–En todo caso —dijo Andrews riendo—, decidí prescindir de él.
—¡Qué divertido! —gritó Geneviève—. Además no creo que se atrevieran a ser demasiado severos. Chartres está muy cerca. Casi a las puerta de París.
Estaban solos en el compartimiento. El tren había salido de la estación y atravesaba los suburbios. Los árboles de los jardines estaban llenos de follaje. Por encima de las rojas tapias de las pequeñas villas surgían las ramas de los árboles frutales.
—De todas formas, no quise perder la oportunidad.
—Una de las ventajas del soldado debe de consistir en prescindir de vez en cuando del reglamento. Me pregunto si Damocles no hallaría divertido lo de la espada. ¿Qué le parece a usted? —Se echaron a reír—. Mamá no se quedó muy tranquila con nuestra excursión. Es muy buena, y se empeña en ser liberal y moderna, pero en el último momento siempre se asusta. En cuanto a mi tía, cuando nos vea aparecer creerá que ha llegado el fin del mundo.
Pasaron unos túneles, y cuando el tren se detuvo en Sèvres contemplaron el valle del Sena. Una ligera niebla azulada cubría la suave tonalidad verde de las hojas. El tren siguió corriendo a través de anchos campos de cebada tierna y de trigales dorados, húmedos todavía de lluvia, que se perdían en el horizonte de color de púrpura. La sombra azul del tren se proyectaba sobre la hierba y los setos.
—¡Qué hermoso es salir de la ciudad a esta hora! ¿Tiene piano su tía?
—Sí, uno muy viejo y desafinado.
—Sería estupendo que pudiera tocarle todo lo que tengo escrito de La reina de Saba.. Sus observaciones son siempre atinadas.
—Es porque todo lo suyo me interesa. Creo que puede usted llegar muy lejos.
Andrews se encogió de hombros.
Quedaron silenciosos, con los oídos llenos del rumor de las ruedas sobre los rieles, mirándose de vez en cuando casi furtivamente. Entretanto, los campos, los setos, los espacios floridos, los álamos ligeramente salpicados de verde: todo se extendía ante ellos como un pergamino que alguien fuera desenrollando tras los postes del telégrafo y los alambres que adquirían reflejos cobrizos a la luz del sol. Andrews descubrió que el brillo cobrizo de los alambres tenía el mismo tono que el reflejo de los cabellos de Geneviève. Berenice, Artemisa, Arsinoe… Los tres nombres cruzaron de nuevo por su imaginación. Al mirar al exterior, a los cables que oscilaban al otro lado de la ventanilla, creía ver su rostro —los claros ojos castaños, la boca pequeña, la frente ancha y suave— reproducido en la pintura al encausto de la caja en que estaba encerrada la momia de cualquier muchacha de Alejandría.
—Dígame —preguntó ella—, ¿cuándo empezó a componer música?
Andrews se echó hacia atrás el cabello rubio que caía en desorden sobre su frente.
—Creo que esta mañana ni siquiera me he peinado —dijo—. ¡Estaba tan nervioso pensando que iba a Chartres con usted! —Ambos se echaron a reír—. Cuando era niño me enseñó mi madre a tocar el piano —añadió con repentina seriedad—. Vivíamos en una vieja casa de Virginia que había pertenecido siempre a su familia. Aquella vida era distinta a todo lo que pueda usted haber conocido. No creo que en toda Europa pueda uno estar tan aislado como estábamos nosotros en Virginia. Mi madre fue muy desgraciada. Su vida fue una tragedia, como sólo puede llegar a serlo la vida de una mujer. Me contaba cuentos y yo les ponía música. Con cualquier motivo componía una canción. Recuerdo que mi mayor éxito fue la que dediqué a una flor, a un diente de león —dijo riendo—. Recuerdo perfectamente a mi madre, sentada ante su escritorio, con la cabeza algo inclinada y los labios apretados. Era muy alta, y como nuestro viejo salón era bastante oscuro tenía que inclinarse para ver bien. Pasaba muchas horas copiando las canciones que yo componía. Mi madre es la única persona que ha tenido importancia para mí en la vida. Pero, volviendo a mi música, lo que me falta es técnica.
—¿Cree que eso es tan importante? —dijo Geneviève inclinándose hacia él para que la trepidación del tren no ahogara su voz.
—Puede que no… No lo sé.
—Creo que a la técnica perfecta se llega siempre, más tarde o más temprano, siempre que no falte sensibilidad.
—No obstante, a veces es horrible sentir y no poder expresar lo que se siente. Por ejemplo: una idea cruza nuestro cerebro y va creciendo hasta adquirir proporciones desmesuradas, pero no podemos captarla porque carecemos de técnica para expresarla. Es como estar parado en una esquina y ver pasar una hermosa procesión sin que nos sea posible unirnos a ella, o como abrir una botella de cerveza y ver que su contenido se escapa en espuma sin que tengamos un vaso donde recogerla.
Geneviève se echó a reír.
—Siempre queda el recurso de beber por la botella, ¿verdad? —dijo con los ojos chispeantes.
—Eso es lo que estoy intentando hacer —dijo Andrews.
—Ya hemos llegado. Mire, ahí está la catedral. Pero hoy no se ve —dijo Geneviève.
Se levantaron. Al salir de la estación dijo Andrews:
—Después de todo, lo más importante del mundo es la libertad. Cuando esté fuera del Ejército…
—Creo que, en efecto, tiene usted razón. Al menos por lo que a usted respecta. El artista debe ser libre. Ningún lazo ha de atarle…
—No veo que haya diferencia entre un artista y otro obrero cualquiera —dijo Andrews bruscamente.
—No, pero mire…
Desde la plaza en que se hallaban divisaron, más allá del fondo verdoso de un pequeño parque, el edificio amarillo rojizo de la catedral, con sus dos torres —una ricamente adornada y otra más severa y el rosetón en medio—, que surgía por entre los tejados de las casas del pueblo, indiferente a cuanto la rodeaba.
Ambos la contemplaron en silencio, tan cerca el uno del otro que sus hombros se rozaban.
Por la tarde corrieron montaña abajo hasta llegar al río, que se deslizaba entre casas y molinos ruinosos y destartalados. Más allá, surgiendo por entre unos perales en flor y recortándose sobre el cielo claro divisaron el ábside de la catedral. Al llegar a un puente estrecho y muy antiguo, se detuvieron para mirar el agua, teñida de azul, verde y gris, porque en ella se reflejaba el cielo y las hojas tiernas y jugosas de los sauces de la orilla.
Sus sentidos estaban saturados de la belleza del día, de la complicada magnificencia de la catedral, de todo lo que habían visto y hablado.
—Todo consiste en adquirir el hábito del trabajo —dijo Andrews—. Para llegar a alguna parte hay que rendirse a la esclavitud. La cuestión estriba en encontrar al amo que nos esclavice. ¿No está usted de acuerdo?
—Sí. Supongo que todos los hombres que han dejado huella de su paso en la vida y que han influido en las de los demás han sido esclavos en cierto modo —murmuró Geneviève lentamente—. Y es que para vivir y gozar de algo intensamente hay que dar mucho, hay que dar una gran parte de nuestra propia vida. Creo que el sacrificio merece la pena —añadió, y miró a Andrews a los ojos.
—Sí, creo que en realidad la merece —dijo Andrews—. Pero necesito su ayuda. Soy como un hombre que sale de un oscuro sótano. Estoy como aturdido ante la belleza de las cosas. Menos mal que he logrado salir del sótano.
—¡Mire! —gritó Geneviève—. Acaba de saltar un pez.
—Tal vez pudiéramos alquilar un bote. ¿Verdad que sería muy divertido pasear en él?
Antes de que Geneviève pudiese responder oyeron una voz desconocida que decía:
—Su pase, por favor.
Andrews se volvió y se encontró con un soldado de tez morena y rojas mejillas que se había detenido junto a ellos. Andrews le miró fijamente. Tenía una cicatriz en forma de zigzag sobre el ojo izquierdo.
—Veamos ese pase —dijo otra vez el hombre. Su voz era fuerte y estridente.
—¿Es usted policía militar?
—Sí.
—Pertenezco al destacamento de la Sorbona.
—¿Qué diablos es eso? —dijo el policía con una risa leve.
—¿Qué dice? —preguntó sonriendo Geneviève.
—Nada. Tendré que acompañarle y dar una explicación al oficial —dijo Andrews con voz entrecortada—. Vuelva usted a casa de su tía. La iré a recoger en cuanto esto quede solucionado.
—No. Prefiero acompañarle.
—Haga lo que le digo, por favor. A lo mejor la cosa es seria. Iré a buscarla tan pronto como pueda.
Geneviève, con su paso ligero y decidido, se alejó por la montaña sin volver la cabeza.
—Mala suerte, muchacho —dijo el policía militar—. Es guapa la chica. No me importaría pasar un ratito con ella.
—Escúcheme. Pertenezco al destacamento universitario de la Sorbona, y vine sin el pase necesario. ¿Cómo podríamos arreglarlo?
—No se preocupe, que todo llegará —dijo con aspereza el policía militar—. Supongo que no estará usted disfrazado y pertenezca al Estado Mayor, ¿verdad? Destacamento universitario… ¡Atiza! Lo que se va a reír Bill Huggis cuando se entere… A pesar de todo, la chica era muy guapa. Y ahora, vamos —añadió en tono confidencial—. Si no hace resistencia, ni siquiera le pondré las esposas.
—¿Cómo sé que es usted realmente policía militar?
—Pronto podrá convencerse de ello.
Torcieron por una estrecha calleja y avanzaron por entre grises muros sucios de moho y con manchas de humedad.
Sentado en una silla junto a la ventana, en el Interior de un tabernucho, había un hombre fumando. En su uniforme se veía la roja insignia de la policía militar. Se levantó al verlos pasar y abrió la puerta, no sin colocar una mano sobre la pistola que llevaba al cinto.
—Atrapé a un pájaro, Bill —dijo el individuo que acompañaba a Andrews, empujando a éste para que entrase.
—¡Estupendo, Handsome! ¿Pacífico?
—¡Hum! —refunfuñó Handsome.
—Siéntate ahí. Si te mueves te levanto la tapa de los sesos.
El policía militar tenía las mandíbulas cuadradas, la tez cetrina y unas bolsas bajo los ojos grises y sin brillo.
—Dice que pertenece a no sé qué endiablado destacamento universitario. Creo que es la primera vez que le atrapan.
—Destacamento universitario… ¿Qué es eso? ¿Una especie de O. T. C.? —preguntó Bill, y se dejó caer riendo en su asiento, extendiendo piernas sobre el suelo.
—¿Verdad que tiene gracia? —dijo Handsome riendo estridentemente.
—¿Llevas documentación? Deberías llevarla.
Andrews buscó en sus bolsillos. Enrojeció.
—Debería llevar un pase.
—Naturalmente. En fin, el pobre chico es tonto —dijo Bill echando humo por la nariz—. Mírale la chapa, Handsome.
Éste se acercó a Andrews y comenzó a desabrocharle la guerrera. Andrews se echó hacia atrás.
—No la tengo. Olvidé cogerla esta mañana.
—Ni chapa ni insignia.
—Soy de Infantería.
—Ni documentación… Creo que hace bastante tiempo que la corre —dijo Handsome pensativo.
—Ponle las esposas. Será mucho mejor —dijo Bill bostezando.
—Esperemos. ¿Cuándo llega el teniente?
—Nunca viene antes de la noche.
—¿Seguro?
—Sí. No hay tren antes de la noche.
—¿Y si viene en motocicleta?
—Estoy seguro de que no —refunfuñó Bill.
—¿Y si tomáramos unas copas, Bill? Apuesto cualquier cosa a que este individuo lleva dinero encima. Supongo que nos invitas a coñac ¿verdad, «Destacamento Universitario»?
Andrews, erguido en su asiento, los miró silencio.
—Sí —murmuró—. Pidan lo que quieran.
—No le pierdas de vista, Handsome. Nunca sabe uno de lo que es capaz un individuo como éste, que parece tonto.
Bill Huggis salió. Su andar era torpe y pesado. Volvió al poco rato con una botella de coñac en la mano.
—Le dije a la patrona que tú pagabas, canijo —dijo al pasar junto a Andrews. Éste se limitó a asentir.
Los dos policías militares se acercaron a la mesa junto a la que Andrews se sentaba. Andrews no podía apartar la vista de ellos. Bill Higgis canturreaba mientras descorchaba la botella.
Es la sonrisa lo que te hace dichoso
Es la sonrisa lo que te hace infeliz.
Handsome le miraba con expresión burlona. Súbitamente ambos se echaron a reír.
—¡Y pensar que el pobre estúpido cree que pertenece a un destacamento universitario! —exclamó Handsome con voz chillona.
—Temo que vayas a parar a otro destacamento muy distinto, canijo —gritó Bill Huggis. Y ahoyó su risa con un largo trago de la botella. Se enjugó los labios y añadió—: No está del todo mal. —Luego volvió a canturrear:
Es la sonrisa lo que te hace dichoso
Es la sonrisa lo que te hace infeliz.
—¿Quieres, canijo? —preguntó Handsome mostrando a Andrews la botella.
—No, gracias —respondió Andrews.
—Te advierto que en el sitio adonde vamos a llevarte no verás ni sombra de coñac, canijo —gritó Bill Huggis riendo a carcajadas.
—Bueno. Echaré un trago.
Súbitamente acababa de ocurrírsele una idea.
—Oye, tú, este idiota quiere beber coñac.
—¿Tienes dinero para comprar otra botella?
Andrews asintió y se secó distraídamente los labios con el pañuelo. Había bebido el coñac sin saborearlo siquiera.
—Trae otra botella, Handsome —dijo Bill Huggis en tono indiferente. Tenía muy roja la parte inferior de las mejillas. Cuando su compañero volvió, exclamó—: ¡El último coñac que este pobre canijo del destacamento universitario beberá en mucho tiempo! Será mejor que eches un buen trago, canijo. No hay nada parecido allá en la granja… ¡Destacamento universitario! ¡Maldita sea! —Y se echó hacia atrás, agitado por la risa.
Handsome estaba sofocadísimo. Sólo la cicatriz en forma de zigzag que tenía sobre el ojo seguía siendo blanca. Mientras descorchaba la botella lanzaba juramentos en voz baja.
Andrews no podía apartar los ojos de aquellos dos rostros. De vez en cuando lanzaba una ligera ojeada al papel de la pared, que formaba cuadros amarillos y castaños, y al mostrador tras el cual se veían muchas botellas vacías.
Intentó contar esas botellas: «Una, dos, tres… Pero antes de que se diera cuenta se encontró contemplando de nuevo los ojos grises y sin brillo de Bill Huggis, que recostado en su silla, seguía echando humo por la nariz y cogiendo de vez en cuando la botella de coñac, sin cesar canturrear en voz muy baja:
Es la sonrisa lo que te hace dichoso
Es la sonrisa lo que te hace infeliz.
Handsome, sentado también junto a la mesa, había apoyado la cara entre sus dos manazas, Estaba sofocado, pero su cutis era suave como el de una mujer.
La claridad iba tornándose gris.
De pronto, Handsome y Bill Huggis se levantaron para saludar. Un joven oficial de facciones enérgicas, tocado con un gorro de campaña algo inclinado a un lado, entró y se detuvo con las piernas abiertas en medio de la habitación.
Andrews se acercó a él.
—Pertenezco al destacamento universitario de la Sorbona, mi teniente. Fui destinado a París.
—¿Es que no sabes saludar? —dijo el oficial mirándole de arriba abajo—. Veamos, que uno de vosotros le enseñe a saludar —añadió lentamente.
Handsome avanzó un paso, se acercó a Andrews y le asestó un fuerte puñetazo entre ceja y ceja. A Andrews le pareció que la habitación se iluminaba. Todo dio vueltas en torno suyo. Su cabeza chocó contra el suelo. Se levantó… Inmediatamente, el puño le golpeó en el mismo lugar, cegándole casi por completo. Las tres figuras y el rectángulo de la ventana oscilaron ante él. Cayó al suelo otra vez, arrastrando una silla. Un golpe seco en el cerebro le dejó momentáneamente sin sentido.
—Basta ya. Dejadle —oyó que murmuraba una voz que parecía sonar desde muy lejos, como al otro extremo de un túnel oscuro.
Cuando trató de levantarse, sintió como si un peso le mantuviese fijo al suelo. La sangre y las lágrimas le cegaban. Sintió un terrible sufrimiento, como si alguien atravesase con dardos su cabeza. Entonces vio que le habían esposado.
—¡Arriba! —gritó una voz airada.
Se levantó. Por entre las lágrimas que llenaban sus ojos se hizo otra vez la luz. Le ardía la frente cual si la oprimiesen carbones encendidos.
—¡Prisionero, fir… mes! —gritó la voz del oficial—. ¡Mar… chen!
Automáticamente adelantó Andrews un pie.
Luego otro. Sintió en la cara la brisa fresca del exterior. A su lado resonaban los pasos firmes de policía militar.
En su interior, una voz de pesadilla chillaba, chillaba…