–¡Por fin te encuentro!
John Andrews había visto a Geneviève sentada en un banco al extremo del jardín, bajo una parra. Cuando se levantó, un rayo de sol iluminó su cabello. Extendió ambas manos hacia él y exclamó:
—¡Qué guapo estás vestido de ese modo!
Pero Andrews sólo se dio cuenta de que tenía las manos de ella entre las suyas, de que podía mirar Sus claros ojos castaños, de que el sol brillaba y de que las sombras verdes danzaban en torno suyo.
—Veo que has salido de la cárcel y que te han desmovilizado. ¡Es maravilloso! ¿Por qué no escribiste? He estado muy intranquila por ti. ¿Cómo has podido localizarme?
—Tu madre me dijo que te encontraría aquí.
—Y bien, ¿qué te parece mi Poissac? —preguntó Geneviève haciendo un amplio ademán con la mano.
Ambos guardaron silencio durante un instante, muy cerca el uno del otro, contemplando el paisaje que tenían ante ellos. Frente a la parra había un parterre rodeado de boj y lleno de rosas rojas, rosadas y de color de albaricoque. Más allá, un prado verde salpicado de margaritas se extendía hasta los muros de una vieja casona grisácea que tenía a un lado un torreón ancho y redondo y el tejado en forma de apagavelas. A corta distancia de la casa se alzaban unos altos álamos de un verde jugoso; entre ellos se veían las manchas plateadas de las aguas del río y las amarillentas de las arenas de la orilla. El ambiente estaba saturado de un dulce aroma a hierba recién segada.
—¡Qué moreno estás! —dijo Geneviève—. Creí que te había perdido… Puedes darme un beso, Jean.
Los músculos de sus brazos se tensaron al rodear los hombros de ella. Vio cómo brillaba su cabello. El viento, al mover las anchas hojas de la parra, lograba curiosos efectos de luz y de sombras.
—Tienes el cuerpo ardiendo —dijo Geneviève—. Me encanta el olor del sudor de tu piel. Debes de haber corrido mucho para llegar aquí.
—¿Recuerdas una noche de primavera en que te acompañé a tu casa después de ver Pelléas et Mélisande? ¡Cómo deseé entonces besarte así!
La voz de Andrews era ronca y extraña. Parecía hablar con dificultad.
—Ahí está el château très froid et très profond —dijo ella con una risa breve.
—Y tu cabello. Je les tiens dans les doigts, je les tiens dans la bouche… Toute ta chevelure, toute ta chevelure, Mélisande, est tombée de la tour. ¿Recuerdas?
—Eres maravilloso.
Se sentaron en el banco de piedra, muy cerca el uno del otro, pero sin tocarse.
—Es absurdo —dijo Andrews nerviosamente—. Deberíamos tener fe en nosotros mismos. No podemos vivir un momento romántico sin hacer a la vez literatura. Estamos tan saturados de literatura que ni siquiera sabemos vivir libremente nuestra propia vida.
—Jean, ¿cómo llegaste aquí? ¿Hace tiempo que estás desmovilizado?
—Vine andando casi desde París. Ya ves cuán sucio estoy.
—¡Es maravilloso! Pero a ver si consigo estarme callada. Tienes que contármelo todo, desde que me dejaste en Chartres.
—Más tarde hablaremos de Chartres —dijo Andrews ásperamente—. La última semana ha sido espléndida. Tal vez la mejor de mi vida. Caminar de día bajo el sol, por la carretera que se extendía ante mí como una cinta blanca, a través de montañas y a lo largo del río; contemplar los dorados lirios en flor; atravesar bosques llenos de mirlos; levantar, al andar, nubecillas de polvo, y, entretanto, saber que me acercaba a ti, que me acercaba a ti…
—¿Cómo va La reina de Saba?
—No lo sé. Hace tiempo que no pienso en eso. ¿Llevas aquí muchos días?
—Ni una semana. Pero, dime, ¿qué vas a hacer ahora?
—He alquilado una habitación frente al río, en casa de una mujer muy gorda, que tiene la cara colorada y unos pelos en la barbilla.
—Madame Boncour.
—Exacto. Supongo que conocerás a todo el mundo. ¡Es tan pequeño esto!
—¿Piensas permanecer aquí mucho tiempo?
—Tal vez para siempre. Quiero trabajar y hablar contigo. ¿Me dejarás practicar en tu piano de vez en cuando?
—Será maravilloso.
Geneviève Rod se levantó, se apoyó en uno de los retorcidos troncos de la parra y miró a Andrews fijamente. Las anchas hojas rozaban su cara. Una nube blanca, brillante como la plata, cubrió el sol, y durante un momento las aterciopeladas hojas y el césped movido por el viento adquirieron un tinte plateado. Dos mariposas blancas revolotearon un instante junto a la parra.
—Deberías vestir siempre así —dijo ella mirándole tras una pausa.
Andrews se echó a reír.
—Pero un poco más limpio —dijo—. En fin, ¡qué le vamos a hacer! No tengo más ropa que la que llevo puesta y, además, muy poco dinero.
—¿A quién le importa el dinero? —dijo Geneviève.
Andrews creyó notar en su voz una ligera afectación, pero hizo lo posible por desechar inmediatamente la idea.
—Me pregunto si habrá por aquí una granja donde pueda hallar trabajo.
—No puedes trabajar como los campesinos —dijo Geneviève riendo.
—Espera y verás.
—Te estropearás las manos para tocar el piano.
—¿Y eso qué importa? Tardará mucho tiempo en llegar… Antes que nada quiero terminar algo, una melodía que concebí durante mis primeros tiempos de soldado, cuando limpiaba los cristales de las ventanas en el campamento de instrucción.
—¡Qué gracioso eres, Jean! ¡Oh! ¡Es delicioso pensar que estás otra vez a mi lado! Pero, no sé, te encuentro muy solemne. ¿Es quizá porque te pedí que me besaras?
—Geneviève, un esclavo no logra enderezar su espalda en un solo día. ¡Estar aquí, en lugar tan maravilloso, contigo! Nunca he visto una vegetación tan exuberante como la de estos lugares. Además, piensa un poco en la semana que he pasado, andando a través de llanuras grises hasta Blois, para hundirme luego en la riqueza del Loira. ¿Has estado en Vendóme? Pasé por un pueblecillo muy curioso, entre Vendôme y Blois. ¿Te has fijado en mis pies? ¡Y qué baños fríos tan deliciosos he tomado a orillas del Loira! Espero que toda esta maravilla de tu tierra me haga olvidar pronto el ritmo de tantas piernas avanzando al unísono en los campos de instrucción, y la desesperanza, y el hastío de saberme encadenado.
Se levantó y estrujó suavemente una hoja entre los dedos.
—Mira cómo empiezan a formarse las uvas Fíjate en estos granos —dijo Geneviève, buscando entre las hojas que rozaban su cabeza—. Son las primeras uvas de los contornos. Pero ven, tengo que enseñarte mis dominios y presentarte a mis primas. Has de ver el gallinero… Has de verlo todo…
Le cogió de la mano y, como dos chiquillos, echaron a correr por los senderos flanqueados de boj.
—Lo que quiero decirte —murmuró Andrews siguiéndola a través del césped— es que si lograse de una vez expresar en música toda la miseria pasada, tal vez pudiera borrar para siempre de mi memoria esa época. Entonces sería libre para vivir mi propia existencia en medio de este carnaval de verano.
Al llegar a la casa, Geneviève se volvió hacia él.
—¿Ves esas figuras de mujer medio destrozadas que hay sobre la puerta? —dijo—. Se dice que son obra de un discípulo de Jean Goujon.
—Se amoldan perfectamente al paisaje, ¿verdad? ¿Te he hablado alguna vez de las esculturas que había en el hospital donde estuve cuando me hirieron?
—No, pero ahora quiero que te fijes en la casa. Ahí tienes el torreón; es todo lo que queda del edificio antiguo. Allí vivo yo… Debajo de mi cuarto hay una especie de aposento encantado que antes me daba un miedo horrible. Si he de decirte la verdad, me sigue dando miedo… Esta parte del edificio, que data del tiempo de Enrique IV, es sólo una cuarta parte de la casa tal como tenía que ser construida. Esta extensión de césped debió ser el patio. Allí en donde están las rosas, fueron hallados fundamentos… Corren muchas leyendas acerca del por qué no fue terminada la mansión.
—Tienes que contármelas.
—Lo haré más adelante. Ahora debes acompañarme. Quiero presentarte a mi tía y a mis primas.
—Por favor, ahora no, Geneviève. No tengo ganas de hablar con nadie que no seas tú. ¡Tengo tantas cosas que decirte!
—Es casi la hora de comer, Jean. Después del almuerzo podemos seguir charlando.
—No, ahora no puedo hablar con nadie. Tengo que lavarme y ponerme un poco presentable.
—Como quieras. Pero no dejes de venir esta tarde a tocar el piano. Hay dos o tres invitados para el té. Serías muy amable si tocases algo, Jean.
—¿Por qué no intentas comprenderme? Tengo ganas de estar contigo, nada más que contigo a solas.
—Como quieras —murmuró sonrojándose Geneviève, ya con la mano en el picaporte de hierro de la puerta.
—¿Puedo venir mañana a verte? Después de charlar un rato contigo tendré más ánimos para hacerlo con los demás. El caso es que… —Bajó los ojos y se detuvo. Luego añadió en voz baja y apasionada—: ¡Oh! ¡Si pudiera olvidar esa pesadilla! Los pies que marchaban al mismo ritmo, las voces que gritaban órdenes…
Su mano temblaba cuando estrechó la de Geneviève. Ésta le miró con calma, abriendo mucho sus grandes ojos castaños.
—Te encuentro muy raro hoy, Jean —dijo Geneviève—. De todos modos, ven pronto mañana —añadió, y se acercó a la puerta.
Andrews dio la vuelta a la casa y salió por la verja destinada al paso de carruajes. Luego se dirigió al pueblo por el camino flanqueado de tilos que se extendía a lo largo del río.
Una multitud de ideas mordían su cerebro, como muerden los gusanos la fruta podrida. Por fin había visto a Geneviève. La había abrazado y besado. Eso era todo. Sin embargo, sus planes para el futuro nunca llegaron más allá. No sabía siquiera lo que esperaba. Durante los días de sol que pasó caminando, lo mismo que durante el tiempo que permaneció en París, no pensó en nada más. Tenía que ver a Geneviève y contarle cuanto le sucedía, descubrirle su vida como si se tratara de un pergamino que pudiera desenrollar ante sus ojos. Ambos harían planes para el futuro. De pronto el terror se apoderó de él. Geneviève le había decepcionado. Quiso buscar excusas. Indudablemente, la culpa fue suya por haber esperado demasiado. Pensó que ella podía entenderle por instinto, sin necesidad de explicaciones. No le había dicho nada, ni siquiera que era desertor. ¿Qué fue lo que le impidió confesárselo? No quiso ni formularse a sí mismo la pregunta. Pero en lo más hondo de su ser pesaba la certeza como una losa de hielo. Ella le había decepcionado. Estaba solo. ¡Qué estúpido había sido al confiar su vida entera a una simple sensación de simpatía! Pero no. Aquel morboso juguetear con frases complicadas era también una equivocación. Se estaba comportando como una vieja solterona maniática al pensar en imaginarios resultados. «Acepta la vida en lo que vale», se repitió una y otra vez. De todas formas, ambos se amaban en cierto modo. Pero ¿esto qué importa? Lo esencial era que se amaban. Y que era libre para trabajar. ¿Es que aún no le parecía bastante?
¿Cómo esperar al día siguiente para verla, para contárselo todo, para romper las pequeñas y absurdas barreras que se alzaban entre los dos, para permitir que uno y otro pudieran bucear en lo más hondo de sus vidas?
Al llegar cerca del poblado, el camino abandonaba el curso del río para deslizarse junto a las tapias de unos jardines. A través de varias puertas entreabiertas pudo distinguir huertos perfectamente cultivados y muchas ramas llenas de hojas plateadas que se mecían bajo el cielo. Luego el camino se desviaba otra vez hasta perderse en el poblado, en una calle pavimentada y estrecha en la que se apiñaban las casas blancas y de color de crema con postigos verdes o grises y tejados de ladrillo rojo claro. Al final, dorada por el liquen que la cubría, la torre grisácea de la iglesia levantaba sus campanas al cielo en un campanario de anchos arcos ojivales. Al llegar frente a la iglesia, Andrews torció por un pequeño sendero que le condujo de nuevo al río, a un pequeño embarcadero construido a la sombra de unas finas acacias.
En la esquina, en una casa destartalada cuy tejados y aleros se proyectaban en todas direcciones, se leía el siguiente letrero: Rendez-vous de la Marine. La habitación en donde penetró era de techo bajo, tan bajo que Andrews tuvo que inclinarse al cruzarla por temor a tropezar con las vigas oscuras. Detrás de una mesa de billar desvencijada había una puerta y junto a ella una escalera. Madame Boncour le salió al encuentro al pie de ésta. Era una mujer de edad avanzada, de carne fláccida, ojos muy redondos y rostro ancho y rojizo. En sus labios vagaba una afectada sonrisa.
—Monsieur payera un petit peu d’advance, n’est-ce pas, monsieur?
—Muy bien —dijo Andrews sacando la cartera—. ¿Le parece bien una semana?
La mujer sonrió.
—Si Monsieur désire… ¡La vida está tan cara hoy en día! Los pobres apenas podemos ir tirando.
—Lo sé perfectamente —dijo Andrews.
—Monsieur est étranger… —comenzó a decir la mujer en tono más amable, cuando tuvo el dinero en su poder.
—Sí. Fui desmovilizado hace poco.
—¡Ah! Monsieur est démobilisé. Monsieur remplira la petite feuille pour la pólice, n’est-ce pas?
La mujer le tendió un pequeño impreso.
—Sí, sí; ahora mismo —dijo Andrews, sintiendo que su corazón latía aceleradamente.
Sin pensar en lo que iba a hacer, apoyó la hoja sobre la mesa del billar y la llenó con los siguientes datos:
«Nombre: John Brown. Edad: 23 años. Naturaleza: Chicago, Illinois, Estados Unidos. Profesión: músico. Pasaporte número 1.432.286.»
—Merci, Monsieur. À bientôt, Monsieur. Au revoir, Monsieur.
La voz de la mujer le persiguió a través de los desvencijados escalones hasta su misma habitación. Sólo cuando hubo cerrado la puerta se dio cuenta de que había anotado como número de pasaporte el que tenía en el Ejército.
«¿Por qué habré puesto el nombre de John Brown?», se preguntó:
El cuerpo de John Brown yace en la tierra
mas su alma marcha siempre hacia delante
¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!
Mas su alma marcha siempre hacia delante.
Tan claramente creyó oír la canción que llegó incluso a pensar que alguien la cantaba junto a él. Se acercó a la ventana y se alisó el cabello con una mano. Afuera, el Loira se perdía en la distancia azul y plateada. Aquí y allá brillaba la arena de la orilla. Contempló frente a él la silueta de unos álamos y la extensión de unos campos verdes que formaban colinas en cuya cúspide el follaje se hacía más espeso y el color mucho más oscuro. En la cumbre desnuda de vegetación de la colina más alta, un molino movía perezosamente sus aspas sobre el fondo jaspeado del cielo.
John Andrews sintió que toda aquella paz se apoderaba gradualmente de él. Sacó del bolsillo una salchicha y un pedazo de pan, bebió un poco de agua del jarro que había al lado del lavabo y se sentó ante la mesa situada junto a la ventana, frente a un montón de papel pautado.
Pensativo, fue mordisqueando el pan y la salchicha. Luego escribió cuidadosamente: Arbeit und Rhythmus en la parte superior de una hoja. Luego, sin moverse, volvió a mirar hacia el exterior, contemplando las nubes que como barcos lentos y pesados cruzaban el cielo intensamente azul. De pronto borró lo que había escrito y puso en su lugar: El cuerpo y el alma de John Brown.
Se levantó y, con los puños crispados, comenzó a pasear de un lado a otro de la habitación.
—¡Qué extraño que haya escrito precisamente ese nombre! ¡Qué extraño que haya escrito precisamente ese nombre! —dijo en voz alta.
Volvió a sentarse a la mesa y no tardó en olvidarlo todo, absorto en el sentimiento música que le invadía.
A la mañana siguiente salió a pasear por la orilla del río, para hacer tiempo hasta que fuese hora de ver a Geneviève.
El recuerdo de su primer día de vida militar —aquel día que pasó limpiando los cristales de las ventanas del cuartel, en el campamento de instrucción— era cada vez más vivido. De nuevo creyó verse desnudo en medio de una gran habitación, mientras el sargento de reclutamiento le tallaba. Ahora, en cambio, era un desertor. ¿Qué sentido tenía todo eso? ¿Había seguido s vida una dirección preconcebida desde que el azar quiso someterle y esclavizarle, o bien fue todo obra de la casualidad? ¿Acaso era él como un sapo que saltara en un camino por el que avanzase una apisonadora?
Se detuvo y miró alrededor. Más allá de un campo de tréboles se extendía el río, con sus playas de arena y sus anchas extensiones plateadas. Un muchacho vadeaba las aguas pescando con una red. Andrews observó la agilidad con que la lanzaba. También aquel muchacho sería un día soldado. Su cuerpecillo sería introducido en un molde que le transformaría en un cuerpo exactamente igual a otro; sus ágiles movimientos se harían mecánicos al manejar las armas; su curioso e impaciente cerebro sería reducido al servilismo. Construida la empalizada, ninguna oveja se atrevería a escapar. A los que no se conformaban con ser ovejas se les llamaba desertores, los cuales se veían amenazados por el cañón de todos los rifles y tenían pocas probabilidades de sobrevivir. Sin embargo, los hombres habían conseguido librarse de muchas otras pesadillas. El individuo que, erguido, aguarda valerosamente la muerte, ahuyenta toda pesadilla.
Andrews continuó avanzando despacio, hundiendo los pies en el polvo del camino, como un chiquillo. Se tumbó sobre el césped, bajo unas acacias. La intensa fragancia de sus flores y el zumbido de las abejas que revoloteaban ávidamente junto a los blancos racimos le adormecieron. Pasó un carro tirado por fuertes caballos blancos. Un viejo con la espalda curvada, como se inclinan en verano las flores en su tallo, caminaba detrás empleando el látigo como bastón. Andrews observó que el hombre le miraba con recelo. El pánico se apoderó de él. ¿Sabía el viejo que era un desertor? Pero carro y anciano habían desaparecido ya en la próxima curva del camino. Andrews escuchó durante un rato el crujido de los arneses en la distancia. Luego volvió a la paz de las perfumadas acacias y del zumbido adormecedor de las abejas.
Se sentó, y al hacerlo vio a través de un claro entre los árboles el puntiagudo tejado de la torre de la casa de Geneviève Rod. Recordó el primer día que vio a Geneviève y su deliciosa torpeza al servir el té. ¿Llegaría a sentirse, aunque fuese sólo un momento, absolutamente compenetrado con Geneviève? Se le ocurrió una desagradable idea. «¿Querrá tal vez un pianista sumiso, un adorno más en la sala de recibo de una muchacha intelectual?» Se levantó de un salto y se dirigió al pueblo. Iría a verla enseguida, y de un modo u otro solucionaría aquella cuestión para siempre. En el reloj de la iglesia sonaron diez campanadas. Las notas vibraron con fuerza a través de los campos.
Mientras avanzaba hacia el pueblo pensó en el dinero. Su habitación costaba veinte francos semanales. Tenía ciento veinticuatro francos en la cartera, y después de buscar en los bolsillos encontró tres francos y medio más. Esto hacía un total de ciento veintisiete francos y medio Si se las componía para vivir con cuarenta francos a la semana, podría disponer de tres semanas enteras para trabajar en El cuerpo y el alma de John Brown. Sólo tres semanas. Después tendría que buscar trabajo. De todos modos, lo mejor sería escribirle a Henslowe pidiéndole algún dinero, suponiendo que su amigo lo tuviese. No eran momentos para andarse con sensiblerías. En su caso, todo dependía del dinero. Se juró a sí mismo que trabajaría intensamente aquellas tres semanas. Sucediera lo que sucediese, trasladaría al papel toda la inspiración que latía en él. Martirizó su cerebro intentando recordar el nombre de alguna persona de América a quien escribir pidiendo dinero. Una intensa sensación de soledad se apoderó de él. ¿Y si Geneviève volvía a decepcionarle?
Cuando llegó a la entrada de los carruajes vio que Geneviève salía de la puerta principal.
Al verle corrió a su encuentro.
—Buenos días. Iba a buscarte —dijo, y le estrechó una mano calurosamente.
—Eres muy amable.
—Pero, Jean, no vienes del pueblo, ¿verdad?
—No. Salí a dar un paseo.
—Debes de levantarte muy temprano.
—El sol sale frente a mi ventana y da sobre mi cama. Tengo que levantarme a la fuerza.
Ella le condujo a la puerta principal. Atravesaron el vestíbulo y entraron en una espaciosa habitación de alto techo en la que había un gran piano y varias sillas de alto respaldo. Frente a las ventanas que daban al jardín había una mesa redonda de caoba llena de libros. Frente al piano se encontraban dos muchachas de alta estatura, vestidas con trajes de muselina.
—Mis primas —dijo Geneviève—. Por fin le tenemos aquí. Monsieur Andrews, mi prima Berthe, mi prima Jeanne… Ahora debes tocar un poco. Nos estamos muriendo de aburrimiento.
—Muy bien. Pero después tengo que hablar contigo a solas. He de decirte muchas cosas —dijo Andrews en voz baja.
Geneviève asintió con aire comprensivo.
—¿Por qué no tocas La reina de Saba, Jean?
—¡Oh, sí, sí, toque eso! —exclamaron a coro las dos primas.
—Si me lo permiten, preferiría tocar algo de Bach.
—En ese cofre hay muchas piezas de Bach —dijo Geneviève—. Es absurdo, pero en esta casa está todo saturado de música.
Ambos se inclinaron sobre el cofre, el cabello de Geneviève rozó la mejilla de Andrews, que percibió el intenso perfume que emanaba de él. Las primas continuaban junto al piano.
—Tengo que hablar contigo enseguida —murmuró Andrews.
—Bueno —dijo ella, enrojeciendo e inclinándose más sobre el cofre. Sobre las piezas de música había un revólver—. ¡Cuidado! Está cargado —añadió Geneviève al ver que él lo cogía. Andrews la miró inquisitivamente, y ella prosiguió—: Tengo otro en mi habitación. Mamá y yo nos quedamos solas muchas veces, y, además, me encantan las armas de fuego. ¿A ti, no?
—Las odio —murmuró Andrews.
—Aquí tienes unas tonadas de Bach.
—¡Estupendo…! Oye, Geneviève —dijo de pronto—, déjame ese revólver por unos días. Más tarde te diré para qué lo quiero.
—Perfectamente. Pero ten cuidado, porque está cargado —repuso ella, y se dirigió al piano con dos volúmenes bajo cada brazo.
Andrews cerró el cofre y, sintiéndose más optimista, se acercó al piano y abrió un volumen al azar.
—A un amigo, para disuadirle de que emprenda un viaje —leyó—. ¡Oh! Conozco eso.
Empezó a tocar, dando a la música inflexiones vigorosas y violentas.
En medio de un pasaje oyó que una de las primas de Geneviève murmuraba al oído de la otra:
—Qu’il a l’air intéressant.
—Farouche, n’est-ce pas? Genre révolutionnaire —respondió la otra riendo entre dientes.
Andrews se dio cuenta entonces de que madame Rod estaba presente y que le sonreía.
Se levantó.
—Mais ne vous dérangez pas —dijo ella.
Un individuo con pantalones de franela blancos y zapatos de tenis, y otro de barba grisácea y vivos ojuelos grises, acababan de entrar en la habitación. Los seguía una dama gruesa con sombrero y velo y largos guantes de algodón blanco. Cuando se hicieron las presentaciones, Andrews sintió que decaía su ánimo. Todas aquellas personas no hacían sino acrecentar la barrera que existía ya entre él y Geneviève. En cuanto la miraba, una persona elegantemente vestida se acercaba a ella y le dirigía correctamente la palabra. Se sintió como prisionero en un círculo de convencionalismos, de personas bien vestidas, de gestos correctos y a la vez grotescos.
Durante el almuerzo sintió un loco deseo de levantarse y de gritar:
«¡Miradme! Soy un desertor. Estoy bajo las ruedas del régimen que vosotros representáis. Si ese régimen no consigue vencerme, si no logra acabar conmigo, es porque se debilita, y tendrá todavía menos fuerzas para acabar con otros.» Charlaban de su desmovilización, de su música y de la Schola Cantorum. Andrews tuvo la sensación de que le exhibían. «No saben lo que realmente exhiben al exhibirme a mí», pensó con una especie de amargo regocijo.
Después de comer se trasladaron bajo la parra, donde se sirvió el café. Andrews estaba silencioso y distraído. Hablaban de los muebles de estilo Imperio, y de los nuevos impuestos, mientras él contemplaba las anchas hojas de la parra bañada de sol. Recordaba cómo el día anterior las sombras y las luces jugaban con la cabellera de Geneviève, que parecía una roja llama, cuando estaban solos en aquel mismo sitio.
En aquellos momentos Geneviève estaba sentada a la sombra, y su cabello era de un rojo apagado.
Transcurría el tiempo lentamente. Por fin, Geneviève se levantó.
—Todavía no has visto mi bote —dijo dirigiéndose a Andrews—. ¿Quieres que demos un paseo? Yo remaré.
Andrews se levantó rápidamente.
—Vigílela bien, monsieur Andrews. ¡Es tan imprudente! —murmuró madame Rod.
—Estabas muerto de aburrimiento —dijo Geneviève cuando se alejaban por el camino.
—No. Es que toda esa gente levanta un muro todavía más alto entre nosotros. Y bien sabe Dios que el que ya existía no era pequeño.
Ella le miró escrutadoramente a los ojos durante un instante, pero no dijo nada.
Lentamente recorrieron la orilla cubierta de arena, hasta llegar junto a un viejo bote de fondo plano, pintado de verde con una franja anaranjada, que se hallaba en el cañaveral.
—Es probable que zozobremos. ¿Sabes nadar? —pregunto Geneviève riendo.
Andrews sonrió y repuso con voz firme:
—Sí, sé nadar. Nadando conseguí salir del Ejército.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando deserté…
—¿Cuando desertaste?
Geneviève se inclinó para empujar el bote. Él la ayudó. Mientras empujaban la embarcación hasta el río, sus cabezas se tocaban.
—¿Y si te cogen?
—No sé… Pueden matarme. Pero como la guerra ha terminado, tal vez me condenen a cadena perpetua, o a veinte años…
—¿Cómo puedes hablar de todo eso con tanta frialdad?
—La idea no es nueva para mí.
—¿Qué te indujo a hacer semejante cosa?
—Estaba harto de sumisión.
—Ven, internémonos en el río. —Geneviève saltó y cogió los remos—. Empuja ahora, pero procura no caerte al agua.
El bote se deslizó sobre la superficie del río, Geneviève remaba lenta y rítmicamente. Andrews la miraba en silencio.
—Cuando te canses remaré yo —dijo tras una pausa.
Tras ellos se extendía el pueblo. Las casas blancas, amarillentas, bermejas y rosadas, de muros estucados y tejados de ladrillo, formaban como una pirámide irregular que culminaba en la iglesia. A través de los arcos ojivales del campanario, la silueta de las campanas se recortaba en el cielo. El pueblo entero se reflejaba en el río. Cuando el viento soplaba, una profunda hendidura de acerado color azul cruzaba el pueblo reflejado en las aguas.
Los remos que Geneviève seguía manejando crujían rítmicamente.
—Avísame cuando estés cansada —dijo Andrews después de una larga pausa.
—Desde luego, no sabes lo que es patriotismo —murmuró Geneviève.
—No entiendo el patriotismo como lo entiendes tú.
Doblaron una curva del río. La corriente era allí muy fuerte. Andrews, queriendo ayudar a Geneviève, colocó sus manos sobre las de ella, que seguía sujetando los remos. La proa del bote chocó con unos juncos que crecían bajo unos sauces.
—Quedémonos aquí —dijo ella sacando los remos del agua. Al moverlos, brillaron al sol con reflejo de plata. Geneviève cruzó las manos sobre las rodillas, y se inclinó hacia él—. Ahora comprendo por qué me pediste el revólver. Cuéntamelo todo desde que nos separamos en Chartres —añadió con voz ahogada.
—Me arrestaron y me enviaron a un batallón disciplinario, lo que vosotros llamaríais prisión militar. Ni siquiera me permitieron ponerme en contacto con el comandante en jefe de nuestro Destacamento Universitario. —Hizo una pausa. Un pájaro cantaba en un sauce. Una nube veló momentáneamente el sol. Más allá de las largas hojas verdes que se mecían a impulsos del viento se divisaba el cielo sembrado de nubes amarillas, grises y del color de los huevos de petirrojo. Andrews se echó a reír—. ¡Qué absurdas son esas pomposas, esas importantes palabras: destacamento, batallón, comandante en jefe…! Todo lo que ha sucedido tenía que suceder. Había llegado al límite de mi resistencia. No podía someterme más al martirio de la disciplina. ¡Oh, esas impresionantes palabras romanas! Son como piedras de molino atadas al cuello. Desde el principio fui un pobre estúpido. Me comprometí a luchar y a matar alemanes, con quienes ni siquiera había tenido una ligera discusión. Lo hice por curiosidad o por cobardía. El caso es que he tardado mucho en darme cuenta de cómo es el mundo en realidad. Nunca hallé a nadie que me enseñara el camino. —Se interrumpió, tal vez esperando que ella hablase. El pájaro seguía cantando en el sauce. De pronto se movió una rama, y Andrews pudo verlo. Era un pájaro pequeño y gris, con la garganta hinchada por la fuerza que hacía al cantar—. En mi opinión —prosiguió calmosamente—, la sociedad humana ha sido y será siempre eso: una serie de organizaciones que por todos los medios ahogan y someten al individuo, y una serie de individuos que se rebelan ante ellas desesperadamente formando nuevas sociedades que aplastan a las viejas y que, lo mismo que éstas, acaban esclavizándolos también.
—Creí que eras socialista —dijo Geneviève de pronto, con una voz que, sin saber por qué, tuvo la virtud de herirle profundamente.
—Un muchacho del batallón disciplinario —dijo Andrews— me contó cómo en cierta ocasión habían torturado ante sus ojos a un pobre individuo, obligándole a tragarse cigarrillos encendidos. Pues bien, cada orden que me gritaban, cada nueva humillación ante los superiores, era para mí una agonía parecida a la de aquel martirio. ¿Es que no puedes comprenderme? —dijo elevando la voz súbitamente, hasta hacerla suplicante.
Ella asintió con la cabeza. Quedaron silenciosos. Las hojas de los sauces seguían meciéndose en las ramas movidas levemente por el viento. El pájaro se había marchado.
—Cuéntame cómo te escapaste. Debe de ser muy interesante.
—Trabajábamos en Passy, descargando cemento. Cemento para construir el estadio que nuestro Ejército regala a los franceses, un estadio hecho, como las pirámides, con el sudor de la esclavitud.
—¿En Passy? Allí vivió Balzac. ¿Estuviste alguna vez en su casa?
—Trabajaba conmigo un muchacho a quien llamábamos el Chico; le Grosse, como diríais en francés. De no haber sido por él, nunca me habría atrevido a hacer lo que hice. ¡Estaba tan deprimido! Creo que debió de ahogarse. Nadamos bajo el agua todo lo que pudimos, y como era casi oscuro salí a flote junto a una gabarra tripulada por una extraña familia de anarquistas. Ellos me cuidaron… No he vuelto a saber nada de el Chico. Compré estas ropas que tanto te han gustado, Geneviève, y volví a París sólo por verte.
—¿Tanto represento para ti? —murmuró Geneviève.
—Busqué a otra persona en París. A un muchacho llamado Marcel, que trabajaba en una granja de St. Germain, donde le había conocido tiempo atrás. Me dijeron que se había enrollado de marinero. De no haber sido porque tenía que verte habría partido directamente para Burdeos o Marsella. Parece ser que en estos tiempos no se preocupan mucho por la identidad de los marineros.
—¿No te quedaste harto, durante tus tiempos de soldado, de esa horrible vida, de estar rodeado continuamente de personas sucias, sin educación, en lugares malolientes, tú, un hombre sensible, un artista? No me extraña que unos cuantos años de vivir así te hayan trastornado —dijo Geneviève apasionadamente, con los ojos fijos en él.
—¡Oh! No es ése mi caso —repuso Andrews con desesperación—. Esas personas a quienes tú desprecias casi me son simpáticas. En realidad, existe muy poca diferencia entre unos seres y otros… —Se interrumpió de pronto y se movió inquieto en el asiento, temiendo echarse a llorar. Observó el bulto que formaba el revólver que llevaba en el bolsillo.
—Pero ¿no puedes hacer nada para remediar la situación? Tendrás amigos —dijo Geneviève—. Te trataron con horrible injusticia. Tal vez consigas reincorporarte y luego ser desmovilizado legalmente. Verán que eres una persona inteligente. No pueden tratarte como a un cualquiera.
—Tal vez, como has dicho antes acertadamente, tengo el cerebro trastornado, Geneviève —dijo Andrews—, pero ahora que por azar he tenido un rasgo decisivo en favor de la libertad humana (no importa que el rasgo haya sido pequeño) siento como si… ¡Oh! Ya sé que soy un loco, Geneviève, pero has de aceptarme tal como soy.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y crispó las manos en las bordas de la embarcación. Tras una larga pausa, Geneviève dijo con voz leve y tono glacial:
—Bien. Tenemos que volver. Es hora de tomar el té.
Andrews levantó la cabeza. Una libélula se había posado en un junco. Tenía las alas plateadas y el largo cuerpo de color carmesí.
—Mira tras de ti, Geneviève.
—¡Oh, una libélula! ¿Qué pueblo las tenía como símbolo de su destino? ¿No eran los egipcios? En fin, lo he olvidado.
—Deja que reme yo —dijo Andrews.
La corriente empujaba rápidamente al bote. En pocos minutos se hallaron cerca de Ja orilla, frente a la casa de los Rod.
—Entra a tomar el té —dijo Geneviève.
—No. Tengo que trabajar.
—¿Algo nuevo? —Andrews asintió—. ¿Cómo se llama?
—El alma y el cuerpo de John Brown.
—¿Quién es John Brown?
—Un loco que quería liberar al pueblo. Existe ya una canción dedicada a él.
—¿Se basa tu música en temas populares?
—No. Es decir, no lo sé. Se me ocurrió el nombre ayer precisamente, por una curiosa coincidencia.
—¿Vendrás mañana?
—Si no estás demasiado ocupada…
—Déjame pensar. Los Boileau vienen a comer. No tenemos invitados para el té. Puedes venir a esa hora. Lo tomaremos solos.
Él le cogió una mano. Su ademán fue torpe, como el de un niño ante una nueva compañera de juegos.
—Perfectamente. Vendré a las cuatro. Y si no hay nadie, tocaremos un rato —dijo él.
Geneviève se desasió rápidamente de la mano que aprisionaba la suya, dijo adiós con una gravedad inusitada y cruzó el camino hasta la verja sin volverse para mirar atrás.
Andrews sintió la tentación de correr a su habitación, cerrar la puerta y arrojarse de bruces en la cama. En cierto modo, la idea fue graciosa, al menos para una parte de su ser, porque era esto lo que, siendo niño, solía hacer siempre que el mundo le parecía una carga demasiado pesada. «¿Seré capaz de echarme a llorar?», se preguntó.
Madame Boncour bajaba la escalera cuando él se disponía a subirla. Se detuvo un momento para dejarla pasar, y cuando ella llegó abajo dijo algo resentida:
—Según veo, monsieur es amigo de madame Rod, ¿no es cierto?
—¿Cómo lo sabe?
En las mejillas de la mujer, muy cerca de la boca, aparecieron dos hoyuelos.
—Ya sabe que en el campo se entera uno de todo —repuso.
—Au revoir —dijo él comenzando a subir.
—Pero monsieur debió advertírmelo. De haberlo sabido no le habría pedido anticipo. Monsieur tiene que perdonarme.
—¿Está bien?
—Monsieur est américain? Como ve, estoy enterada de muchas cosas —dijo riendo. Y al reír temblaron sus fofas mejillas—. Monsieur conoce a madame y a mademoiselle Rod desde hace tiempo. Es un antiguo amigo. Además es músico.
—Sí. Bonsoir —dijo Andrews subiendo la escalera.
—Au revoir, monsieur. —La voz cantarina de la mujer le siguió mientras subía.
Al llegar a su habitación, Andrews cerró la puerta y se arrojó sobre la cama.
Cuando despertó a la mañana siguiente lo primero que hizo fue contar las horas que le faltaban para ver a Geneviève. Después recordó su charla del día anterior, y se preguntó si merecía la pena verla de nuevo. Su desesperación se apoderó lentamente de él. Sintió como si fuese el único ser viviente en un mundo de máquinas muertas, o como si fuera un sapo que saltase en una carretera por donde avanzaba una apisonadora.
Súbitamente recordó a Jeanne. Pensó en sus pobres dedos estropeados descansando sobre la falda. La imaginó paseando de un lado a otro de la calle, frente al Café de Rohan, aguardándole. ¿Qué hubiese hecho Jeanne en el lugar de Geneviève? A pesar de todo, los seres humanos están siempre solos. No importa que el amor que los una sea muy grande. No existe, no puede existir entre dos personas la verdadera unión. Los que viajan en primera clase no pueden identificarse con los otros, con los pobres sapos que saltan en medio del camino. No, no sentía rencor hacia Geneviève.
Se distrajo tomando el café y comiendo el pan seco que constituía su desayuno. Después se fue a dar una vuelta. Mientras paseaba por la orilla del río sintió como si su cuerpo y su cerebro se tornasen fluidos, sutiles; como si temblase a impulsos de la inspiración musical que le poseía; como se mece un álamo, a impulsos del viento. Sacó punta a un lápiz y subió de nuevo a su habitación.
Ninguna nube cruzaba el cielo. Sentado ante su mesa, veía a través de la ventana abierta el espacio azul, las montañas, el molino de la cumbre y las aguas plateadas del río. Escribía unas veces con rapidez, sin pensar en nada, sin sentir nada, sin ver nada, pero en otras ocasiones se interrumpía durante un rato, contemplaba el cielo y el molino y se sentía feliz. Jugueteaba con algunas ideas que surgían en su mente y desaparecían casi enseguida, como la polilla que de vez en cuando penetraba por la ventana abierta, revoloteaba por la habitación, rozaba el techo y desaparecía sin que él se diera cuenta.
Cuando el reloj dio las doce se dio cuenta de que tenía hambre. Hacía dos días que sólo se alimentaba de pan, salchicha y queso. Cuando bajó encontró a madame Boncour limpiando vasos tras el mostrador, y le encargó el almuerzo. Ella le sirvió inmediatamente un estofado y una botella de vino. Con los brazos en jarras y dos hoyuelos en sus mejillas gruesas y rojas, le contempló mientras comía.
—Monsieur come menos que ninguno de los jóvenes que he conocido hasta hoy.
—Trabajo mucho —respondió Andrews.
—Precisamente cuando se trabaja mucho hay que comer mucho también.
—¿Y si no se tiene dinero? —preguntó Andrews sonriendo.
Ella le miró con ojos acerados.
—No hay mucha gente ahora en el pueblo, monsieur, pero, sin embargo, debería visitarlo un día de mercado. ¿Desea monsieur algo de postre?
—Queso y café.
—¿Nada más? Estamos en la estación de las fresas.
—Nada más. Gracias.
Cuando madame Boncour volvió con el queso, dijo:
—Tuve una vez aquí unos americanos, monsieur. ¡En buen jaleo me metieron! Eran desertores, y se fueron sin pagar, perseguidos por los gendarmes. Espero que les hayan echado el guante y enviado al frente. ¡Los muy inútiles!
—Hay muchas clases de americanos —dijo Andrews en voz baja. Estaba furioso consigo mismo, porque su corazón latía aceleradamente—. Bien. Voy a dar un paseo. Au revoir, madame.
—Monsieur va a dar un paseo… Amusez-vous bien, Monsieur. Au revoir, Monsieur.
El sonsonete le persiguió hasta que salió.
Un poco antes de las cuatro, Andrews llamaba a la puerta principal de casa de las Rod. Oyó a «Santo», el perrillo negro y canelo, ladrar en el interior. La propia madame Rod le abrió la puerta.
—¡Ah, es usted! —exclamó al verle—. Entre, entre y tome una taza de café. ¿Trabajó mucho hoy?
—¿Y Geneviève? —murmuró Andrews con voz entrecortada.
—Fue a dar un paseo en coche con unos amigos. Dejó una nota para usted. La encontrará sobre la mesa de té.
Sin darse cuenta, Andrews se encontró tomando el té, comiendo pastas y haciendo y contestando preguntas. Toda la escena parecía velada por blancas brumas.
La nota de Geneviève decía:
Jean: Estoy tratando de encontrar una solución. Tienes que marchar a un país neutral. ¿Por qué no hablas conmigo antes de rechazar toda posibilidad de reincorporarte? Te espero mañana a esta misma hora.
Bien à vous,
G. R.
—¿Le importaría que tocase un rato el piano, madame Rod? —preguntó Andrews, casi sin darse cuenta de lo que decía.
—No, no, de ningún modo. Puede tocar cuanto guste. Más tarde volveremos a escucharle.
Sólo cuando salió de la habitación se dio cuenta de que había estado hablando no sólo con madame Rod, sino también con las dos primas.
Mientras tocaba el piano lo olvidó todo y recobró su extraña animación. Encontró en un bolsillo papel y lápiz y tocó la melodía que había concebido el día que limpiaba cristales subido a lo alto de una escalera en el campamento de instrucción. Arregló la música y la moldeó a su antojo, olvidado de todo, absorto en los ritmos y cadencias. Cuando dejó de trabajar había oscurecido.
Geneviève Rod, con la cabeza cubierta por un velo, estaba de pie junto a la ventana que daba al jardín.
—Te he estado escuchando —dijo—. Continúa.
—He terminado. ¿Qué tal tu paseo en coche?
—Espléndido. No tengo muchas oportunidades de pasear en automóvil.
—Tampoco yo las tengo de hablarte a solas —dijo Andrews amargamente.
—A juzgar por tu modo de hablar, cualquiera diría que tienes derechos sobre mí. Lo lamento. Nadie los tiene —dijo Geneviève, como si no fuese la primera vez que meditase sobre esto.
Andrews se acercó a la ventana y se apoyó en el alféizar.
—Geneviève, ¿tanto te ha hecho cambiar el saber que soy un desertor?
—No, claro que no —repuso ella rápidamente.
—Creo que sí, Geneviève. ¿Qué te gustaría que hiciera? ¿Que me entregase? Conocí en París a un chico que se entregó. Pero llevaba el uniforme, y, según parece, hay una gran diferencia entre llevarlo y no llevarlo. Era un buen chico. Se llamaba Al y era de San Francisco. No creas que era cobarde. Tuvo valor para amputarse por sí mismo el dedo meñique cuando un vagón de carga le aplastó la mano.
—¡Oh! Todo esto es horrible. Estoy segura de que habrías llegado a ser un gran compositor.
—¿Por qué dices «habrías llegado a ser»? Estoy convencido de que lo que ahora estoy componiendo es lo mejor que he hecho en mi vida.
—Sí, sí, desde luego, pero necesitas estudiar, darte a conocer.
—Si resisto seis meses estaré a salvo. Para entonces, el Ejército americano se habrá marchado de este país. No creo que a los desertores les sea concedida la extradición.
—Sí, pero entretanto, tendrás que arrastrar una vida vergonzosa, con el peligro constante de ser descubierto.
—Hay en mi vida muchas cosas de las que me avergüenzo, Geneviève, pero no de ésta. De ésta casi estoy orgulloso.
—Debes comprender que no todas las personas opinan como tú sobre la libertad individual.
—Tengo que irme, Geneviève.
—Vuelve pronto.
—Sí, un día de éstos.
Andrews se encontró en la penumbra del camino con sus papeles de música en la mano. Soplaba el viento, y el cielo estaba sembrado de nubes que presagiaban tormenta. Por entre las nubes veíanse espacios iluminados con reflejos rojizos y de color de ópalo. Unas gotas de lluvia fueron arrastradas por el viento, que agitaba las anchas hojas de los tilos, hacía ondular los trigales como si fueran las olas del mar y oscurecía las aguas del río, que se deslizaba entre bancos de arena rosada. Empezó a llover.
Andrews echó a correr, porque no quería estropear su único traje. Cuando llegó a su habitación, encendió cuatro velas y las colocó en los ángulos de su mesa de trabajo. A pesar de la lluvia, afuera aún había una pálida y leve claridad. El resplandor de las velas daba a la habitación un aspecto sepulcral. Andrews se tumbó en la cama, y mientras contemplaba la luz vacilante que se reflejaba en el techo intentó pensar.
«Bien, ahora estás completamente solo, John Andrews —se dijo en voz alta después de haber reflexionado durante media hora. Se puso en pie, se desperezó y bostezó. En el exterior seguía cayendo la lluvia rápida y ruidosamente—. Hagamos inventario general —murmuró—. Es probable que transcurra un mes antes de que me conteste mi amigo Howe, que está en América. Tal vez tarde más aún en saber de Henslowe. Y he gastado ya veinte francos en comida. Esto no puede continuar. Pasemos a los bienes materiales. Poseo un volumen de versos de Villon, un libro sobre contrapunto, un mapa de Francia roto en dos pedazos y un cerebro medianamente sensato.»
Colocó los dos libros en medio de la mesa, sobre un desordenado montón de papeles de música y de libretos. Después siguió colocando junto a ellos sus bienes personales, tal y como los iba recordando: Tres lápices; una pluma estilográfica… Automáticamente buscó su reloj, pero recordó que se lo había dado a Al para que lo empeñase, suponiendo que éste decidiera no entregarse y necesitase dinero. Un cepillo de dientes; una maquinilla de afeitar; un pedazo de jabón; un cepillo para el pelo, y un peine roto. ¿Quedaba algo más? Buscó en la bolsa de hule que colgaba a los pies de su cama. Una caja de cerillas; una navaja en la que faltaba una hoja, y un cigarrillo aplastado. Mientras contemplaba cómo crecía el montón, Andrews fue hallando la situación cada vez más divertida. Recordó que en un cajón tenía una camisa limpia y dos pares de calcetines sucios. Eso era todo. Absolutamente todo. Nada era vendible, con excepción del revólver de Geneviève. Lo sacó del bolsillo. El reflejo de las velas hizo brillar el metal. No. Podía necesitarlo. Era una cosa demasiado valiosa para desprenderse de ella. Lo apuntó hacia sí. Según decían, lo mejor era disparar bajo la barbilla. Se preguntó que si se encontrara en ese caso, con el revólver apoyado bajo el mentón, se atrevería a apretar el gatillo. ¡No! Cuando se le acabase el dinero vendería el revólver. Sería un fin demasiado lujoso para un pobre individuo muerto de hambre. Se sentó en el borde del lecho y se echó a reír.
Sólo entonces se dio cuenta de que tenía hambre.
Dos comidas en un mismo día… «¡Qué extravagancia!», se dijo. Silbando alegremente, como un colegial, bajó la escalera para encargar la cena a madame Boncour.
Cuando se dio cuenta de lo que silbaba experimentó un ligero sobresalto. Era nada menos que:
El cuerpo de John Brown yace en la tierra,
mas su alma sigue siempre hacia delante…
Los tilos estaban en flor. Por la ventana abierta penetraba la fragancia de un árbol que había en la parte trasera de la casa. Era un perfume intenso, como el incienso. Andrews había inclinado la cabeza sobre la mesa. Tenía los ojos cerrados y una mejilla apoyada sobre el montón de papel pautado. Estaba muy cansado. Había escrito todo el primer tiempo de El alma y el cuerpo de John Brown. Sonaron las dos en el reloj del pueblo. Se levantó y miró distraídamente hacia fuera a través de la ventana abierta. Era una tarde bochornosa. Grandes nubes bajas se cernían sobre el río. El molino de la cumbre estaba inmóvil. Creyó oír la voz de Geneviève, que, como la última vez que la vio, hacía ya tanto tiempo, murmuraba: «Estoy segura de que habrías llegado a ser un gran compositor.» Se acercó a la mesa y hojeó los papeles sin mirarlos. «Habrías llegado a ser…» Se encogió de hombros. Al parecer en el año 1919 no se podía ser un buen compositor y a la vez un desertor. Probablemente, Geneviève estaba en lo cierto. Pero, de todas formas, tenía que comer.
—Es ya muy tarde —dijo madame Boncour cuando su huésped le pidió que le sirviera la comida.
—Ya sé que es muy tarde. Pero acabo de terminar la tercera parte del trabajo que estoy realizando.
—¿Cobrará mucho dinero cuando lo termine del todo? —preguntó madame Boncour, y al sonreír aparecieron los dos hoyuelos en sus anchas mejillas.
—Tal vez… algún día.
—Estará muy solo, ahora que se han marchado las Rod.
—¡Ah! ¿Se han marchado?
—¿No lo sabía? ¿No fue a despedirse? Se han ido a la playa. En fin, voy a hacerle una tortilla.
—Gracias.
Cuando madame Boncour volvió con la tortilla y unas patatas fritas, le dijo en tono misterioso:
—Últimamente no ha visitado con tanta frecuencia a las Rod.
—No.
Madame Boncour permaneció de pie a su lado, con los brazos cruzados sobre los senos, mirándole y moviendo la cabeza de un lado a otro.
Cuando vio que Andrews se levantaba para subir de nuevo a su habitación, dijo de pronto:
—¿Y cuándo piensa pagarme? Hace dos semanas que no cobro.
—Pero, madame Boncour, ya le he dicho que no tengo dinero. Si pudiese esperar uno o dos días… Estoy seguro de que recibiré un giro postal. No puede tardar más de uno o dos días.
—Esa historia está muy gastada.
—He intentado buscar trabajo en varias granjas de los alrededores.
Madame Boncour echó la cabeza hacia atrás y rió enseñando los dientes negruzcos de su mandíbula inferior.
—Escúcheme. Le doy esta semana de plazo —dijo al fin—. Entonces, o me paga o… Y le advierto que tengo el sueño muy ligero, monsieur. —Su voz adquirió de pronto el sonsonete habitual.
Andrews se precipitó hacia la escalera y se encerró en su habitación.
«Tengo que levantar el vuelo esta misma noche», se dijo. Pero ¿y si al día siguiente llegaba el giro que esperaba? Pasó la tarde atormentado por la indecisión.
Al anochecer fue a dar un paseo. Pasó junto a la casa de las Rod y vio que los postigos estaban cerrados. Casi se alegró de saber que Geneviève ya no vivía en las cercanías. Ahora su soledad era completa.
«¿Y por qué —se preguntó— en vez de escribir música, que podría haber servido de algo de no haber sido un desertor, no me esforcé en reaccionar, en tener un rasgo, no importa que hubiese sido débil o desesperado, en pro de la libertad de los demás?» Cierto que él pudo librarse del martirio, pero esto se debía en realidad a un puro azar. ¿Por qué no lucho por ayudar a los otros? Si pudiera empezar su vida otra vez…
No. Desde luego, no era digno de llamarse John Brown.
Cuando volvió al pueblo había oscurecido completamente. Estaba resuelto a esperar otro día.
A la mañana siguiente empezó a trabajar en el segundo tiempo. Sin piano, la tarea era doblemente dificultosa; no obstante, estaba decidido a anotar cuanto pudiera, ya que tal vez tardase mucho tiempo en gozar de una tranquilidad parecida para poder hacerlo.
Una noche, cuando ya había apagado la vela, se acercó a la ventana para contemplar el reflejo de la luna sobre las aguas del río. Oyó unas leves pisadas en el rellano de la escalera, al otro lado de su habitación. Crujió el entarimado, chirrió una llave en la cerradura, y los pasos se alejaron otra vez. John Andrews se echó a reír. La ventana estaba sólo a veinte pies del suelo, y abajo había un arriate. Se metió en la cama satisfecho. Tenía que procurar dormir. A la noche siguiente saltaría por la ventana y tomaría el camino de Burdeos.
A la mañana siguiente empezó a trabajar en el segundo los papeles mientras trabajaba. Afuera, el río formaba franjas pizarrosas, azules y plateadas. Las aspas del molino giraban con rapidez sobre un fondo de nubes. De vez en cuando, una ráfaga de viento llevaba hasta Andrews el aroma de los tilos. A pesar suyo, El cuerpo de John Brown se deslizaba entre sus ideas. Sentado, con un lápiz en la mano, Andrews silbó suavemente la melodía. En su interior, un gran coro parecía cantar:
El cuerpo de John Brown yace en la tierra,
mas su alma sigue siempre hacia delante…
¡Gloria! ¡Gloria! ¡Aleluya!
Mas su alma sigue siempre hacia delante.
¡Si sólo con «seguir hacia delante» pudiese uno conquistar la libertad!
Súbitamente quedó rígido. Sus manos se crisparon en el borde de la mesa.
Bajo su ventana acababa de oír una voz que murmuraba con acento americano:
—¿Crees que esa mujer nos toma el pelo, Charley?
Andrews quedó aturdido, como si acabara de caer desde lo alto de una cumbre. ¡Dios! ¿Es que podía la vida repetirse así? Creyó oír varias voces que murmuraban a su oído: «¡Vamos! Que uno de vosotros le enseñe a saludar».
Se levantó de un salto y abrió un cajón. Estaba vacío. La mujer había cogido el revólver.
«Todo estaba previsto. Lo sabía…», se dijo.
De pronto le invadió una sensación de paz.
Río abajo pasaba un bote tripulado por un hombre. El bote estaba pintado de verde. El hombre llevaba una extraña chaqueta de color castaño y tenía en la mano una caña de pescar.
Andrews volvió a su silla. Dejó de ver el bote, pero siguió viendo el molino, cuyas aspas giraban y giraban incesantemente sobre el fondo de blancas nubes.
Oyó pasos en la escalera.
Dos golondrinas pasaron gorjeando junto a la ventana, tan cerca, que Andrews pudo ver el color de las alas y sus patitas plegadas sobre el vientre grisáceo.
Llamaron a la puerta.
—Adelante —dijo con firmeza.
—Usted perdone —dijo un soldado que llevaba en la mano una gorra con una cinta—. ¿Es usted el americano?
—Sí.
—La mujer de abajo cree que sus papeles no están en regla —dijo el recién llegado con visible embarazo.
Sus miradas se cruzaron.
—No. Soy un desertor —murmuró Andrews.
El policía militar se llevó un silbato a los labios y sopló con fuerza. Un silbato parecido respondió desde el exterior, al otro lado de la ventana.
—Coja sus cosas.
—No tengo nada que coger.
—Bien. En marcha. Pase adelante, y sin correr.
Afuera, las aspas del molino seguían girando y girando sobre el fondo de blancas nubes.
Andrews se volvió hacia la puerta. El policía militar la cerró en cuanto salieron y le siguió escalera abajo.
Sobre la mesa de trabajo de John Andrews quedaron unas amplias hojas de papel con las que inmediatamente empezó a juguetear el viento.
Primero cayó una, después otra, hasta cubrir el suelo…