No, nada podría hacerme volver atrás. Ni siquiera vale la pena hablar de eso.
—Pero, muchacho, ¿te has vuelto loco? Desde luego, no estás bien de la cabeza. Un hombre solo no puede rebelarse de esta forma contra un sistema, ¿verdad, Henslowe?
Walters hablaba en tono solemne, apoyado en la mesa que había junto a la lámpara. Henslowe, sentado rígidamente al borde de una silla, asintió con los labios apretados. Andrews estaba fuera del círculo luminoso, tumbado en el lecho.
—Creo sinceramente, Andy —dijo Henslowe con voz quebrada—, que deberías seguir las indicaciones de Walters. De nada sirve el heroísmo en este caso.
—No pretendo ser un héroe, Henny —repuso Andrews, sentándose en la cama y cruzando las piernas a la manera de los sastres judíos. Luego añadió con calma—: Oíd: se trata de un asunto puramente personal. He llegado a un punto en que me tiene sin cuidado lo que pueda sucederme. Me da lo mismo morir que vivir hasta los ochenta años. Estoy harto de que me den órdenes. Ni aun llegando a los ochenta años me consideraría recompensado por tener que seguir obedeciendo. Eso es todo. Ahora, por lo que más queráis, hablemos de otra cosa.
—Pero, vamos a ver, ¿qué órdenes has tenido que obedecer desde que perteneces al Destacamento Universitario? Ni una sola. Además, es posible que acepten tu solicitud de desmovilización, y entonces…
Walters se levantó, derribando la silla que ocupaba. Se inclinó para recogerla y dijo:
—Voy a hacerte una proposición. No creo que en la oficina te hayan dado aún por desertor. Hay bastante desorden. Preséntate y di que has estado enfermo. Podrás incluso cobrar los atrasos. Nadie tendrá nada que objetar. Hablaré con el brigada, que es gran amigo mío. Trataremos de arreglarlo de un modo u otro. Pero, por lo que más quieras, no arruines tu vida por una absurda testarudez y por unas estúpidas ideas anarquistas que un hombre inteligente como tú no debió ni siquiera tener en cuenta.
—Tiene razón, Andy —dijo Henslowe en voz baja.
—No hablemos más del asunto. Ya me habéis repetido antes todo eso —dijo Andrews con aspereza. Se tumbó de nuevo en el lecho y se volvió de cara a la pared.
Siguió una larga pausa. En el patio se oyó un ruido de voces y pisadas.
—Vamos a ver, Andy —dijo Henslowe, atusándose nerviosamente el bigotillo—: Creo que tu trabajo tiene más importancia para ti que cualquier idea abstracta acerca del derecho a la libertad individual. Aun suponiendo que no te cojan (y sinceramente creo que, si eres listo, no te cogerán así como así), no tienes dinero para resistir mucho tiempo. No tienes dinero…
—¿Crees que no he pensado en todo eso? No estoy loco. He hecho con entera calma una especie de balance. Lo que ocurre, amigos míos, es que no podéis comprenderme. ¿Habéis estado alguna vez en un batallón disciplinario? ¿Habéis pasado alguna vez por el trance de que un hombre con quien estabais hablando cinco minutos antes os derribase deliberadamente de un puñetazo? ¡Qué diablos! No sabéis de lo que estáis hablando. Tengo absoluta necesidad de ser libre, cueste lo que cueste. La libertad es lo único que importa.
Andrews se hallaba tumbado boca arriba, como si hablase con el techo.
Henslowe, que se había levantado y paseaba nerviosamente por la habitación, murmuró:
—Como si alguien consiguiera en la vida ser libre…
—No pienso haceros caso. Podéis decir cuanto se os antoje, incluso filosofar. Sin duda, la mejor política para sobrevivir es la cobardía. El que más deseos tenga de vivir más cobarde ha de ser. Seguid, seguid hablando…
La voz de Andrews era estridente y excitada, y algunas veces parecía quebrarse como la de un adolescente.
—¿Qué diablos te ha sucedido, Andy? ¡Dios mío, no sabes cuánto lamento tener que separarnos así! —dijo Henslowe tras una pausa.
—Saldré bien de todo, Henny. Tal vez vaya a verte a Siria disfrazado de jeque árabe —repuso Andrews riendo nerviosamente.
—Si creyese que podía ayudarte me quedaría, pero temo que no pueda hacer nada por ti. Cada cual arregla sus asuntos a su manera, por estúpida que ésta sea. Adiós, Walters.
Walters y Henslowe se estrecharon distraídamente las manos. Luego Henslowe se acercó a la cama y le tendió la mano a Andrews.
—Bueno, amigo, prométeme que tendrás todo el cuidado que puedas. Y escríbeme a la Cruz Roja Americana en Jerusalén. Voy a estar muy preocupado por ti.
—Anímate. Todavía haremos algún viaje juntos —repuso Andrews sentándose en el lecho y estrechando la mano de su amigo.
Oyeron cómo los pasos de Henslowe se perdían en la escalera, y luego sus pisadas en el patio.
Walters acercó su silla a la cama de Andrews.
—Ahora, Andrews, hablemos de hombre a hombre. Aunque quieras arruinar tu vida, ¿has pensado que no tienes derecho a hacerlo? ¿Has pensado en tu familia? ¿Has olvidado tu patriotismo? Recuerda que en el mundo existe algo que llamamos deber.
Andrews se sentó y dijo en voz baja, furiosa y entrecortadamente:
—No sé cómo explicarte que jamás volveré a vestir un uniforme. Así pues, ¡por amor de Dios, cállate!
—Perfectamente. Haz lo que te dé la gana. Tú y yo hemos terminado —repuso Walters súbitamente indignado. Luego empezó a desnudarse en silencio. Durante un buen rato, Andrews siguió tumbado, mirando el techo. Después se desnudó, apagó la luz y se metió en la cama.
La Rué des Petits-Jardins era muy corta. Estaba situada en un barrio de almacenes. Un muro grisáceo sin ventanas impedía a un lado el paso de la luz. Al otro lado había un grupo de tres viejas casas, muy juntas unas a otras, como si las de los extremos tuviesen que sostener el techo saliente de la buhardilla de la casa del centro. Tras ellas se alzaba un edificio de vastas proporciones, con una serie interminable de ventanas oscuras. Andrews se detuvo un momento y miró alrededor. La calle estaba desierta. La tranquila calma que le rodeó desde que salió de su casa hasta que llegó a las cercanías del Panteón parecía culminar en aquel lugar, hasta transformarse en desolación. Tan grande era el silencio que pudo oír incluso el leve rumor de las pisadas de un perro que cruzaba por el otro extremo de la calle. La casa de la buhardilla era el número 8. La fachada del piso bajo había estado pintada en otro tiempo de color de chocolate. Aún podía descifrarse el siguiente letrero: Charbon, Bois, Lhomond. En la vieja ventana, junto a la puerta, se leía también: Débit de Boissons.
Andrews empujó la puerta, que cedió fácilmente. En algún rincón del interior sonó una campanilla. Debido al silencio de la calle, el ruido pareció doblemente estridente. De la pared que se hallaba frente a la puerta pendía un roto y manchado espejo en forma de estrella. Bajo éste había un banco con tres mesas de mármol. El mostrador de zinc ocupaba la tercera pared. En la cuarta había una puerta de cristales con periódicos pegados en las roturas. Andrews se acercó al mostrador. La campanilla había dejado de sonar. Esperó, sintiendo que un extraño desasosiego se apoderaba gradualmente de él. Pensó que estaba perdiendo el tiempo y que debía hacer algo por arreglar su futuro. Se acercó a la puerta de la calle, la abrió y la campanilla volvió a sonar. En el mismo instante entró un individuo por la puerta de cristales. Era un hombre grueso. Llevaba una camisa blanca, tan sucia que parecía de color castaño, unos pantalones de pana amarilla y un ancho cinturón muy ceñido a la cintura. Su rostro era fláccido y de color verdoso. Miró fijamente a Andrews con sus ojos negros semicerrados, que parecían dos largas ranuras sobre los pómulos. «Debe de ser el Chino», pensó Andrews.
—¿Qué desea? —preguntó el individuo, situándose tras el mostrador con las piernas abiertas.
—Cerveza, por favor —dijo Andrews.
—No tenemos.
—Entonces, un vaso de vino.
El hombre asintió, y sin apartar los ojos de Andrews se dirigió a la puerta por donde había entrado.
Poco después entró Chrisfield bostezando, con el cabello en desorden y restregándose un ojo con los nudillos.
—¡Hola, chico! Acabo de despertarme. Entra conmigo, Andy.
Andrews le siguió hasta una pequeña habitación llena de mesas y bancos. Atravesaron luego un corredor que olía intensamente a amoníaco y subieron por una escalera llena de suciedad y basura. Chrisfield abrió una puerta que había al final de la escalera y ambos entraron en una espaciosa habitación con una ventana que daba al patio. Chrisfield cerró cuidadosamente la puerta y se volvió sonriente hacia Andrews.
—Sinceramente, tenía mucho miedo de que no dieses con el sitio, Andy.
—Así pues, ¿es aquí donde vives?
—Sí. Somos una pandilla.
Todo el mobiliario de la habitación estaba constituido por una cama de grandes proporciones sin ropa alguna. En ella dormía un hombre vestido de uniforme y envuelto en una manta.
—Dormimos tres en esa cama.
—¿Quién está ahí? —gritó el que estaba acostado, sentándose súbitamente.
—No te preocupes, Al. Es un amigo —murmuró Chrisfield—. Se ha quitado el uniforme.
—¡Caray, pues sí que tiene arrestos! —exclamó Al.
Andrews le miró con acritud. Tenía la cabeza envuelta en una especie de toalla en la que se veían manchas de sangre seca. Llevaba un brazo en cabestrillo y la mano vendada. Al apoyar lentamente la cabeza sobre la almohada no pudo evitar una mueca de dolor.
—¡Diablos! ¿Qué te pasa? —preguntó Andrews.
—Quise coger un tren en marcha, en Marsella.
—Para lo cual hace falta práctica —dijo Chrisfield, que estaba sentado en la cama quitándose los zapatos—. Me vuelvo a la cama, Andy. Estoy muerto de cansancio. Me pasé toda la noche cargando coles en el mercado… Allí al menos le dan a uno trabajo, pagan y no hacen preguntas.
—¿Un cigarrillo? —dijo Andrews sentándose al pie de la cama y tirándole uno a su amigo—. ¿Quieres fumar? —preguntó luego dirigiéndose a Al.
—No. Me sería imposible. Esta mano me trae loco. Me la aplastó una rueda. Tuve que cortar con la navaja de afeitar lo poco que quedaba del dedo meñique.
Andrews observó que por la mejilla del muchacho resbalaban gruesas gotas de sudor.
—¡Cristo! Ese chico está pasando lo suyo, Andy —dijo Chrisfield—. Tuvo miedo de llamar a un médico, y nosotros no sabíamos qué hacer…
—Me lo lavé con alcohol puro. Al menos no está infectado. Espero que todo vaya bien.
—¿De dónde eres, Al? —preguntó Andrews.
—De San Francisco. ¡Oh! Voy a intentar dormir. Hace cuatro noches que no he pegado un ojo.
—¿Por qué no tomas un somnífero?
—Estamos sin blanca, Andy.
—Si tuviéramos dinero viviríamos como los propios reyes —dijo Al con una risita nerviosa.
—Mira, Chris —dijo Andrews—, voy a hacerte una proposición. Tengo quinientos francos. Te ofrezco la mitad.
—¡Por todos los santos del cielo, chico, no bromees con estas cosas!
—Aquí tienes. Doscientos cincuenta. No es tanto como parece.
Andrews le tendió cinco billetes de cincuenta francos.
—Y tú, ¿cómo has llegado á esa situación? —preguntó Al volviéndose hacia Andrews.
—Me escapé una noche de un batallón disciplinario. Eso es todo.
—Cuéntame, amigo. Cuando hablo no me doy tanta cuenta del dolor. Por mi parte, estaría en casita de no haber sido una taberna de Alsacia. Y, a propósito, ¿verdad que la cofia que llevan allí las mujeres les favorece mucho? Cada vez que veía una me quedaba con la boca abierta. El caso es que volvía de Grenoble, donde estuve con permiso, y decidí pasar por Estrasburgo. ¡Estupendo lugar! Mi destacamento estaba en Coblenza. Allí conocí a Chris. En Estrasburgo armamos un jaleo de mil demonios. Un día entré en una taberna y… Bueno, la verdad es que aquél es un país encantador. Tan pintoresco como los lugares de los que hablaban con nostalgia unos italianos amigos de mi familia a quienes de niño me gustaba escuchar. Bueno, en aquella taberna encontré a una muchacha. Dijo que estaba allí porque buscaba a un hermano que se había alistado en la Legión Extranjera… —Andrews y Chrisfield se echaron a reír—. ¿De qué os reís? —dijo con voz alterada—. Os juro que me casaré con ella si salgo de esto. Es la chica más buena que he conocido en mi vida. Era camarera de un restaurante, y cuando no estaba de servicio vestía a la alsaciana. ¡Qué diablos! Me quedé allí. Cada día pensaba marcharme al día siguiente, pero… La guerra había terminado, y yo ya no servía para nada. ¿Por qué no vivir mi propia vida? Así siguieron las cosas hasta que un día la policía militar llegó a Estrasburgo para hacer limpieza. Salí a escape, y, ¡por Cristo!, me parece que no podré volver más.
—Oye, Andy —dijo Chrisfield de pronto—, ¿vamos a buscar algo para beber?
—Bien.
—Al, ¿quieres que te traiga algo de la farmacia?
—No. Pienso seguir haciendo lo mismo que hasta ahora: permanecer tumbado y lavar la herida con alcohol para que no se infecte. Además, hoy es primero de mayo y creo que hacéis mal en salir. Pueden cogeros. Dicen que habrá jaleo.
—Es cierto. Olvidé la fecha —dijo Andrews—. Quieren declarar la huelga general para protestar de la guerra con Rusia.
—Me han dicho —le interrumpió Al con voz chillona— que se prepara una revolución.
—Vamos, Andy —dijo Chris desde la puerta.
En la escalera, Andrews sintió que Chrisfield le cogía de un brazo con rudeza. Después murmuró a su oído:
—Andy, tú eres el único que lo sabe. Ya sabes a lo que me refiero. Tú y el sargento. No digas nada… No quiero que los muchachos puedan siquiera sospecharlo.
—Bien, Chris, haré lo que dices. Pero ¡por todos los diablos!, no te acobardes así. No eres el único hombre que ha matado a un…
—Cállate, ¿quieres? —dijo Chrisfield bruscamente.
Bajaron la escalera en silencio. En la habitación que había junto al bar vieron al Chino leyendo un periódico.
—¿Es francés? —preguntó Andrews.
—Nadie conoce su nacionalidad. Pero apuesto cualquier cosa a que no es de nuestra raza —dijo Chris—. En todo caso, es honrado.
—¿Sabe lo que pasa por ahí? —preguntó Andrews en francés, dirigiéndose al Chino.
—¿Dónde? —repuso el Chino levantándose y mirando a Andrews de reojo.
—Por ahí, por las calles de París, en todas partes en donde pueda la gente moverse libremente y hacer de las suyas. ¿Qué opina de la revolución?
El Chino se encogió de hombros.
—Todo es posible —murmuró.
—¿Cree sinceramente que en el transcurso de un día puedan vencer al Gobierno y al Ejército?
—¿De quién estás hablando? —preguntó Chrisfield.
—Del pueblo, Chris. De la gente, de las personas vulgares que, como tú y como yo, están cansadas de recibir órdenes, de ser manejadas por otras personas tan vulgares como ellas pero que han tenido la suerte de situarse mejor en la vida.
—¿Sabéis lo que haré cuando llegue el momento de la revolución? —murmuró inesperadamente el Chino con entusiasmo, dándose un golpe en el pecho—. Pues correr hacia una de esas grandes joyerías de la Rué Royale, robar lo que pueda y volver a casa con los bolsillos llenos de brillantes.
—¿Qué lograría con ello?
—¿Que qué lograría? De momento los escondería en el patio. Los enterraría. No tardaría en llegar un día en que me hicieran falta. ¿Sabéis lo que significa esa revolución de que habláis? Pues un nuevo régimen. Y cuando cambia un régimen siempre existe la posibilidad de comprar a los hombres con brillantes. El mundo es así.
—De nada valdrán entonces los brillantes. Sólo el trabajo ha de valer.
—Ya lo veremos —dijo el Chino.
—¿Crees que puede ser verdad tanta belleza, Andy? Una revolución… El fin del Ejército… Recobrar nuestra personalidad de paisanos… Me parece imposible. No podemos cambiar el régimen, Andy.
—Muchos regímenes se han hundido antes de ahora. El caso puede repetirse una vez más.
—Frente a la Gare de l’Est luchan con la Guardia Republicana —dijo el Chino con voz inexpresiva—. ¿Por qué salís? Mejor será que volváis arriba. Nunca se sabe lo que la policía puede hacer…
—Dame dos botellas de vino blanco —dijo Chrisfield.
—¿Cuándo lo pagarás?
—Ahora mismo. Este amigo acaba de darme cincuenta francos.
—Rico, según veo —murmuró el Chino mirando a Andrews. En su voz vibraba el odio—. A este paso pronto daréis al traste con el dinero. Esperad aquí.
Se dirigió al bar, cerrando la puerta cuidadosamente tras de sí. Se oyó el tintinear de la campanilla y un rumor de voces y pisadas. Andrews y Chrisfield se refugiaron en el oscuro corredor, en donde permanecieron durante un buen rato esperando. La atmósfera olía desagradablemente a yeso húmedo y a vino corrompido. El Chino regresó al fin con tres botellas en la mano.
—Tenías razón —dijo dirigiéndose a Andrews—. Están levantando barricadas en la Avenue Magenta.
En la escalera vieron a una muchacha que barría. Llevaba un pañuelo azul en la cabeza, anudado bajo la barbilla, del cual salían mechones de su desordenada cabellera. Tenía la cara gruesa y unos magníficos colores. Chrisfield se acercó a ella y la besó al pasar.
—La llamamos Cara de Perro —explicó Andrews—. Es la que limpia esto. Ayer casi me peleo con Slippery por culpa de ella. ¿Verdad, Slippery?
Andrews había entrado en la habitación siguiendo a Chrisfield. En el alféizar de la ventana había un hombre fumando. Vestía uniforme de teniente, llevaba las polainas muy bien lustradas y fumaba en una larga boquilla de ámbar. Tenía las uñas muy cuidadas y pintadas de color rosa.
—Éste es Slippery, Andy —dijo Chrisfield—. Te presento a un antiguo camarada, Slippery. Fuimos compañeros durante bastante tiempo, ¿verdad, Andy?
—Y que lo digas.
—Veo que te has quitado el uniforme —dijo Slippery—. Me parece una estupidez. ¿Y si te cogen?
—Todo eso ha pasado a la historia. Además, no voy a permitir que me cojan así como así.
—Traemos vino —dijo Chrisfield.
Slippery había sacado unos dados del bolsillo y los arrojó pensativamente al suelo.
—¿Nos jugamos una botella, Chris? —dijo.
Andrews se acercó a la cama donde Al, con la cara muy roja y la boca crispada, se agitaba inquieto.
—¡Hola! —murmuró Al—. ¿Qué noticias hay?
—Dicen que han levantado barricadas junto a la Gare de l’Est. La cosa promete…
—Así lo espero. ¡Qué demonios! ¡Ojalá hicieran aquí algo por el estilo de lo que hicieron en Rusia! En tal caso, todos seríamos libres. Claro que tardaríamos en volver a la patria, pero perderíamos de vista a los policías militares que nos persiguen como a criminales. Voy a sentarme para charlar mejor —añadió Al riendo histéricamente.
—¿Quieres echar un trago? —preguntó Andrews.
—Puede que me siente bien. Gracias. —Bebió ansiosamente de la botella, derramando un poco de líquido sobre la barbilla.
—¿También estás herido en la cara, Al?
—No. Son unos rasguños nada más. La piel un poco levantada. Supongo que debo de estar precioso. Pero, dime, ¿has estado alguna vez en Estrasburgo?
—No.
—Aquello sí que es estupendo. Y las chicas vestidas de aquel modo… Es para volverse loco.
—Eres de San Francisco, ¿verdad?
—Sí.
—Tal vez conozcas a un chico que fue compañero mío en el campamento de instrucción. Era de San Francisco, y se llamaba Fuselli.
—¿Que si le conozco? ¡Por todos los santos del cielo, si es el mejor amigo que he tenido en la vida! ¿Sabes dónde se encuentra ahora?
—Le vi aquí en París hace dos meses.
—¡Por vida de…! ¡Ésa sí que es buena! —exclamó Al con excitación—. ¿Conque conociste a Dan en el campamento de instrucción? Hace un año que no sé nada de él. Acababan de nombrarle cabo. Dan es un chico inteligente y ambicioso, uno de esos hombres que se abren siempre camino en la vida. ¡Cielos! No me gustaría verle en la situación en que yo me encuentro. En otro tiempo, en San Francisco, estábamos siempre juntos. Me decía que triunfaría en la vida mucho antes que yo. Y tenía razón. Aseguraba que las mujeres serían mi perdición. ¿Sois buenos amigos?
—Sí. Recuerdo que me hablaba de un compañero suyo llamado Al. Me contó que solíais ir de noche al puerto para ver cómo los grandes transatlánticos pasaban por la Golden Gate. Él te decía que cuando tuviese dinero vendría a Europa en uno de ellos.
—Por eso me acordé tanto de él en Estrasburgo —le interrumpió Al excitadísimo—. Es tan pintoresco aquel país… Te aseguro que hice todo lo posible por triunfar en el Ejército. ¿Sabes lo único que he conseguido? Un pobre destino en las oficinas del regimiento. Dan, en cambio… ¡Caray!, puede que sea oficial.
—No, no es oficial —dijo Andrews—. Oye, creo que, dado el estado de tu mano, deberías procurar no moverte tanto.
—¡Al diablo con mi mano! Cuanto menos me preocupe de ella, antes sanará. El caso es que resbalé del estribo en el mismo momento en que soltaban un vagón para hacer maniobras, el mismo en el que yo había subido. Claro que tengo que alegrarme de que no me aplastara. Pero cuando pienso que de no haber hecho el tonto con aquella chica estaría en estos momentos en mi casa…
—Dice el Chino que han puesto barricadas en la Avenue Magenta.
—Eso promete, chico…
—¡Qué diablos ha de prometer! —exclamó Slippery, que estaba sentado en el suelo, junto a la ventana, jugando a los dados con Chrisfield—. Un solo tanque y unos cuantos senegaleses ceñudos harán correr a vuestros pobres socialistas hasta Dijon. Tendríais que tener más sentido común, muchachos. —Se levantó y se acercó a la cama, agitando los dados en su mano cerrada—. Se necesita algo más que unos cuantos socialistas pagados por los boches para acabar con el Ejército. De no ser así, ¿creéis que no habríais terminado con él hace tiempo?
—Callad un momento. He oído algo —dijo Chrisfield de pronto, acercándose a la ventana. Todos contuvieron la respiración. Al se agitó inquieto y la cama crujió—. No ha sido nada —añadió Chrisfield—. Creí haber oído cantar.
—¡La Internacional! —gritó Al.
—¡Silencio! —dijo Chrisfield en voz baja y brusca.
En la escalera se oyeron unos pasos.
—Es Smiddy —dijo Slippery, y volvió a arrojar los dados al suelo.
La puerta se abrió lentamente y entró un individuo cargado de espaldas, de larga cara y dientes largos.
—¿Quién es ese francés? —preguntó sorprendido, con una mano apoyada aún en el picaporte.
—No tienes por qué preocuparte, Smiddy —dijo Slippery—. Es un amigo de Chris. Se ha quitado el uniforme.
—¡Hola, amigo! —murmuró Smiddy estrechando la mano de Andrews—. ¡Por vida de…! Pareces un francés.
—Me alegro —dijo Andrews.
—Puedes cargártela con todo el equipo —dijo Smiddy entrecortadamente—. ¿Recordáis a Gus Evans y a aquel chico de cabello negro que siempre iba con él? Les han echado el guante. Los he visto con unos policías militares en la plaza de la Bastilla. Un muchacho que durmió conmigo bajo un puente la noche pasada me ha dicho que van a limpiar de desertores toda la ciudad de París. Aunque tengan que registrar casa por casa.
—Pues si vienen aquí se encontrarán con algo que no esperan —murmuró Chrisfield.
—Yo me voy a Niza. Aquí las cosas se están poniendo feas —dijo Slippery—. Tengo una orden de traslado en el bolsillo.
—¿Cómo la conseguiste?
—Fue muy sencillo —repuso Slippery encendiendo un cigarrillo y lanzando con afectación una bocanada de humo—. Tropecé con un teniente en el Bar del Holandés. Nos emborrachamos y salimos con dos chicas amigas mías. Me desperté muy temprano, y ahora me encuentro con cinco mil francos, un permiso y una pitillera de plata. Entretanto, por ahí andará el teniente J. B. Franklin explicando que una ramera le robó cuanto llevaba encima. O tal vez crea más prudente callar. Al menos, eso es lo que yo haría en su caso.
—¡Por todos los diablos! No comprendo cómo puedes salir con un individuo, beber con él y luego robarle —dijo Al desde la cama.
—No veo que exista tanta diferencia entre eso y ganarle los cuartos jugando a los dados.
—Pero…
—Supón que él hubiese sabido que yo no era sino un infeliz soldado raso. ¿Crees que no me hubiese entregado inmediatamente a la policía militar?
—No, no lo creo —repuso Al—. Tienen tanto miedo como tú y como yo de meterse en un lío, pero no entregan a uno a la policía porque sí. Ha de existir una causa.
—¡Eso es una condenada mentira! —gritó Chrisfield—. Les gusta tiranizarnos. Un soldado no es para ellos más que un perro. Dispararían sin contemplaciones sobre cualquiera de ellos lo mismo que sobre un negro.
Andrews, que observaba el rostro de Chrisfield, vio que éste enrojecía de pronto. En sus ojos se reflejaba el miedo.
—Entre la oficialidad pasa lo mismo que entre los soldados. No todos son iguales —insistió Al.
—¿Por qué no dejáis de discutir, idiotas —gritó Smiddy—, y pensamos en lo que vamos a hacer? En mi opinión, aquí ya no estamos seguros.
Todos guardaron silencio.
Chrisfield dijo al fin:
—¿Tú qué vas a hacer, Andy?
—¡Qué sé yo! Tal vez vaya a St. Germain a preguntarle a un muchacho que conozco si estaré a salvo trabajando allí. En todo caso, no pienso quedarme en París. Además tengo que ver a una chica. Tengo que verla —repitió Andrews. De pronto se levantó y comenzó a pasear por la habitación.
—Sería mejor que tengas cuidado. Si te echan el guante te fusilan sin contemplaciones —dijo Slippery.
Andrews se encogió de hombros.
—Preferiría eso a que me enviaran a Leavenworth por veinte años. ¡Por Dios que es cierto lo que digo! —gritó Al.
—Vamos a ver. ¿Aquí cómo se come? —preguntó Slippery.
—Compramos comida y Cara de Perro nos la guisa.
—¿Tenéis algo para el mediodía?
—Yo saldré a ver lo que encuentro —dijo Andrews—. Para mí es menos arriesgado salir.
—Toma, aquí tienes veinte francos —dijo Slippery dándole a Andrews un billete.
Chrisfield siguió a Andrews hasta la escalera. Al llegar al corredor, puso una mano sobre el hombro de su amigo y dijo:
—Oye, Andy, ¿crees de veras en toda esa historia de la revolución? Nunca pensé que fuese posible derrocar a un régimen constituido.
—Ya lo hicieron en Rusia.
—Pero, en tal caso, todos seríamos paisanos otra vez, libres como antes de ser movilizados. Es imposible, Andy, es imposible…
—Ya veremos —dijo Andrews abriendo la puerta que daba al bar.
Nervioso, se acercó al Chino, cuya cabeza asomaba tras la hilera de botellas colocadas sobre el mostrador.
—¿Cómo van las cosas?
—¿Dónde?
—En la Gare de l’Est, donde levantaron las barricadas.
—¡Barricadas! —gritó un muchacho que llevaba una faja roja y bebía sentado ante una mesa—. Han roto las vallas de hierro que rodean a los árboles. Si a eso le llamáis barricadas… ¡Cobardes! Eso es lo que son. Cuando la policía carga sobre ellos, corren como conejos. ¡Cochinos cobardes!
—¿Crees que sucederá algo?
—¿Qué puede suceder con ese hatajo de cobardes?
—Y a usted, ¿qué le parece? —preguntó Andrews volviéndose hacia el Chino.
Éste movió la cabeza sin contestar.
Andrews salió a la calle.
Cuando volvió encontró únicamente a Al y Chrisfield. Éste paseaba de un lado a otro de la habitación, mordiéndose las uñas. En la pared, frente a la ventana, había un espacio cuadrado bañado de sol.
—Vamos, Chris, márchate. Me encuentro muy bien —decía Al con voz débil y lastimera. Su rostro estaba contraído por el sufrimiento.
—¿Qué pasa? —preguntó Andrews, dejando a un lado un pesado paquete.
—Slippery acaba de ver a un policía militar husmeando frente a la taberna.
—¡Cielos!
—Todos se han ido. Pero Al está demasiado enfermo. Te juro que me quedaría gustosamente contigo, Al.
—No. Si sabes de algún sitio en donde refugiarte, vete, Chris. Yo me quedo con Al. Si sube un policía hablaré con él en francés. Veremos la manera de engañarle —dijo Andrews, que se sintió de pronto valiente y animado.
—Te juro que me quedaría contigo de buena gana. Si no fuese por aquel sargento que está enterado de… —dijo Chrisfield nerviosamente.
—Vete, Chris. Tal vez no haya tiempo que perder.
—Adiós, Andy —dijo Chrisfield, y se marchó.
—Es curioso, Al —dijo Andrews sentándose en el borde del lecho y abriendo el paquete de comida—. Ya no tengo miedo. Creo que es ahora cuando verdaderamente me he librado del Ejército. ¿Cómo va esa mano?
—No sé… Quisiera de todo corazón estar en Coblenza con mi regimiento. No estoy hecho para estos jaleos. ¡Si al menos estuviese Dan con nosotros! Es curioso que seas amigo de Dan. Él sabría encontrar mil maneras de salir del mal paso en que estamos metidos. En todo caso, me alegro de que no esté. Se metería conmigo por no haber sabido prosperar. ¡Dan es tan ambicioso!
—No es tan fácil prosperar en el Ejército, Al —dijo Andrews lentamente.
Ambos guardaron silencio.
Del patio no llegaba el menor ruido. Sólo oía el rumor lejano de un destacamento de caballería que cruzaba la calle.
El cielo se había ido nublando, y la habitación había quedado a oscuras. El yeso de la molduras, al caer de las paredes, había dejado en ellas unas manchas que en aquellos momentos tenían reflejos verdosos. La claridad procedente del patio era también verdosa y daba sus rostros una palidez de muerte. Tenían el aspecto de dos personas que se hubiesen pasado muchos días encerrados entre las húmedas paredes de una prisión.
—Fuselli tenía una novia que se llamaba Mabe, ¿verdad? —preguntó Andrews.
—Sí. Se casó con un reservista de la Armada. Fue una boda magnífica —repuso Al.