I

Andrews y seis hombres de su división estaban sentados en la terraza de un café, frente a la Gare de l’Est. Andrews se recostó en su silla, y por encima de la taza de café que sostenía en su mano alzada, contempló las casas de piedra con sus fachadas llenas de balcones. Bebió unos sorbos. El humo que salía de la taza olía deliciosamente a café con leche. En sus oídos zumbaba el ruido del tráfico y de las pisadas de los pies que cruzaban el pavimento húmedo, de modo que ni siquiera podía oír lo que decían sus compañeros. Éstos hablaban y reían. Inconscientemente, Andrews miraba por encima de sus uniformes de color caqui y de sus gorros en forma de barco. El olor del café y el de la niebla le llevaban muy lejos de allí. Un débil y rojizo rayo de sol se reflejó sobre la mesa y sobre la fina capa de barro que cubría el pavimento asfaltado. Al mirar hacia la avenida, más allá de la estación, las casas —de color gris verdoso las que estaban en la sombra, y de color violado las que estaban al sol— parecían envueltas en nieblas lejanas. Unas letras doradas brillaban en algunos balcones. En primer término distinguió muchos rostros, enrojecidos por el frío airecillo matinal hombres y mujeres que transitaban por allí rápidamente. El cielo tenía un tono gris rosa En aquel momento hablaba Walters:

—Lo primero que quiero visitar es la torre Eiffel.

—¿Por qué quieres verla? —preguntó un sargento de corta estatura, bigote negro y grandes círculos alrededor de los ojos, como un orangután.

—¿Cómo? ¿Será posible que ignores que el progreso empezó precisamente con la torre Eiffel y que si no fuese por ella no habría rascacielos?

—¿Qué me dices del edificio Flatiron y puente de Brooklyn? Creo que fueron construidos los dos antes que la torre Eiffel —dijo uno de Nueva York.

—La torre Eiffel es la primera construcción de vigas que podemos llamar completa en el mundo entero —repuso Walters en tono dogmático.

—Pues a mí lo que me interesa conocer, primer lugar, es el Follies Bergère. Las chicas alegres, vamos…

—Será mejor que olvides a las chicas alegres, Bill —dijo Walters.

—Yo no pienso ni mirar a una mujer —dijo el sargento del bigote negro—. Conocí demasiadas en mis buenos tiempos… Además, la guerra ha terminado.

—Sí, sí… Ya verás cuando tropieces con una auténtica parisiense —dijo riendo estruendosamente un individuo que iba sin afeitar y lucía en su brazo los galones de cabo.

Andrews se abstrajo de nuevo y no prestó atención a la conversación. Con los ojos semicerrados contemplaba la calle recta y larga, en donde de los tonos verdes, violados y pardos, debido a la distancia, formaban un fondo monocromo y grisáceo. Deseaba estar solo, vagar al azar por la ciudad, contemplar a su antojo las personas, las cosas, dirigir la palabra a los hombres y las mujeres que quisiera, hundir su propia existencia entre las nieblas brillantes de aquellas gentes llenas de vida. El perfume de la niebla despertó en su cerebro un recuerdo. No pudo, al principio, precisarlo, hasta que de repente lo logró. El perfume le recordaba su cena con Henslowe, los rostros del muchacho y de la muchacha con quienes habló en el Cerro. Tenía que buscar a Henslowe enseguida. Sintió como una especie de extraño resentimiento hacia los hombres que le rodeaban. ¡Cristo! Tenía que alejarse de ellos. ¡Le había costado tanto conseguir su libertad! Ahora debía gozarla, apurarla hasta las heces.

—Lo que es yo, no pienso separarme de tu lado, Andy —dijo Walters rompiendo su ensueño—. Desde hoy te nombro intérprete primero.

Andrews se echó a reír.

—¿Sabes el camino de nuestro Cuartel General?

—Me dijeron en la R. T. C. que debía coger el Metro.

—Yo prefiero ir a pie —dijo Andrews.

—¿No crees que puedes perderte?

—Desgraciadamente, no —dijo Andrews levantándose—. Os veré en el Cuartel General, esté donde esté. Hasta luego.

—Allí te espero, Andy —gritó Walters.

Andrews torció por una calle cercana. Cuando supo solo, apenas pudo contener un grito de alegría. ¡Era libre! Tenía muchos días por delante para trabajar y pensar, para recobrar la agilidad de sus miembros, entumecidos por los forzados movimientos de autómata. El perfume de las calles y de la niebla, un perfume punzante, era como el humo de un fantástico incienso que penetrase en su cerebro formando extrañas espirales. Estaba deslumbrado y a la vez ansioso… Sentía extrañamente flexibles y ágiles los brazos y las piernas, listos para gozar de cuanto se presentase, lo mismo que el gato cuando se prepara para saltar. Más que pisar el pavimento húmedo, sus pies calzados con pesadas botas parecían danzar. Caminaba deprisa, deteniéndose de vez en cuando junto a un carro de verduras para estudiar los vegetales verdes, rojos y anaranjados, para echar un vistazo a las calles intrincadas o para escudriñar en el oscuro interior de una taberna, junto a cuyo mostrador bebían vino blanco unos obreros. Rostros, muchos rostros, unos ovalados y delicados; otros, con barba y algunos, delgados, de mujeres jóvenes. Muchachos de mejillas rojas, y ancianas arrugadas que ocultaban tras la terrible fealdad de la vejez toda la belleza de una extinguida juventud, toda la tragedia de una vida pasada. Los rostros de todas las personas que pasaban por su lado le emocionaba como la música, como el ritmo de una orquesta.

Después de mucho andar y de seguir continuamente la calle que más sugestiva le parecía, llegó a una extensión de terreno con una estatua impresionante en el centro que representaba a personaje montado sobre un caballo a punto saltar. Leyó el nombre; «Place des Victoires», y lo encontró divertidísimo. Miró inquisitivamente las facciones heroicas del Rey Sol, y se alejó riendo.

«Supongo que en aquellos días hacían las cosas en grande», se dijo, y siguió andando, pareciéndole la situación aún más divertida. Pensaba que todos aquellos hombres cuyos nombres rozaban los suyos nunca verían inmortalizada su figura en medio de una plaza, sobre un caballo a punto de saltar, para conmemorar una victoria.

Llegó hasta una avenida recta y ancha, en que tropezó con varios oficiales americanos a quienes hubo de saludar, así como también a algunos policías militares. Vio muchas tiendas con lujosos escaparates, en los que brillaban costosos objetos. «Otra clase de victoria», pensó, al torcer por una calle cercana y divisar la mole grisácea de la Ópera, con sus ventanales impresionantes y las estatuas de bronce que representaban mujeres desnudas y que servían de soporte a las lámparas.

Se encontraba en una calle estrecha en la que abundaban los hoteles y las peluquerías de lujo. El ambiente estaba saturado de olor a perfumería cosmopolita, a casino, a salones de baile y a recepciones diplomáticas. Vio que un comandante americano avanzaba hacia él con paso vacilante. Era un hombre de cierta edad y alta estatura, rostro colorado y nariz de beodo. Se cuadró para saludar.

El comandante se detuvo también, pero siguió tambaleándose ligeramente. Luego dijo en tono lastimero:

—Muchacho, ¿sabes dónde está el bar de Henry?

—No, mi comandante —repuso Andrews, percibiendo olor a cocktails.

—¿Me ayudarás a dar con él, muchacho? Es horrible buscarlo y no poder encontrarlo. El teniente Trevors me espera en el bar de Henry.

Mientras hablaba, el comandante se acercó más a Andrews y apoyó una mano en su hombro. Luego, dirigiéndose a un transeúnte que pasaba por su lado, le preguntó en un francés incomprensible:

Dite-donc, monsieur, oú ai le bar d’Henry?

El individuo siguió su camino sin responder.

—¡Vaya! Se necesita ser francés para no entender ni su propio lenguaje.

—Ahí está el bar de Henry —dijo Andrews de pronto—. Al otro lado de la calle.

Bon, bon —respondió el comandante.

Cruzaron la calle y entraron en el local. Junto al mostrador, y apoyado todavía en el hombro de Andrews, el comandante le dijo a éste en el oído:

—Estoy aquí sin permiso, ¿comprende? ¿Comprende? Todo el maldito cuerpo de Aviación está aquí sin permiso. Eche un trago conmigo. No importa que sea soldado raso. Aquí no importa nada de todo eso. La guerra ha terminado. La democracia reina en el mundo.

Cuando Andrews se llevaba a los labios un cocktail de champaña, mirando con expresión algo burlona la multitud de paisanos y oficiales americanos agrupados ante el mostrador de caolín, oyó una voz que exclamaba a sus espaldas:

—¡Por todos los diablos!

Se volvió y se encontró con el rostro moreno de Henslowe y su bigotito sedoso. Abandonó al comandante a su destino.

—Muchacho, ¡qué alegría volver a verte! Temí que no pudieras arreglar las cosas —dijo Henslowe arrastrando las palabras.

—Estoy loco de alegría, Henry. Llegué hace unas horas, y…

Se echaron a reír. Riendo aún, siguieron hablando, interrumpiéndose mutuamente y sin terminar las frases.

—¿Cómo diablos se te ocurrió entrar?

—Me trajo el comandante —dijo Andrews riendo.

—¿Qué comandante?

—Ése —dijo Andrews al oído de su amigo—. El pobre está muy grave. Me pidió que le trajese al bar de Henry, y me invitó a un cocktail en memoria de la democracia, que en paz descanse. Pero, y tú ¿qué haces aquí? Este lugar no es precisamente… exótico.

—Estaba citado aquí con un individuo que debía de decirme lo que debo hacer para trasladarme a Rumania con la Cruz Roja. Pero ese asunto puede esperar. Salgamos de aquí. ¡Qué diablo! La verdad es que temía que no lograses pon en práctica nuestro plan.

—Tuve que humillarme y casi besar los pies de algunos… Fue terrible. Pero, en fin, aquí estoy.

Salieron a la calle y avanzaron por ella gesticulando.

Libertad, libertad, allons, ma femme! —como diría Walt Whitman— gritó Andrews.

—Es lo más maravilloso del mundo. Hace tres días que estoy aquí. Mi compañía ha vuelto a la patria. Dios los bendiga.

—Pero ¿qué vas a hacer?

—¿Hacer? Pues nada. Ni la más pequeña, maldita o endiablada cosa. Además, ¿qué quieres que haga? Está todo tan mal, que no hay sistema arreglarlo.

—Yo quisiera ir a la Schola Cantorum para hablar con…

—Te sobra tiempo para hacerlo. Nunca llegarás a ninguna parte si tomas la música tan ni serio.

—Por último —dijo Andrews—, tengo que hacer algo de suma importancia para mí. Buscar dinero, sea donde sea.

—Eso es ponerse en razón —dijo Henslowe, y sacó de un bolsillo interior de la guerrera una libretita de piel oscura en la que había grabadas unas florecillas rojas. La golpeó ligeramente y dijo—: De Mónaco. —Apretó los labios y sacó algunos billetes de cien francos, que puso en la mano de Andrews.

—Dame uno solamente —dijo Andrews.

—O todos o ninguno. No te durarán más de cinco minutos cada uno.

—Es demasiado pensar que he de devolver tanto dinero.

—¿Devolverlos? Pero ¿qué diablos estás diciendo? Vamos, guárdatelos y calla de una vez. Tal vez en otra ocasión me encuentres sin un céntimo, con que aprovéchate ahora que puedes. Te advierto que a fin de semana estarás sin blanca.

—Bueno, lo acepto. La verdad es que estoy muerto de hambre.

—Sentémonos en la terraza y meditemos en dónde vamos a comer para celebrar la llegada de «Miss Libertad». No creas que me gusta ese nombre. Se parece demasiado a Liverpool, y Liverpool es un lugar horrible.

—Llamémosla Freiheit —dijo Andrews.

Se sentaron en unos sillones de mimbre, bajo el sol rojo dorado.

—Eso es subversivo. Mereces que te corten la cabeza.

—Nada de eso —dijo Andrews—. La carnicería ha terminado. Tú, yo y todas las personas volveremos a ser pronto seres humanos. Humanos, completamente humanos.

—Sí, sí. Por el momento no hay más que dieciocho guerras en curso —murmuró Henslowe.

—Hace siglos que no leo la prensa. Dime, ¿a qué te refieres?

—En todas partes hay lucha, menos en el frente occidental —dijo Henslowe—. Y ahí es precisamente donde yo intervengo. La Cruz Roja envía trenes con provisiones para que puedan resistir… En fin, por poco que pueda me marcharé a Rusia.

—Pero, ¿y la Sorbona?

—La Sorbona puede irse al diablo.

—Bueno, Henry, si no me llevas a algún sitio en donde pueda comer me desmayaré aquí mismo.

—¿Te gustaría comer en un lugar solemne, con sillones tapizados de felpa o de brocado de color salmón?

—¿Por qué precisamente en un lugar solemne?

—Porque eso es sinónimo de buena comida. Sólo en un restaurante de aspecto solemne, casi religioso, pueden profesar verdadero culto por las cosas del estómago. ¡Ya está! Iremos a Brooklyn.

—¿Dónde has dicho?

—A la Rive Gauche. Conozco a un individuo que se empeña en llamarla Brooklyn. Un buen chico, por cierto, sólo que nunca está sereno. Tengo que presentártelo.

—Tendré mucho gusto en conocerlo. A decir verdad, exceptuándote a ti, hace siglos que no conozco a nadie interesante. No puedo vivir sin rodearme de una multitud abigarrada de personas interesantes. ¿Y tú?

—Creo que te sentirás satisfecho en este bulevar. Hay aquí serbios, franceses, ingleses, americanos, australianos, rumanos, checoslovacos… ¡Voto al diablo! ¿Crees que hay algún uniforme militar que no se halle aquí representado? Te aseguro, Andy, que la guerra ha sido una gran cosa para quien ha sabido aprovecharse de ella. Fíjate en las polainas de toda esa gente.

—Me parece que también sabrán aprovecharse de la paz.

—Desde luego. Queda todavía lo mejor… Pero, vamos, Andy, seamos derrochadores por un día y tomemos un taxi.

—Ésta es como la calle principal de Cosmópolis.

Avanzaron por entre la multitud, en donde ahondaban los uniformes, el brillo, los colores radiantes… Los transeúntes se dividían en dos grupos: los que bajaban y los que subían por anchas aceras, ente los cafés y los troncos de unos árboles desnudos de hojas. Subieron a un taxi, y en él atravesaron rápidamente unas calles en donde a la pálida luz del sol se mezclaban confusamente el gris verdoso y el gris violado con diversas tonalidades de azul y otros colores claros, como sucede con las plumas que cubren la pechuga de una paloma. Dejaron atrás los jardines de las fullerías, exentos de vegetación, y los patios interiores del Louvre, con sus rojas buhardillas y sus chimeneas. Durante un momento pudieron vislumbrar el río, de un triste verde jade, y los árboles, con manchas pardas de color crema, a lo largo de los muelles. Luego se perdieron en un laberinto de callejas oscuras. Estaban en los barrios viejos.

—Aquello era Cosmópolis, y esto es París —dijo Henslowe.

—Por el momento —repuso Andrews alegremente— no soy exigente.

La plaza frente al Odeón era como una mancha blanca, y la columnata como un borrón oscuro. El taxi torció por la primera esquina y siguió adelante, bordeando el Luxemburgo, donde, a través de la negra verja de hierro, se veían los colores pardos y rojizos de las ramas sin hojas que rozaban las estatuas y las balaustradas y que formaban curiosos dibujos en el paisaje envuelto en nieblas. El coche se detuvo bruscamente.

—La Place des Médicis —dijo Henslowe.

Al final de la calle, que era recta, pero empinada, y entre brumas, se divisaba la cúpula del Panteón. En medio de la plaza, por entre tranvías amarillos y bajos autobuses verdes, había un tranquilo estanque donde la sombra horizontal de las fachadas de las casas de enfrente se reflejaba con perfecta claridad.

Se sentaron junto al ventanal que daba a la plaza.

Henslowe encargó la comida.

—¿No recuerdas haber leído en algunas novelas sentimentales que un prisionero, después de permanecer varios años en la cárcel, no sabe qué hacer al salir y regresa a su celda?

—¿Te gustó el lenguado a la meunière?

—Cualquier cosa. Mejor dicho, me gusta todo. Pero volviendo a lo que te decía. Es una tontería, pero si he de ser sincero he de decir que nunca me sentí tan feliz como ahora. ¿Sabes, Henslowe? Creo que lo que a ti te pasa es que tienes miedo a la felicidad.

—No seas morboso. En el mundo sólo hay una desgracia que podamos llamar horrible: tener que estar siempre en el mismo lugar sin poder abandonarlo. He pedido cerveza. Éste es el único lugar de París donde sirven buena cerveza.

—Pienso asistir a todos los conciertos. El domingo empezaré con Colonne y Lamoureux… Te diré: en el mundo sólo hay una desgracia verdaderamente horrible, y es no poder oír música o no poder componerla. Estas ostras son dignas de Lúculo.

—¿Por qué no decir dignas de John Andrews y de Bob Henslowe? ¡Qué diablos! No comprendo por qué cada vez que comemos ostras tenemos que nombrar a los pobres romanos. Creo que nuestra opinión vale tanto como la suya. Por mi parte, juro que no he de permitir que ningún Lúculo me tome la delantera, aunque sólo hubiese comido lampreas en mi vida.

—¿Quién habla aquí de comer lampreas, Bob? —dijo a su lado una voz ronca.

Andrews miró al recién llegado y vio un rostro redondo y pálido y unos grandes ojos grises casi ocultos tras las gafas de gruesa montura de metal. Exceptuando el detalle de las gafas, ese rostro tenía algo de oriental.

—¡Hola, Heinz! Mister Andrews, mister Heineman.

—Encantado de conocerle —dijo Heineman con voz ronca y jovial—. A juzgar por lo que hay encima de la mesa, os alimentáis bien, muchachos.

Andrews observó que, además de una voz ronca, Heineman tenía acento yanqui.

—Será mejor que te sientes y comas tú también —dijo Henslowe.

—Encantado —repuso Heineman. Luego añadió volviéndose hacia Andrews—: ¿Sabe cómo llamo yo a este hombre? Simbad.

Simbad estaba mal en Tokio y en Roma,

y se sentía mal también en Trinidad,

mas donde se encontraba peor era en su casa.

cantó estentóreamente, llevando el compás con una barra de pan.

—Cállate, Heinz. Nos echarán de aquí como nos echaron del Olimpia la otra noche.

Ambos se echaron a reír.

—¿Te acuerdas de monsieur Le Guy y de su chaqueta?

—¿Que si me acuerdo? ¡Cielos!

Los dos rieron hasta que se les saltaron las lágrimas. Heineman tuvo que quitarse las gafas para secar los cristales. Luego se volvió hacia Andrews y dijo:

—¡Oh! París es todavía lo mejor del mundo. Primer absurdo: la Conferencia de la Paz y sus novecientos noventa y nueve derivados. Segundo absurdo: los espías. Tercero: los oficiales americanos que están aquí sin permiso; las siete hermanas que han jurado matar a…

Se interrumpió y volvió a reír. Su cuerpo rechoncho se estremeció convulsivamente en la silla.

—¿Qué es eso de las siete hermanas?

—¡Oh! Tres de ellas han jurado matar a Simbad, y las otras cuatro han jurado matarme a mí. Pero esa historia es demasiado complicada para explicarla durante el almuerzo. Prosigamos. Octavo: el socorro de las damas. Especialidad de Simbad. Noveno: el propio Simbad.

—Cállate, Heinz. Vuelves a uno loco —balbució Henslowe.

Heineman cantó:

Simbad estaba mal en todos los lugares…

De pronto dijo con petulancia:

—Pero ¿qué es esto? Todavía no me han dado de beber. —Y añadió—: Garçon, une bouteille de Macón pour un cadét de Gascogne… ¿Cómo sigue? Sólo sé que termina con vergogne. ¿Habéis visto la obra? La mejor que se representa estos días. Yo la he visto dos veces ser no y siete… Bueno, siete sin estar sereno.

—¿Cyrano de Bergerac?

—Exactamente. Nous sommes les Cadets d Gascogne. Eso rima con ivrogne y con vergogne. Habré de aclarar que pertenezco a la Cruz Roja. ¿Sabes una cosa, Simbad? El viejo Peterson es un gran chico. En este momento cree que esto fotografiando a niños tuberculosos. Soy fotógrafo de profesión, y a mucha honra… El caso es que he pedido las fotos prestadas en el hospital y así podré estar tres meses sin hacer nada con quinientos francos para gastos de viaje. Muchachos, mi única oración es la siguiente: «Seño concedednos permisos, la Cruz Roja hará el resto». —Se echó a reír, y los vasos vacilaron sobre la mesa. Luego se quitó las gafas, y con fingida tristeza limpió los cristales—. Yo llamo la Cruz Roja «Los Cadetes» —gritó después de lanzar otra carcajada.

Andrews bebía su café a pequeños sorbos, mientras miraba a la calle y a la gente que por ella transitaba. En la esquina próxima, sentada en una pequeña silla de junco, había una anciana que vendía flores. Los distintos colores de éstas —rosado, amarillo y azul violado— parecían acentuar el suave tono pajizo y el gris azulado el sol de invierno y de las sombras de la calle. Una muchacha vestida con un traje negro ceñido y bien cortado, y tocada con un sombrero también negro, se detuvo junto al puesto de flores para comprar un ramo de margaritas. Luego pasó ante el ventanal del café y siguió andando en dirección a los jardines. Su rostro marfileño, su cuerpo esbelto y sus oscuros ojos hicieron que Andrews se estremeciese al contemplarla. La esbelta figura desapareció por la verja que daba acceso a los jardines.

De pronto, Andrews se levantó.

—Tengo que irme —dijo con voz extraña—. Acabo de recordar que en el Cuartel General de Estudiantes me espera un individuo.

—Déjale que espere.

—Todavía no ha tomado el licor —dijo Heineman.

—No, pero ¿dónde podré encontraros más tarde?

—A las cinco en el café Rohan, frente al Palais Royal.

—Nunca darás con él.

—Claro que sí —dijo Andrews.

—Toma el Metro hasta la estación del Palais Royal —le gritaron cuando ya salía.

Andrews corrió hacia los jardines. Había mucha gente sentada en los bancos, tomando el sol. Unos chiquillos, vestidos con trajes de vivos colores, corrían tras de sus aros.

Una mujer vendía globos verdes, carmesíes y purpúreos. Parecían un racimo de uvas colocado al revés sobre su cabeza. Andrews recorrió varios senderos y observó muchos rostros. Pero la muchacha había desaparecido. Se apoyó en una balaustrada grisácea y contempló un estanque vacío en donde aún se veían las huellas de la explosión de una granada. Andrews se dijo que no era más que un estúpido, porque aunque hubiese localizado a la muchacha no se habría atrevido a hablarle. Cierto que gozaba de unos días de libertad, mas no por verse libre momentáneamente del Ejército debía creer que había vuelto la edad de oro de su corazón.

El pensamiento le hizo sonreír. Salió de los jardines y cruzó unas calles en las que abundaban las viejas casas estucadas de blanco o gris, con buhardillas de pizarra y fantásticas y complicadas chimeneas. Por fin, llegó frente una iglesia de fachada clásica y pesadas columnas, tan pesadas que al mirarlas se experimentaba la sensación de que se derrumbarían sin esfuerzo.

Preguntó a una mujer que vendía periódicos el nombre de aquella iglesia.

Mais, monsieur, c’est Saint-Sulpice —respondió la mujer sorprendida.

—Saint-Sulpice! —Pensó en los cantos de M non; en la melancolía sentimental del París de siglo XVIII con sus salas de juego en el Palais Royal, en donde muchos, aun en presencia de sus severos y catonianos padres, perdían el honor; en sus billets doux escritos en pequeñas mesas doradas; en sus coches que avanzaban por entre el lodo de los caminos, procedentes de provincias, penetraban por la puerta de Orleans o por la de Versalles… Pensó en el París de Diderot, de Voltaire y de Rousseau, en el París de las calles llenas de barro y de las fondas en donde se comían bizcochos, buñuelos y gallina mechada, un París radiante, de doradas magnificencias, saturado del más aparatoso tedio del pasado y de una absurda esperanza en el futuro.

Siguió avanzando calle abajo. Era una calle estrecha en la que abundaban las tiendas de antigüedades y las librerías de lance. Inesperadamente, terminaba en el río, frente a la estatua de Voltaire. Leyó un nombre en la esquina: «Quai Malaquais». Andrews se acercó al río, y durante un buen rato estuvo contemplándolo.

Frente a él, y surgiendo por entre los encajes que formaban las ramas de los árboles, desnudas de hojas, se divisaban los rojos tejados del Louvre, con sus altos picachos y sus interminables filas de chimeneas. Detrás, estaban las viejas casas del Quai, y a un lado la balaustrada ornada de grandes jarrones de piedra gris que coronaba la parte alta de un edificio majestuoso, cuyo nombre Andrews ni siquiera conocía.

Unas gabarras marchaban río arriba, levantando una estela de espuma en las aguas verdes y densas. Tiraba de ellas un pequeño remolcador oscuro, de chimenea inclinada, para no tropezar con los puentes. El remolcador dejó oír su débil pero estridente sirena. Andrews echó a andar río abajo. Al llegar a la esquina del Louvre cruzó mi puente, volvió la espalda al arco que hizo construir Napoleón para recibir a los famosos caballos de San Marcos —un arco rosado que casi parecía de dulce—, y se dirigió a las Tullerías, en donde muchos paseaban y otros tomaban el sol. Abundaban los niños de cara de muñeco, las niñeras de complicada cofia y los perros pequeños de pelo sedoso. Una dulce somnolencia se apoderó de Andrews. Se sentó en un banco, al sol. Sólo veía las sombras alargadas que los cuerpos de los paseantes proyectaban sobre el suelo. Por entre los rumores del tráfico lejano llegaba a sus oídos un eco vago de voces y de risas. Oyó a lo lejos una banda militar que tocaba una marcha. Sobre la grava roja y amarilla, las sombras de los árboles tenían un tono gris azulado. Junto a esas sombras resaltaban las de los paseantes que seguían deambulando sin interrupción. Andrews se sintió lánguido y dichoso.

De pronto se levantó sobresaltado y preguntó a un anciano de hermosa y blanca barba puntiaguda qué camino debía tomar para llegar al Faubourg Saint Honoré.

Después de equivocar el camino unas cuantas veces, llegó a su punto de destino y subió unos escalones de mármol en donde charlaban varios individuos vestidos de caqui. Vio a Walters apoyado en una puerta. Al acercarse oyó que le decía al individuo que estaba junto a él:

—La torre Eiffel es la primera construcción de vigas que podemos llamar completa. Eso debe verlo enseguida un hombre listo.

—Me han dicho que la Ópera es lo mejor que hay aquí —respondió el otro.

—Si hay vino y mujeres en ese sitio, voy contigo enseguida.

—Y música. No olvides la música.

—No es tan interesante como la torre Eiffel —insistió Walters.

—¡Hola, Walters! Confío en que no me estabas esperando —murmuró Andrews.

—No. Estaba haciendo cola para ver al encargado de los cursillos. Quiero poner en orden las cosas lo antes posible.

—Yo lo veré mañana —dijo Andrews.

—¿Buscaste alojamiento, Andy? ¿Quieres que compartamos una habitación?

—Bueno, pero quizá no te guste el lugar que yo escoja, Walters.

—¿Es que piensas vivir en el Barrio Latino? Pues no me importa. Quiero conocer a fondo la vida parisiense mientras resida aquí.

—Bien, pero hoy es demasiado tarde para buscar alojamiento.

—Pasaré la noche en la Y. M. C. A.

—Yo creo que un amigo podrá solucionarme problema por esta noche. Mañana será otro día. Bueno, adiós —dijo Andrews, y comenzó a andar.

—Espera. Voy contigo. Daremos una vuelta por la ciudad.

—Perfectamente —repuso Andrews.

El conejo no tenía una forma muy perfecta. Su pelo era sedoso. En medio del cristal rosa de sus ojos, en los que se reflejaba una expresión de locura, brillaba un pequeño círculo negro. Saltaba como un gorrión sobre el suelo, su lomo surgía un tubo de goma terminado e una pera, que sostenía un individuo que al ser apretada por éste ponía al animalito en movimiento. No obstante, el conejo era perfecto.

Cuando lo vio por primera vez, Andrews no pudo contener la risa. El vendedor, que llevaba al brazo una cesta repleta de conejos iguales, al ver cómo Andrews se reía, se acercó tímidamente a la mesa. Tenía la tez rosada, los labios finos, la boca pequeña, como un conejo verdadero, unos ojos grandes y asustados de apagado color castaño.

—¿Los hace usted mismo? —dijo Andrews sonriendo.

El vendedor puso el conejo sobre la mesa con ademán negligente.

Oui, oui, monsieur, d’après la nature —repuso, y apretando con fuerza la pera que tenía en la mano hizo que el conejo diese un salto mortal. Andrews se echó a reír, y lo mismo hizo el vendedor.

—¡Pensar que un hombre fuerte y sano como éste se gane así la vida! —dijo Walters con desprecio.

—Todo lo hago yo… de matière première au profit de l’accapareur —dijo el vendedor.

—¡Hola, Andy! Debe de ser tardísimo. Lo siento —dijo Henslowe dejándose caer sobre una silla a su lado.

Andrews le presentó a Walters. El vendedor de conejos se quitó el sombrero, saludó y siguió ti camino, haciendo saltar al animal ante él por el bordillo de la acera.

—¿Dónde se ha metido Heineman?

—Ahí viene —dijo Henslowe.

En efecto, un taxi acababa de detenerse junto a la acera del café. La portezuela estaba abierta. En su interior vieron a Heineman, sentado junto a una mujer que llevaba un traje rosado, unas pieles de armiño y un sombrero verde esmeralda. Heineman sonreía burlonamente. Mientras el coche se alejaba, se acercó a la mesa con la misma sonrisa burlona en los labios.

—¿Por dónde anda el cachorro de león? —preguntó Henslowe.

—Según dicen, tiene una pulmonía.

—Mister Heineman, mister Walters.

Heineman dejó de sonreír.

—Encantado de conocerle —dijo cortésmente, pero miró a Andrews con furia y se sentó en una silla.

Se había puesto el sol. El cielo estaba teñido de rojo, de violado y de un brillante color de púrpura. Por entre las sombras azuladas, empezaba a surgir el resplandor amarillo verdoso de los faroles, la claridad violada de los arcos voltaicos y los rayos rojizos que proyectaban los escaparates de las tiendas.

—¿Por qué no entramos? Hace un frío infernal —dijo Heineman en tono airado. Todos se dirigieron al interior, seguidos por el camarero que llevaba las copas.

—Estuve en la Cruz Roja toda la tarde, Andy. Creo que arreglaré el asunto de Rumania. ¿Quieres acompañarme? —murmuró Henslowe al oído de Andrews.

—Si puedo conseguir un piano y dar unas cuantas lecciones, nadie logrará arrancarme de París mientras se sigan celebrando conciertos, verdad es que la ciudad se me está subiendo la cabeza. Pasarán muchos días antes de que pueda meditar siquiera una opinión.

—¿Para qué quieres meditar? Bebe —dijo Heineman con cara de pocos amigos.

—Hay dos cosas de las que pienso apartarme en París: del vino y de las mujeres. Sabido que ambas marchan muy juntas —dijo Walter.

—Cierto, y ambas le están haciendo mucha falta —dijo Heineman.

Pero Andrews no los escuchaba. Había cogido una copa de vermut y la hacía girar distraídamente. Pensaba en la reina de Saba, y con los ojos de la imaginación la veía bajar de su elefante, brillando con resplandores fantásticos, a la luz de unas antorchas crepitantes. Una melodía se infiltraba en su mente como suele infiltrarse el agua en un hoyo hecho en la arena de una playa. Sentía por todo el cuerpo la tensión del ritmo y de las frases, que iban tomando forma, pero que, faltas todavía del toque final, no podían ser perfectamente captadas. Desde la muchachita que en una esquina canta bajo el farol callejero, hasta la patricia que se entretiene deshojando rosas en lo alto del lecho, todos los aspectos imaginables y los sueños del deseo… Pensó en la muchacha del rostro marfileño que vio en la Place des Médicis. La cara de la reina de Saba era igual que la de aquélla en su imaginación: tranquila, inescrutable…

De pronto sonó en sus oídos un alegre tintineo de platillos, y su corazón latió más aprisa. Al fin estaba libre de todas las fantasías del deseo, libre para deambular por los cafés y contemplar las mesas, libre para llenar cuerpo y cerebro y con el eco de todos aquellos ritmos que producían mujeres y hombres al moverse en el friso de la vida, ante sus ojos… Aquellos seres eran poco más que autómatas de madera, que se movían al compás de la diaria rutina. Pero a la vez eran seres dúctiles, distintos, llenos de energía y de tragedia.

—¡Por todos los diablos, vámonos de aquí! Este sitio me pone malo —dijo Heineman dando un puñetazo sobre la mesa.

—Bueno —repuso Andrews levantándose y bostezando.

Henslowe y Andrews echaron a andar. Walters los siguió en compañía de Heineman.

—Vamos a cenar a Le Rat qui Danse —dijo Henslowe—. Es un sitio divertidísimo. Tenemos tiempo de ir andando y llegar con buen apetito.

Siguieron la larga y mal alumbrada Rue de Richelieu hasta llegar a los bulevares, donde los arrastró la muchedumbre durante un buen trecho. Las luces brillantes parecían salpicar de oro la atmósfera. Los cafés y las mesas de las terrazas estaban llenos de público. El ambiente olía extrañamente a una mezcla de vermut, café, humo de cigarrillos y de gasolina quemada de los taxis.

—Esto es la locura —dijo Andrews.

—A las siete de la tarde es siempre carnaval en los grandes bulevares.

Se dirigieron a Montmartre a través de unas calles empinadas. En una esquina tropezaron con una muchacha de facciones duras, mejillas demasiado empolvadas y labios pintados. Iba riendo, cogida del brazo de un soldado americano de rostro cetrino y ojos verdes y tristes que brillaron al recibir la luz de un farol cercano.

—¡Adiós, Stein! —dijo Andrews.

—¿Quién es?

—Un muchacho de mi división. Llegó esta mañana conmigo.

—Tiene unos labios muy raros para ser judío —dijo Henslowe.

En el cruce de dos calles había un restaurante. Los cristales de las pequeñas ventanas estaban cubiertos de papel rojo, y la luz, a través de ellos, quedaba amortiguada. El recinto estaba lleno de mesas de roble y ornado con un alto zócalo también de roble en cuya parte superior había una repisa en la que se veían diversos objetos: balas vacías, un par de calaveras, unos platos rotos de mayólica y varias ratas disecadas. Las únicas personas que se encontraban allí eran una mujer gruesa y un hombre de cabello gris y larga barba, los cuales, sentados en el centro de la habitación, charlaban gravemente. Ambos tenían sendas copas delante. Una camarera, con cofia y delantal estilo holandés y con cara de pocos amigos, entraba y salía por una puerta interior por la que salía un fuerte olor a pescado frito en aceite de oliva.

—El cocinero es marsellés —dijo Henslowe sentándose a una mesa para cuatro.

—Me pregunto si los otros se habrán perdido —dijo Andrews.

—Es más probable que el amigo Heinz haya querido echar un trago por el camino —dijo Henslowe—. Mientras aguardamos podemos tomar unos entremeses.

La camarera les sirvió una colección de fuentecitas ovaladas con ensaladillas de distintos colores —roja, amarilla y verde— y dos pequeños recipientes de madera con anchoas y arenques.

Cuando se disponía a marcharse, Henslowe le preguntó:

Rien de plus?

La camarera, con los brazos cruzados sobre los amplios senos, contempló trágicamente los entremeses y repuso:

Que voulez-vous, monsieur? C’est l’armistice.

—El mayor engaño de toda la guerra ha sido la paz. No admitiré que la guerra ha terminado hasta que los entremeses sean tan abundantes tan como antes.

La camarera dejó escapar una breve risita y dijo antes de volver a la cocina:

—Las cosas han cambiado.

En aquel momento entró Heineman dando un portazo que hizo retemblar el cristal. La mujer gorda y el hombre de la barba se estremecieron en sus sillas. Heineman se dejó caer en su asiento y esbozó una sonrisa burlona.

—¿Qué le ha pasado a Walters?

Heineman secó cuidadosamente los cristales de sus gafas y repuso:

—Se ha muerto de tanto beber jarabe de frambuesa. —Luego, en un francés gutural e imperfecto, le pidió a la camarera una botella de borgoña—. Acabo de encontrar a Le Guy —añadió—. Me aseguró que vendría enseguida.

El restaurante se fue llenando gradualmente de hombres y mujeres, entre ellos muchos americanos, unos de uniforme y otros no.

—Odio a la gente que no bebe —gritó Heineman sirviéndose vino—. Un hombre que no bebe no hace más que molestar a los demás.

—¿Qué harás en América cuando aprueben la ley seca?

—Vale más no hablar de ello. Aquí tenemos a Le Guy. No quiero que se entere de que he nacido en un país en donde el Gobierno prohíbe los licores exquisitos. Monsieur Le Guy, monsieur Henslowe y monsieur Andrews… —continuó diciendo, poniéndose de pie, ceremoniosamente.

Un hombrecillo de bigote retorcido y una pequeña barba a lo Van Dyck ocupó el cuarto asiento. Tenía la nariz roja y los ojos pequeños y chispeantes.

—Es delicioso poder cenar en tan amable compañía —murmuró haciendo un ademán con el brazo que puso al descubierto su puño almidonado—. Cuando uno se hace viejo, la soledad es insoportable. Sólo cuando se es joven puede uno permitirse el lujo de pensar. Después sólo se puede pensar en una cosa: en la vejez.

—El trabajo es siempre una buena distracción —dijo Andrews.

—El trabajo es una forma de esclavitud. Cualquier trabajo es eso nada más: esclavitud. ¿De qué sirve tener talento si lo vende uno al primer postor?

—¡Tonterías! —exclamó Heineman sirviéndose vino de otra botella.

Andrews miraba a una muchacha sentada a la mesa próxima, frente a un soldado francés de tez muy pálida que se parecía a ella extraordinariamente. La joven tenía los pómulos salientes. En su frente, bajo la piel ligeramente aceitunada, casi se entreveía la forma del cráneo. Llevaba su abundante cabello castaño recogido en un moño. Hablaba despacio, y cuando sonreía apretaba los labios. Comía deprisa y pulcramente, como suelen hacer los gatos.

El restaurante se llenó por fin por completo. La camarera y el dueño, un hombre grueso con una faja roja arrollada a la cintura, se movían con dificultad por entre las mesas. En un rincón, una mujer de tez pálida como la de un muerto y mirada provocativa reía sin cesar con una risa ronca y fuerte. Por la expresión de sus ojos se adivinaba que tomaba estupefacientes. Llevaba un sombrero adornado con plumas que en otro tiempo fueron blancas. Tenía la cabeza apoyada contra la pared. El rumor de los platos y de los vasos era constante. Olía a comida, a vino y a trajes de mujer.

—¿Quiere usted que le diga lo que realmente hice con su amigo? —murmuró Heineman acercándose a Andrews.

—Espero que no le habrá arrojado al Sena.

—Comprendo que no me he portado con él amablemente, pero, ¡qué diablos!, tampoco era muy amable su actitud al no querer beber. Estar junto a un hombre que no bebe es perder el tiempo. Pues bien, le llevé a un café y le dije que iba a telefonear. Le pedí que me aguardase. Supongo que debe de estar todavía esperando. Era uno de los peores cafés del bulevar Clichy —añadió riendo. Y con su francés gutural empezó a explicar la aventura a monsieur Le Guy. Andrews enrojeció de cólera, pero luego se echó a reír.

Heineman había empezado a cantar:

Simbad estaba mal en Tokio y en Roma,

y se sentía mal también en Trinidad,

mas donde se encontraba peor era en su casa.

Simbad estaba mal en todos los lugares.

Todo el mundo le aplaudió. La mujer de la tez pálida que estaba sentada en una esquina gritó: «¡Bravo, bravo!» Su voz era como la de una pesadilla.

Heineman saludó con una mueca burlona, levantando e inclinando la cabeza como algunas finuras chinas de porcelana.

Lui est Simbad —gritó señalando a Henslowe con ampuloso ademán.

—Vamos, Heinz, sigue cantando —dijo Henslowe riendo.

Altas muchachas morenas

en las costas italianas

y rubias holandesitas

a orillas del Zuiderzee

.

Los aplausos se repitieron. Andrews seguía mirando a la muchacha que se hallaba sentada a la mesa vecina. Sofocada por la risa, se tapaba la boca con un pañuelo y repetía una y otra vez:

O qu’il est drôle, celui-là! Qu’il est drôle!

Heineman cogió un vaso, y antes de vaciarlo de un trago lo levantó para brindar. Muchos se pusieron en pie para llenar sus vasos de vino tinto o blanco. El soldado francés sentado a la mesa vecina cogió la cantimplora que había dejado en el suelo y la colgó al cuello de Heineman. Éste, cada vez más sofocado, saludó en todas direcciones y se puso a cantar. Esta vez, su tono fue más solemne:

Hulas, hulas y hulas temblaban en sus labios.

Sus redondas caderas quitáronle el sentido.

Empezó a bailar. Su cuerpo rechoncho se estremeció al ritmo de una imaginaria música sincopada. La mujer del rincón siguió el compás moviendo los brazos, que tenía levantados sobre su cabeza.

—Parece una encantadora de serpientes —dijo Henslowe.

¡Oh! Todas las mujeres alegres le adoraban.

Podía volver locas a un tiempo a diez mujeres.

Simbad estaba mal en todos los lugares.

Heineman volvió a agitar los brazos, señaló a Henslowe y se dejó caer en su asiento, diciendo teatralmente:

C’est lui Simbad.

La muchacha de la mesa vecina se cubrió la cara con el mantel, estremecida por la risa. Andrews oyó que su vocecilla exclamaba entrecortadamente:

O qu’il est rigolo!

Heineman se quitó la cantimplora y se la entregó a su vecino, el soldado francés, diciendo solemnemente:

Merci, camarade.

Eh bien, Jeanne, c’est temps de ficher le camp —dijo el francés a su compañera. Ambos se levantaron. Él estrechó la mano de los americanos. Andrews miró a la muchacha, y los dos se echaron a reír. Andrews la siguió con los ojos. Le impresionó su manera de andar, tan erguida, tan ligera.

Andrews y sus amigos salieron casi inmediatamente.

—Tenemos que darnos prisa para llegar al Lapin Agile antes de que cierren. Tengo necesidad de beber unas copas —dijo Heineman, hablando todavía en tono teatral.

—¿Ha sido usted artista alguna vez? —preguntó Andrews.

—¿A qué clase de arte se refiere, caballero? Porque ahora también soy artista. Artista fotógrafo, nada menos. Y cuando por fin se decidan a firmar la paz, Moki y yo pensamos dedicarnos al cine.

—¿Quién es Moki?

—Moki Hadj, la dama del traje rosado —dijo Henslowe al oído de Andrews, como hubiera podido hacer el apuntador durante una representación—. Tiene un cachorro de león que se llama Bubu.

—Nuestro primogénito —dijo Heineman.

Las calles estaban desiertas. Un fino rayo de lima surgía de vez en cuando por entre densas nubes, iluminando las casas bajas, las calles de tosco empedrado y los escalones que, alumbrados por extrañas luces colocadas en las paredes, conducían al Cerro.

Ante la puerta del Lapin Agile había un gendarme. En la calle se veían unos grupos que acababan de salir del local, oficiales americanos y mujeres de la Y. M. C. A. con algunos franceses.

—Vamos —gruñó Heineman—, llegaremos tarde.

—¿Qué importa, Heinz? —dijo Henslowe—. Le Guy nos llevará a ver a De Clocheville, como la otra noche. ¿Verdad, Le Guy? —y Andrews le oyó añadir, dirigiéndose a un individuo en quien no reparó hasta entonces—: Vamos, Aubrey. Después te presentaré a los demás.

Siguieron calle arriba. La atmósfera olía a jardines húmedos. El silencio sólo era roto por el crujir de los pies sobre los guijarros. Heineman abría la marcha, bailando una especie de giga. Se detuvieron ante una casa muy alta, de aspecto señorial y subieron una desvencijada escalera de madera.

Andrews oyó decir a Aubrey:

—Hablando de chismes de actualidad… amigo mío, que conoce bien el asunto, me dicho que la Conferencia de la Paz…

A juzgar por su acento y por la manera pronunciar la erre, era de Chicago.

—Cuenta, cuenta… —dijo Henslowe.

—¿Has dicho que la Conferencia de la Paz no es más que un chisme de actualidad? —gritó Heineman, que seguía a la cabeza del grupo, subía la escalera resoplando.

—Calla, Heinz.

Subieron los escalones que conducían a la puerta de una espaciosa buhardilla. El suelo de ésta era de ladrillos. Un hombre alto y delgado vestido con una bata de color castaño que parecía el hábito de un monje, salió a recibirlos. Una única vela iluminaba la habitación. Su resplandor hacía que las sombras de los cuerpos que se movían de uno a otro lado adquiriesen formas fantásticas al proyectarse en las paredes. Es una de éstas había tres altas ventanas cuyos cristales, alguno de ellos rotos y sustituidos con periódicos, llegaban del suelo al techo. En la pared de enfrente había dos canapés materialmente cubiertos de mantas; junto a otra pare una masa confusa de telas pintadas, cuadro amontonados unos sobre otros.

C’est le bon vin, le bon vin,

c’est la chanson du vin.

cantaba Heineman. Se sentaron en los canapés El alto individuo de la bata de color castaño sacó una mesa de las sombras, colocó sobre ella unas botellas oscuras y unos vasos pesados y acercó una banqueta, en la que tomó asiento.

—Le gusta vivir así… Dicen que nunca sale a la calle. Se queda aquí y pinta… Cuando vienen amigos a verle, les sirve vino y les cobra el doble de lo que vale. Eso explica que pueda seguir viviendo.

El aludido sacó unos cabos de vela de un cajón de la mesa y los encendió. Andrews vio que sus piernas, bajo el gastado borde de la bata, estaban desnudas. El resplandor de las velas iluminaba el rostro de los hombres y los amarillos, los verdes de los cuadros colgados de las paredes, en donde se proyectaba la sombra de unos tarros llenos de pinceles.

—Y volviendo al chisme de actualidad, Henny —siguió diciendo Aubrey—, me consta que nuestro presidente va a abandonar la Conferencia, pero que antes de hacerlo piensa decir a todos que son unos canallas. Luego saldrá a los acordes de la Internacional, que interpretará una banda.

—¡Cielos! ¡Eso es una noticia asombrosa! —gritó Andrews.

—Es como reconocer abiertamente a los soviets —dijo Henslowe—. Desde luego, me voy con la misión de la Cruz Roja que va a salvar los pobres rusos que se mueren de hambre. ¡Estupendo, chico! Te escribiré una postal desde Moscú. Andy, suponiendo que permitan allí el uso de postales. A lo mejor lo consideran un lujo burgués.

—Tengo quinientos dólares en títulos rusos. Me los dio una muchacha llamada Vera. Si vuelve el zar, valdrán cinco millones, o tal vez diez o quince. Soy partidario del padrecito blanco —gritó Heineman—. Moki dice que está vivo; que Savarof le tiene encerrado en el Ritz. Y Moki sabe siempre lo que dice.

—Moki sabe muchas cosas, desde luego —dijo Henslowe.

—Pensadlo bien —dijo Aubrey—. Eso significa la revolución mundial, con los Estados Unidos a la cabeza. ¿Qué os parece?

—Moki no lo cree así —dijo Heineman—. Y Moki sabe siempre lo que dice.

—Ella sólo sabe lo que pueden decirle una pandilla de reaccionarios partidarios de la guerra —repuso Aubrey—. En cuanto a la noticia que os he dado, me la dio a su vez un amigo mío, que se hospeda en el Crillon (quisiera poder daros su nombre), y que acaba de saberla por boca de… En fin, ya puedes imaginártelo —dijo volviéndose hacia Henslowe, que sonrió comprensivamente—. En estos momentos hay una comisión en Rusia tratando la paz con Lenin.

—¡Eso es una canallada! —gritó Heineman dando tal puñetazo sobre la mesa que hizo caer al suelo una botella.

Sin hacer comentarios, el individuo larguirucho recogió pacientemente los pedazos de vidrio.

—Puedo asegurar que una nueva era se abre ante nosotros —siguió diciendo Aubrey—. El antiguo orden está a punto de desaparecer, vencido por un cargamento de penalidades y de crímenes… Éste es el primer paso importante en pro de un mundo nuevo y mejor. No existe otra alternativa, ni se presentará una oportunidad mejor. Hemos de seguir adelante, valientemente o hundirnos en los horrores de la anarquía y guerra civil. La paz, o la era de las tinieblas otra vez.

Hacía rato que Andrews sentía sueño, se tumbó en el canapé y se tapó con una manta. Las voces que discutían acaloradamente y pronunciaban frases enfáticas sonaron vagamente sus oídos. Al fin se quedó dormido.

Cuando despertó fijó los ojos en un techo desconocido, cuya pintura estaba desconchada e muchos lugares. Al principio no acertó a discernir dónde podía hallarse. En el canapé de lado, envuelto en otra manta, Henslowe dormía también. El silencio sólo estaba turbado por fuerte respiración de Henslowe. Por las amplias ventanas entraba a raudales la luz gris y plateada. Al mirar al exterior divisó Andrews un cielo parcialmente cubierto de nubes grises brillantes. Se sentó con cuidado. Durante la noche debió quitarse la guerrera, las botas y las polainas, que estaban en el suelo, junto al canapé. La mesa y las botellas habían desaparecido. El individuo larguirucho no se veía por ninguna parte.

Andrews se acercó a la ventana. Llevaba puestos los calcetines, pero no los zapatos. París era a sus pies como una alfombra turca de color ceniciento. Una faja de plateada neblina señalaba el río. Por entre la neblina, como un hombre tille vadease las aguas, surgía la torre Eiffel. Aquí y allá se elevaban hacia el cielo columnas de humo pardo y azulado, que se perdían en el palio de niebla oscura que se extendía sobre las casas. Andrews permaneció mucho rato apoyado en el alféizar de la ventana, hasta que oyó tras él la voz de Henslowe.

Depuis le jour où je me suis donnéé.

—Eso me recuerda a Louise.

Andrews se volvió. Henslowe estaba sentado ni el borde del canapé, con el pelo en desorden, peinándose el sedoso bigotillo con un peine de bolsillo.

—¡Atiza! Me duele la cabeza —dijo—. Tengo la lengua como un rallador. ¿Y tú?

—Yo, no. Me siento como un gallo de pelea.

—¿Qué te parece si fuéramos al Sena y nos turnáramos en el establecimiento de Benny Franklyn?

—¿Qué es eso? Parece prometedor.

—Te garantizo el mejor desayuno de tu vida.

—¡Magnífico! Pero, dime, ¿dónde están los demás?

—Supongo que el amigo Heinz estará con su Moki. En cuanto a Aubrey, habrá vuelto al Crillon en busca de más chisme de actualidad, hice que a las cuatro de la madrugada se retiran los borrachos, y que ésa es la mejor hora pura el buen periodista.

—¿Y el individuo que parecía un monje?

—Cualquiera da con él.

La calle estaba llena de hombres y muchachas que sin duda se dirigían al trabajo. Todo brillaba, y parecía recién barrido. De las panaderías que hallaban al paso salía un delicioso olor a pan caliente; de los cafés, un agradable aroma de café tostado. Cruzaron los mercados, llenos de carretones que avanzaban de un lado a otro y mujeres con capazos de malla llenos de verduras. El ambiente estaba saturado de un extraño olor, mezcla de hojas de col aplastada, zanahorias y barro húmedo. En los quais soplaba una brisa fría y cortante, que hizo enrojecer sus mejillas y dejó sus manos heladas.

El establecimiento de baños estaba instalado en una gran barcaza, en la que se había construido una vivienda en forma de rombo. Para llegar hasta ella tuvieron que atravesar una especie de andamiaje de madera, en donde se veían varias macetas de geranios. El encargado les dio dos habitaciones vecinas, en la cubierta inferior pintada de gris. A través de los cristales de las ventanas, empañados por el vapor, Andrews pudo ver las aguas verdes del río. Rápidamente se despojó de sus ropas. La bañera era de cobre barnizado y su parte interior de metal blanco. El agua salía por dos grifos de cobre que tenían la forma del cuello de un cisne. Cuando Andrews iba meterse en el agua caliente y verdosa, abrió una ventanilla que daba a la habitad vecina y Andrews oyó a Henslowe que decía:

—Para que luego hablen de modernismos. Aquí puede uno charlar mientras se baña.

Andrews se enjabonó con soltura, empleando una pastilla de jabón rosado, y chapoteó en agua como si fuera un niño. Después se puso de pie, se enjabonó todo el cuerpo, y se hundió en la bañera, salpicando de agua el sueño.

—¿Qué es eso? ¿Has creído que eres una foca? —gritó Henslowe.

—¡Es todo tan absurdo! —gritó Andrews, riendo como un loco—. Moki tiene un cachorro león llamado Bubu. Nicolás Romanoff vive en Ritz. Y una Revolución ha de estallar pasado mañana a las doce del día exactamente.

—Dejémoslo para el primero de mayo —respondió Henslowe chapoteando—. ¡Atiza! ¡Con que a mí me gustaría ser Comisario del Pueblo! Sería capaz de liar hasta al propio Gran Lama del Tíbet.

—¡Oh, es todo tan deliciosamente absurdo! —gritó Andrews, hundiéndose otra vez en la bañera.