadas y pollas sin circuncidar.
Ha manoseado pollas a cambio de dinero.
Y, en ocasiones, no ha conseguido que esas pollas se pusieran duras.
Y, en más ocasiones, no ha conseguido que esas pollas eyacularan.
Ha metido pollas entre sus tetas a cambio de dinero.
Algunas pollas.
Ha dejado que le metieran pollas en el coño a cambio de dinero.
Casi todas las pollas.
Ha dejado que le metieran pollas en el culo a cambio de dinero.
Sólo alguna polla.
Ha dejado que le toquen las tetas a cambio de dinero.
Muchas veces.
Se ha tenido que tragar el semen de unas cuantas pollas a cambio de dinero.
Ha visto muchas pollas eyaculando a cambio de dinero.
Líquido espeso y blanco.
Líquido escaso y transparente.
Líquido como baba de caracol.
Líquido caliente.
Líquido tibio y abundante.
Eyaculaciones secas.
También ha chupado coños a cambio de dinero.
Sólo excepcionalmente.
Ha dejado que la golpeen a cambio de dinero.
Aunque es posible que haya sido su chulo quien más veces la haya golpeado, y no para obtener sexo.
Ha contraído enfermedades venéreas.
Quizá una clamidia.
Quizá una gonorrea.
Quizá papiloma.
Ha tenido ladillas.
Tres veces.
O siete veces.
O setenta veces.
Ha tenido encima cuerpos gordos y cuerpos flacos y cuerpos sudorosos y cuerpos fofos.
Cuerpos sudorosos y cuerpos secos.
Cuerpos que apestan.
Cuerpos encima de su cuerpo a cambio de dinero.
Pero de lo que hace María Isabel hasta 1988 no sé, con certeza, nada.
Sé que en 1988 María Isabel ya está en Zaragoza: ha abandonado Larache y Ceuta, tal vez Canarias, tal vez Villa Blanca, quizá Barcelona y quizá Madrid, tal vez Jerez de la Frontera.
Jerez de la Frontera es una de las localidades relacionadas con María Isabel de las que creo que me habló Santiago Dulong. Y es posible que también me hablara de una historia de amor que allí vivió y que terminó mal.
Aunque no tan mal como para que María Isabel no pudiera levantarse del suelo si caía.
En 1988, María Isabel tiene cuarenta años y trabaja en un club sin identificar de Zaragoza, situado en los alrededores de la plaza de Huesca, una zona donde abundan los clubes. Entonces y ahora.
Es una zona del barrio de Las Delicias muy cercana al piso de Santiago Dulong, en la calle Barcelona, que es el mismo piso en el que seis años después está muerta, tendida en el suelo, «decúbito supino», con los ojos cerrados.
Un piso de noventa y cinco metros cuadrados, ochenta y seis de los cuales son útiles.
Es un día de 1988 y la primera esposa de Santiago Dulong ha muerto unos meses atrás.
Santiago Dulong busca consuelo y compañía en los clubes cercanos a su casa.
Allí «alterna», como él mismo declarará en el juicio.
Con el sentido que le da Santiago Dulong, el verbo «alternar» sólo tiene un significado en el Diccionario de la Real Academia: «Dicho de una mujer: en ciertas salas de fiestas, bares y lugares semejantes, tratar con los clientes, para estimularles a hacer gasto en su compañía, del cual obtienen generalmente porcentaje».
Nadie podría decirle a Santiago Dulong que ha ido engañado al matrimonio con María Isabel.
Pero él lo dirá: está obligado a contar su relato en el juicio. Tiene que decir las palabras en su favor, ya que, gracias al acuerdo entre abogado defensor y fiscal, nadie las dirá en su contra.
Dalia Moliné, en El Periódico de Aragón del viernes 16 de junio de 1995, explicará así lo que sucedió en el juicio por el crimen: «Ni el fiscal ni el letrado necesitaron escuchar a la otra parte y el tribunal dejó el juicio visto para sentencia sin necesidad de que se realizaran los informes».
El acuerdo es sencillo. Se cambia la imputación por parricidio, elevada por el juez de instrucción, por una falta de malos tratos y un delito de imprudencia temeraria: doce años de condena frente a un año de condena.
Tras la muerte de María Isabel, en los periódicos se airean las vidas de Santiago Dulong: la que llevaba con María Isabel y la que llevaba antes de casarse con María Isabel.
Marta Garú, el miércoles 13 de diciembre de 1994, en Heraldo de Aragón, reproduciendo lo que le han dicho «personas cercanas», de las que no conozco ni su nombre ni sus apellidos, escribe que Santiago Dulong «ya había tenido problemas con su anterior mujer, de la que quedó viudo».
En la sentencia por el asesinato de María Isabel aparece el nombre de la anterior mujer de Santiago Dulong, en el apartado de «hechos probados».
Es muy posible que el abogado defensor creyera conveniente incluir en el relato de la asfixia de María Isabel, de manera insinuada pero evidente, la soledad y el desconsuelo que sentía Santiago Dulong por la pérdida de su antiguo amor.
Su anterior mujer se llamaba María Pilar E.P.
Los datos del registro civil, al que a menudo acudo, son públicos. En la página web de internet los solicito, con la finalidad de realizar una «investigación histórica», y me llegan por correo postal, al cabo de dos o tres días.
El fallecimiento de María Pilar E.P. se produjo el 4 de marzo de 1987, miércoles. Está inscrito en el tomo 00119, página 470, con el número 1116. Era hija de Mateo y de Dolores. Nació en Zaragoza el día 28 de diciembre de 1920, martes. Nueve años antes de que naciera Santiago Dulong.
El rumor de los problemas entre María Pilar E. P. y Santiago Dulong encuentra un asidero real en esa hoja administrativa. María Pilar E. P. murió a causa de una «peritonitis crónica»: inflamación de la membrana que recubre el abdomen y sus vísceras.
Un médico sin identificar del Hospital Clínico Universitario solicitó al juzgado la realización de la autopsia de María Pilar E. P. para averiguar las causas de la muerte. La autopsia se realizó.
El médico sin identificar solicita la autopsia porque la «peritonitis crónica» puede tener su origen en un traumatismo fuerte.
Quizá ese traumatismo fuerte no haya sido accidental, sino que ha podido producirse, por ejemplo, por una patada o por un golpe violento con la mano cerrada. Y si ese traumatismo fuerte no ha sido accidental sino intencionado, hay que encontrar a quien lo causó.
El juzgado de instrucción n.° 4 de Zaragoza se encarga de abrir el proceso.
La autopsia no muestra que haya pruebas concluyentes, ni siquiera indicios que puedan albergar una sospecha con cierto fundamento sobre un golpe realizado con intención de causar daño.
La instrucción se evapora en el aire.
En el juicio por el asesinato de María Isabel consta que Santiago Dulong no tiene «antecedentes penales».
Aun así, no me cuesta imaginar una conversación entre el juez instructor del juzgado n.° 4 y Santiago Dulong.
No me cuesta imaginar a unos policías conduciéndole al despacho del juez a través de pasillos con extintores rojos colgados de las paredes y fluorescentes blancos en el techo.
No me cuesta nada verlo con la cabeza gacha sentado ante el juez.
No me cuesta nada, incluso, verlo gemir detrás de sus gafas de pasta.
Pero no importa lo que yo pueda imaginar.
Ni la facilidad con que lo haga.
Sólo importa lo que yo puedo averiguar.
Y no sé nada de esa autopsia, de esa instrucción, de esa conducción por los pasillos del juzgado, de esos gemidos.
No sé ni siquiera si hay alguna manera de acceder a los archivos judiciales de causas que no han concluido en un proceso.
Sé que María Pilar E.P. está enterrada en el nicho 97 y en la fila 1 de la manzana 107 del cementerio de Torrero de Zaragoza.
Las primeras noticias que se publican en la prensa sobre la muerte de María Isabel presentan datos confusos sobre lo sucedido.
El lunes 12 de diciembre de 1994, en El Periódico de Aragón, se da la versión de los hechos que, al parecer, Santiago Dulong ha ofrecido, unas horas antes, en la fría noche del domingo, el cielo cubierto, en su llamada al 092.
Santiago Dulong ha confesado «que había golpeado a su mujer y que ésta se encontraba tendida en el suelo».
Fuentes de la policía, en esa misma noticia, indican que la agresión había consistido en «sólo unos golpes».
Una versión, la de los golpes, que es desmentida al día siguiente en el mismo diario, citando los resultados de la autopsia que se ha realizado a las pocas horas de la muerte de María Isabel: «El agresor obstruyó las vías respiratorias de la víctima, bien con una almohada o con las manos».
El lunes 12 de diciembre de 1994, en Diario 16 de Aragón, se da la versión de los hechos: «Su mujer estaba en estado de inconsciencia después de que él mismo le hubiese agredido a causa de una riña».
La noticia sigue citando «fuentes de la policía», sin número de placa, que afirman que «la causa de la muerte se debió probablemente a una caída y un golpe fatal».
Una versión que es parcialmente desmentida al día siguiente en el mismo periódico, donde se publica que Santiago Dulong «declaró a la policía que su esposa había fallecido a consecuencia de una caída que sufrió mientras forcejeaban».
«Declaró que su mujer había muerto accidentalmente.»
«Manifestó que le había dado un empujón y que ella se golpeó la cabeza al caer al suelo.»
No se conservan las grabaciones de las llamadas al 092 del año 1994.
No es una sospecha, lo pregunto a quien lo sabe: entonces no se grababan ni se guardaban las llamadas a ese teléfono de emergencias de la policía local.
También le pregunto a esa persona qué sabe acerca de la posibilidad de consultar los archivos escritos de la policía local, y tras esa pregunta me encuentro ante un laberinto del que quizá pueda salir bien parado; pero no salgo.
En caso de que existan los archivos, es muy remota la posibilidad de que yo pudiera consultarlos y es difícil saber, también, quién tendría que autorizarme la consulta y qué uso podría hacer de los datos que de allí extrajera.
Eva, a quien solicito ayuda, me informa de que «en muchos de los expedientes de la policía local figura “En Archivo”, refiriéndose a que van a parar al Archivo de la propia policía local».
Eva me dice que su contacto «habló por teléfono con la persona que lleva el archivo de la policía, pero le dijo que normalmente este tipo de documentos están protegidos, y que suele ser difícil acceder a ellos, y no le proporcionó acceso a la documentación».
Me pregunto cuándo empieza realmente la Historia, el momento en que el relato de los hechos deja de abrir heridas en las que hay huevos de mosca justo antes de eclosionar.
Cuando se publicó Amarillo, mi anterior libro, habían transcurrido dieciséis años desde el momento de los hechos, el suicidio de Chusé Izuel, e hizo que eclosionaran miles de moscas.
Todavía las estoy espantando.
Sin mucho éxito.
Han pasado dieciséis años desde que María Isabel fue asesinada.
Hoy es 11 de diciembre de 2010, sábado, y estoy en la calle Barcelona de Zaragoza. En la puerta del domicilio de María Isabel y de Santiago Dulong.
Hace frío.
Hay un restaurante chino que parece cerrado, China Queen.
Hay una tienda de colchones y somieres.
Hay una escuela de diseño de moda.
Hay un servicio técnico oficial de Fujitsu Aire Acondicionado.
Hay una academia de música, Rubinstein, de la que sale música de violín.
Hay un cartel de la Asociación de Cazadores de Zaragoza y Provincia.
Cerca de la casa de Santiago Dulong, la calle Barcelona se encuentra con la calle Argel.
Seguimos moviéndonos por la costa de África.
Durante el juicio, Santiago Dulong no volvió a hablar de esos golpes y de ese empujón que supuestamente había dado ni de la caída, aunque, en cualquier caso, eso era lo que había confesado al 092.
Sí contó, sin embargo, que a veces, otras veces, antes de esa pelea, le pegaba «alguna bolétada» a María Isabel.
Es 15 de junio de 1995 y esas bofetadas, para los jueces y para el fiscal, no son demasiado relevantes.
Aún son corrientes entonces expresiones como «crimen pasional».
Sé, también gracias al testimonio de Santiago Dulong durante el juicio, que María Isabel le amenazaba a veces con una tijera.
Pero quien daba las bofetadas, algunas, ni muchas ni pocas, incluso cuando trataba de reanimarla el 11 de diciembre de 1994, era Santiago Dulong.
Y también era Santiago Dulong quien había usado la tijera.
No consta que Santiago Dulong necesitara atención médica después de la «fuerte discusión», después de la persecución, después de la lucha, después de la «riña emocional», después de la muerte de María Isabel.
No se habla de ello en los periódicos, no se habla de ello en la sentencia.
No me dijo nada de ello.
Es posible que su orgullo y su vergüenza le impidieran reclamar asistencia sanitaria.
Me gustaría saber que María Isabel le mordió en la mano.
Que se le habían infectado las heridas producidas por los dientes negros de María Isabel.
Suele suceder con las mordeduras.
Que tenía arañazos en la cara.
Que le dañó un ojo.
Que le dio puñetazos y patadas.
Me gustaría saber que María Isabel se defendió.
Que se rompió varias uñas en el forcejeo.
Que no hubo un momento en que decidió dejarse ir.
Me pregunto por qué le pareció mejor a Santiago Dulong confesar al 092 que había golpeado a María Isabel, que confesar que la había estrangulado con su mano izquierda.
Quizá después de ofrecer esa primera versión, pensó que esos golpes podrían recordar a alguien la peritonitis crónica de María Pilar E.P.
El uso de la mano izquierda se puso en duda en las primeras informaciones.
Marta Garú, en Heraldo de Aragón, en su artículo del martes 13 de diciembre de 1994, señala que «parece ser que la muerte se produjo por asfixia mecánica (ayudado Santiago Dulong por una almohada u otro objeto, y no por estrangulamiento)».
Sin embargo, la policía, como informa Diario 16 de Aragón el mismo 13 de diciembre de 1994, se percató de que el cuello de María Isabel «presentaba marcas».
La definición de «marca» del Diccionario de la Academia: «Señal hecha en una persona, animal o cosa, para distinguirla de otra, o denotar calidad o pertenencia».
Animal y pertenencia.
Sí, a veces me gusta subrayar las palabras.
Visto con la distancia que dan dieciséis años de moscardas y de olor fétido, me parecen más violentos los golpes de un hombre contra una mujer borracha que un estrangulamiento.
A la llamada telefónica de Santiago Dulong al 092 se le llamó en el juicio «arrepentimiento espontáneo», y fue un atenuante: sirvió para que le redujeran la condena.
Aunque lo que se filtró de esa confesión poco tenía que ver con lo que acabó relatando en su proceso.
La persona sin identificar que atendió la llamada de Santiago Dulong en el 092 no compareció en el juicio. Tampoco habló con la prensa.
Me pregunto si quien atendió el teléfono recordará algo de esa llamada.
Este libro se acabaría si dejara de hacerme preguntas.
No siembro dudas sobre Santiago Dulong.
Esto no es un juicio, porque no se puede juzgar a los muertos, y Santiago Dulong murió hace diez años.
Ni es la defensa imposible de una víctima, porque no se pueden reparar las ofensas a los muertos.
Ni es un ensayo sobre la justicia.
Sólo escribo sobre las palabras: sobre lo que apareció en los periódicos, sobre lo que reflejó la sentencia, sobre documentos legales de libre acceso, y sobre los recuerdos de las palabras que guardo de Santiago Dulong, nublados por el tiempo y por el mal olor.
La primera impresión que sentí al entrar en la cárcel de Torrero es que ese recinto apestaba: olor de grasa y olor de zotal y olor de cuerpos de hombres y olor de ratas y olor de agua estancada y olor de comida hervida y olor de lejía y olor de medicamentos y olor de mierda intensa, porque en la cárcel se come mucha carne, aunque sea de baja calidad, y es la carne lo que da intensidad al mal olor de la mierda, olor de semen, olor de calefacción que quema mal, olor de sangre seca, olor de cuerpos amontonados.
Pero el olfato, en muy pocos minutos, se atrofió, y me permitió sobrevivir en esa pocilga.
Santiago Dulong también me habló de María Pilar, su primera mujer, en la celda que compartimos en el módulo 2, de la que he olvidado el número y que se hundió en la demolición de la cárcel de Torrero, que comenzó el lunes 18 de julio de 2005.
Al pasar al tercer grado penitenciario y poder volver a escribir algo más que instancias y cartas, anoté las palabras que Santiago Dulong me había dicho.
Sin duda, distorsionadas por lo que yo creía que tenía que suceder en una obra de ficción, pero esencialmente fieles a su relato.
Fueron a parar a las páginas de mi novela Discothèque, en la que Santiago Dulong, convertido en un camionero que no tiene nombre, confiesa su crimen a la protagonista, Dalila Love, que se dedica a «alternar», y habla también de su primer matrimonio: «Mi mujer, la primera, se había muerto de asco muchos años antes, se había muerto seca como un higo seco, son las cosas así, oye, mi mujer había nacido seca y luego se fue secando secando y se quedó seca seca como una pasa seca y luego se murió, no pude hacer nada, se pudrió».
Es un día frío en Zaragoza, a finales del siglo XX, y quedan pocos días para la Navidad: en las calles comerciales han colgado bombillas de colores hace semanas, en los escaparates ya ha caído la nieve de corcho blanco y suenan villancicos por los altavoces.
Está muerta.
Es pequeña.
Va vestida, quizá con un impermeable rojo acharolado y pantalones, porque estaba a punto de irse de casa.
Lleva pendientes, grandes y de colores, a juego con el color de las uñas de sus manos, y una fina cadena de oro con una medalla en el cuello.
Hay varios mechones de pelo sobre su cara, sobre su cuerpo y alrededor de su cuerpo.
Hay calvas en la parte frontal de su cabeza.
Los pelos de la cara están mojados, porque su marido, al ver que María Isabel estaba «inconsciente», ha ido a la cocina, o quizá al baño, ha llenado un vaso de agua en el grifo y se lo ha echado por encima para intentar reanimarla.
Son pelos negros de su cabeza, cortados con una tijera y sin precisión por su agresor, y están mojados y se pegan a las mejillas, a los párpados, a las orejas, a la nariz, a la barbilla, a los agujeros de la nariz, a los labios, a la frente, en distintas direcciones, como agujas sobre un imán.
También hay pelos en su boca y en su lengua: los que no ha podido escupir, porque la muerte ha llegado antes de que le diera tiempo a hacerlo.
Es en la sentencia del juicio, y en el archivo penitenciario, donde figura que Santiago Dulong nació en 1929, pero su inscripción en el registro civil, en el tomo 00257, página 110, adelanta su nacimiento un año: 1928, hijo de Julio y de Carmen, DNI n.° 17.230.498.
Sólo a mí ahora, y mentiría si dijera que por otros motivos que los de darle mayor precisión, y más color y más detalle, a este relato lleno de moscardas de vuelo lento, me parece importante la fecha de nacimiento de Santiago Dulong.
Si nació en 1928 es muy posible que fuera más consciente del ajetreo que se produjo en su casa desde 1931, al proclamarse la Segunda República.
Su bisabuelo, Santiago Dulong Serrano, fue el primer alcalde republicano de Zaragoza, de la Primera República, en 1873.
Los republicanos que en los años treinta del siglo XX guardan memoria de ese siglo XIX, que había envejecido muy deprisa, encuentran la ocasión propicia para reivindicar la figura de Santiago Dulong Serrano.
En 1891, Santiago Dulong Serrano muere «muy pobre», según escribe el redactor de El Imparcial en la necrológica del día 9 de abril, y deja a su mujer y a sus hijos en la miseria.
Santiago Dulong Serrano se ha gastado en propagandas políticas toda su fortuna, y al implantarse la Primera República ha agotado ya su patrimonio heredado.
El Ayuntamiento de Zaragoza tiene que costear el entierro y los funerales y decide «concederle a perpetuidad sepultura», y quizá ayuda a su viuda, Aurelia Díez, para abrir «una expendeduría de cigarros de la arrendataria» en la calle Don Jaime I, en diciembre de 1891.
Es muy posible que el negocio del tabaco no funcione bien, porque Aurelia, dos años más tarde, tiene que viajar a Madrid para mendigar entre los republicanos.
«Pide pan para sus hijos», escribe el redactor sin nombre de La Época en enero de 1894.
La viuda pide también una beca para su hijo mayor, de quince años, que quiere avanzar en sus estudios para poder mantener a la familia.
A mediados de 1932, hay abierta en Heraldo de Aragón una suscripción para homenajear al alcalde republicano.
Procedente de una familia acomodada, Santiago Dulong Serrano fue huérfano de padre desde muy niño. Estudió Filosofía y Jurisprudencia con brillantes calificaciones. Vivió el destierro por sus ideas, en 1866, y durante dos años, en Fernando Poo, una isla colonizada por España en el mar de África, como Larache, como Ceuta.
En 1869, Juan Pablo Soler, compañero de destierro, dirá en una comparecencia pública que trata de dar solución a los presos que siguen en África, muchos de ellos implicados en la independencia de Cuba: «La isla de Fernando Poo es bonita desde la bahía, pero dentro de ella hay mucho miasma mortífero».
Y en 1889, recordando su exilio, Santiago Dulong Serrano escribirá: «El cielo extranjero, por hermoso que sea, es la bóveda de una tumba».
En 1889 es una figura destacada del republicanismo español, firme defensor de la concentración de las diferentes familias republicanas.
Tiene la legitimidad ganada con las armas y con una pena de muerte que consiguió esquivar.
El Radical, periódico lerrouxista de Zaragoza, lleva a la portada de su primer número, el del 6 de agosto de 1932, sábado, un artículo sobre el homenaje a Santiago Dulong Serrano, «aquel hombre pequeñito, pero de mucho talento y gran corazón».
Del homenaje también se hace eco Ea Vanguardia, durante los meses de euforia de la Segunda República: en Barcelona vive Cristeta Capitolina Dulong Díez, hija del alcalde republicano y guardiana de su memoria.
En la casa familiar de Zaragoza, que no sé si, cuarenta años después de la muerte del alcalde, sigue todavía en el paseo de la Independencia o si se ha trasladado hacia barrios más modestos, hay dos niños que honran su memoria: Santiago Julio y Julio Santiago.
En la casa familiar de Zaragoza se vive bastante ajetreo. Nerviosismo. Inquietud ante algo que se aleja de su vida doméstica.
Julio y Carmen, los padres de Santiago Dulong, se ven sorprendidos por el movimiento.
Julio es el único nieto de Santiago Dulong Serrano, y es más que posible que su padre haya fallecido.
En los periódicos, poco tiempo antes de la muerte de Santiago Dulong Serrano, se ha escrito sobre la salud quebradiza de su hijo, el padre de Julio.
El Santiago Dulong que le cortará el pelo a María Isabel, para dejarla pelona y que no pueda salir de casa, es un niño en 1932, y en su casa oye hablar del héroe, que la juventud republicana quiere convertir en santo: quizá él mismo sueña con convertirse en un héroe como su bisabuelo.
No me cuesta imaginar el temblor en la casa familiar.
Buscan fotografías y objetos del alcalde para poder realizar con mayor verismo la estatua que pretenden levantar en Zaragoza para honrarle: imágenes, trajes, bastones, libros, cualquier cosa que sirva para dar forma y volumen a la estatua.
Es posible que sea la primera vez que Santiago Dulong ve a Santiago Dulong Serrano.
No sabe cuánto llegará a parecerse físicamente a ese señor antiguo.
El homenaje se anuncia para el 4 de diciembre de 1932, domingo. Y luego, por la ausencia anunciada de varias autoridades, se anuncia para el 9 de diciembre de 1932, viernes, pero no llega a celebrarse.
Durante 1933, se sigue hablando del homenaje.
En el número del sábado 28 de enero de 1933 de la revista gráfica Estampa, Capitolina, «una señora anónima en la ruidosa Barcelona», recuerda a su padre en un extenso reportaje ilustrado con fotografías familiares.
Dice Capitolina: «Tenía especial interés en que la República española fuera modelo de orden y fuente de bienestar para todos. La noche que sabía que rondaban en torno a la ciudad aquellos famosos “petroleros”, iba a pasear por las afueras, él solo, para espantar a los malhechores, y ponía gran constancia en evitar altercados ruidosos, escándalos callejeros y robos, por menudos que fueran. Durante la inquietante jornada del 4 de enero de 1874 se hizo famoso aquel cartel que colgó en las barricadas: “Pena de muerte al ladrón”».
El redactor del reportaje, Fernando Castán Palomar, escribe que Santiago Dulong Serrano tuvo «Una vida densa, apasionante, muy siglo XIX».
El homenaje tardará aún en llegar más de año y medio, tras muchos intentos, aplazamientos y retrasos y autoridades que anuncian su imposibilidad de asistir.
Finalmente, se celebra el domingo 17 de junio de 1934, en el Ayuntamiento de Zaragoza, cuando Santiago Dulong, tenga cinco o tenga seis años, tiene ya memoria.
En la fotografía de Marín Chivite que ilustra la noticia del homenaje en Heraldo de Aragón, el martes 19 de junio de 1934, Santiago Dulong, camisa de manga corta y pantalón blancos, aparece de pie, junto a su hermano pequeño, también vestido con camisa de manga corta y pantalón blancos, delante del retrato de su bisabuelo, pintado por Joaquín Pallarés, quien lo ha regalado al Ayuntamiento para su galería de retratos de alcaldes.
Joaquín Pallarés pinta de memoria, porque fueron amigos, el retrato de Santiago Dulong Serrano: bigotazos y una pequeña mosca en la barbilla, unos ojos mínimos y hundidos.
Le pinta las manos, los miembros más difíciles de pintar y que encarecen el precio de los retratos.
Con la mano derecha sujeta la vara de alcalde, y con la mano izquierda, apoyada en una mesa, agarra unos guantes blancos.
La Segunda República ya no vive un tiempo de euforia. El gobierno de Lerroux, con el apoyo de la CEDA, el partido de la derecha, se siente como una traición entre las filas republicanas, y la recuperación de la memoria de un alcalde del siglo XIX ha dejado de ser un asunto urgente.
Pero no son los republicanos los únicos que aprecian la bondad del alcalde Santiago Dulong Serrano, que durante su mandato, que fue muy breve, intentó desarrollar buenos proyectos, con especial énfasis en la creación de escuelas.
Juan Moneva y Puyol, de la derecha aragonesista y católica, había escrito, años antes de la reivindicación republicana, en su libro Comerciantes de altura, sobre Santiago Dulong Serrano: «Fray Manuel; llamábalo así mi abuela, con máxima veneración; era el cardenal arzobispo García Gil; Duloncico, don Sandago Dulong y Serrano, ex alcalde mayor republicano de la ciudad, chiquitico de cuerpo, coloso del valor moral y aun del físico; este hombre bueno y aquel arzobispo santo mantuvieron entre sí una amistad emocionante».
Juan Moneva y Puyol volverá a escribir sobre Santiago Dulong Serrano en sus Memorias, publicadas en pleno franquismo, cuando la Primera y la Segunda Repúblicas no son ni recuerdo.
Lo vio en 1881, en abril, en los actos fúnebres por el cardenal García Gil.
Cuenta que era el único «seglar en medio del clero». Ya no era alcalde, pero seguía siendo concejal del Ayuntamiento. Estaba «rígido, inmóvil, vestido de frac, puesta la banda de regidor de la ciudad y con el sombrero de copa en la mano»; «muy poca estatura, cetrino de faz, con bigote negro y cabello negro aún, pero ya escaso»; «con su invariable semblante, habitualmente fiero; y a la vez, llorando».
Un mes después del recuerdo evocado por Juan Moneva y Puyol, en mayo de 1881, Santiago Dulong Serrano pide en el pleno municipal que se abra una colecta para erigir en la vía pública una estatua a fray Manuel, a quien había salvado la vida, pistola en mano, ante la presencia amenazadora de una turba de tejedores borrachos y armados con fusiles en el Palacio Arzobispal.
Se recogieron «treinta mil duros», pero la estatua no se puso en pie.
El niño Santiago Dulong, que, con los brazos pegados al cuerpo, posa delante del cuadro de su bisabuelo alcalde, un cuadro más grande que él, también se dejará bigote, aunque no tan poblado, también sus ojos se hundirán y detrás de las gafas de pasta se convertirán en los ojos de un topo.
El niño Santiago Dulong, cuando ya es un anciano y parece incluso mucho más anciano de lo que por su edad debería aparentar, me habla, en la celda que compartimos, con cierto orgullo de su antepasado, Santiago Dulong Serrano.
Pero después eleva la voz y dice: «Pero yo no soy republicano; yo soy de Falange».
Desde la Delegación Nacional de Falange Española y de las JONS responden rápidamente a mi petición: quiero saber si Santiago Dulong era militante de su organización.
Su correo electrónico dice: «No nos consta que Santiago Dulong estuviese afiliado. Aun así, no es infrecuente que personas que se consideran falangistas no estén formalmente afiliadas. Muchas gracias».
Santiago Dulong, nacido en 1928 o en 1929, sólo ha podido ser un falangista de sentimiento y no de acción.
Tenía diez u once años cuando acabó la guerra civil.
Ha podido ser un «flecha», un niño falangista: boina roja, camisa azul, pantalón negro y corto, calcetines de montaña, botas, correaje.
Ha podido enardecerse leyendo los tebeos de Flechas y Pelayos.
Ha podido creer que leyendo Flechas y Pelayos también se puede ganar una guerra.
Quizá ha enviado colaboraciones a la sección «Nuestros lectores», de Flechas y Pelayos, donde aparecen los dibujos y las loas a Franco y a José Antonio que envían los niños, como los zaragozanos Antoñito Beteré, de siete años, Conchita Díez Corral, de trece años.
No ha podido Santiago Dulong, también porque es demasiado joven, apuntarse a la División Azul, donde recalarán muchos falangistas.
No ha podido ir a Rusia, junto a los soldados alemanes, junto al sueño imperial de Hitler, a luchar contra los comunistas, a ser un héroe.
Ha podido ser, quizá, falangista del partido en el poder, aunque de segundo o de tercer nivel, y, menos probablemente y tiempo más tarde, falangista del partido que se hace disidente porque Franco no hace caso a José Antonio Primo de Rivera ni a su mensaje revolucionario.
No me cuesta imaginarlo con camisa azul y con correaje y con el yugo y las flechas bordados en rojo a la altura del corazón y con la gorra debajo del correaje.
Pero los únicos uniformes que sé que Santiago Dulong vistió son los de su cofradía escolapia de Semana Santa, la de «el Prendimiento del Señor y el Dolor de la Madre de Dios», a la que perteneció devotamente desde su fundación en 1947.
Vistió el hábito azul en las procesiones y vistió un traje gris con corbata cuando tuvo que velar los monumentos.
Podría ser más preciso en la descripción de la ropa que tuvo que vestir mientras velaba los monumentos. Pero mi fuente de información ya no está disponible: «http 404 no encontrado. No se puede encontrar la página web».
Leí algunos boletines de Prendimiento Escolapio, la revista de su cofradía, de los años cuarenta, cincuenta, sesenta y algunos más recientes, porque habían sido escaneados y colgados en internet.
En ellos, aparecía siempre citado Santiago Dulong, salvo en el de 1949, cuando quizá, y es pura conjetura, estaba cumpliendo el servicio militar.
A menudo sólo aparecía como tropa, un nombre más, perdido entre cientos de nombres, pero en ocasiones aparecía de forma más destacada, como en el número dedicado a la Semana Santa de 1960, donde figura como vicesecretario de la cofradía.
En 1960, Santiago Dulong tiene treinta y dos años, los mismos cuarenta y dos años que tengo yo ahora, cuando escarbo entre gusanos.
Me pregunto qué intento encontrar reflejándome en este espejo oscuro.
En 1960, María Isabel Montesinos tiene doce años, va al colegio y quizá está en Ceuta, quizá está en Villa Blanca, quizá está en Canarias. Quizá va montada de paquete en una moto en una carretera que recorre la costa de África.
Ahora, esos boletines en PDF de Prendimiento Escolapio han desaparecido de internet y tampoco los encuentro en su edición original en papel en las hemerotecas.
Su desaparición contribuye a que mis palabras tengan una apariencia más ilusoria.
«Ilusoria», con cualquiera de los significados del Diccionario de la Academia.
Primero: «Engañoso, irreal, ficticio».
Y segundo: «De ningún valor o efecto, nulo».
Cometí la torpeza de escribir a la cofradía pidiendo información, y fui respondido con silencio, tres, cuatro veces.
Y cometí una torpeza aún mayor, porque me presenté en su sede un jueves por la tarde, el día de atención al público, y pregunté por Santiago Dulong.
Habían pasado diez años desde su muerte y dieciséis años desde su crimen, y una cortina de cristal pestilente, como las que separan a los presos de los visitantes en las comunicaciones de la cárcel, se instaló entre los miembros de la cofradía que me recibieron y yo.
Es posible que esa cortina de cristal pestilente haya contribuido a la desaparición de esas revistas en internet, que hasta que yo llegué para remover el hecho eran sólo un recuerdo nostálgico, la evidencia de que la cofradía tenía una tradición respetable detrás.
Yo las convertí en un foco de pestilencia, de malos recuerdos.
Creo que sólo fue el desconcierto ante un intruso que preguntaba por un agujero putrefacto que creían completamente cegado lo que permitió que me dejaran consultar, durante poco más de una hora, los archivos de la cofradía: unas cajas de cartón en unos archivadores metálicos.
Tiempo suficiente para que pudiera encontrar la necrológica de María Isabel Montesinos Torroba, insertada en el número del primer trimestre de 1995 de Cofradía, un pequeño fanzine, de folios doblados y grapados, que daba cuenta de la vida social de los miembros: actos litúrgicos, nacimientos, celebraciones, fallecimientos, encuentros, matrimonios, viajes.
La necrológica aparece en el lado izquierdo, en una página par.
Junto a ella, casi en el centro, e ilustrando la necrológica, aparece un dibujo de la silueta de Cristo crucificado con una enorme luna llena al fondo que recuerda a las ilustraciones de los cómics de superhéroes. A Batman, sobre todo.
IN MEMORIAM
M.ª ISABEL MONTESINOS TORROBA
(† 11-12-94)
Nadie presagiaba, ni remotamente, cuando te vimos junto a tu marido en el Capítulo de noviembre, que una mañana del frío mes de diciembre y a trapes de los medios de comunicación, nos enteraríamos de la trágica noticia de tu muerte en circunstancias violentas. No queremos remover este hecho; simplemente queremos recordarte, porque eras asidua a los actos de la cofradía y siempre con tu marido, ahora después de esta separación terrena sabemos que te encuentras al lado del Padre Eterno disfrutando de la plenitud de su Compañía.
DESCANSE EN LA PAZ DEL SEÑOR.
«Remover este hecho», «circunstancias violentas»: expresiones retóricas que, sin embargo, describen perfectamente, también, una parte de mi trabajo.
Hay otra parte más importante: la de las palabras. En esa parte, me pregunto: ¿quién escribió la necrológica?, ¿a qué se debe su escritura nerviosa, llena de faltas de concordancia?, ¿por qué eligió escribir el texto como si lo escribiera un nosotros, como si escribieran muchos, como si se defendieran todos?
Me parece que la frase «te vimos» es un cuchillo que raspa el hielo.
Hablo de la sorprendente certeza del necrólogo cuando afirma que María Isabel se encuentra «al lado del Padre Eterno disfrutando de la plenitud de su Compañía».
¿Sabía que María Isabel había sufrido lo suficiente para que el Padre Eterno la llevara a su lado?
Me pregunto por qué Santiago Dulong, miembro de la cofradía y verdadera razón de que ese fanzine se ocupara brevemente de María Isabel, no aparece citado por su nombre, que se oculta con un «su marido», aunque cuando se publica la necrológica sea ya «su viudo» y haya sido «su asesino», y esté encerrado en una celda de la cárcel de Torrero.
¿Alguno de sus antiguos compañeros le hará llegar a Santiago Dulong un ejemplar de Cofradía a la cárcel?
¿Leerá la noticia de la muerte de María Isabel en ese fanzine de «el Prendimiento del Señor y el Dolor de la Madre de Dios», cofradía a la que ha servido desde hace casi cincuenta años, desde que era un adolescente?
Quizá la esté leyendo en este momento, junto a mí.
Debajo de mí.
Quizá mientras la lee tiene que levantarse a intentar orinar con mucho dolor.
Quizá se pregunta por qué él no aparece con su nombre en la necrológica: Santiago Dulong.
Quizá se siente abandonado por la organización a la que se lo ha dado todo.
Siente la vergüenza que sienten por él.
Quizá, incluso, se pregunta por qué no ha escrito él el texto.
En ese texto escrito por una persona sin nombre, como casi todas las que aparecen fantasmalmente en este libro, aparece su juez más piadoso. Y sabe que ella es una víctima.
En la misma hoja que cambia o que corrige la fecha del nacimiento de Santiago Dulong, y que es la hoja del registro de defunción, se dice que murió a las 22 horas del 14 de abril de 2000, viernes, en el Hospital Clínico Universitario de Zaragoza, y que su «enterramiento será en Zaragoza; en el cementerio de Torrero».
Su estado civil era «viudo», y seguía viviendo en el piso de la calle Barcelona.
Tiene setenta y dos años.
O setenta y un años.
Santiago Dulong vuelve muy pronto al piso de la calle Barcelona, meses antes de que se cumpla un año del crimen.
Lo veo entrando, con las llaves que le han devuelto al salir de la cárcel de Torrero.
Lo veo mirando las habitaciones, para las que no ha habido crimen, y María Isabel sigue allí dentro, donde están sus cosas.
Lo veo recogiendo el cenicero y el jarrón y el mantelillo y un cordelillo de conchas marinas traído de Fernando Poo que quedaron tirados en el suelo.
Lo veo colocando los muebles que se movieron durante la pelea.
Lo veo detenido, quitándose las gafas, pasándose las manos por la cara.
No sé si guarda las cosas de María Isabel y las convierte en objeto de veneración o si las mete en unas cajas y las lleva a la beneficencia.
Quizá las tira todas a la basura.
No sé si no vuelve a entrar en la habitación de María Isabel o si pasa a vivir exclusivamente en la habitación de María Isabel.
No sé cuál es el primer vecino que le pregunta «¿Qué tal?», el primer vecino que exclama «¡Cuánto tiempo sin verte!».
Después de que Santiago Dulong me cuente, en la celda que compartiremos desde el 14 de febrero de 1995, día de los enamorados, San Valentín, y durante un mes, en el módulo 2 de la cárcel de Torrero de Zaragoza, la historia de la muerte de María Isabel, me enseñará un sobre lleno de fotografías.
Fotografías a color en las que María Isabel aparece sonriendo, el día de su boda.
María Isabel con un gato en el hombro.
María Isabel en una terraza.
María Isabel sentada en un sofá del mismo salón-comedor donde murió.
Santiago Dulong tomaba esas fotografías.
Quizá quedó fascinado con el trabajo de Marín Chivite el día del homenaje a su bisabuelo.
Quizá él no lo sabe.
María Isabel está muerta y tiene marcas en el cuello y tiene mechones irregulares de pelo por encima de su cuerpo y alrededor de su cuerpo, y tiene los ojos cerrados, pero un vecino sin nombre que logra colarse en el piso, cuando llega la policía, relata a un reportero de El Periódico de Aragón que ha visto a María Isabel tendida en el suelo de una habitación «sin señales aparentes de que hubiera sufrido ninguna clase de violencia».
Como si la simple imagen de una mujer tendida inmóvil en el suelo no fuera ya violenta.
Sin embargo, lo que el vecino sin nombre afirma que ve no tiene nada que ver con lo que ven los policías locales que se presentan en la casa, y que se encargarán de la detención de Santiago Dulong unos minutos después.
Lo que ven los policías locales en ese piso de la calle Barcelona, en la segunda planta de un edificio situado en un tramo especialmente oscuro de la calle, que en la noche de diciembre resulta todavía más oscuro, y que en la sentencia que condenará a Santiago Dulong el 19 de junio de 1995 se considerarán «hechos probados», es: «La habitación y salón-comedor todo revuelto y varios mechones de pelo junto a la interfecta».
«Interfecta», según el Diccionario de la Academia: «Muerta violentamente, en especial si ha sido víctima de una acción delictiva».
Un policía local, amigo de mi padre, intercede por mí y me facilita el teléfono de uno de los dos policías locales que detuvieron a Santiago Dulong.
Me advierte, después de que haya hablado con el policía local amigo de mi padre, que «accede a hablar conmigo, pero de ninguna manera desea salir con su propio nombre en el libro que escribo».
Será un hombre sin nombre más, en esta historia llena de hombres sin nombre: policías, vecinos, amigos, conocidos, forenses, cofrades, secretarias, periodistas, médicos, propietarios de tiendas, reclusos, camareros, jueces.
Llamo cien veces al número de teléfono que me facilita el policía local amigo de mi padre. Es de la dependencia municipal en la que ahora trabaja el policía local, en una especie de reserva activa.
Nunca consigo hablar con él.
Cuando llamo, siempre a las siete de la mañana, la hora a la que me han dicho que llega, pero la hora también en la que se acaba de marchar, nunca está.
Así que aquí falta su nombre y también falta su versión de la historia, o lo que ahora recuerde de esa historia que sucedió hace dieciséis años y que yo, no sabe por qué motivos, porque yo tampoco los conozco, vengo a remover, y de la que no pueden salir más que moscardas, gusanos y mal olor.
Lo que ve el vecino sin nombre es menos que lo que ven los policías locales y es mucho menos que lo que ven los forenses, quienes en el juicio afirmarán que María Isabel presentaba en su cuerpo «erosiones y lesiones de defensa» y «una equimosis en la región anterior del cuello», y así lo cuenta Dalia Moliné en El Periódico de Aragón el viernes 16 de junio de 1995.
Éste no es un libro sobre la justicia imposible que se administra sobre los muertos, sino un libro sobre las palabras. Palabras jurídicas. Palabras periodísticas. Palabras médicas. Palabras policiales. Testimonios orales. Palabras al viento, como el que azota ahora las ventanas de la habitación en la que escribo.
Tengo que agarrar esas palabras que describen lo que sucedió instantes antes de la muerte de María Isabel.
¿Qué son esas «erosiones» y dónde estaban?
En un manual de medicina legal encuentro una definición de «erosión» que, pese a su turbiedad lingüística, esclarece algo los hechos: «Producida por un rascado de la piel, sangra poco, tiene poca profundidad, es la fricción de la superficie de la piel. La producida por uñas nos indica la forma y dirección en que se ha producido».
Ahora, en esa descripción, puedo ver por primera vez, aunque sea «poca», la sangre de María Isabel, que tuvo que aparecer en algún momento cuando Santiago Dulong manejaba la tijera sobre su cabeza y María Isabel intentaba defenderse.
La sangre, poca, no la vio el vecino sin nombre ni la vieron los policías locales sin nombre, ni siquiera el forense sin nombre la menciona, pero aparece en la definición médica, roja igual.
Las «lesiones de defensa», según el manual de medicina legal, se producen «cuando la agresión tiene lugar con arma blanca, sobre todo de tipo cortante e inciso-punzante, se observan en la víctima lesiones de defensa a veces muy típicas. En efecto, al querer detener los golpes o apoderarse del arma recibe lesiones en zonas muy selectivas: borde exterior del antebrazo, palma de la mano y dedos, borde cubital de las manos».
María Isabel ha sido estrangulada, y antes y durante el estrangulamiento le ha sido cortado el pelo violentamente con una tijera, y cuando el agresor le intentaba cortar el pelo la ha arañado y le ha causado heridas defensivas, y ahora, porque su marido, que es su verdugo, Santiago Dulong, ha bajado a la calle a esperar la llegada de la policía, se ha quedado sola, tendida en el suelo del salón-comedor. Con los ojos cerrados. Quizá con una gabardina puesta y unos pantalones vaqueros y un pendiente grande de fantasía y de color rojo, porque el otro se le ha caído durante el forcejeo y está tumbada sobre él, y su propio pelo deshilachado dentro de la boca, sobre su lengua, porque no lo ha podido escupir antes de que llegara la muerte.
No lo sé: no se habla de ello ni en lo que del informe policial trasciende al acta del juicio, ni en las noticias que aparecen en la prensa. Pero sólo consigo imaginar a María Isabel vestida con pantalones, y no con falda o con vestido.
Es 11 de diciembre, domingo, sobre las siete de la tarde, el cielo oscuro, María Isabel estaba a punto de salir a la calle, para encontrarse con el Señor Uno y con el Señor Dos, y hace frío. Amenaza lluvia.
Ella es una mujer del sur más allá del sur, y es posible que no se haya acostumbrado al cierzo ni al frío de Zaragoza.
Ni yo, que he nacido en Zaragoza, me acostumbro al cierzo y al frío: a veces, de hecho, me vuelven loco.
Por eso la imagino con pantalones, pero también porque si hubiera llevado falda o vestido habrían aparecido señales de la agresión de Santiago Dulong en sus piernas: señales de las que no se habla en el juicio y a las que los forenses, forenses sin nombre y sin identidad sexual y sin número preciso, quizá sólo hombres o quizá sólo mujeres o quizá dos hombres y una mujer o quizá cien mujeres y cien hombres, tampoco se refieren.
Está muerta, todavía tendida en el suelo, con pelo sobre su cara, con los ojos cerrados, con los pantalones vaqueros puestos, y a su alrededor está «todo revuelto».
Probablemente han caído al suelo varias sillas y el sofá está movido y las cosas de encima de la mesa, un tapete de ganchillo y un jarrón y unas botellas y una revista del corazón y un cenicero lleno de colillas y una especie de collar de caracolas de Fernando Poo, también han caído al suelo y la mesa se ha movido de sitio y algunas cosas de la librería, donde está el televisor ocupando el hueco central, también han caído y una fotografía colgada en la pared se ha desplazado.
No ha sido, sin embargo, una discusión tan fuerte como otras veces.
Un vecino cuyo nombre no se publica declara a Diario 16 de Aragón que «en alguna ocasión llegaron a tirar los muebles por las ventanas».
Puedo hacerlo: detenerme enfrente de la casa de los Dulong-Montesinos y levantar la cabeza hacia las ventanas de su casa y ver cómo caen por ella armarios, una silla y otra silla idéntica y mesas, un canapé, una cómoda, otra silla idéntica a las dos sillas idénticas, un zapatero, un perchero, que se amontonan abajo en la acera de la calle como si fueran la leña de una hoguera.
Puedo estar todo el tiempo que quiera viendo cómo caen, ahora muy lentamente.
Y puedo ver el fuego que asciende hasta perderse en el cielo negro y frío de diciembre.
Quizá la lluvia, si cayera, lograría apagar el fuego, incluso en mi imaginación.
Durante unos minutos, hasta que Santiago Dulong ha conseguido derribar a María Isabel, él mismo ha declarado que le dio un empujón, han estado persiguiéndose por la casa hasta llegar al salón: lanzándose insultos mutuamente y moviéndose, ella evitando que su marido la alcanzara.
Inútilmente.
Puta.
Hijo de puta.
Zorra.
Cabrón, cornudo, enano.
Hija de puta. Zorra.
Cornudo. Impotente. Inútil.
Putón.
Vete a tomar por el culo, cabrón. Déjame en paz.
Vete tú, puta vieja. Vete tú.
Calzonazos. Viejo. Enano. Impotente.
Puta borracha.
Picha muerta. Maricón.
Malparida. Cerda.
María Isabel no finge su muerte.
Santiago Dulong dirá en el juicio que ella ha fingido su muerte con anterioridad, en otras ocasiones: haciendo «el ganso», utilizando sus propias palabras.
«Hacer el ganso», dice la definición del Diccionario de la Academia, es: «Hacer o decir tonterías para causar risa».
Cuando está muerta, María Isabel no tiene ninguna intención de hacer o de decir tonterías para causar risa.
Ya no puede «hacer el ganso».
Aunque para desarrollar su oficio, alternando, haya tenido que hacer y decir muchas tonterías a los clientes del club.
El club está tapizado en rojo oscuro. Las paredes y los taburetes.
Unos cuantos focos caen verticales sobre la barra, columnas de humo, iluminando un espacio en la madera para dejar las copas y los ceniceros de cristal.
Suenan canciones brasileñas, suaves, del hilo musical.
María Isabel les ha tenido que contar a los clientes del club su vida en Larache y su vida en Ceuta y les habrá contado chistes y les habrá hablado de sus viajes mientras «les estimulaba» para que siguieran consumiendo y poder así sacar su porcentaje.
Les habrá emborrachado también con las palabras, pronunciadas al oído, les habrá dicho que son guapos y que visten bien y que no merecen que la vida les haya llevado hasta ese oscuro rincón del mundo, pero ya que así ha sido ella les va a consolar, a curar las heridas, a reír sus chistes.
María Isabel tiene algo de Sherezade: cada noche tiene que contar historias diferentes para poder seguir viviendo.
Pero en el cuento de su vida acaba mal, estrangulada por Santiago Dulong, quien durante al menos dos años, desde que la conoció en el club en 1988, «entablando relaciones», como explica la sentencia, hasta que se casaron, en 1990, estuvo escuchando sus historias. Buscaba sus historias para olvidar la muerte de su primera esposa: se sintió fascinado por sus relatos de Larache y de Ceuta y de África y de una vida algo errante y exótica y bastante desgraciada. Una vida que quizá soñaba poder reparar.
Pero María Isabel no es Sherezade, más bien es la que escucha noche tras noche historias lamentables de tipos fatigados, y su muerte es un suceso de segunda en unos días llenos de sucesos más importantes en Zaragoza.
El sábado 10 de diciembre, un día antes de la muerte de María Isabel, un joven, en una discusión de tráfico, en una de las zonas de bares más concurridas de la ciudad, la de Moncasi, ha matado, con una espada de samurái, a otro joven de su misma edad.
Se le conocerá como el «asesino de la catana».
Es un crimen en una serie larga de crímenes en la zona de Moncasi, y la violencia de la acción —coches, pelea, sangre, armas— lo coloca en las portadas de los periódicos.
«El parricida de Delicias», que así será conocido brevemente Santiago Dulong en los periódicos, tiene un interés limitado, tan limitado como el homenaje de 1934 al alcalde republicano Santiago Dulong Serrano.
Al «asesino de la catana» y a un violador y a otros criminales que desalojan el parricidio de Santiago Dulong hacia los márgenes de la actualidad, y de esa manera van haciendo menor la muerte de María Isabel, me los señalarán, con la cabeza o con un golpe del brazo contra el cuerpo, en la cárcel, otros presos: ése trajo una explanadora de América, de la Panamericana, con mil kilos de cocaína dentro; ése mató a su padre; ése mató a un cajero en el atraco chapucero a un banco; ése es perista, «receptación de bienes robados»; ése, camello de éxtasis, «delito contra la salud pública»; ése, endosador de cheques falsos, «delito de estafa»; ése, chulo y propietario de un club, «proxenetismo», y ése y ése.
La cárcel de Torrero es un purgatorio.
Somos presos en expectativa de destino.
Unos esperan el juicio, que les llevará a penales más duros. Otros, que ya han sido juzgados y que han pasado años en penales más duros —el Puerto de Santa María, Daroca— esperan que se extinga de una vez su condena y puedan volver a ser libres.
María Isabel está tirada en el suelo del salón-comedor.
Boca arriba.
Con mechones de pelo cubriéndole algunas partes de su cara y de su cuerpo.
No finge estar muerta: algo que, según afirma Santiago Dulong en el juicio, aunque no se reproduzca en la sentencia y sólo aparezca en los periódicos, ha hecho en algunas ocasiones.
No sé cuál era la intención de María Isabel cuando se fingía muerta. Acabar de una vez con la discusión, una de esas discusiones que los vecinos sin rostro afirman que son habituales. Evitar que Santiago Dulong le siguiera propinando «algunas bofetadas», como afirmó que hacía. Hacer el ganso. Olvidar su tiempo en el infierno antes de que el Padre Eterno la tome entre sus manos. Sentir el frescor del suelo, como cuando era niña e inventaba una vida extraordinaria para sus muñecas.
Ha sido, en cualquier caso, una excelente actriz, porque Santiago Dulong confunde su verdadera muerte con sus desmayos fingidos, que han sucedido en algunas ocasiones, sin precisar, entre 1990 y 1994.
En Zaragoza es otoño, casi invierno, y el cielo está cubierto y quizá llueva, y María Isabel ya no puede fingir.
La segunda definición del verbo «fingir» en el Diccionario de la Academia es: «Dar existencia ideal a lo que realmente no la tiene».
Quizá la existencia ideal de María Isabel fuera estar muerta.
Tampoco puede ya controlar dónde miran sus ojos.
Ni escupir los pelos que tiene en la boca, sus propios pelos, que se clavan en su lengua, que ya no podrá besar ni lamer helados ni contar historias de la playa de Ceuta, y en su paladar.
Dos funcionarios me conducen por los corredores de la cárcel, que ya no apesta.
He pasado la noche solo en la celda de ingreso, porque preferí que un recién encarcelado, un ladrón de coches, con más miedo todavía que yo, no estuviera conmigo aunque él no soportara la idea de estar solo y me pidiera compañía, amparo.
Ya no apesta la cárcel, pero al atrofiarse el olfato se desarrolla el oído, y los sonidos, los golpes de las puertas y de los cerrojos, los pasos, el metal de las cacerolas, los ecos, las guitarras de los gitanos por las noches, los altavoces que llaman a comunicar, el agua que cae por las cañerías y por los canalones, suenan más fuerte.
Voy cargado con mantas, porque es 14 de febrero de 1995, San Valentín, día de los enamorados, y hace un frío húmedo que atraviesa los muros de esta cárcel y se mete en el cuerpo. Y al temblor del miedo se añade el temblor del frío y se confunden.
Voy cargado también con una almohada y con una bolsa de aseo, el lote, que me han dado en el rastrillo, con papel higiénico y cuchillas de afeitar, y con mi mochila que me han devuelto, después de comprobar que no traía dentro nada sospechoso.
Uno de los funcionarios, el más alto, me dice que me lleva a una celda con dos presos tranquilos.
Aunque quizá la expresión que utiliza es «dos presos no conflictivos».
Cuando entro en la celda sólo hay uno de esos presos no conflictivos: un joven completamente calvo que está echado en la litera de arriba, escuchando música con unos cascos en los oídos.
Bruce Springsteen.
Se incorpora.
Nos estrechamos las manos.
Me dice su nombre, que olvidaré tan pronto como abandone la celda.
Le digo: «Félix».
Le pregunto por qué está en la cárcel, y me cuenta su historia.
Es inocente.
Como comprobaré conforme pasen los días y las semanas y los meses, en la cárcel muchos de los presos son inocentes: todo es producto de una confusión, de algo en lo que se vieron involuntariamente implicados, de una injusticia que acabará por resolverse a su favor.
Este inocente preso «tranquilo», que ha perdido su nombre y su rostro en mi memoria, trabaja en Telefónica. Tiene un sueldo aceptable. Está soltero. Durante sus vacaciones aprovecha para hacer viajes de placer. Hace un tiempo le apeteció bañarse en el Caribe y, por huir del lugar de todos, Cuba, se marchó a Cartagena de Indias, Colombia. En una terraza de la muralla marítima de Cartagena de Indias conoció a una chica muy guapa, con la que bailó salsa, con la que bebió cócteles a la luz de la luna, con la que se bañó en el mar y de la que acabó enamorado perdidamente.
Encontró una felicidad que no soñaba que existiera, y que no quiere que se esfume cuando él regresa a Zaragoza.
Pese a la dificultad, consiguen mantener la relación en la distancia.
Cuando ahorra dinero suficiente, vuelve a marcharse a Cartagena de Indias, donde acaba explotando la química entre los dos.
Diez días de placer.
Antes de su nuevo, y desolado, regreso, ella, una mujer cuyo nombre no dice, aunque me enseña una fotografía que lleva en la cartera, en la que los dos sonríen en una playa, le entrega un paquete para que se lo dé a un familiar en Madrid.
En el aeropuerto de Barajas, cuando cruza la puerta de llegadas, siente en la cabeza el frío metálico de una pistola y oye los gritos de varios policías que le ordenan que se tire al suelo.
Lo esposan.
Lo registran.
Lo llevan a rastras por los pasillos del aeropuerto.
Lo meten en un furgón policial.
Lo conducen a los calabozos y, al cabo de los días, tras una conducción durante la cual le aprietan demasiado las esposas y se le raja la carne, entra en prisión provisional a la espera de juicio en la cárcel de Torrero.
El regalo de su amada a su familiar de Madrid era medio kilo de cocaína.
Lo miro con cierta melancolía.
Su mirada muestra vergüenza por su torpeza y dejan de mirarme.
Saca la cinta del walkman y la rebobina haciéndola girar sobre el dedo meñique.
Es una cinta original, con serigrafía blanca sobre el plástico transparente.
Descubro que la expresión «Se te va a caer el pelo» no es una metáfora, es algo que pasa: el miedo hace que la cabeza se convierta en una superficie de piel completamente lisa.
«El pelo —me dice, antes de volver a colocarse los cascos en los oídos— se separaba de mi cabeza como el algodón de azúcar de las ferias cuando lo coges con las manos.»
No me pregunta por qué estoy preso.
En esta historia, los amores fracasados van ligados a la ausencia de pelo: mi compañero de celda y María Isabel Montesinos Torroba.
En esta historia maloliente también hay espacio para el humor malo y negro.
No soy el único que hace chistes con el pelo.
Una trabajadora de Instituciones Penitenciarias, a la que escribo, inútilmente, para intentar conseguir un atajo que me acerque a la información carcelaria de Santiago Dulong, me escribe en uno de sus correos electrónicos: «En la sentencia no consta si era peluquero profesional o simple aficionado o quería hacerle a su mujer un cambio de look antes de matarla».
Está muerta, tirada en el suelo del salón-comedor.
Ya es inútil que la UVI móvil de bomberos recorra la ciudad haciendo ulular la sirena, aunque el médico de la UVI móvil desee llegar rápidamente para tratar de salvar una vida.
Los coches se apartan a su paso y los peatones se detienen un instante y miran la dirección que sigue la UVI móvil.
Y yo, ese día plomizo de diciembre, estoy en pleno egotrip porque acabo de publicar mi primera novela, Dibujos animados, y voy a ser el mejor escritor del mundo, y me cago de miedo porque voy a entrar en la cárcel y me tiemblan las piernas y me late deprisa el corazón.
No pienso en nada más que en mi novela y en el pánico que me provoca la cárcel.
Así que no tengo tiempo para leer en Heraldo de Aragón la noticia de Marta Garú del miércoles 14 de diciembre en la que escribe: «Según los vecinos consultados, las peleas entre ambos eran frecuentes y habían avisado en múltiples ocasiones a las fuerzas de seguridad. Al parecer, la mujer asesinada tenía problemas con el alcohol y solía discutir con su marido, quien, según personas cercanas, también bebía y ya había tenido problemas con su anterior mujer, de la que quedó viudo».
He pasado la noche en la celda de ingreso, solo y asustado, leyendo los grafitis de las paredes hasta que han apagado la luz a las once de la noche, y ahora es martes 14 de febrero de 1995, San Valentín, el día de los enamorados, y estoy en la cárcel, donde seré «el escritor», y algunos presos me pedirán que les «escriba» las instancias, en las que solicitan información de la pena que les queda por cumplir, solicitan un permiso de fin de semana, solicitan una comunicación con su abogado, solicitan un vis a vis con su mujer o solicitan que informen a su madre de que van a ir al hospital a que les curen.
Y, después de dejar las mantas y el resto de las cosas encima de mi litera, tengo que ir a visitar a los miembros de la «junta de tratamiento», que tendrán que decidir sobre el grado en el que voy a empezar a cumplir la condena.
Los grados son los escalafones carcelarios: primer grado, para los presos peligrosos, con restricciones de movimiento incluso dentro de la prisión; segundo grado, para los presos corrientes, temerosos e integrados en el funcionamiento normal de la cárcel, y tercer grado, para los privilegiados que pueden disfrutar de unas horas fuera de presidio mientras van a trabajar.
El primer miembro de la «junta de tratamiento» que tengo que visitar es el psicólogo.
En su despacho.
Tiene nombre, pero no en mi memoria.
Quiere que haga unos tests que no hago.
Me dice que ya sabía que no los haría.
Me trata como si yo formara parte de un grupo perfectamente clasificado, una especie animal.
Me trata con distancia, como si yo fuera un potencial agresor.
Luego, me cuenta historias de su servicio militar. Algo relacionado con un burro.
Me dice que es de Valladolid.
Me pregunta a qué me dedico.
Le digo que soy escritor y le enseño un montón de papeles: Dibujos animados, algunos otros libros en los que he participado, cartas de los directores de los periódicos y revistas y editoriales con los que colaboro.
Mira los papeles con poca atención y afirma que no tengo un contrato laboral firme, y eso, me dice, dificulta un poco las cosas.
Durante un minuto no sabe qué decirme.
Aunque todavía piensa que pertenezco a una especie zoológica, ahora ya no sabe a cuál.
Yo tampoco digo nada.
Al regresar a la celda, el funcionario que me abre la puerta me presenta al hombre que está sentado en una silla baja, ante una mesa, coloreando con pinturas de madera una fotocopia con el dibujo de unos nazarenos en una procesión.
No interrumpe inmediatamente su trabajo.
Acaba de colorear una zona, y sólo entonces me dedica su atención.
Tengo la sensación de estar ante un ser indefenso, desvalido, un discapacitado intelectual.
Me pregunto qué tipo de delincuente puede ser: ¿un falsificador?, ¿un timador?, ¿un carterista?, ¿un contable creativo?, ¿un perista?, ¿un traficante?, ¿un chantajista?, ¿un político corrupto?, ¿un hombre de paja?
Lleva gafas de pasta.
Tiene un bigote blanco y gris, cuidado.
Tiene el pelo blanco y gris, cuidado.
Lleva una chaqueta de lana fina gris.
Y una camisa de cuadros.
Quizá es blanca.
El funcionario no pronuncia su nombre.
Dice: «Tu otro compañero».
Sólo cuando el funcionario cierra la puerta, mi otro compañero se levanta de la silla y estira su mano derecha hacia mí.
Su tacto es blando. La mano es pequeña. La mano de alguien que no ha vivido de un trabajo físico.
Es un hombre pequeño, y ahora en mi recuerdo todavía es más pequeño.
Me mira desde detrás de las gafas con una mezcla de curiosidad y de asco.
Asco y curiosidad.
Y quizá temor a causa de mi aspecto: pelo largo y greñudo, una chaqueta de lana negra y gruesa y más de ciento veinte kilos de peso.
Me dice que se llama Santiago Dulong.
Es la primera vez que oigo su nombre.
Le digo que me llamo Félix Romeo.
No tiene muchas ganas de hablar, pero se ve obligado a hacerlo porque cree que he llegado para amenazar sus privilegios.
Me dice que él ha dormido hasta ahora en la litera de abajo, pero que, si quiero, puede dormir en la del medio, que es donde yo he dejado las mantas, la almohada, el lote de aseo con papel higiénico, cuchillas de afeitar, jabón, mi mochila.
Le digo que me parece bien la litera del medio.
Me dice que podríamos cambiar, si quiero; pero me advierte que tiene un problema de próstata y que si escojo la cama de abajo me molestará varias veces por noche: «Cada vez que me levante, te molestaré para bajar y todavía te molestaré más para subir, porque no tengo demasiadas fuerzas para encaramarme hasta la litera del medio».
Dormir, para Santiago Dulong, es una auténtica tortura.
Se levanta para intentar mear sin poder mear.
Esa noche, y todas las demás noches que pasaremos en la misma celda, comprobaré que la información que me dio no era una mentira para quedarse con una cama mejor: se levanta tres, cuatro, cinco, seis y ocho veces cada noche.
Nunca le oigo mear, pero sí le oigo quejarse, y, muchas veces, lanzar un aullido agudo que trata de reprimir, avergonzado.
Como si tratara de mear una flecha del escudo de Falange.
La vergüenza domina su comportamiento.
Nunca oigo el chorro de la orina, pero sí le oigo cagar.
Y le veo mirar sus heces, porque se lo ordenó el médico desde que le detectaron su problema de próstata.
Antes, nunca se le habría ocurrido mirarlas. Se limpia el culo y antes de echar el papel en el agujero mira las heces. Anota en un papel lo que ha visto: blanda o poca o con manchas de sangre o una flauta que flota.
Cuando vaya al médico tiene que llevar sus hojas de la mierda.
Es difícil que pueda ver sus heces en ese agujero.
Yo no quiero cambiar de litera, pero Santiago Dulong quiere marcar territorio, como si se hubiera acostumbrado muy rápidamente a cierto código carcelario.
Le pregunto por qué está en la cárcel.
Él siente que ha vencido una batalla, y sus suspicacias se han disuelto.
Me dice: «Maté a mi mujer».
Me dice: «La estrangulé con mis propias manos».
Me dice que antes intentó cortarle el pelo con una tijera, mientras peleaban.
Luego, vuelve a empezar la historia, con más orden.
Es una mujer y está tirada en el suelo.
Se llama María Isabel Montesinos Torroba y tiene mechones de pelo por la cara, por los labios, en los párpados y dentro de la boca y pegados a la lengua, porque la muerte le ha llegado antes de que pudiera escupirlos.