I

Entrechocaban los cubos de basura que, destapados, iban siendo colocados uno a uno en el interior del camión. La atmósfera estaba saturada de polvo y de un desagradable olor a cosas putrefactas, mientras los hombres seguían su faena. De pie, con las piernas abiertas y la culata del fusil apoyada entre ellas, había un centinela. La niebla matinal era espesa y baja y ocultaba las ventanas de la parte alta del hospital. De la puerta junto a la que se alineaban los cubos de basura salía un penetrante olor a ácido fénico. Cuando el último cubo de basura estuvo en el camión, el centinela y los cuatro prisioneros subieron a éste y se acomodaron como mejor pudieron entre los cubos, de los que salían cenizas, trozos de vendas manchados de sangre y restos de comida podrida. El camión se dirigió al horno crematorio a través de las calles de París, que brillaban alegres a aquella hora de la mañana.

Los prisioneros no llevaban guerrera. Sus camisas y sus pantalones estaban manchados de grasa y de basura. Llevaban en las manos guantes de lona bastante rotos. El centinela era un muchacho de tez sonrosada y expresión tímida, que sonreía siempre como queriendo pedirles perdón; al parecer hallaba bastante complicada la tarea de conservar el equilibrio cada vez que el camión volvía una esquina.

—¿Cuántos días puede durar esta faena, Happy? —preguntó un muchacho de claros ojos azules, tez blanca y cabello rojo y rizado.

—Que me ahorquen si lo sé, «Chico». Pero supongo que tantos días como se les antoje —dije el que se hallaba a su lado, un hombre de cuello de toro, cara de boxeador y mandíbulas fuertes y salientes. Luego miró un momento al muchacho que estaba a su lado y añadió con una mueca de sorpresa—: Pero, «Chico», ¿quién te ha metido aquí? Es como si te hubiesen sacado de lo cuna.

—Robé un «Ford» —respondió alegremente el muchacho.

—¡Diablos! ¿Eso hiciste?

—Sí, y lo vendí después por quinientos francos.

Happy se echó a reír, teniendo que agarrarse a un cubo lleno de ceniza para no salir despedido del camión, que seguía dando saltos.

—¿Qué te parece, centinela? —gritó—. No está mal, ¿verdad?

El centinela lanzó una carcajada.

—No me enviaron a Leavenworth porque era demasiado joven —continuó diciendo el muchacho tranquilamente.

—¿Qué edad tienes, «Chico»? —preguntó Andrews, que se apoyaba en el asiento del conductor.

—Diecisiete años —repuso el muchacho sonrojándose y bajando los ojos.

—¡Lo que habrás tenido que mentir para conseguir entrar en el maldito Ejército! —exclamó el conductor con voz profunda, sacando un poco la cabeza y lanzando un salivazo de jugo de tabaco.

El chófer frenó de pronto. Los cubos de basura chocaron entre sí.

—¡Vamos, ten cuidado! —se quejó el «Chico»—. Por poco me rompo una pierna.

El chófer lanzó una larga serie de juramentos.

—¡Así revienten todos esos cochinos franceses, que parecen que van por la calle durmiendo y mirando a las musarañas! ¿Por qué no se quitarán de en medio? Vamos, Happy, baja y dale a la manivela.

—Creo que sería una suerte romperse una pierna o cualquier otra cosa. ¿No te parece, «Canijo»? —dijo en voz baja el cuarto prisionero.

—Para salir de este batallón disciplinario hace falta algo más que una pierna rota, Hoggenback. ¿Verdad, centinela? —dijo Happy subiendo otra vez al camión.

El vehículo se puso de nuevo en marcha, dejando tras de sí una estela de polvo y ceniza y un horrible hedor a basura. Andrews se dio cuenta de que avanzaban por los quais, bordeando el río. El pálido sol y las brumas de la mañana daban a Notre-Dame un tono rosado como el de las lilas en flor. Andrews la miró fijamente durante un momento. Luego apartó los ojos. Se sentía muy lejos de todo aquello, como el hombre que desde el fondo de una zanja contempla las estrellas.

—Mi camarada fue enviado a Leavenworth por cinco años —dijo el «Chico» tras un rato de silencio, durante el cual oyeron el ruido de los cubos de basura en el interior del camión, que saltaba sobre el empedrado.

—Supongo que te ayudaría a robar el «Ford», ¿verdad? —dijo Happy.

—Nada de eso. Vendió un tren de municiones. Era ferroviario. Por ser masón sólo le condenaron a cinco años.

—Creo que cinco años en Leavenworth bastan para acabar con cualquiera —gruñó Hoggenback ceñudamente. Era un hombre moreno y de anchos hombros. Trabajaba siempre con la cabeza muy erguida.

—Nos conocimos en París. Estábamos en el Olimpia un día que se armó un jaleo de mil demonios, y allí fue donde nos echaron el guante. Nos llevaron a la Bastilla. ¿Habéis estado en la Bastilla?

—Yo sí —dijo Hoggenback.

—No es una broma que digamos, ¿verdad?

—¡Cristo! —exclamó Hoggenback enrojeciendo de cólera. Volvió la cabeza para mirar a los paisanos que cruzaban rápidamente las calles, los camareros que en mangas de camisa limpiaban las mesas de los cafés y a las mujeres que empujaban carretones llenos de verdura de brillantes colores.

—Creo que lo que estamos pasando no puede compararse con nada —dijo Happy—. Para nosotros sería mejor que la guerra no hubiese terminado. Nos enviarían a las trincheras. Todo mejor que esto.

—Daos prisa —gritó el conductor, deteniendo el camión junto a un asqueroso patio lleno montones de basura—. No podemos quedarnos aquí todo el día. Aún he de hacer cinco viajes.

El centinela bajó y se quedó muy tieso, mirándolos con expresión severa. Sin duda temía que hubiese un oficial por los alrededores. Los prisioneros empezaron a vaciar los cubos de basura, aspirando el fétido olor y casi sintiendo los labios un acre sabor a cenizas.

La atmósfera, en la casucha que servía de comedor, estaba cargada y saturada del humo procedente de la cocina que había a un extremo. Los soldados pasaban junto al mostrador, llevando en la mano las cazuelas, donde les servían el rancho. De vez en cuando se paraba uno más la cuenta para pedir con voz suplicante un aumento de ración. Luego se sentaban cerca unos otros ante unas largas y toscas mesas de madera llenas de manchas de grasa y de café. En aquellos momentos, las mesas estaban todavía húmedas a causa de una reciente limpieza. Andrew se había sentado al extremo de un banco, junto a la puerta por la cual se entreveía la semioscuridad del exterior. Comía despacio. Él mismo se sorprendía de poder comer, saboreando incluso el rancho grasiento, y de la resignación con que, aun a pesar de sí mismo, lo acataba todo. Hoggenback estaba a su lado.

—Es curioso —dijo Andrews—. No es tan malo como yo imaginaba.

—¿Te refieres a nuestro batallón? —repuso Hoggenback—. Lo cierto es que uno se acostumbra a todo. Ésa es la gran verdad que nos enseña el Ejército.

—La gente halla más cómodo conformarse con las cosas que hacer un esfuerzo por cambiarlas.

—Tienes mucha razón. ¡Maldita sea! ¿Me das un cigarrillo?

Andrews le dio uno. Se levantaron y salieron al exterior llevando sus cazuelas, que lavaron en un recipiente lleno de agua grasienta en la que flotaban trozos de comida por entre una espuma espesa. Hoggenback dijo de pronto, en voz baja:

—Así son las cosas, muchacho. Supongo que algún día se ajustarán las cuentas. ¿Eres religioso?

—No.

—Ni yo tampoco. En mi familia todos han tenido su religión particular. Mi padre, y antes que él mi abuelo, se suicidaron. Y es que llega un momento en que ya no se puede tragar más bilis.

—Desde luego, Hoggenback —dijo Andrews. Ambos se dirigieron al cuartel.

—¡Maldita sea! —gritó Hoggenback—. Llega un día en que ya no se puede más, y en que ya no consuela renegar. En ese momento se vuelve uno loco y no sabe lo que hace.

Alzó la cabeza y entró lentamente en el cuartel.

Andrews se apoyó en un muro y contempló el cielo. Intentaba casi desesperadamente meditar, atar algunos cabos de su vida en aquel pequeño intervalo de la pesadilla. Al cabo de cinco minutos, y a un toque de corneta, tendría que entrar también en el cuartel. Pensó en una canción, y mentalmente la entonó durante unos momentos. Pero cuando recordó dónde la había oído la rechazó con desagrado de su imaginación.

Es la sonrisa lo que te hace dichoso

Es la sonrisa lo que te hace infeliz.

Era casi oscuro. Dos hombres se acercaban andando despacio.

—Sargento, ¿puedo hablarle? —murmuró un voz. El sargento asintió—. Hay dos muchachos que piensan escapar…

—¿Quiénes son? Recuerda que si intentas engañarme será peor para ti.

—Surley y Watson. Los oí hablar de eso el retrete.

—¡Estúpidos!

—Decían que prefieren la muerte a seguir aquí.

—¿Conque ésas tenemos?

—No hable tan fuerte, sargento. Nadie se beneficiaría si me oyesen. Y ahora, dígame, sargento —la voz se hizo lastimera, suplicante—, ¿cree que casi he cumplido ya mi condena?

—¿Cómo quieres que yo lo sepa? No es asunto mío.

—Pero, sargento, en otro tiempo presté servicios en las oficinas de mi batallón. ¿No hace falta nadie en las de éste?

Andrews entró en el cuartel. Estaba furioso. Silenciosamente se desnudó y se metió en cama.

Hoggenback y Happy hablaban cerca de él.

—No te preocupes —decía el primero—. Cualquier día le echarán el guante a ese canalla.

—¿Quién se atrevería? En el campamento aquel estaban todos tan asustados que saltaban si alguien los tocaba en el hombro. Es la disciplina. Lo que yo siempre digo: llega un momento en que no se puede aguantar más.

Andrews siguió silencioso, escuchando la charla de los otros dos. Le dolían los músculos a causa del trabajo realizado durante el día.

—Me han dicho que le juzgó un consejo de guerra —prosiguió Hoggenback—. ¿Sabes cuál fue la sentencia? Pues retirarle media paga. Era comandante.

—¡Dios! Cuando salga de este maldito Ejército me volveré loco de alegría —dijo Happy.

Hoggenback le interrumpió:

—Olvidarás los malos ratos y dirás a todos que lo pasaste muy bien.

Andrews oyó el sonido burlón de una corneta en el exterior, un ruido capaz de ensordecer a cualquiera. La voz de un sargento gritó: «¡Silencio!» desde un extremo del cuartel, y todas las luces se apagaron. Inmediatamente escuchó Andrews la pesada respiración de los que ya dormían. Siguió despierto en medio de la oscuridad. Su cuerpo parecía latir al compás monótono del trabajo que realizó aquel día. Creía escuchar aún el tono suplicante de aquel muchacho que en la penumbra había hablado al sargento.

«¿Será posible que yo caiga tan bajo?», se preguntó.

Cuando salía del retrete, Andrews oyó una voz que decía suavemente:

—«Canijo»…

—Dime —respondió.

—Acércate. Quisiera hablar contigo. —Era la voz del «Chico». En la maloliente casucha donde estaban instalados los retretes no había luz. Oyeron en el exterior cómo canturreaba el centinela, mientras paseaba de un lado a otro frente a la puerta del cuartel.

—¿Quieres que seamos camaradas, «Canijo»?

—Claro —contestó Andrews.

—¿Crees que hay posibilidad de escapar?

—Muy pocas —dijo Andrews.

—¿Por qué no será posible que demos un grito y nos veamos fuera de aquí?

Ambos se echaron a reír. Andrews puso una mano en el brazo del muchacho.

—«Chico», es un asunto peligroso y arriesgado. Por correr un riesgo me veo hoy encerrado aquí. No quiero empezar otra vez. Si te cogen te considerarán desertor, lo que significa a su vez veinte años o toda la vida en Leavenworth. Y eso es el fin.

—¿Y qué otra cosa es este infierno?

—No sé, pero un día u otro nos soltarán.

—¡Sss, sss!

De pronto el «Chico» puso su mano sobre la boca de Andrews. Ambos se quedaron rígidos. Podían oír claramente los latidos de sus corazones.

En la grava del exterior sonó un ligero rumor de pisadas. El centinela se paró para saludar. Los pasos se perdieron en la distancia, y el centinela volvió a canturrear.

—Por hablar como nosotros hacemos ahora metieron a uno en chirona, incomunicado, por un mes —murmuró el «Chico».

—Pero, «Chico», te aseguro que no tengo ánimo ni para pensar en un plan.

—Claro que sí, «Canijo». Tú y yo somos más listos que todos los otros juntos. ¡Cristo! No pueden tratarnos como a perros, siendo inteligentes como somos. Escucha: si algún día salgo de aquí haré carrera escribiendo guiones cinematográficos. Quiero llegar muy lejos, «Canijo».

—Pero, «Chico», si te escapas no podrás volver nunca a los Estados Unidos.

—¿Y eso qué importa? El mundo no termina en Nueva Rochelle. En Italia también hacen películas, ¿no es verdad?

—Seguramente. Anda, vámonos a dormir.

—Bueno. Pero que conste, «Canijo», que desde hoy somos camaradas.

Andrews sintió que la mano de su amigo le apretaba el brazo.

En el recinto oscuro y mal ventilado, tumbado en su camastro y teniendo otros dos sobre el suyo, Andrews permaneció despierto durante un buen rato, escuchando los ronquidos de los que le rodeaban. Su cabeza era un hervidero de ideas, pero tan intensa era su desesperación que sólo sabía fruncir el ceño, morderse los labios, mover la cabeza de un lado a otro de la guerrera doblada que le servía de almohada y seguir escuchando con atención la fuerte respiración de los que dormían en torno suyo.

Cuando al fin logró quedarse dormido, soñó que estaba a solas con Geneviève Rod en el salón de conciertos de la Schola Cantorum, y que él se esforzaba en tocar al violín una pieza para ella. La música escapaba, huía de su mente, en la agonía de recordar se le saltaban las lágrimas, que resbalaban por sus mejillas. Después tomaba a Geneviève en sus brazos y la besaba, la besaba… hasta darse cuenta de que no era a ella a quien besaba, sino a una tabla de madera, una madera en la que había un rostro dibujado, un rostro de ancha frente, grandes ojos de color castaño claro y labios finos y pequeños. Entretanto, un muchacho, que era como una mezcla de Chris y del «Chico», repetía a su lado que huyese, porque se acercaba un policía militar. Loco de terror, se desplomó entonces en su asiento, con una botella en la mano, oyendo a sus espaldas cómo una voz desagradable cantaba así:

Es la sonrisa lo que te hace dichoso

Es la sonrisa lo que te hace infeliz.

Le despertó un toque de corneta. Se sentó tan sobresaltado que su cabeza tropezó con el camastro situado sobre el suyo. El dolor le hizo echarse hacia atrás con un gesto infantil. Se vistió apresuradamente para llegar a tiempo de la lista, pero cuando vio que el rancho no estaba listo aún y que los hombres se agrupaban junto a la cocina, moviendo los pies impacientes y haciendo entrechocar sus cazuelas a la temprana claridad de la fría mañana de primavera, sintió un alivio intenso. Se dio cuenta de que estaba junto a Hoggenback.

—¿Cómo va eso, «Canijo»? —murmuró Hoggenback con su voz baja y misteriosa.

—Bien. Creo que todos navegamos en el mismo barco —repuso Andrews con una carcajada.

—¡Ojalá se fuese a pique de una vez! —murmuró el otro—. ¿Sabes una cosa? —añadió tras una pausa—. No acabo de entender cómo un muchacho educado como tú se ha metido en un lío capaz de traerte aquí. No es que yo no tenga cultura, pero tal vez no sea muy grande.

—Eso es corriente. Aunque no creas que tenga tanta importancia. Hay que sufrir en la vida, tanto si se es un analfabeto como si se posee una gran cultura.

—No sé qué decirte, «Canijo». Creo que el que ha llevado una vida perra tiene más aguante. Mira, «Canijo», voy a hacerte una confesión. De no haber sido yo tan impaciente mi situación sería distinta. Soy maderero. Mi padre hizo algunos ventajosos contratos con el Ejército y ganó algún dinero. Podía haberme metido en el Cuerpo de Ingenieros si yo no me hubiese apresurado a alistarme como voluntario.

—¿Por qué lo hiciste?

—¡Tengo un carácter tan inquieto! Quería correr mundo. Esta maldita guerra me tenía sin cuidado, pero quería ver cómo eran las cosas por aquí.

—Pues ya lo has visto.

—Sí, por cierto —dijo Hoggenback alargando su taza para que la llenaran de café.

Sentados en el interior del camión que los conducía al trabajo, apoyados en el respaldo quo no cesaba de saltar, Andrews y el «Chico» charlaban casi a gritos para que sus voces no quedaran ahogadas por el ruido atronador del tubo de escape.

—¿Te gusta París? —preguntó el «Chico».

—No éste que ahora veo —dijo Andrews.

—Me dijo uno de los muchachos que hablas muy bien el francés. ¿Por qué no me enseñas? Para salir adelante en un país como éste hay que saber idiomas.

—Supongo que sabrás algo de francés, ¿no es cierto?

—Un francés para andar por casa —dijo el «Chico» riendo.

—¿Y bien?

—Si quiero escribir un guión cinematográfico para una compañía italiana, creo que no me bastará con repetir: Voulez-vous coucher avec moi? una y otra vez.

—Lo mejor es que aprendas el italiano, «Chico».

—Sí. También lo aprenderé. Pero, oye, «Canijo», ¿no te parece que nos llevan hoy muy lejos?

—Al muelle de Passy, a descargar piedra —refunfuñó una voz.

—No, cemento… Cemento para el estadio que regalamos a la nación francesa. ¿No lo has leído en el Stars and Stripes?[10]

—Yo les regalaría un buen puntapié, y lo mismo que yo harían muchos.

—Así pues, tendremos que sudar como condenados descargando cemento, para que esos cochinos franceses tengan su estadio —dijo Hoggenback.

—Si no fuera eso sería otra cosa. ¿Qué más da?

—Todos tenemos familia a quien mantener y por quien trabajar —gritó Hoggenback—. ¿De qué nos va a servir tanto sudar? ¡Construir un estadio! ¡Maldita sea!

—Afuera todos. ¡Pronto! —gritó una voz desde el asiento del conductor.

Por entre las nubes de polvo blanco, Andrews podía distinguir de vez en cuando las verdosas aguas del río; los remolcadores que avanzaban en medio de nubes de vapor y largas estelas de humo; las gabarras de redonda proa; los puentes por donde pasaban con rapidez tantos seres, en marcha hacia el trabajo o hacia donde quisieran… Los sacos de cemento pesaban mucho, y el trabajo, por lo desacostumbrado, resultaba doloroso. El áspero polvillo se le metía en las uñas, en la boca y en los ojos. Una frase le martilleaba sin cesar el cerebro durante toda la mañana: «Hay seres que se pasan la vida entera haciendo esto… Hay seres que se pasan la vida entera haciendo esto…»

Cruzando una y otra vez la estrecha tabla tendida entre la gabarra y la orilla, miró repetidamente las aguas negruzcas que conducían al mar, haciendo todo lo posible por no caer en ellas. No sabía por qué se esforzaba en luchar de aquel modo. Una mitad de su ser deseaba olvidar en el silencio negro de aquellas aguas toda lucha inútil. Ahogarse en ellas sería maravilloso…

En cierta ocasión vio al «Chico» parado ante el sargento. Parecía completamente exhausto. En sus ojos brillaba una conmovedora expresión de súplica, lo mismo que un chiquillo a quien acaban de dar una paliza. El espectáculo le divirtió. «Si yo tuviese las mejillas sonrosadas, la boca de un amorcillo y los ojos azules, tal vez me fuese mejor en la vida», pensó. Imaginó al «Chico» convertido en un grueso y seráfico anciano, saliendo de un automóvil blanco como los que se ven en las películas y mirando cuanto le rodeaba con sus cándidos ojos azules. Pero la agonía del peso de los sacos de cemento sobre su espalda y sobre sus caderas hizo que se olvidara de todo.

De nuevo en el camión, cuando volvían al cuartel para el rancho, el «Chico» —que, entre los demás hombres sudorosos a quienes el polvo blanco asemejaba a fantasmas, parecía extrañamente fresco y sonriente— procuró situarse junto a Andrews. Por entre las voces roncas de los de más y el estruendo que producía el camión, preguntó a su amigo:

—¿Te gusta nadar, «Canijo»?

—Sí. Daría cualquier cosa por quitarme de encima este polvo de cemento —dijo Andrews distraídamente.

—Yo gané en cierta ocasión un concurso infantil de natación, en Coney… —dijo el «Chico». Andrews no respondió—. Cuando ibas al colegio, ¿pertenecías al equipo de natación, «Canijo»?

—No, pero opino que sería maravilloso estar ahora en el agua. En otro tiempo me gustaba bañarme en la bahía de Chesapeake de noche, cuando las aguas eran fosforescentes. —De repente Andrews se dio cuenta de que los ojos azules del «Chico» brillaban como ascuas y le miraban con evidente nerviosismo—. ¡Atiza! ¡Qué estúpido soy! —murmuró.

El «Chico» le golpeó ligeramente en la espalda y dijo dirigiéndose a los demás:

—El sargento ha dicho que hoy trabajaremos hasta que sea de noche.

—Que me ahorquen si lo resisto —murmuró Hoggenback.

—¿Y tú eres maderero?

—No es por falta de fuerza. Si quisiera podría cargar con dos sacos a la vez. Es que hay momentos en que uno se harta de todo y en que ya no se aguanta más. Se vuelve uno loco. ¿Verdad, «Canijo»? —preguntó Hoggenback sonriendo y volviéndose hacia Andrews.

Andrews asintió.

Aquella tarde, después de haber cargado dos o tres sacos, Andrews creyó que había llegado al límite de su resistencia. Le dolía la espalda, y los muslos le temblaban de cansancio. Tenía la cara y los dedos casi llagados, debido al contacto del áspero polvillo de cemento.

Cuando atardecía y las aguas del río iban adquiriendo un tinte rojizo, vio Andrews que dos muchachos jóvenes, vestidos de paisano, con abrigos de color de crema y un bastón en la mano, los contemplaban trabajar.

—Creo que son periodistas, de ésos que escriben acerca de la rapidez con que el Ejército desmoviliza a sus hombres —dijo un muchacho con voz lastimera.

—Pues sí que han venido a un buen lugar para documentarse.

—Les habrán dicho que somos soldados que vuelven a su hogar y que estamos cargando nuestros equipajes.

Los periodistas repartían cigarrillos entre varios individuos que se habían agrupado alrededor de uno de ellos. Uno de ellos gritó:

—Nosotros aún tenemos suerte. Somos el batallón mimado de ese canalla de Pershing.

—Nos quieren tanto que no pueden prescindir de nosotros.

—¡Malditos sean! —murmuró Hoggenback sin levantar la vista del suelo, al pasar junto a Andrews—. Ya les diría yo unas cuantas verdades que iban a dejarlos sin respiración.

—¿Por qué no se las dices?

—¿De qué iba a servirme? No tengo suficiente cultura para hablar con esa clase de gente.

El sargento, un hombrecillo de cara roja y bigote muy recortado, se acercó al grupo que rodeaba a los periodistas.

—Vamos, muchachos —dijo con voz amable—, tenemos que descargar mucho cemento antes de que empiece a llover. Cuanto antes terminemos, antes nos marcharemos.

—¿No oyes a ese canalla? —murmuró Hoggenback, que volvía cargado con otro saco—. Se derrite de amabilidad porque tenemos compañía.

El «Chico» pasó junto a Andrews y dijo sin mirarle:

—Haz lo que yo haga, «Canijo».

Andrews no respondió, pero su corazón empezó a latir con fuerza. De pronto se sintió aterrorizado. Hizo lo imposible por dominar sus nervios y no hacer nada que no debiera hacer. Pero sin poderlo evitar recordó el momento en que el policía militar le dio el puñetazo y creyó que, como entonces, todo vacilaba en torno suyo. Le pareció incluso oír la fría voz del teniente que decía:

—Que uno de vosotros le enseñe a saludar.

Las horas se hacían interminables.

Por fin, al acercarse al muelle, vio Andrews que ya no quedaban más sacos a bordo. Se sentó junto a la pasarela, demasiado fatigado incluso para pensar. Las sombras grises y azuladas de la noche lo invadían todo. La silueta purpúrea del puente de Passy resaltaba a la claridad rojiza.

El «Chico» se sentó a su lado y apoyó en sus hombros un brazo tembloroso.

—El centinela mira ahora hacia el otro lado. No nos echarán de menos hasta que vayan a subir al camión. Vamos, «Canijo» —añadió con voz queda y tranquila.

Se agarró a la pasarela y se sumergió en el agua que corría a sus pies. Andrews le imitó casi sin darse cuenta. El contacto con el agua helada le hizo sentir un repentino vigor. Le pareció que su cuerpo despertaba. Al acercarse al gran timón de la gabarra divisó al «Chico» asido a una cuerda. Sin cruzar una sola palabra pasaron al otro lado del timón. La rápida corriente que casi los arrastraba dificultaba enormemente su avance.

—Aquí no pueden vernos —dijo el «Chico» con los dientes apretados—. ¿Crees que podrás quitarte los pantalones y los zapatos?

Andrews empezó a luchar con una de las botas. Con su mano libre, el «Chico» le ayudó a sostenerse a flote.

—Yo me he quitado ya las mías —dijo—. Vine preparado —añadió riendo a pesar de que sus dientes castañeteaban.

—Ya está. He roto los cordones —dijo Andrews.

—¿Sabes bucear?

Andrews asintió.

—Tenemos que llegar hasta aquel grupo de barcazas que hay al otro lado del puente. Los barqueros nos esconderán.

—¿Cómo lo sabes?

Pero el «Chico» ya había desaparecido.

Durante unos momentos, Andrews pareció vacilar. Después se soltó y empezó a nadar aprovechando en lo posible la corriente.

En un principio se sintió fuerte y animado, mas pronto fue quedando extenuado por el contacto helado de las aguas. Sus piernas y sus brazos estaban ateridos. Más que con el río, tenía que luchar con la parálisis que amenazaba sus miembros, pues a cada momento que pasaba sentía más rígidas las piernas. Salió a la superficie para respirar. Tuvo la visión momentánea de una figuras parecidas a soldados de plomo que accionaban enérgicamente sobre la cubierta de la gabarra. Un disparo de fusil dio la señal de alarma. Se sumergió otra vez. No quería pensar. Era como si su cuerpo y su cerebro trabajasen independientemente uno de otro.

Cuando volvió a salir a flote sintió que el frío casi le cegaba. Notó en la boca sabor a sangre. Comprendió, por la sombra que se proyectaba s obre su cabeza, que pasaba bajo el puente. Se colocó un momento boca arriba. Las luces del puente estaban encendidas.

La corriente le arrastró de una a otra barcaza. Tuvo entonces la absoluta seguridad de que se ahogaría. Una voz burlona parecía murmurar a su oído: «Y así fue cómo John Andrews se ahogó en el Sena… Se ahogó en el Sena… En el Sena…»

Reaccionó y luchó furiosamente con los cables que se oponían a su avance.

La sombra oscura de una gabarra que remontaba la corriente pasó por su lado. «¡Con qué rapidez avanzan!», se dijo.

De pronto, y casi sin darse cuenta, se halló agarrado a una cuerda. Sus hombros rozaban la proa de un pequeño bote. Ante él, sobre un cielo purpúreo, se perfilaba el timón. Una mano grande y cálida le asió por los hombros. Sintió que le levantaban por la parte de proa. El roce lastimó sus miembros entumecidos. Al fin se vio fuera del laberinto de cables que querían aprisionarle.

—Escondedme. Soy un desertor… —murmuró una y otra vez en francés.

Un rostro moreno y rojizo lleno de granos y protuberancias con una barba blanca e hirsuta surgió entre las brumas rosadas y se inclinó sobre él.