La lluvia, al caer dentro del tenue círculo luminoso de los faroles, brillaba como hilillos de oro en el fondo oscuro. Andrews estaba ensordecido con el ruido que producía el agua correr por cañerías y canalones y por el incesante batir de la lluvia sobre el pavimento. Como era bastante tarde, todo estaba cerrado, incluso las persianas de los cafés. Andrews llevaba la gorra chorreando. El agua le resbalaba por la frente y por ambos lados de la nariz y nublaba sus ojos. Sintió los pies empapados, lo mismo que las rodillas, que recibían toda el agua que chorreaba el borde de su abrigo. La calle extendía ante él, ancha y oscura, iluminada por el ocasional reflejo verdoso de un farol. Al avanzar a grandes zancadas se dio cuenta de que lo hacía al mismo compás de una mujer que llevaba un paraguas abierto. La figura de ésta era grácil, y sus pasos, cortos pero decididos cruzar el bulevard. Cuando Andrews observó su presencia sintió una súbita y loca esperanza. Recordó el escenario de un pequeño teatro vulgar las potentes luces de las candilejas y el cutis moreno pintado de la muchacha. El color de aquella tez le hizo pensar en unas anchas planicies bañadas por el sol y en las danzarinas de los vasos griegos. Desde que vio por primera vez a aquella muchacha —y de esto sólo hacía dos días— no dejaba de pensar en ella. No desistió hasta saber su nombre: Naya Selikoff.
Al mirar a la mujer que caminaba tan cerca él sintió una absurda esperanza. Pensó que podía ser la muchacha que danzando sobre sus ágiles tobillos había monopolizado sus pensamientos.
La miró con los ojos todavía nublados por la lluvia. Evidentemente, había sido un estúpido, era demasiado temprano. A aquella hora, ella estaría trabajando aún en el teatro. Otros ojos ansiosos contemplarían su grácil figura, otras manos anhelarían acariciar su piel bronceada.
Siguió avanzando bajo el fuerte aguacero que azotaba su rostro y sus manos. Un escalofrío recorrió su espalda. Se estremeció ante el intenso y repentino vértigo del deseo, y crispó las manos en el fondo de los bolsillos de su abrigo. Se sintió morir. Fue como si se hinchasen sus venas y la sangre estuviese a punto de estallar. El agua, al caer, formaba como una cortina de abalorios. El rumor de las gotas ponía sus nervios en tensión y producía en su piel un ligero cosquilleo. En el murmullo del agua que corría entre caños y canalones creyó oír el eco de varias orquestas tocando voluptuosas melodías. La misma ardiente excitación de sus sentidos creaba en sus oídos la ilusión de unos ritmos febriles.
—Oh, ce pauvre poilu! Qu’il doit être mouillé —murmuró tras él una vocecilla trémula.
Andrews se volvió. La muchacha le ofrecía el amparo de su paraguas.
—Oh, c’est un américain! —dijo ella, hablando aún como consigo misma.
—Mais ça ne vaut pas la peine.
—Mais oui, mais oui.
Andrews se situó bajo el paraguas.
—Permítame que lo lleve yo.
—Bien.
Andrews cogió el paraguas y la miró. La sorpresa le inmovilizó.
—¡Pero si es la joven de Le Rat qui Danse!
—Y usted es el muchacho que estaba con el que cantaba en la mesa vecina a la nuestra.
—Tiene gracia, ¿verdad?
—Et celui-là! Oh, il était rigolo…
Se echó a reír. Su cabeza, tocada con un sombrerito negro y redondo, se agitó bajo el paraguas. Andrews también se echó a reír. Al cruzar el bulevard Saint Germain estuvieron a punto de ser atropellados por un taxi, que los salpicaron de barro. Ella apretó el brazo de su acompañante y se detuvo para reír.
—Oh, quelle horreur! Quelle horreur! —exclamó una y otra vez. Andrews no pudo contener la risa—. Por favor, tenga el paraguas derecho —dijo ella—. Está usted dejando que se moje mi mejor sombrero.
—Se llama usted Jeanne, ¿verdad?
—¡Impertinente! Supongo que oyó cómo mi hermano me llamaba. ¡Pobrecillo! Volvió al frente aquella misma noche. Es muy inteligente. Y sólo tiene diecinueve años. ¡Dios mío, qué feliz soy al pensar que ha terminado la guerra!
—¿Es usted mayor que él?
—Sí, tengo dos años más. Soy el cabeza de familia. Una grave responsabilidad, créame.
—¿Siempre ha vivido en París?
—No, somos de Lyon, pero la guerra…
—¿Refugiados?
—No nos llame usted así. Nos gusta trabajar, —Andrews se echó a reír—. ¿Va usted muy lejos? —preguntó ella mirándole fijamente.
—No. Vivo por aquí. Y me llamo como usted.
—¿Jean? ¡Qué cosa más graciosa!
—Y usted, ¿adónde va?
—A la Rué Descartes. Detrás de St. Etienne.
—Cerca de mi casa.
—Le ruego que no me acompañe. La portero es una verdadera fiera. Etienne la llama madame Clemenceau.
—¿Quién? ¿Saint Etienne?
—¡Oh! No sea usted bobo. Me refiero a mi hermano Etienne, es tipógrafo de L’Humanité. Y además socialista.
—¿De veras? Leo a menudo L’Humanité.
—¡Pobrecillo! Juraba que nunca sería soldado. Su plan era marchar a América.
—Nada hubiese solucionado con ello —dijo Andrews amargamente—. Y usted, ¿qué hace?
—¿Yo? —dijo ella con súbita amargura y gesto arisco—. ¿Por qué he de decírselo? Trabajo en un taller de modista.
—¿Como Louise?
—¿Conoce usted la obra? ¡Oh, cuánto lloré al verla!
—¿Por qué la entristeció?
—¡Oh! Pues la verdad es que no lo sé. Estoy aprendiendo taquigrafía y… Pero ya hemos llegado.
La gran mole del Panteón surgía entre la lluvia ante ellos. Divisaron también el campanario de Saint Etienne-du-Mont. Continuaba lloviendo torrencialmente.
—Estoy chorreando —dijo Jeanne.
—Escuche. Pasado mañana ponen Louise en Ópera Cómica. ¿Quiere acompañarme?
—No. Lloraría demasiado.
—Yo también lloraré.
—Pero es que…
—Por el armisticio —la interrumpió Andrews.
Ambos se echaron a reír.
—Perfectamente. Espéreme en el café que hay al final del bulevar Michelet, a las siete y cuarto. Claro que lo más probable es que no acuda usted a la cita.
—Le juro que sí —dijo Andrews ansiosamente.
—Ya lo veremos —repuso ella, alejándose por una calle cercana a St. Etienne-du-Mont.
Andrews quedó solo. Entre el estruendo de la lluvia y el ruido tumultuoso del agua en los canalones, se sentía tranquilo y en calma.
Cuando llegó a su habitación se dio cuenta de que no tenía cerillas. Por la ventana, a través de la cual podía oír el murmullo constante de la lluvia al caer en el patio, no penetraba un solo rayo de luz. Tropezó con una silla.
—¿Estás borracho? —preguntó Walters. Su voz sonó apagada. Evidentemente, tenía la cabeza tapada con las sábanas—. Encontrarás cerillas sobre la mesa.
—¿Y dónde diablos está la mesa?
Por fin logró dar con ella, y tanteando con una mano encontró la caja de cerillas.
La llama roja y blanca casi le cegó. Parpadeó. Unas gotas de lluvia brillaban todavía en sus pestañas. Cuando hubo encendido una vela y colocado ésta sobre la mesa, junto a unos papeles de música, se desnudó.
—Acabo de conocer a una chica encantadora, Walters —dijo, mientras, completamente desnudo junto al montón de su ropa, se secaba con una toalla—. Estaba calado hasta los huesos… Te aseguro que es la persona más simpática que he conocido desde que estoy en París.
—Creí que no querías complicarte la vida con mujeres.
—Con mujeres públicas, debí decir.
—¿Y qué otra cosa puede ser ésa que acabas de conocer, si la has conocido en la calle?
—No seas absurdo.
—Creo que en este maldito país no hay ninguna mujer decente. ¡Dios! Tengo ganas de tropezar con una dulce muchachita americana —Andrews no respondió. Apagó la vela y se metí en la cama—. Te advierto que he encontrado trabajo —continuó Walters—. Desde hoy presto servicio en las oficinas del Destacamento Universitario.
—¿Por qué diablos has dicho eso? Creí que habías venido para estudiar en la Sorbona.
—Desde luego. Y asisto a todas las clase. Pero me gusta estar bien situado en el Ejército. Para que nadie me tome la delantera, ¿comprendes?
—Puede que tengas razón.
—La tengo, amigo. El único modo de salir adelante es estar ojo avizor y no dejar que tus superiores olviden que existes. ¡Cualquiera sabe! A lo mejor un día de éstos se arma un nuevo jaleo. Esos endiablados alemanes no parecen demasiado resignados, a pesar de lo mucho que el Presidente ha hecho en su favor. En todo caso, espero salir de aquí con los galones de sargento.
—Bueno, voy a dormir —dijo Andrews hoscamente.
John Andrews se hallaba sentado a una mesa en la terraza del café de Rohan. El sol se había puesto ya. Todo en torno suyo estaba bañado por una luz violada y por tristes sombras verdosas. En el cielo, de un brillante color lila, flotaban algunas nubes ambarinas. Las luces de los escaparates del Magazin du Louvre, situado en la acera de enfrente, estaban encendidas, y los cristales brillaban como espejos en la creciente oscuridad.
En el peristilo del Palais Royal, las sombras eran cada vez más profundas y el frío se hacía más intenso. Una oleada de gente entraba sin cesar en el Metro y salía de él. Los autobuses verdes, repletos de pasajeros, pasaban sin cesar. El estruendo del tráfico, el sonido de las pisadas y el rumor de las voces eran para Andrews como una melodía… Música de baile…
Súbitamente vio ante sí al vendedor de conejos. Un animalillo colgaba olvidado de un extremo del tubo de goma.
—Et ça va bien, le commerce? —preguntó Andrews.
—Regular —repuso el vendedor, mientras distraídamente hacía dar al conejo un salto mortal. Andrews contempló durante unos instantes a la gente que entraba en el Metro—. ¿Se divierte el caballero en París? —preguntó tímidamente el vendedor de conejos.
—¡Oh, sí! ¿Y usted?
—No puedo quejarme —respondió sonriendo el vendedor—. Las mujeres están bellísimas a esta hora de la tarde —añadió con timidez.
—No hay nada tan hermoso… como un atardecer en París.
—O como las mujeres parisienses —dijo vendedor con los ojos brillantes—. Pero, perdóneme, señor —añadió—. He de procurar vender mi mercancía.
—Au revoir —dijo Andrews tendiéndole la mano.
El vendedor de conejos se la estrechó calurosamente y se alejó haciendo saltar a uno de los animalitos por el bordillo de la acera. Pronto se perdió entre la multitud.
En la plaza empezaban a encenderse los arcos voltaicos. Tras el enrejado brillaban los globos como otras tantas lunas sobre el pavimento.
Henslowe ocupó una silla vacía junto a Andrews.
—¡Hola! ¿Cómo anda Simbad?
—Simbad sigue en funciones, muchacho. Per dime, ¿no estás helado?
—¿Qué diablos quieres decir, Henslowe?
—Que debes de tener mucho calor, para estar aquí sentado con este clima casi polar.
—Nada de eso. Pero, dime, ¿cómo te van las cosas? —preguntó Andrews riendo.
—Mañana salgo para Polonia.
—¿Cómo?
—Sí, encargado de conducir un tren de abastecimiento de la Cruz Roja. Te advierto que si quieres acompañarme estamos a tiempo. Vamos a la Cruz Roja antes de que se vaya el comandante Smithers. O tal vez sea mejor que le invitemos a cenar.
—Pero, Henry, yo prefiero quedarme aquí.
—¿Por qué te empeñas en permanecer en este agujero?
—Porque me encanta. El curso de orquestación a que asisto es todavía mejor de lo que me figuraba; conocí el otro día a una chica estupenda, y, además, París me tiene loco.
—Te advierto que si te metes en un lío de mujeres te romperé la cabeza con una cachiporra polaca. Comprendo que hayas conocido a una chica… Yo conozco muchas. Pero también hay chicas en Polonia, y hasta podremos bailar con ellas la polonesa.
—No, no. Ésta a que me refiero es encantadora. Tú también la conoces. Estaba con un soldado en Le Rat qui Danse la noche que estuvimos allí. El día de mi llegada precisamente. Después fuimos juntos a ver Louise.
—Me figuro que sería algo muy sentimental. ¡Por vida de…! Reconozco que también yo tengo aventurillas de vez en cuando, pero nunca permito a una mujer que me complique la existencia —murmuró Henslowe con enojo. Ambos quedaron silenciosos durante un momento—. Te veo peor que Heinz con su Moki y su Bubu, el cachorro de león —añadió Henslowe—. A propósito, ¿sabes que éste ha muerto? Bueno, ¿quieres que cenemos juntos?
—Estoy comprometido con Jeanne… He de encontrarme con ella dentro de media hora. Lo siento. Henry. Pero ¿por qué no cenas con nosotros?
—¡Menudo panorama! No, no. Tendré que buscar a ese idiota de Aubrey y soportar sus noticias sobre la Conferencia de la Paz. Heinz no se atreve a dejar a Moki. La pobre tiene ataques de histerismo desde que ha perdido a Bubu. Probablemente no tendré más remedio que ir a ver a Berthe. Eres un mal amigo.
—Mañana organizaremos una fiesta de despedida en tu honor, Henry.
—Espera un momento. Olvidaba un encargo que tengo para ti. Aubrey te espera en el Crillon mañana a las cinco. Quiere que conozcas a Geneviève Rod.
—¿Y quién demonios es Geneviève Rod?
—Que me ahorquen si lo sé. En fin, Aubrey dijo que te conviene conocerla. Es, según él, una intelectual.
—Lo que más odio en el mundo.
—Bueno, ya eres mayorcito para saber lo que debes hacer. ¡Hasta la vista!
Andrews permaneció un rato sentado en el café. Soplaba un airecillo helado. El cielo era ahora de un azul oscuro y profundo, y el pálido reflejo de los arcos voltaicos daba a todo un triste aspecto funerario. En el peristilo del Palais Royal, las sombras eran cada vez más severas y tristes. En la plaza iba escaseando el público. Las luces de los escaparates del Magazin du Louvre se habían apagado. Del interior del café salía un suave olorcillo a comida recién hecha que saturaba la fría atmósfera del exterior.
Andrews vio que Jeanne avanzaba por el suelo grisáceo de la plaza. Su silueta oscura y grácil resaltaba bajo las luces. Corrió precipitadamente a su encuentro.
La estufa redonda que había en el centro dejaba escapar un murmullo suave. Frente a ella dormitaba un gato blanco hecho una bola, en la que sólo resaltaban las manchas rosadas de las orejas y la nariz, parecidas a esas manchas que suelen tener los pétalos de las rosas blancas. A un lado de la estufa, junto a la mesa que había cerca de la ventana, estaba sentado un anciano de tez morena y pómulos salientes y rojos. Su traje, que apenas tenía forma de tal, era de pana, del mismo color oscuro de su piel. Tenía en las manos sarmentosas una cuchara, y con ella removía continuamente el líquido amarillo y humeante contenido en un vaso que tenía ante sí. Por la ventana que había a su espalda se divisaba el cielo plomizo de la tarde invernal y el granizo que caía azotando los cristales. Al otro lado de la estufa había un mostrador de zinc, con botellas amarillas y verdes y un grifo de cuello muy largo, como el de una jirafa, junto a la columna de madera barnizada que decoraba el rincón. Sobre esta columna había una gran maceta de helechos. Desde el asiento que Andrews ocupaba, en un extremo de la habitación, veía el fondo de helechos de la parte izquierda de la ventana, el cual formaba oscuros encajes. En el lado derecho se distinguía el contorno sombrío de la cabeza del anciano, tocada con una gorra ladeada. La estufa ocultaba a sus ojos la puerta y el gato blanco y formaba el centro de su universo visible.
Sobre la mesa de mármol que Andrews tenía ante sí había unas rebanadas de pan tostado untadas de mantequilla, un tarro de mermelada de albaricoque y una taza de café con leche caliente del que salía una columnita de humo que se elevaba hacia el techo en forma de espiral. Llevaba la guerrera desabrochada, y tenía su cara apoyada en ambas manos, mirando a través de los dedos entreabiertos el montón de papel pautado lleno de notas, unas hechas con lápiz y otras con tinta. De vez en cuando anotaba algo con lápiz en los papeles. Junto al montón de hojas había dos libros, uno amarillo y el otro blanco y manchado de café.
El fuego seguía chisporroteando, el gato dormía y el anciano de la tez morena continuaba removiendo el líquido de su vaso y llevándoselo a los labios en contadas ocasiones. El batir del granizo en los cristales se hacía a veces tan intenso que podía percibirse en el interior. A través de la puerta trasera llegaba un rumor de platos y de cacharros de cocina.
El reloj de sucia esfera que colgaba sobre el espejo que había detrás del mostrador dejó oír una campanada. La media. Andrews ni siquiera levantó la cabeza. El gato siguió durmiendo frente a la estufa, que continuaba produciendo un monótono y amable murmullo. El anciano de la tez morena movía aún el líquido amarillo de su vaso. Las manecillas del reloj avanzaban cada vez más hacia la hora.
Andrews tenía las manos frías. Temblaban sus muñecas, y algo temblaba también dentro de su pecho. Era como si un rayo luminoso infinitamente potente, pero también infinitamente lejano, bañase lo más hondo de su ser, produciendo toda una gama de sonidos que le hicieran temblar hasta la misma punta de los dedos; sonidos perfectamente modulados, que formaban ritmo que se movían de un lado a otro, entrecruzándose como las olas del mar en una gruta; sonidos que iban cristalizando en armoniosas melodías.
Y, por encima de todo, la reina de Saba, surgida de una página de Flaubert, extendía su fantástica mano de uñas largas y doradas, y la apoyaba en el hombro de Andrews; y él avanzaba al margen de la vida. Pero la imagen era vaga como una sombra surgida entre el brillo de su mente.
Dieron las cuatro en el reloj.
El gato deshizo lentamente la bola que formaba su cuerpo y abrió los ojos. Los tenía redondos y amarillos. Estiró una pata sobre el suelo de ladrillos, luego otra; sacó las garra de color gris rosado; levantó la cola hasta ponerla tiesa como el mástil de un barco, y con paso lento y ceremonioso se dirigió a la puerta.
El anciano de tez morena bebió de un trago el líquido amarillo y chascó ruidosa y gravemente.
Andrews levantó la cabeza, soltó el lápiz, se echó hacia atrás hasta apoyarse en la pared y estiró los brazos. Luego cogió la taza de café con ambas manos y bebió un sorbo. Estaba frío. Untó una tostada de mermelada y lamió la que había quedado en sus dedos. Después miró al anciano de tez morena y dijo:
—On est bien ici, n’est-ce pas, monsieur Morue?
—Oui, on est bien ici —repuso el anciano con voz áspera y desagradable. Luego se levantó con gran parsimonia y añadió—: Bien. Vuelvo a la barca. ¡Chipette!
—Oui, monsieur.
Por la puertecilla trasera entró corriendo una chiquilla que llevaba un delantal negro. Tenía la cabeza pequeña y alargada como una bala el cabello recogido en dos trenzas muy tiesas.
—Toma. Dale esto a tu madre —dijo el anciano de tez morena entregándole unas monedas.
—Oui, monsieur.
—Será mejor que se quede aquí. La temperatura es muy agradable —dijo Andrews bostezando.
—Tengo que trabajar. Sólo los soldados pueden hacer el vago —repuso el anciano con acritud.
Cuando se abrió la puerta penetró una ráfaga de aire helado. Se oyó el rugir del viento y el rumor del granizo al caer sobre el lodo. El gato se refugió de nuevo junto a la estufa, de espaldas a ella y agitando la cola. La puerta se cerró, y la oscura silueta del anciano, azotada por el viento, cruzó ante el espacio gris de la ventana.
Andrews se dispuso de nuevo a trabajar.
—Trabaja usted mucho, ¿verdad, monsieur Jean? —dijo Chipette, apoyando la barbilla en la mesa, junto a los libros, y mirándole con sus ojuelos brillantes como dos negros abalorios.
—Eso mismo me digo yo.
—Cuando sea mayor no quiero trabajar. Voy a pasarme todo el día paseando en coche.
Andrews se echó a reír. Chipette le miró un instante y se retiró llevándose la taza vacía.
El gato se había acurrucado frente a la estufa y se lamía rítmicamente una de las patas delanteras con su lengüecilla parecida a un pétalo de rosa.
Andrews silbó unas notas mirando al gato.
—¿Qué te ha parecido, Mimet? —dijo—. Es la reina de Saba… la reina de Saba.
El gato se hizo otra vez una bola y se quedó dormido.
Andrews pensó en Jeanne y se sintió repentinamente más tranquilo. Siempre que paseaba con ella en el anochecer por calles llenas de mujeres y de hombres experimentaba la misma lánguida sensación de calma, y la tensión de sus nervios cedía. Cierto que su proximidad le excitaba, pero de una manera dulce y suave que, le hacía olvidar incluso la rigidez de sus miembros dentro del uniforme. Desaparecía todo deseo febril. Al sentir el contacto del cuerpo de Jeanne se dejaba arrastrar sin esfuerzo por la corriente de las vidas humanas que sentía palpitar junto a él. Y era tal la languidez que experimentaba ante todos aquellos amores tranquilos, que hasta los ásperos muros de su personalidad se desplomaban, desapareciendo entre las brumas y la suave penumbra de las calles. Al pensar en todo esto creyó sentir el aroma de unas flores llenas de polen, del musgo húmedo y de la savia joven. Algunas veces, mientras se bañaba en las agitadas aguas del océano, había experimentado una sensación parecida de tranquila alegría cuando, al nadar hacia la orilla, le envolvía una ola imponente y encrespada y le impulsaba con rapidez hacia la playa.
No obstante, en aquella tarde gris, sentado pacíficamente en la taberna vacía, sintió que la sangre bullía en sus venas con renovada fuerza, como bullía en las ramas de los árboles cuajadas de brotes, en los campos de tierra fructífera aunque árida superficie, en los pequeños animales de peludo lomo que habitaban en el bosque y en el ganado que recorre los pastos ensuciando y removiendo la fresca superficie del suelo.
El reloj dio las cinco.
Andrews se levantó de un salto y se acercó a la puerta, luchando todavía con el abrigo. En la plaza soplaba un airecillo helado. Las aguas del río, de un sucio color gris verdoso, rugían triunfantes. Había dejado de granizar, pero el suelo estaba cubierto de fango y en la calle se formaban charcos cuyas aguas agitaba el viento. Todo —casas, puentes, cielo y río— tenía el mismo tono gris verdoso y sombrío. Sólo una línea quebrada de color de ocre rompía en el cielo tanta uniformidad. Sobre ese fondo resaltaba la mole de Notre-Dame y la esbelta aguja roja de su crucero.
Andrews siguió andando a grandes zancadas, hundiendo los pies en los charcos hasta llegar al bajo edificio de la Morgue, en donde tomó un autobús verde lleno de viajeros.
Ante el Crillon había varios coches de color nardo con números blancos en sus portezuelas. Los conductores se agrupaban ante el pórtico, lodos llevaban el cuello de sus abrigos pardos subido hasta casi ocultar las caras rojas. Andrews pasó junto al portero y, atravesando por la puerta giratoria, entró.
El vestíbulo le parecía familiar. Olía, lo mismo que los vestíbulos de los hoteles de Nueva York, a humo de cigarrillos y a barniz de muebles. A un lado había una puerta que daba a un gran comedor en donde muchos hombres y mujeres tomaban el té. Olía deliciosamente a pasteles y a manjares delicados. Frente a él, sobre la roja alfombra, en el extenso vestíbulo, se agrupaban los militares y los paisanos charlando en voz baja. Se oía el tintineo de las espuelas y el entrechocar de unos platos que alguien manejaba en el restaurante. Muy cerca de Andrews, hundido en un sillón de cuero, con una pierna sobre la otra, había un individuo muy grueso. Llevaba un sombrero de fieltro negro que casi le tapaba los ojos, y la larga cadena de oro del reloj colgaba sobre su abultado vientre. De vez en cuando carraspeaba desagradablemente y escupía en el escupidor que tenía a su lado.
Andrews vio al fin a Aubrey, con sus pálidas mejillas y sus gafas de montura de concha.
—Sígueme —le dijo a Andrews cogiéndole por un brazo. Y añadió—: Llegas un poco tarde. —Luego, cuando salían por la puerta giratoria, murmuró al oído de su amigo—: Han pasado cosas estupendas en la Conferencia de la Paz. Lo sé de buena tinta.
Cruzaron el puente en dirección al pórtico de la Cámara de los Diputados, con su gran frontón y sus columnas grisáceas. Río abajo divisaron la torre Eiffel. Estaba envuelta en nieblas, que parecían una telaraña tendida entre la ciudad y las nubes.
—¿Es imprescindible que visitemos a esas señoras, Aubrey?
—Sí. Ya no es posible volverse atrás. Geneviève Rod quiere documentarse sobre música americana.
—¿Y qué diablos sé yo de música americana?
—¿No hay un tal Mac Dowell que se volvió loco o algo por el estilo?
Andrews se echó a reír.
—Ya sabes que no soy demasiado sociable… En fin, supongo que tendré que decir que Foc es un pequeño dios.
—Si prefieres callar, puedes hacerlo. Son gente moderna.
—Perfectamente.
Mientras hablaban habían llegado a una calera alfombrada de color oscuro con grabad en cada rellano. El ambiente olía ligeramente comida rancia y a basura. Llegaron al piso alto. Aubrey se detuvo ante una puerta barnizada y llamó a la campanilla. La puerta se abrió inmediatamente, y una joven apareció en el umbral. Llevaba un cigarrillo en la mano. Tenía la tez pálida, y bajo su abundante mata de pele castaño rojizo brillaban unos ojos de color pardo claro, tan grandes como los de las pinturas que representaban a Artemisa o a Berenice y que se hallaron en las tumbas de Fayum. Vestía un sencillo traje negro.
—¡Enfin! —dijo estrechando la mano a Aubrey.
—Éste es mi amigo Andrews.
Ella le tendió la mano a Andrews con ademán indiferente, sin dejar de mirar a Aubrey.
—¿Habla francés? Bien… Por aquí.
Los guió hasta una habitación de grandes proporciones en donde había un piano una da de cierta edad, de cabello gris, dientes amarillos y grandes ojos como su hija, estaba de pie junto a la chimenea.
—Maman, enfin ils arrivent ces messieurs.
—Geneviève temía que no viniesen usted —dijo madame Rod sonriendo y dirigiéndose a Andrews—. Monsieur Aubrey nos ha hablado tanto de su talento y de su modo de tocar el piano que incluso estamos nerviosas… Adoramos la música.
—Quisiera poder hacer algo más en materia de música que adorarla simplemente —dijo Geneviéve Rod con presteza. Luego se echó a reír y añadió—: Pero olvidaba presentarlos. Monsieur Andrews… Monsieur Ronsard…
Señaló con un ademán a Andrews y luego a un joven francés que vestía un traje ceñido y lucía un bigotillo pequeño. El joven se inclinó ante Andrews.
—Ahora tomaremos el té —dijo Geneviève Rod—. Hasta la hora del té todo el mundo está demasiado serio. Sólo después de tomarlo puede una persona resultar divertida. —Corrió las cortinas que cubrían la puerta que daba a la habitación vecina—. Comprendo perfectamente que Sarah Bernhardt le entusiasmaran las cortinas —añadió—. Dan a la existencia un aire dramático. No hay nada tan sublime como las cortinas.
Se sentó a la cabecera de una mesa de roble en la que había varias fuentes de porcelana con pastelillos de diversos colores, un viejo recipiente de peltre bajo el que ardía un reverbero de alcohol, una tetera de porcelana de Dresde verde y amarilla y tazas, platos y fuentes decorados de color rojo vivo.
—Tout ça —dijo Geneviève, señalando todo lo que había sobre la mesa— c’ést boche. Pero, como no tenemos otro servicio, tendremos que conformarnos con éste.
La dama que estaba a su lado murmuró unas palabras a su oído y se echó a reír.
Geneviève se puso unas gafas de montura de roncha y comenzó a servir el té.
—Debussy bebió una vez en esa misma taza. Tenga cuidado, porque está resquebrajada —dijo alargándole una taza a John Andrews—. ¿Conoce algo de Mussorgsky para tocar después del té?
—No puedo tocar absolutamente nada. Vuelva a pedírmelo dentro de tres meses.
—No crea que espero milagros de la audición. Me basta con que toque, sencillamente. Es cuanto deseo.
—Lo dudo.
Andrews bebió a sorbos su té, mirando de vez en cuando a Geneviève, que había entablado una rápida conversación con Ronsard. La joven tenía un cigarrillo entre los dedos de su mano larga y fina.
En sus grandes ojos de color castaño claro, se reflejaba una eterna sorpresa, como si acabara de abrirlos a la luz. Una leve sonrisa aparecía y desaparecía en la curva de su mejilla, sin rozar siquiera los labios pequeños y firmes.
La dama de más edad seguía mirando a sus invitados con aire hospitalario y amable, mostrando al sonreír sus dientes amarillos.
Volvieron al saloncito, y Andrews se sentó al piano. La muchacha tomó asiento en una silla baja que había junto a él. Andrews recorrió el teclado con los dedos, primero en una dirección y luego en otra.
—¿Dice usted que reconoció a Debussy?
—Yo no lo recuerdo. Venía a ver a papá cuando yo era niña. Me he educado en un ambiente musical. Con eso creo que queda demostrada la estupidez femenina, ya que no tengo el meno talento para la música. Soy lo que llaman sensible a la música, pero me imagino que lo mismo debe de sucederle a las sillas y a las mesas de esta habitación por el mero hecho de haber escuchado tantos conciertos.
Andrews comenzó a tocar una pieza de Schumann. Pronto se interrumpió.
—¿Canta usted? —preguntó.
—No.
—Quisiera oír las Proses Lyriques. Nunca pude escucharlas.
—En cierta ocasión intenté cantar Le Soir —dijo ella.
—¡Estupendo! Pruebe otra vez.
—Pero es demasiado difícil.
—¿De qué sirve que le guste la música si no siente la ambición de crear, aun a riesgo de destrozarla? Prefiero oír a cualquier individuo improvisando Auprès de ma Blonde que escuchar a Kreisler interpretando una pieza de Paganini con tanta perfección que llega a dar asco.
—Pero existe lo que llamamos término medio…
Sin dejarla terminar, Andrews comenzó a tocar de nuevo. Aun sin mirarla, sentía los ojos de la joven fijos en él. Sabía que estaba de pie, a su espalda, y que le escuchaba atentamente. Sintió que una de sus manos se posaba en su hombro. Dejó de tocar.
—Lo siento —dijo ella.
—¿Por qué? Había terminado.
—¿Tocaba algo suyo?
—¿Ha leído La Tentation de Saint Antoine?
—¿De Flaubert?
—Sí.
—No es su mejor obra. Creo que es lo que pudiéramos llamar un interesantísimo fracaso.
Andrews se levantó trabajosamente del piano, haciendo esfuerzos por dominar su enojo.
—Al parecer, ésa es una opinión general y aceptada —murmuró. Súbitamente recordó que ellos estaban solos en la habitación. Se acercó a madame Rod y añadió—: La ruego que me excuse, pero tengo una cita. Aubrey, no te molestes por mí. Es tarde, y he de apresurarme.
—Vuelva otro día a visitarnos.
—Gracias —murmuró Andrews.
Geneviève Rod le acompañó hasta la puerta.
—Tenemos que ser buenos amigos —le dijo—. La verdad es que me ha gustado su brusca manera de despedirse.
—No soy una persona muy correcta —respondió Andrews sonrojado, y estrechando la mano delgada y fría de la joven—. Es conveniente que ustedes los franceses recuerden que somos bárbaros. Algunos son bárbaros arrepentidos, pero yo no.
Ella se echó a reír. John Andrews bajó la escalera y salió a la calle grisácea, en donde brillaban unas luces amarillo verdosas.
Tenía la vaga sensación de haber hecho el ridículo, y esto le enfurecía. A grandes zancadas recorrió la Rive Gauche, por donde deambulaba muchos transeúntes que salían del trabajo y volvían al hogar, hasta llegar a la pequeña taberna del Quai de la Tournelle.
Era una mañana de domingo. Unas ancianas envueltas en chales negros entraban en la iglesia de St. Etienne-du-Mont. Cada vez que se abrían las puertas, una bocanada de incienso invadía la calle y saturaba con su perfume la brisa matinal. Tres palomas caminaban a saltitos sobre el empedrado, avanzando con aire da importancia sus patitas de color de coral. La fachada ojival de la iglesia, su esbelto campanario y su cúspide proyectaban sobre la plaza azuladas sombras. Las de las viejas que cruzaban la plaza desaparecían en cuanto éstas penetraban en el templo. La parte de enfrente, así como la balaustrada del Panteón y su muro más alto, estaban en aquellos momentos bañados por la anaranjada luz del sol.
Andrews caminaba de un lado a otro ante la iglesia, contemplando el cielo, las palomas, la fachada de la librería de Ste. Geneviève y las escasas personas que transitaban por la plaza. Observaba con calma y con deleite las formas, los colores y los pequeños y cómicos detalles de las cosas, saboreándolo todo con marcada complacencia. Sentía como si su música progresase de una manera definitiva ante el simple hecho de poder vivir diariamente y sin tropiezos al compás y al ritmo de ella. Sentía ágiles el cerebro y los dedos. Los pesados moldes que antes aprisionaban su espíritu, se fundían. Mientras paseaba ante la iglesia, esperando a Jeanne, hizo una especie de inventario espiritual y llegó a la conclusión de que era muy dichoso.
—Eh bien?
Jeanne estaba a su lado. Cogidos de la mano, echaron a correr como dos chiquillos y atravesaron la plaza llena de sol.
—Todavía no he desayunado —dijo Andrews.
—Sin duda te levantas muy tarde. Ahora tendrías que esperar a que lleguemos a la Porte Maillot, Jean.
—¿Por qué?
—Porque yo lo mando.
—Pero eso es cruel.
—No tardaremos mucho en llegar.
—Estoy hambriento. Tal vez muera de hambre en el camino.
—Procura comprenderme. Cuando lleguemos a la Porte Maillot estaremos lejos de nuestra vida cotidiana, y el día nos pertenecerá. No me gusta tentar al destino.
—Eres una muchacha extraña.
No había demasiada gente en el Metro. Andrews y Jeanne se sentaron el uno frente al otro sin pronunciar una sola palabra. Andrews miraba las manos de la joven, que ésta había colocado sobre su falda. Eran manos de obrera. Sus dedos tenían en algunos lugares pequeñas cicatrices, y sus uñas eran desiguales y quebradizas. Súbitamente, Jeanne se dio cuenta de lo que él miraba. Se sonrojó y dijo alegremente:
—Un día todos seremos ricos, como los príncipes y las princesas de los cuentos de hadas.
Ambos se echaron a reír.
Cuando llegaron a la estación de término, bajaron del tren. Él rodeó con su brazo la cintura de la muchacha. Ésta no llevaba corsé, y los dedos de Andrews temblaron al sentir bajo el vestido la carne blanda. Abrumado por un repentino temor, apartó el brazo.
—Ahora —dijo ella con calma, cuando estuvieron en la ancha avenida llena de sol y de árboles desnudos de follaje— puedes tomar todo el café con leche que quieras.
—Tú me acompañarás.
—¿Por qué esa extravagancia? Ya he tomado mi petit déjeuner.
—Quiero ser extravagante todo el día. ¿Por qué no empezar ahora mismo? Soy muy dichosa, sin que pueda definir la causa. Anda, tomaremos unos bollos.
—Sólo la gente rica pueden tomar bollos en estos tiempos.
—¿Sí? Pues ahora verás.
Entraron en una pastelería. Una anciana de rostro enjuto y tez amarilla los atendió. Al envolver en un papel fino los ricos bollos dorado entornó los ojos y miró con envidia.
—¿Van a pasar el día en el campo? —preguntó con ansiosa vocecilla, devolviendo el cambio a Andrews.
—Sí —respondió éste—. Lo ha adivinado usted.
Cuando estaban a la puerta la oyeron murmurar:
—Oh, la jeunesse, la jeunesse!
Hallaron una mesa vacía en un café frente a la Porte Maillot. Desde allí podían contemplar cómo entraban y salían por ella los transeúntes los coches de caballos y los automóviles. Más allá, unas murallas cubiertas de musgo daban al paisaje un aire ochocentista.
—¡Cómo me gusta la Porte Maillot! —exclamó Andrews suspirando.
Ella le miró y dijo riendo:
—¡Qué buen humor tienes hoy!
—La Porte Maillot me encanta. Es un rincón de París en donde siempre me encuentro bien. Al salir parece que uno abandona la ciudad, al entrar se experimenta siempre la agradable sensación de volver. Pero ¿por qué no tomas unos bollos?
—He comido uno. Cómete tú los otros. Tienes mucho apetito.
—Jeanne, creo que nunca en mi vida fui tan feliz como ahora. Casi merece la pena haber estado en el Ejército para apreciar y gozar de la libertad actual. Cuando recuerdo aquella horrible vida… ¿Qué sabes de Etienne?
—Está en Maguncia. Bastante aburrido.
—Jeanne, hemos de vivir intensamente, nosotros, los que tenemos la fortuna de gozar de libertad. Vivir por todos los que están condenados al aburrimiento.
—No veo que con ello remediemos su situación —repuso ella riendo.
—Es curioso, Jeanne. Yo me alisté como voluntario. Estaba harto de ser libre y de no hacer nada que valiese la pena. Ahora, en cambio, he aprendido una cosa: que la vida hay que vivirla, y no simplemente tenerla en la mano, como una de esas cajas de bombones que nadie come. —Ella le miró sin comprenderle—. Lo que quiero decir es que todavía no saco bastante partido de la vida, Jeanne —añadió Andrews—. Vámonos de aquí.
Se levantaron.
—No acabo de entenderte —dijo ella lentamente—. Creo que lo mejor es conformarse con lo que la vida quiera darnos. No hay otro remedio. Pero, mira, ahí está el tren de la Malmaison. Tenemos que correr.
Jadeando pero sonrientes subieron a la plataforma trasera, en donde la gente empujaba y saltaba. El tren se puso en marcha hacia Neuilly. La multitud de mujeres y hombres que los rodeaba seguía empujando, y sus cuerpos se apretaron el uno contra el otro. Andrews rodeó con mi brazo la cintura de Jeanne y se inclinó para mirar la pálida mejilla que rozaba su pecho. El negro sombrerito de paja, adornado con una flor roja, le llegaba justamente a la barbilla.
—No veo nada —dijo ella todavía riendo.
—Yo me encargo de describirte el paisaje —dijo Andrews—. En este momento cruzamos el Sena.
—Debe de ser precioso.
Un anciano de barba blanca y puntiaguda que estaba de pie a su lado sonrió con benevolencia.
—¿Es que no le gusta el Sena? —le preguntó Jeanne mirándole con descaro.
—Sin duda, sin duda… Pero me hizo gracia mi manera de decirlo —respondió el anciano—. ¿Van a Saint Germain? —preguntó dirigiéndose a Andrews.
—No. A la Malmaison.
—Deberían ir a Saint Germain. Allí verían el museo prehistórico de monsieur Reinach, que muy hermoso. No debe volver a su patria sin verlo.
—¿Hay monos en ese museo? —preguntó Jeanne.
—No, no hay monos —respondió el anciano volviéndole la espalda.
—Me encantan los monos —dijo Jeanne.
El tren avanzaba por un ancho y solitario bulevar flanqueado de árboles, de pequeñas extensiones de césped, de almacenes y de grupo desperdigados de casas. Los viajeros habían ido desalojando el vagón y estaban más holgados, pero Andrews seguía abrazando a Jeanne por la cintura. El contacto incesante de su cuero producía en él una indefinible sensación de languidez.
—¡Qué bien huele! —dijo la joven.
—Es la primavera.
—Quisiera tumbarme sobre la hierba y comenzar a comer violetas. ¡Oh, Jean, qué bueno has sido trayéndome aquí! Debes de conocer muchas señoritas distinguidas que se alegrarían de salir contigo. ¡Eres tan educado! No comprendo cómo puedes ser soldado raso.
—¡Cielos! Por nada del mundo quisiera ser oficial.
—¿Por qué? Me parece que ser oficial ha de ser muy agradable.
—¿Crees que a Etienne le gustaría ser oficial?
—Es distinto. Etienne es socialista.
—Supongo que yo también debo ser socialista. Pero, en fin, cambiemos de conversación.
Andrews se dirigió al otro extremo de la plataforma. Pasaban junto a una carretera flanqueada de pequeñas villas rodeadas de jardines llenos de flores amarillas y rosadas. De vez en cuando la atmósfera olía suavemente a violetas. El sol se había ocultado tras unas nubes grises purpúreas. El viento amenazaba lluvia.
Andrews pensó de pronto en Geneviève Rod. Fue curioso que recordara con tanta exactitud su rostro, sus ojos grandes y abiertos y su manera especial de sonreír sin mover siquiera los labios. Se enfadó consigo mismo. ¡Qué estúpidamente se había conducido el día de su precipitada huida! Se dio cuenta de que anhelaba volver a verla, de que tenía muchas cosas que decirle.
—¿Te has dormido? —preguntó Jeanne cogiéndole de un brazo—. Hemos llegado.
Andrews se sonrojó de cólera.
—¡Oh, qué hermoso es esto, qué hermoso es esto! —exclamó Jeanne.
—Son ya las once —dijo Andrews.
—Tenemos que visitar el palacio antes de muertos —gritó Jeanne, y echó a correr por una avenida de tilos, en los cuales los brotes verdosos formaban como pequeños abanicos rizados. En las zanjas que había a ambos lados del camino nacía la hierba fresca y nueva. Andrews echó a correr tras ella, aplastando con los pies la húmeda grava del suelo. Cuando al fin la alcanzó, la abrazó y la besó en la boca jadeante. Jean logró desasirse y dijo apartándose y poniendo en orden su sombrero:
—¡Monstruo! He estrenado el sombrero precisamente para salir contigo, y tú te complaces estropearlo…
—¡Pobre sombrero! —exclamó Andrews—. Pero me parece todo tan hermoso, y tú, Jeanne, es tan linda…
—El gran Napoleón —murmuró Jeanne solemnemente— debió de decir algo por el estilo a tu emperatriz Josefina, y después… ya sabes lo que hizo con ella.
—Ella debió de aburrirse profundamente a su lado desde hacía mucho tiempo.
—No —dijo Jeanne—, lo cual demuestra que las mujeres somos tontas.
Atravesaron la ancha verja de hierro y entraron en el parque del Palacio.
Más tarde se sentaron ante una mesa, el jardín de un pequeño restaurante. El sol pálido, brillaba de nuevo, y sus rayos iluminaban levemente los tenedores, los cuchillos y vino blanco que llenaba sus vasos. Todavía habían empezado a comer. Se miraban el uno al otro detenidamente y en silencio. Andrews estaba preocupado y melancólico. No se le ocurría ningún tema de conversación. Jeanne jugueteaba con unas pequeñas margaritas blancas con manchas rosadas, colocando los pétalos en forma de círculos o de cruces sobre la mesa.
—¿Verdad que tardan mucho en servir?
—Pero se está tan bien aquí… —repuso ella sonriendo—. ¿Por qué te has puesto triste pronto? —Le arrojó al rostro un puñado margaritas y añadió burlonamente—: Todo esto te pasa porque tienes hambre, querido. ¡Dios santo, cuánta importancia tiene el estómago para los hombres!
Andrews vació de un trago su vaso de vino. Estaba seguro de que le bastaría con un único esfuerzo para desvanecer la melancolía que le iba invadiendo y que amenazaba aplastarle.
Un individuo vestido de caqui, con la cara y el cuello de color de escarlata, apareció en el jardín. Arrastraba tras de sí una bicicleta cubierta de barro. Se dejó caer en una silla hierro, y la bicicleta cayó ruidosamente a sus pies.
—¡Eh! —gritó el recién llegado con voz ronca.
Inmediatamente apareció un camarero que le miró con aire sospechoso. El individuo vestido de caqui tenía el cabello tan rojo como la tez, el rostro bañado en sudor. Iba sin guerrera, su camisa estaba rota, y tenía los pantalones y las polainas cubiertos de barro.
—¡Cerveza! —gritó.
El camarero se encogió de hombros y alejó.
—Il demande una biére —dijo Andrews.
—Mais, monsieur…
—Tráigasela. Yo pago…
El camarero desapareció.
—Gracias, americano —dijo el hombre vestido de caqui.
El camarero reapareció llevando un vaso amarillo, alto y estrecho. El hombre vestido de caqui se lo quitó de las manos, lo vació de un trago y lo devolvió a continuación. Después escupió, se secó los labios con el dorso de la mano, se levantó con paso vacilante y dando traspiés se acercó a la mesa de Andrews.
—Supongo, americano, que ni a usted ni a la señorita les molestará que me acerque a charlar un rato.
—Claro que no. Dígame, ¿de dónde viene?
El individuo vestido de caqui cogió la silla de hierro y la arrastró hasta colocarla junto a la mesa. Antes de sentarse saludó a Jeanne inclinando solemnemente la cabeza y echando hacia atrás un mechón de su rojo cabello. Después de las vacilaciones sacó del bolsillo un pañuelo de cenefa y se secó la cara con él, dejando un hilillo de grasa en su frente.
—Soy portador de un importante mensaje secreto, americano —dijo al sentarse en la pequeña silla de hierro—. Soy un correo, ¿comprende?
—Parece usted fatigado.
—Nada de eso —respondió—. Tuve un poco de ajetreo en el bosque. Eso es todo. Alguien intentó echarme el guante.
—¿Qué quiere decir?
—Pues que se conoce que tenían referencias acerca de mi misión. Soy portador de un importante secreto que envía el Cuartel General a vuestro presidente, americano. Atravesaron en motocicleta cierto espeso bosque (me es del todo punto imposible recordar el condenado nombre de la región) a una velocidad de treinta millas, pues el camino no era fácil, cuando de repente divisé un grupo de cuatro individuos que me parecieron sospechosos. Aceleré la marcha me precipité sobre ellos. Todo salió a pedir de boca. Pero entonces empezaron a disparar sobre mí e hicieron blanco en la motocicleta. Caí en una zanja, y eso me salvó. Al cabo de un rato salí de mi escondrijo y me perdí en el bosque, Por fin llegué a otro condenado pueblecillo, en donde me agencié este trasto para seguir adelante. Dígame, ¿hay muchos kilómetros de aquí París?
—Creo que unos quince o dieciséis.
—¿Qué dice ese hombre, Jean?
—Dice que le asaltaron en el camino. Es correo.
—¡Cuidado que es feo! ¿Es inglés?
—Irlandés.
—Sí, señorita. Irlandais. Le felicito, americano. La muchacha es bonita. Espere a que yo llegue a París. Pienso ganar cien libras con este asunto. ¿De qué parte de América es usted?
—De Virginia, pero vivo en Nueva York.
—Yo he estado en Detroit. Y pienso volver allí en cuanto ahorre más dinero, para meterme en el negocio de automóviles. Europa está podrida y apesta, americano. No es lugar propio para la juventud. Repito que está podrida y que apesta.
—Se vive mejor aquí que en América. Pero dígame, ¿le suceden a menudo contratiempos como el de hoy?
—A mí nunca me pasó nada parecido, pero algunos compañeros míos no pueden decir mismo.
—¿Quiénes cree que podían ser los asaltantes?
—¡Cualquiera sabe! Alguno de esos malditos agentes secretos que andan husmeando lo relativo a la Conferencia de la Paz. Pero, en fin, tengo que marcharme. El mensaje es urgente.
—Bien. No se preocupe por la cerveza, le invito.
—Gracias, americano. —El individuo se levantó, estrechó las manos de Andrews y de Jeanne montó en la bicicleta y salió del jardín, camino de la carretera, sorteando las mesas y las sillas que halló en el camino.
—¡Vaya un cliente extraño! —exclamó Andrews riendo—. La vida tiene cosas divertidas. —El camarero les sirvió una tortilla, y ambos empezaron a comer—. Eso te dará una idea de como ruge la lava dentro del volcán —añadió Andrews—. En ningún sitio puede bailarse tan bien como en la cima de un volcán.
—No me gusta que hables así —dijo Jeanne soltando el cuchillo y el tenedor que tenía en las manos—. Es terrible. Es como decir que hemos sacrificado nuestra juventud por nada. Nuestros padres fueron felices cuando eran jóvenes, y de no haber estallado la guerra también lo hubiésemos sido Etienne y yo. Mi padre tenía una pequeña fábrica de jabón y de perfume. Etienne hubiese tenido un brillante porvenir, y yo no habría necesitado trabajar. Teníamos una hermosa casa. Me habría casado…
—A cambio de todo esto, Jeanne, tienes libertad.
Ella se encogió de hombros y repuso:
—¿De qué sirve la libertad? ¿Qué podemos hacer con ella? Lo que deseamos es la vida o, por lo menos, lo que yo deseo, es vivir cómodamente, tener una casa hermosa y gozar del respeto de los demás. ¡Oh! ¡Era tan dulce la vida en Francia antes de la guerra!
—No creo que la vida que describes valga la pena de ser vivida —dijo él brutalmente, haciendo lo posible por contenerse.
Siguieron comiendo en silencio. El cielo se fue nublando por momentos. Unas gotas cayeron sobre el mantel.
—Tendremos que tomar el café en el interior —dijo Andrews.
—Y pensar que te parece divertido que un individuo atraviese un bosque en su motocicleta, que otros le asalten y disparen sobre él… Yo lo encuentro horrible, horrible —dijo Jeanne.
—Mira. Ya está lloviendo.
Cuando arreció la lluvia entraron en el restaurante y se sentaron a una mesa situada junto a la ventana, desde donde podían contemplar las gotas de lluvia que danzaban sobre las mesas de hierro pintadas de verde. Por la puerta abierta llegaba hasta ellos un aroma a tierra mojada y a hojarasca. Un camarero cerró las vidrieras y echó el cerrojo.
—Pretende que la primavera no invada todo esto, pero no lo conseguirá —dijo Andrews.
Se miraron y sonrieron por encima de sus tazas de café. La antigua corriente de simpatía quedó restablecida entre ambos.
Cuando dejó de llover salieron a dar una vuelta por los campos mojados. Recorrieron un sendero lleno de charcos de agua clara en los que se reflejaban el cielo azul y las nubes blancas y de color de ámbar. Las sombras de las nubes sobre el agua adquirían un extraño color gris purpúreo. Caminaban despacio, cogidos del brazo, apretando sus cuerpos uno contra el otro, Estaban, sin saber por qué, muy fatigados y de vez en cuando se paraban a descansar apoyándose en los troncos húmedos. Junto a un estanque, al que el reflejo del cielo daba un tono azul, plateado y ambarino, había un haya enorme y un prado de violetas silvestres, de las que Joanne se apresuró a formar un ramo con las pequeñas margaritas blancas manchadas de rosado. Cuando llegaron a la estación suburbana se sentaron silenciosos en el mismo banco, muy cerca el uno del otro. De vez en cuando aspiraban el perfume de las flores. Sentían tal languidez que tuvieron que hacer grandes esfuerzos para subir al vagón de tercera clase lleno de gente que, como ellos, regresaba de pasar el día en el campo. Todos llevaban violetas, rosas de azafrán y ramal llenas de capullos. Los trajes de aspecto cuidado olían a campo húmedo y a bosque verde. Cuando el tren pasaba por un puente o por un túnel, chillaban las muchachas y se abrazaban a los hombres que las acompañaban. Todos reían por el menor motivo. Cuando el tren llegó a su punto de destino, los viajeros lo abandonaron de mala gana, como si comprendieran que desde aquel momento tenían que reanudar la diaria rutina de su vida de trabajo. Andrews y Jeanne atravesaron el andén sin rozarse siquiera. Tenían los dedos sucios y pegajosos de coger flores y de estrujar hojas tiernas y verdes tallos. Tras la agradable y perfumada humedad de los bosques, la atmósfera de la ciudad les pareció densa e irrespirable.
Cenaron en un pequeño restaurante del Quai Voltaire, y luego, lentamente, se encaminaron hacia la Place St. Michel. La comida y el agradable calorcillo del vino dieron un nuevo vigor a sus cuerpos cansados. Andrews rodeó con su brazo los hombros de ella. Charlaban en voz baja en tono íntimo, sin mover apenas los labios, mirando a los enamorados abrazados estrechamente en los bancos y a las parejas que sin cesar pasaban por su lado, charlando también en voz muy queda, tan cerca el uno del otro como ellos lo estaban.
—¡Cuántos enamorados hay en el mundo! —dijo Andrews.
—¿Tú crees que nosotros merecemos ese calificativo? —preguntó Jeanne con una risa extraña.
—No lo sé… ¿Has estado alguna vez locamente enamorado, Jeanne?
—No sé qué contestarte. En Laon había un chico llamado Marcelin que… Pero entonces yo no era más que una niña tonta. Las últimas noticias que recibí de él eran de Verdún.
—¿Has tenido después muchos amigos… como yo?
—Creo que nos estamos poniendo sentimentales —gritó ella riendo.
—No, pero me interesa una contestación. Sé poco de la vida, Jeanne.
—Te diré —respondió Jeanne más seria—. He procurado divertirme cuanto he podido, pero no soy frívola… Y hay pocos hombres que verdaderamente me hayan gustado… Es natural que huya tenido pocos amigos… ¿O es que prefieres que los llame amantes? A mí no me gusta ese nombre. Un amante es lo que suelen tener las mujeres casadas en una obra teatral. La verdad, me parece ridículo.
—Hasta hace relativamente poco —dijo Andrews— soñaba yo en un amor romántico, con escalar los muros de un castillo agarrándome a la hiedra, en besos apasionados en un balcón, a la luz de la luna…
—Como en la Opéra Comique —dijo Jeanne riendo.
—Comprendo que es absurdo, pero aun ahora hay tantas cosas que pediría a la vida y que la vida no me podría dar…
Se apoyaron en el parapeto y escucharon el rumor —ya fuerte, ya suave— del río que corría a sus pies. Las luces de la orilla opuesta se reflejaban en las aguas y oscilaban como serpientes de oro.
Andrews notó que alguien se había detenido cerca de ellos. A la claridad verdosa y triste da un farol reconoció en el recién llegado a aquel muchacho cojo con quien meses atrás habló en el Cerro.
—¿Se acuerda usted de mí? —preguntó Andrews.
—Usted es el americano que estaba en el restaurante de la Place du Terte, no sé cuándo exactamente, pero, desde luego, hace mucho tiempo.
Se estrecharon las manos.
—Según veo, está usted solo —dijo Andrews.
—Sí. Yo siempre estoy solo —repuso con firmeza el muchacho cojo, y de nuevo le tendió la mano.
—Au revoir —dijo Andrews.
—Buena suerte —murmuró el muchacho cojo, Andrews pudo oír el ruido de sus muletas al chocar contra el suelo, cuando se alejaba por el quai.
—Jeanne —murmuró Andrews de pronto—, subirás a mi casa, ¿verdad?
—Creí que vivías con un compañero.
—Está en Bruselas y no volverá hasta mañana —contestó Andrews en voz baja.
—Es lógico que pague mi cena de algún modo —dijo Jeanne maliciosamente.
—¡Cielos, no digas eso! —respondió Andrews tapándose el rostro con las manos. El monótono murmullo del río que corrían bajo los puentes llenaba sus oídos. Sintió unos desesperados deseos de llorar. La misma fuerza del deseo —un deseo amargo como el odio— le hizo sentir un extraño hormigueo en las carnes. Deseaba ardientemente estrujar las manos de ella entre las suyas—. Vamos —añadió bruscamente.
—No he querido molestarte —dijo ella con voz amable y fatigada—. De todos modos, ya sabes que no soy una muchacha bien educada.
El reflejo verdoso del farol iluminó sus ojos y el contorno de su mejilla cuando irguió la cabeza. Un triste sentimentalismo se apoderó de Andrews. Experimentó la misma sensación que cuando, siendo niño, su madre le contaba viejos relatos y él se dejaba arrastrar por la dulce corriente de su voz hasta llegar, sin poder evitarlo, a un lugar desconocido y triste.
Echaron otra vez a andar, y dejando atrás el Pont Neuf, se encaminaron hacia la iluminada Place St. Michel. Tres nombres danzaban en su imaginación: Arsinoe, Berenice y Artemisa. Se sintió sorprendido al pensar en esto, y luego recordó que Geneviève Rod tenía los ojos inmensos, la frente suave y los labios firmes y finos de aquellas mujeres cuyos retratos podían admirarse en las cajas de las momias del Fayum. Sólo que las patricias de Alejandría no tenían el cabello castaño con reflejos cobrizos, aunque, bien mirado, podían habérselo teñido.
—¿De qué te ríes? —preguntó Jeanne.
—Me río de la estupidez de las cosas.
—Deberías decir de la estupidez humana —dijo ella mirándole de reojo.
—Tienes razón.
Siguieron caminando en silencio hasta llegar a la puerta de la casa en que vivía Andrews.
—Sube tú primero y comprueba que no hay nadie —dijo Jeanne fríamente.
Andrews tenía las manos heladas. Al subir la escalera sintió que su corazón latía aceleradamente.
La habitación estaba vacía. En la pequeña chimenea había unos leños dispuestos para ser encendidos. Andrews limpió un poco la mesa, con el pie metió bajo la cama un montón ropa sucia que había en un rincón. De pronto pensó que solía hacer lo mismo en su habitación del colegio cuando sabía que algún pariente iba a visitarle.
Bajó de puntillas la escalera.
—Bien. Tu peux venir, Jeanne —dijo.
La muchacha se sentó rígidamente en el sillón que había junto a la chimenea.
—¡Qué hermoso es el fuego! —dijo.
—Jeanne, creo que estoy locamente enamorado de ti —murmuró Andrews con voz excitada.
—Como en la Opéra Comique —dijo ella encogiéndose de hombros—. No está mal la habitación —añadió—. ¡Oh, qué cama tan grande!
—Eres la primera mujer que traigo a esta habitación, Jeanne. ¡Oh, qué odioso resulta el uniforme!
Súbitamente, Andrews pensó en todos los cuerpos que, enfundados en el rígido uniforme, se movían como autómatas, en la odiosa farsa del proceso que convierte a los hombres en máquinas. ¡Oh! Si con un simple gesto pudiera liberarlos, hacerles gozar de la vida, de la dicha de la libertad… Durante un instante, la idea dominó cualquier otro pensamiento.
—Te has arrancado un botón —dijo Jeanne riendo histéricamente—. Tendré que cosértelo.
—¿Qué importa el botón? ¡Si supieras de qué modo los odio!
—Tienes la piel blanca como la de una mujer —dijo Jeanne—. Debe de ser porque eres rubio.
El ruido de la puerta, que alguien empujaba violentamente, despertó a Andrews. Se levantó de un salto y por espacio de unos instantes permaneció de pie en medio de la habitación, intentando poner en orden sus ideas. La puerta seguía moviéndose y la voz de Walters gritó:
—¡Andy, Andy!
Andrews sintió tanta vergüenza que tuvo náuseas. Se sentía irritado con Walters, con Jeanne, consigo mismo. Creyó que debía moverse furtivamente, como el individuo que ha cometido un hurto. Se acercó a la puerta y murmuró entreabriéndola:
—Walters, no sabes cuánto lo siento, pero no puedo dejarte entrar. Hay una chica conmigo… Me figuré… Creí que no volverías hasta mañana.
—Supongo que eso será una broma, ¿verdad? —dijo Walters desde el oscuro vestíbulo.
—No —respondió Andrews, y cerró la puerta con llave.
Jeanne seguía durmiendo. Su negra cabellera se derramaba sobre la almohada. Andrews la arropó cuidadosamente.
Después se acostó en la otra cama. Durante largo rato permaneció despierto, contemplando el techo pensativamente.