Dos policías militares pasaron ante la ventana. Andrews contempló sus pistoleras, de amarilla piel de cerdo, hasta que desaparecieron, y sintió la alegre seguridad de saberse a salvo. La figura del camarero que estaba de pie junto a la puerta, con una servilleta en el brazo, contribuyó a aumentar esa sensación de seguridad, Insta el punto de hacerle sonreír. Sobre la mesa tic mármol tenía un pequeño vaso de cerveza, una cartera llena de hojas de papel pautado y unos cuantos lápices amarillos. La cerveza, de color topacio a la pálida luz grisácea que penetraba por la ventana, proyectaba sobre la mesa un reflejo amarillo claro con un círculo brillante en medio. Afuera, por el bulevar, pasaban rápidamente los transeúntes. Algún carretón vacío, que sin duda volvía del mercado, pasaba también de vez en cuando. Sentada en un banco, una mujer envuelta en su toquilla de punto negro, con un montón de periódicos sobre las rodillas, contaba amorosamente unas monedas.
Andrews miró el reloj. Le faltaba una hora para acudir a la Schola Cantorum.
Se levantó, pagó al camarero su consumición y echó a andar por el centro del bulevar, pensando amablemente en las páginas que había escrito, y en las que iba a escribir. Se sentía dichoso, contento de vivir.
La mañana era gris. Nieblas amarillentas triunfaban por doquier. En el suelo húmedo se reflejaban con toda claridad los trajes de las mujeres, las piernas de los hombres y las líneas quebradas de los taxis. En un puesto de flores, la violetas y los claveles rojos y rosados ponían el suelo, de un gris pardusco, irregulares manchas de color. Al pasar junto al puesto de flores percibió Andrews un ligero olor a violetas, y recordó entonces que se aproximaba la primavera, aquella primavera de la que no quería perder ni un solo instante. Se dijo que la seguiría paso a paso, desde el momento en que apareciesen las primeras violetas. Tenía que vivir, que vivir intensamente, para recuperar los años que había perdido.
Siguió paseando por el bulevar. Recordaba perfectamente cómo aquella noche, en el restaurante, la muchacha a quien un soldado llamó Jeanne había correspondido a su carcajada y le había mirado con simpatía. En aquellos momentos le hubiese gustado pasear con una muchacha así por el bulevar, en la mañana brumosa riendo…
Vagamente se preguntó en qué parte de París debía de hallarse, pero era demasiado dichoso para que la idea le preocupara. ¡Qué hermosas y qué largas eran esas horas tempranas del día!
En un concierto de la Sala Gaveau escuchó el día anterior los Nocturnos, de Debussy, y Les Sirènes. En aquellos ritmos se centralizaban a la sazón todos sus pensamientos. Ante el fondo de la calle gris y de la niebla pardusca que velaba toda perspectiva, empezaron a surgir ritmos de su propia invención, modulaciones, frases luminosas, que nacían para desvanecerse al instante, pero que, al triunfar del estrépito de la calle, eran por un momento como fastuosos estandartes que alguien agitase sobre su cabeza.
Observó que pasaba ante un edificio de grandes proporciones y largas hileras de ventanas, a cuya puerta se congregaban grupos de soldados norteamericanos. Inconscientemente apresuró el paso, temeroso de tropezar con algún oficial a quien tendría que saludar. Pasó junto a los soldados sin mirarlos. Una voz le obligó a detenerse.
—¡Eh, Andrews!
Al volverse se encontró con un muchacho de baja ja estatura y cabello rizado. Su rostro no le era desconocido, pero no acertó a identificarle. Había abandonado uno de los grupos para acercarse a él.
—¡Hola, Andrews! Tu nombre es Andrews, verdad?
—Sí —repuso Andrews, y, tratando de recordar, estrechó la mano que le tendían.
—Me llamo Fuselli… ¿Te acuerdas de mí? La última vez que te vi marchabas al frente con Chrisfield… Chris, como le llamábamos. Fue en Cosne, ¿no recuerdas?
—Claro que sí.
—Y bien, ¿cómo anda Chris?
—Le han hecho cabo —dijo Andrews.
—¡Maldita sea! ¡Y pensar que una vez estuve yo también a punto de serlo!
Fuselli llevaba un pantalón de color pardo aceitunado bastante sucio, unas bandas mal arrolladas a los tobillos y el cuello desabrochado. Su camisa azul olía a grasa rancia. Andrews reconoció inmediatamente aquel olor: era el de las cocinas del Ejército. Se vio a sí mismo haciendo cola, en la mañana fría y oscura, y oyó el ruido del rancho al caer en las cazuelas…
—¿Por qué no te ascendieron, Fuselli? —preguntó con voz forzada tras una breve pausa.
—¡Qué sé yo! Supongo que caí en desgracia.
Se habían apoyado en un muro bastante sucio del edificio. Andrews miró a sus pies. El bario del suelo había salpicado la parte inferior de la pared hasta formar en ella como una especie de friso que Andrews se entretenía en rascar con el zapato.
—Bueno, ¿cómo van las cosas? —preguntó de pronto, levantando la cabeza para mirar a su interlocutor.
—He estado en un batallón de trabajo. Con eso está dicho todo.
—¡Sí que es mala suerte!
Andrews deseaba profundamente alejarse. Tenía miedo de llegar tarde adonde se dirigía. Pero no acertaba a despedirse.
—Contraje una enfermedad… —dijo Fuselli irónicamente—. Creo que todavía estoy mal Me clasificaron en G. O. 42. Es indecente la forma en que le tratan a uno, ¿verdad? Como un trapo sucio.
—¿Estuviste en Cosne todo el tiempo? Es colmo de la mala suerte, Fuselli.
—Cosne es un agujero inmundo, desde luego. Tú, en cambio, habrás estado en el frente y ni habrás podido luchar. ¡Voto al diablo! ¡Cuánto te habrás alegrado de no pertenecer a Sanidad!
—No sé si me alegro de haber estado en frente. Supongo que sí.
—La verdad es que lo pasé bastante mal hasta que llevaron a cabo la investigación de mi caso. Los consejos de guerra son muy severos, aun después del armisticio… ¡Dios! ¿Por qué no nos mandarán a casa de una vez?
Una mujer vestida de azul pasó junto a ellos, Andrews vio una cara empolvada y unas caderas tan ondulantes que parecían temblar con la jalea, bajo la falda azul, cada vez que uno de sus altos tacones pisaba el suelo.
—¡Atiza! ¡Pero si es Jenny! Menos mal que no me ha visto —dijo Fuselli riendo—. Tenía una cita con ella una noche de la semana pasada, pero estaba borracho y no acudí.
—¿No te hace daño emborracharte con la enfermedad que tienes?
—¡Bah! ¿Qué más da? Todo me importa un bledo.
—Pero, hombre… —Andrews se interrumpió de pronto y añadió en otro tono—: ¿En qué destacamento estás ahora?
—En el servicio permanente del K. P. —dijo Fuselli, señalando con su dedo pulgar la puerta del edificio ante el cual se hallaban—. No está del todo mal. Dos días libres, buena comida, nada de instrucción… Al menos come uno cuanto quiere. Claro que vaciar la basura y andar siempre con la pala en la mano no es muy saludable. La prueba es que me he quedado en los huesos.
—Pronto volverás a casa. No pueden licenciarte hasta que te curen.
—Cualquiera sabe lo que puede pasar. Dicen que algunas enfermedades de esta clase son incurables.
—¿No encuentras tu trabajo actual demasiado monótono?
—¡Bah! No es peor que otros. Y tú, ¿qué haces en París?
—Destacamento universitario.
—Y eso, ¿qué es?
—Soldados que deseaban estudiar en las universidades de aquí y que lo consiguieron…
—¡Caray! Pues me alegro de no estar en tu pellejo. Cualquiera vuelve al colegio otra vez.
—Bueno, adiós, Fuselli.
—Adiós, Andrews.
Fuselli se volvió y se dirigió al grupo de individuos que seguían charlando junto a la puerta, Andrews se alejó apresuradamente. Al llegar a esquina se volvió para mirar, y vio a Fuselli con las manos en los bolsillos y las piernas cruzadas, recostado en el muro cercano a la puerta del cuartel.