IV

Los que pasaban por el bulevar contemplaban con evidente curiosidad la hilera de hombres que vestidos del mismo color pardo aceitunado, hallaban formados en el patio al otro lado la verja. Se movían lentamente hacia una mesa en donde un oficial y dos soldados hojeaban largas listas de nombres y montones de billete de colores pálidos y de francos de plata que relucían a la luz del sol. La atmósfera estaba saturada de humo de tabaco, y el rumor de las voces y de los pies que pisaban la grava del suelo era incesante. El individuo que acababa de recibir su paga se alejaba alegremente, haciendo tintinear las monedas en su bolsillo.

Los hombres sentados ante la mesa tenían la cara roja y contraída. Su expresión era seria. Con voz metálica como el sonido de una máquina pronunciaban secamente el nombre de cada soldado y colocaban con rudeza el dinero en la mano de éste.

Andrews vio que uno de los hombres que hallaban ante la mesa era Walters, y cuando llegó el turno sonrió y murmuró: «¡Hola!» Walters ni siquiera levantó los ojos de la lista.

Mientras esperaba que pagasen al soldado que estaba antes que él, oyó Andrews la siguiente conversación:

—Aquello era un verdadero infierno. ¿Te acuerdas del pobre chico que murió en el cuartel?

—¡Ya lo creo! Por entonces estaba yo en el mismo batallón de Sanidad. Un maldito sargento de la compañía se empeñó en que el muchacho se levantara. El teniente acudió también y dijo que le formarían consejo de guerra… Antes de que se dieran cuenta, estaba el pobre de cuerpo presente.

—¿De qué murió?

—Supongo que le fallaría el corazón, pero cualquiera sabe. Nunca fue fuerte.

—Aquel maldito agujero de Cosne era como para acabar con la salud de cualquiera.

Cuando le tocó el turno, Andrews recogió su paga. Antes de marchar se acercó a los dos individuos a quienes había oído hablar.

—¿Estuvisteis en Cosne, muchachos?

—Sí.

—¿Conocisteis a un chico llamado Fuselli?

—No sé si…

—¡Pues claro! —le interrumpió el otro—. ¿No le acuerdas de Dan, Dan Fuselli, el pobre infeliz que creyó que le habían hecho cabo?

—Y su suerte fue muy distinta —dijo el otro.

Ambos se echaron a reír.

Andrews se alejó algo enojado. Había muchos soldados en el bulevar Montparnasse. Torció por una calle, sintiéndose repentinamente humilde, como si de un momento a otro tuviera que oír a su lado la brusca voz de un sargento que le gritaba una orden.

Las monedas de plata tintineaban alegremente en su bolsillo al andar.

Andrews se apoyó en la balaustrada de la galería y contempló la plaza que se extendía ante la Opéra Comique. Se sentía todavía aturdido por la emoción de la maravillosa música que acababa de oír. En las profundidades de su mente bullía un ritmo inmenso como el del mar. La gente que llenaba la galería charlaba ruidosamente, pero Andrews no las oía. Para él sólo contaba la noche llena de brumas grises y cruzada de encajes de luces verdosas o doradas. El ritmo intenso barría su mente como las olas del mar…

—Estaba casi segura de hallarle aquí —dijo a su lado la voz tranquila de Geneviève Rod.

Andrews sintió un nudo en la garganta. La miró en silencio durante unos minutos y al fin dijo:

—Me alegro de verla.

—Supongo que estará entusiasmado con Pelléas.

—Es la primera vez que lo oigo.

—¿Por qué no ha vuelto a casa? Han pasado dos semanas… La verdad es que esperábamos su visita.

—No supuse que… Pero, en fin, iré cualquier día. No conozco a nadie con quien hablar de música.

—Me conoce usted a mí.

—Debí añadir «con excepción de usted».

—¿Trabaja mucho?

—Sí, pero esto —añadió señalando su uniforme— me tiene un poco atado. Afortunadamente, espero ser pronto completamente libre. Voy a presentar una solicitud de desmovilización.

—Trabajará mejor cuando lo haya conseguido. La seguridad del deber cumplido es siempre una fuerza.

—No estoy de acuerdo.

—Dígame, ¿qué fue lo que tocó en mi casa?

Los Tres Jinetes Verdes en sus onagros —repuso Andrews sonriendo.

—¿Qué quiere decir eso?

—Se trata del preludio de La Reina de Saba —respondió Andrews—. Si no opinara usted igual que monsieur Emile Faguet y todos los demás acerca de La Tentación de St. Antoine le explicaría lo que quiere decir.

—Comprendo que aquel día dije una tontería. Pero si vamos a tener en cuenta todas las tonterías que se dicen sin mala intención, tendríamos que pasarnos la vida eternamente encolerizados.

Andrews no pudo ver sus ojos en la penumbra, pero sí la mejilla que surgía bajo el ala del sombrero y extendía su curva hasta la barbilla puntiaguda, que estaba extrañamente iluminada.

Tras ella distinguió los rostros de otras personas que no cesaban de charlar. La luz procedente del vestíbulo daba de lleno en ellos.

—Siempre me ha fascinado ese pasaje de La Tentación en que la reina de Saba visita a Antonio. Eso es todo —dijo Andrews bruscamente.

—¿Es su primera obra? Me recuerda un poco el estilo de Borodine.

—Es al menos la primera de mis obras con aspiraciones. Probablemente se trata de una mescolanza de toda la música que he oído.

—No, es realmente buena. Supongo que está inspirada en sus gloriosos y terribles días del frente. ¿Es para piano o para orquesta?

—Para piano por el momento. Pero espero orquestarla. Claro que por ahora es tonto hablar de ello. No sé bastante… Necesito trabajar de firme durante muchos años si quiero llegar a alguna parte. Y he perdido tanto tiempo… Eso es lo peor, porque la juventud es tan corta…

—La señal. Debemos volver al salón. Hasta el próximo intermedio —dijo ella, y desapareció tras las vidrieras. Cuando Andrews volvió a su sitio estaba nervioso, intranquilo y exaltado. Los primeros acordes de la orquesta fueron casi lacerantes, tan intensamente los sintió.

Al terminar salieron juntos y recorrieron en silencio una calle oscura, huyendo de los animados bulevares.

Al llegar a la Avenue de l’Opéra, dijo ella:

—¿Piensa usted quedarse en Francia?

—Sí, suponiendo que sea posible. Mañana presentaré mi solicitud de desmovilización en suelo francés.

—¿Qué hará cuando lo haya conseguido?

—Buscaré un trabajo cualquiera. Me basta con ganar lo suficiente para estudiar en la Schola Cantorum.

—Es usted valiente.

—Me olvidé de preguntarle si prefería coger el Metro.

—Prefiero andar.

Pasaron bajo el arco del Louvre. La atmósfera estaba saturada de humedad y de niebla. Los faroles de la calle tenían un vago halo luminoso.

—Siento en mis venas la música de Debussy —dijo Geneviève extendiendo los brazos.

—Es imposible expresar los sentimientos en palabras. Las palabras sirven de poco.

—Depende…

Atravesaron silenciosamente los quais. La niebla era tan espesa que ni siquiera veían el río. Cuando se acercaban a un puente oían el rugir del agua bajo los arcos.

—Francia —dijo Andrews de repente— ahoga a uno lentamente, con suaves lazos de seda. América le aplasta la cabeza con una porra de policía.

—¿Qué quiere usted decir? —murmuró ella algo picada.

—Pues que saben ustedes tanto que hacen que el mundo parezca más hermoso…

—Creo recordar que antes expresó su deseo de quedarse aquí —dijo ella riendo.

—Es que para mí no puede existir otro lugar. Sólo en París se puede aprender música. Pero yo soy uno de esos seres que nunca están contentos.

—Sólo los corderos están siempre contentos.

—He sido más feliz durante el mes que llevo aquí que en toda mi vida pasada. Parece que haya pasado seis meses en vez de uno, tantas cosas han sucedido en ese tiempo.

—Por mi parte, donde me siento más dichosa es en Poissac.

—¿Dónde está eso?

—Tenemos allí una casa de campo muy vieja y muy deteriorada. Dicen que Rabelais pasaba algunas temporadas en el pueblo, pero nuestra casa es posterior a esa época. Data de los tiempos de Enrique IV. Poissac no está lejos de Tours. Comprendo que el nombre es feo, pero a mí me parece bellísimo. La casa está rodeada de huertos, y las rosas amarillas rozan el alféizar de mi ventana. Hasta tenemos un torreón como el de Montaigne.

—Cuando me licencien voy a enterrarme en cualquier rincón del campo, para trabajar y trabajar…

—La música tendría que escribirse siempre en el campo, cuando los árboles se llenan de savia nueva…

D’après nature, como diría el hombre de los conejos.

—Un individuo muy simpático —repuso Andrews echándose a reír—. Algún día le conocerá usted. Vende conejos de trapo en la terraza del café de Rohan.

—Bueno, ya hemos llegado. Gracias por acompañarme.

—¿Está segura de que hemos llegado? ¡Parece imposible. No hemos tardado nada…

—Sí. Ésta es mi casa —dijo riendo Geneviève Rod, y le tendió una mano, que él estrechó ansiosamente. La llave sonó en la cerradura—. ¿Por qué no viene mañana a tomar el té?

—Encantado.

La gran puerta barnizada, con su picaporte en forma de anillo, se cerró tras ella. Andrews se alejó con paso ágil. Se sentía animado y alegre.

En el camino de vuelta, mientras avanzaba por el quai envuelto en brumas hasta la Place St. Michel, no dejó un solo momento de sentir el rumor de las aguas del río al rozar los pilares de los puentes.

Halló a Walters dormido. En la mesa de su habitación había una postal de Jeanne. Andrews la acercó a la vela para leerla. Decía:

¿Cuánto tiempo hace que no te veo? Pasaré por el café de Rohan, frente al Magazin du Louvre, el miércoles a las siete.

La postal era una vista de la Malmaison.

Andrews se sonrojó, sintiendo la más amarga melancolía. Con lánguidos movimientos se acercó a la ventana y miró hacia el atrio oscuro. De otra ventana que había bajo la suya salía un rayo de luz que cortaba la niebla y la oscuridad, iluminando unas macetas de helechos que había sobre las húmedas losas. Percibió un intenso olor a jacintos. En su mente fueron sucediéndose las ideas una tras otra. Se vio a sí mismo limpiando los cristales de las ventanas en el campamento de instrucción. Recordó el contacto desagradable la áspera esponja. Al pensar en aquellos días se sentía avergonzado sin poder evitarlo.

«Todo aquello terminó para siempre», se dijo. Pensó en Geneviève Rod con cierto sentimiento de cólera. ¿Qué clase de persona era Geneviève? Recordaba perfectamente su rostro, sus ojos inmensos, su barbilla puntiaguda, su cabello castaño cobrizo recogido sencillamente sobre la blanca frente… Pero le era completamente imposible recordar su perfil. Tenía las manos delgadas y los dedos muy largos, unas manos hechas para tocar bien el piano. Cuando se hiciera vieja, ¿se parecería a su madre? ¿Tendría los mismos dientes amarillos, la misma sonrisa amable? No podía imaginarla vieja. Estaba llena de vida. Era demasiado vibrante, y en sus gestos maliciosos se reflejaba una pasión contenida.

La imagen de Geneviève Rod fue desapareciendo para dejar sitio a la de Jeanne, con sus pequeñas y encallecidas manos de obrera, con la piel de los dedos estropeada de tanto coser. El perfume a jacintos que llegaba del atrio envuelto en brumas fue como una esponja que borrase toda idea de su cerebro. El airecillo húmedo estaba saturado de aquel olor intenso y dulcísimo Una lánguida melancolía le fue invadiendo.

Lentamente se desnudó y se metió en la cama. El aroma de los jacintos llegaba todavía hasta él, pero tan tenue que no sabía si era simple producto de su imaginación.

La oficina del comandante estaba instalada en una habitación de grandes proporciones, pintada de blanco, con complicadas molduras y un espejo en cada una de las cuatro paredes. Mientras esperaba de pie, con la gorra en la mano, el momento oportuno para acercarse a la mesa escritorio, Andrews pudo ver la silueta pequeña y redonda del comandante, su cara rosada y su cabeza calva, reflejadas infinidad de veces en los espejos grises y brillantes.

—Y usted, ¿qué desea? —preguntó el comandante levantando la cabeza y apartando los ojos de los papeles que estaba firmando.

Andrews se acercó un poco más. A ambos lados de la habitación, una insignificante figurilla caqui, repetida infinidad de veces, se acercó a una interminable fila de mesas de caoba. Cada silueta se confundía con la inmediata.

—Quisiera que pusiese el visto bueno a esta solicitud de desmovilización, mi comandante.

—¿Qué alega para ello? —murmuró el comandante entre dientes, echando un vistazo a la solicitud.

—Deseo ser desmovilizado para estudiar música en este país.

—Esto no basta. Necesita una declaración jurada que garantice que tiene usted dinero para vivir y costear sus estudios. De manera que músico, ¿eh? ¿Cree que tiene talento? Se necesita un gran talento para estudiar música.

—Sí, mi comandante… ¿Hace falta alguna otra cosa, aparte de esa declaración jurada?

—No. Con ella conseguirá su propósito, sin duda alguna. Nos complace licenciar a los soldados que tienen una buena hoja de servicios. ¡Williams!

—Dígame, mi comandante.

Un sargento que ocupaba una mesa cerca de la puerta se acercó.

—Explique a este hombre lo que necesita para ser desmovilizado en Francia.

Andrews saludó. Con el rabillo del ojo miró a su espejo y vio que una interminable hilera de figuras saludaba en el larguísimo corredor.

Cuando salió a la calle se detuvo ante el blanco y enorme edificio en donde estaba instalada la oficina del comandante. Se sentía completamente desamparado. Junto al bordillo de la acera se alineaban muchos vehículos de todos los tamaños pintados del mismo color pardo. De vez en cuando salía del blanco edificio de mármol algún personaje, con las polainas y el correaje relucientes como espejos, y subía a un automóvil. Alguna que otra motocicleta se detenía con gran estruendo ante el ancho portalón, y un oficial con gafas de motorista y el abrigo de campaña manchado de barro desaparecía tras puerta giratoria. Andrews creía verle avanzar por los espaciosos salones, tras cuyas puertas se oía el monótono teclear de las máquinas de escribir. Creía ver las paredes cubiertas de ficheros que llegaban al techo, las mesas barnizadas de amarillo repletas de papeles y a los pálidos empleados vestidos de uniforme. Se imaginaba a los cocheros creciendo de día en día y a los cajoncillos llenos de tarjetas aumentando sin cesar. Andrew creyó por un momento que el edificio de mármol estallaría a causa de los papeles que se almacenaban en él, y que un alud de tarjetas inundaría el suelo de la ancha avenida.

—¡Abróchate la guerrera! —gritó una voz a su oído.

Andrews se volvió y vio junto a él a un policía militar de severa expresión y nariz larga y afilada.

Andrews obedeció en silencio.

—Comprenda que no puede exhibirse de ese modo —dijo el policía.

Andrews se sonrojó y se alejó sin volver la cabeza. Sentía una profunda humillación. Una voz furiosa repetía en su interior que era un cobarde. Que tendría que haber iniciado una protesta por pueril que fuese. Por su mente cruzaron imágenes grotescas de rebelión. Recordó que de niño, siempre que le reconvenía una persona mayor, solía experimentar la misma desagradable sensación de orgullo herido. Comprendía la inutilidad de su propia desesperación. Se comparó a un pobre pájaro que batiera las alas contra los barrotes de su jaula.

¿Es que no había solución? ¿No era posible un rasgo decisivo? ¿Tendría que seguir así día tras día, tragando la amarga hiel de su indignación, renovada ante cada nuevo símbolo de esclavitud?

Caminaba con paso agitado por el Jardín des Tuilleries, lleno de niños, de mujeres que paseaban a sus perros y de niñeras de cofia almidonada. De pronto se encontró frente a Geneviève Rod y su madre. Geneviève vestía un traje de color gris perla, demasiado elegante para complacer a Andrews. Madame Rod vestía de negro. Frente a ellos un terrier corría de un lado a otro con movimientos nerviosos. Sus patitas temblaban tomo si fueran muelles de acero.

—¿Verdad que hace una mañana deliciosa? —exclamó Geneviève.

—No sabía que tuviesen ustedes un perro.

—¡Oh! Nunca salimos sin «Santo». Es una buena protección para dos mujeres solas —dijo riendo madame Rod—. Viens, «Santo», dis bonjour au monsieur.

—Generalmente vive en Poissac —dijo Geneviève.

El perrillo ladró furiosamente al ver a Andrews. Fue un ladrido estridente como el chillido de un niño.

—Veo que recela de los soldados —dijo Andrews—. Hace bien, pues creo que si fuera posible casi todos los soldados cambiarían su suerte por la suya. Viens, «Santo», viens. «Santo». ¿Quieres cambiar tu vida por la mía, «Santo»?

—Tiene usted el aspecto de haberse peleado con alguien —dijo Geneviève Rod en tono ligero.

—En efecto. Acabo de pelearme conmigo mismo. Pienso escribir un libro acerca de la psicología de la esclavitud. Será divertidísimo —dijo Andrews con brusquedad, respirando entrecortadamente.

—Hemos de darnos prisa, querida —dijo madame Rod—, si no quieres llegar tarde al sastre.

Y tendió a Andrews su mano enguantada.

—¿Por qué no viene esta tarde a tomar el té? Podría tocar algo más de La reina de Saba —dijo Geneviève.

—Temo que no me sea posible, pero, en fin, tal vez vaya. Gracias, de todos modos.

Se alegró de quedarse solo. Tenía miedo de no poder contenerse y hacer una escena, como un chiquillo. ¿Qué lástima que Henslowe no hubiese vuelto! Podía haberle confiado sus penas, su desesperación, como ya hizo otras veces. Pero Henslowe ya no pertenecía al Ejército. Comprendió que tendría que empezar otra vez a intrigar y a adular, tal como había hecho antes de ir a París. Pensó en el edificio de blanco mármol, en los oficiales de lustradas polainas que salían y entraban, en las máquinas que tecleaban en cada habitación… Tan impotente, tan desamparado se sintió ante toda aquella complicada maquinaria que no pudo evitar un estremecimiento.

Se le ocurrió una idea, y para ponerla en práctica corrió hacia la escalera del Metro. Aubrey conocería sin duda a alguien del Crillon que pudiera ayudarle…

Pero cuando llegó a la estación de la Concorde, no se vio con ánimos para bajar. Sintió que una súbita repugnancia le incapacitaba para todo esfuerzo. ¿De qué le serviría humillarse, implorar el favor de los demás? Era completamente inútil. Roto el dique de su indomable orgullo una voz interior parecía decirle que él, John Andrews, no tenía por qué humillarse, y que por el mero hecho de ser más sensible a la emoción, por sufrir y gozar con más intensidad y porque tenía facultades para expresar todos esos sentimientos y hacer que otros los compartiesen, tenía derecho a imponerse, a hacerse obedecer.

«Más detalles acerca de la psicología de la esclavitud», se dijo, sintiendo que su egoísmo se desvanecía como si fuera una pompa de jabón.

El Metro llegó a la Porte Maillot.

Andrews se detuvo en medio del bulevar lleno de sol, frente a la estación del Metro. En los plátanos brotaban ya las hojas, pequeñas y de color dorado. Aspiró el perfume que llegaba de un puesto de flores cercano, ante el cual una mujer ataba con hábiles y distraídos movimientos un ramito tras otro de violetas. Sintió un repentino deseo de perder de vista la ciudad, de alejarse de las casas y de las gentes. Vio que un crecido número de personas formaban cola para comprar billetes para St. Germain. Las imitó, indeciso todavía… Antes de que pudiera darse cuenta avanzaba a través de Neuilly en el remolque verde del tren eléctrico, que se bamboleaba violentamente como la cola de un pato, cuando la máquina avanzaba con rapidez.

Recordó la última vez que montó en aquel tren con Jeanne. Deseó intensamente haber podido enamorarse de ella, enamorarse loca y románticamente, hasta el punto de olvidarse de sí mismo, del Ejército y de todo cuanto le rodeaba.

Cuando llegaron a St. Germain se quedó inmóvil durante unos momentos para poner en orden sus ideas. Sintió el tormento de una intensa desesperación, que latía en él como late una herida infectada.

Se sentó en un café frente al Château, contemplando los muros de color rojo claro, los pesados ventanales de piedra, los airosos torreones y las chimeneas que surgían por encima de la clásica balaustrada ornada de grandes jarrones que rodeaba el tejado. En el parque, que se divisaba Iras la alta verja de hierro, abundaban los contornos bermejos y pálidos y el follaje nuevo… ¿Sería cierto que la gente del Renacimiento supo vivir con más intensidad? Andrews imaginó a los caballeros de sombreros ornados de plumas, de capas cortas y complicadas casacas bordadas, paseando por la tranquila plaza que había frente al Château, sin apartar la mano de la empuñadura de la espada. Pensó también en la ráfaga de libertad que sopló de pronto procedente de Italia y que redujo a polvo dogmas y esclavitud. En contraste, el mundo de hoy le parecía extrañamente árido. Los hombres caían destrozados por la misma fuerza de las complicadas maquinarias de su invención. Miguel Ángel, Leonardo da Vinci, Aretino, Cellini… ¿Surgirían acaso figuras de esa talla, capaces todavía de dominar el mundo? Todo estaba hoy como congestionado. Todo era obra del remolino de las masas. Los hombres se habían convertido en hormigas. Quizá fuera inevitable que las multitudes se hundiesen más caí vez en el abismo de la esclavitud. Ganara quien ganase —la tiranía de los de arriba o las organizaciones espontáneas de los de abajo—, el individualismo ya no podía existir.

Atravesó la verja del jardín, en el cual había varios parterres de pensamientos. Por entre la oscuras hileras de olmos se divisaba el cielo brillante, y de vez en cuando, recortándose en él, las siluetas de unas estatuas parcialmente cubierto de musgo verde. Al final de un sendero halló una terraza. Más allá de la barandilla de hierro que formaba complicadas curvas se extendían un campos de color verde pálido —que allá, en lejanía, adquirían un tono azulado— salpicado de casas rosadas o pizarrosas y sembrados d rieles de ferrocarril. A sus pies se extendía Sena, brillante como la hoja ondulada de su espada.

Cruzó la terraza a grandes zancadas y siguió otro sendero que le condujo al bosque. Su andar rápido y precipitado, los murmullos del bosque, el musgo de color de esmeralda que cubría parcialmente los troncos de los árboles, el cielo que aparecía gris y suave por entre los azulados encajes de las ramas, todo contribuyó a hacerlo olvidar la monotonía de sus ideas. El verde bosque y los troncos retorcidos le recordaron el primer acto de Pelléas. Con la guerrera desabrochada, abierto el cuello de la camisa y las manos hundidas en los bolsillos, siguió su camino, silbando como un colegial.

Tras una hora de andar por el bosque llegó a una carretera. Avanzó por ella y se situó junto a una carreta de dos ruedas que andaba al mismo paso que él a pesar de sus esfuerzos por adelantarla.

Un muchacho le gritó desde arriba:

—¡Eh, americano! ¿Quiere subir?

—¿Adónde vas, muchacho?

—A Conflans-Ste.-Honorine.

—¿Hacia dónde cae eso?

El muchacho señaló vagamente hacia delante con su látigo, por encima de la cabeza del caballo.

—Bueno —dijo Andrews.

—Llevo patatas —explicó el muchacho—. Vamos, acomódese.

Andrews le ofreció un cigarrillo, que el muchacho aceptó tomándolo entre sus dedos manchados de barro. Tenía la cara ancha, las mejillas rojas y las facciones más bien gordezuelas. Llevaba un casquete bastante sucio, bajo el cual se veía su cabello de color castaño rojizo.

—¿Adónde has dicho que ibas?

—A Conflans-Ste.-Honorine. ¿No le parece estúpido que haya tantos pueblos con nombres de santos? —Andrews se echó a reír—. Y usted, ¿adónde va? —preguntó el muchacho.

—No lo sé. De momento estaba paseando.

El muchacho se inclinó hacia Andrews y murmuró a su oído:

—¿Desertor?

—No. Tenía el día libre y decidí echar un vistazo al campo.

—Pensé que podría ayudarle si fuese usted desertor. Debe de ser estúpida la vida de soldado, una vida cochina… En fin, veo que le gusta el campo. A mí también me gusta. Claro que esto no es precisamente el campo. Yo no soy de aquí, sino de Bretaña. Aquello sí que es verdadero campo. París me ahoga. Tanta gente, tantas casas…

—Yo lo encuentro maravilloso.

—Porque usted es soldado y todo es mejor que el cuartel, hein? Yo nunca seré soldado. ¡Vida más perra! Prefiero ser marino. Me alistaré en la Marina mercante, y así, cuando tenga que hacer el servicio, lo haré en el mar.

—Supongo que será más agradable.

—Sobre todo gozaré de libertad. Además, el mar es para mí muy importante. Ya sabe usted que nosotros los bretones morimos a causa del alcohol o del mar.

Ambos se echaron a reír.

—¿Hace tiempo que estás por aquí? —preguntó Andrews.

—Seis meses. Trabajo en una granja, pero me aburro mucho. De momento soy capataz de un grupo de un huerto de frutales, pero eso durará poco. Tengo un hermano que es marinero. Cuando llegue a Burdeos pienso alistarme y acompañarle.

—¿Para ir adónde?

—A América del Sur. Al Perú… ¡Cualquier sabe!

—También a mí me gustaría embarcar —dijo Andrews.

—¿De veras? A mí me parece maravilloso viajar y conocer países nuevos. Tal vez me quede allá…

—¿En dónde, exactamente?

—¡Cualquiera sabe! Suponiendo que el lugar me guste… La vida está mal en Europa.

—Es espantoso —murmuró Andrews pensativo—. Tantas naciones, tantos odios… Y, no obstante, es hermoso. La vida es horrible en América.

—Echemos un trago. Ahí tenemos un bistro.

El muchacho saltó de la carreta y ató el caballo a un árbol. Entraron en una pequeña taberna con un mostrador y una mesa cuadrada de madera de roble.

—¿No temes llegar tarde? —preguntó Andrews.

—Y eso, ¿qué importa? Me gusta charlar. ¿A usted no?

—Sí. A mí también.

Encargaron vino a una mujer de edad avanzada que se acercó a ellos. Llevaba un delantal verde, y al hablar dejaba al descubierto tres grandes dientes salientes y amarillentos.

—No he comido nada —dijo Andrews.

—Espere un poco —dijo el muchacho. Salió, se acercó al carro y volvió al poco tiempo con una talega de lona de la que sacó medio pan y un pedazo de queso—. Me llamo Marcel —dijo cuando se hubo sentado y bebido unos sorbos de vino.

—Y yo Jean… Jean André.

—Tengo un hermano que se llama Jean y mi padre se llama André. Es curioso, ¿verdad?

—Trabajar en un huerto de árboles frutales debe de ser magnífico —dijo Andrews comiendo pan y queso.

—Lo pagan bien, pero es pesado estar siempre en el mismo sitio. Claro que eso no me sucedería en Bretaña… —Marcel hizo una pausa. Se agarró a su taburete por entre las piernas abiertas y se balanceó hacia delante y hacia atrás durante un rato. Una extraña luz brilló en sus ojos grises. Luego siguió diciendo con voz dulce—: Allí, en los campos, todo respira paz. Y desde las montañas puede verse el mar… Es estupendo, ¿no le parece? —preguntó sonriente, volviéndose hacia Andrews.

—Eres muy afortunado, porque tienes libertad —dijo Andrews con amargura, sintiendo que sus ojos se llenaban de lágrimas.

—Pronto será usted desmovilizado. La carnicería terminó… Podrá volver a su hogar. No está mal, hein?

—A veces creo que eso no es bastante. Soy tan inquieto…

—¿Qué otra cosa puede esperar?

Había empezado a llover. Se acomodaron sobre los sacos de patatas, y el caballo emprendió la marcha a trote corto. Sus finas patas de color castaño brillaban bajo la lluvia.

—¿Pasea usted a menudo por aquí? —preguntó Marcel.

—No. Pero pienso hacerlo de ahora en adelante. Es el lugar más hermoso de los alrededores de París.

—Tiene usted que venir cualquier domingo y daremos una vuelta. El castillo es precioso. Además, podremos ir a la Malmaison, el lugar donde vivieron el gran Emperador y la emperatriz Josefina.

Andrews recordó súbitamente la postal de Jeanne. Era miércoles. Imaginó su silueta oscura avanzando por entre la multitud, frente al café de Rohan. Sin duda, no había remedio. Su desesperación fue tan intensa que le pareció casi dulce.

—¿Y las muchachas? —preguntó de repente a Marcel—. ¿Son bonitas por aquí?

Marcel se encogió de hombros.

—Mujeres no faltan, si se tiene dinero —respondió. Andrews se avergonzó, sin saber exactamente por qué—. Mi hermano escribe que en América del Sur las mujeres son morenas y apasionadas —añadió Marcel, pensativo y sonriente—. Pero a mí lo que me interesa es viajar y leer buenos libros. Ahora, si ha de coger el tren para París —añadió, obligando al caballo a detenerse—, será mejor que baje, cruce ese campo por un sendero que hallará en él y siga hacia la izquierda hasta dar con el río. Allí encontrará un barquero. El pueblo se llama Herblay, y tiene estación. Puede volver cualquier domingo. Me hallará por la tarde en el número 3 de la Rue des Evêques, en Reuil. Me gustaría que diésemos juntos un paseo.

Se estrecharon las manos. Andrews se alejó por los campos húmedos. La charla con Marcel fue un dulce e inexplicable lenitivo para su espíritu. Por encima de todo, en algún lugar ignorado, creía oír el ritmo libre y grandioso del mar…

Acudió a su memoria la escena ocurrida aquella misma mañana en la oficina del comandante, Vio el reflejo repetido de su pobre e insignificante figura en los espejos, parado junto a la brillante mesa de caoba, en humilde actitud. Ni si quiera allí, en medio del campo, ante el espectáculo de la tierra húmeda y vibrante, ante el triunfo de la vegetación, podía considerarse libre. Era allí, en aquel edificio, en aquellos salones de mármol blanco en los cuales se oía incesantemente el tintineo de las espuelas de los oficiales, en los archivos, en los papeles escritos a máquina, en donde se hallaba su verdadera personalidad, aquel ser a quien otros tenían el derecho de suprimir si así lo deseaban, porque no era más que un número y un nombre en medio de una lista de millones de nombres y de números.

Su otra personalidad, aquel ser lleno de posibilidades, de esperanzas y de deseos, no era sino un pobre fantasma, una sombra, que dependía del otro yo, que sufría por ser y al que había de someterse forzosamente. Le era imposible olvidar la imagen de sí mismo, su figura flaca dentro del uniforme mal cortado, repitiéndose innumerables veces en los dos espejos de las paredes blancas, en la oficina del comandante.

Súbitamente, por entre unos álamos desnudos de hojas, divisó el Sena.

Echó a correr por el camino, chapoteando en los charcos brillantes que hallaba al paso, hasta llegar a un desembarcadero. El río era muy ancho en aquel lugar. En las aguas plateadas se reflejaban los tonos verdes, violados y pajizos del cielo del atardecer. En la orilla opuesta había varios grupos de casas amarillentas que se extendían por la verde colina hasta llegar a una iglesia.

Bajaba la corriente muy crecida, y parecía a punto de desbordarse, como sucede con el agua que roza los bordes de un vaso demasiado lleno. El rumor de las aguas era como un susurro que cambiaba de tono y que sonaba en los oídos de Andrews con un ritmo dulcísimo.

La inspiración musical que vibraba en él se hizo tan intensa que llegó a olvidar todo lo que fuese eso. Había música en la sangre que corría por sus venas, en los varios colores del cielo y del río y en el rítmico sonido de las aguas que se deslizaban cerca.