Andrews salió de la estación de mala gana, temblando entre la niebla gris que envolvía las casas y las hileras de camiones. Las pocas figuras de soldados franceses, arrebujados en sus anchos y largos abrigos, resaltaban como oscuras manchas a la confusa luz del amanecer. Andrews tenía el cuerpo entorpecido y el rostro sofocado, debido a la noche que pasó respirando el aire fétido de un compartimiento demasiado lleno. Estiró los brazos, bostezó y, con la mochila cargada a la espalda y la actitud indecisa, permaneció inmóvil en medio de la calle. Más allá de la mole oscura formada por los edificios de la estación, en donde brillaban escasas luces, se oyó el silbido de una locomotora, y el chirriar de un tren a lo lejos. Andrews escuchó los murmullos que surgían de la niebla con un sentimiento de intensa desesperación, porque el tren que se alejaba era el que le llevó de París, el que le devolvió a su división.
Parado allí, temblando bajo la niebla, recordó la desesperación que sintió en otros tiempos, cada vez que volvía al pensionado tras unas vacaciones y cómo seguía siempre el camino más largo que había de conducirle al colegio, aprovechando hasta el último instante su amada libertad. También sus pies parecían ahora de plomo, y se negaban a moverse, lo mismo que antes se opusieron a conducirle a través del camino que llevaba al colegio.
Durante un rato vagó sin rumbo por las calles desiertas de la aldea, en espera de hallar un café donde sentarse unos minutos y despedirse de su propia personalidad antes de hundirse de nuevo en el vil anónimo del Ejército. No había luces encendidas en ninguna parte. Los postigos de todas las pequeñas y modestas casas de ladrillo y yeso estaban cerrados. Con paso lento y triste tomó el camino que le señalaron en la R. T. O.[9]
El cielo iba aclarando. La niebla que cubría la tierra se movía, ondulante, en todas direcciones. Sobre el terreno helado, sus pasos resonaban fuertemente. De vez en cuando, la silueta de un árbol resaltaba junto al camino, con el tronco envuelto todavía por la niebla y las ramas altas iluminadas por la luz del sol.
Andrews no dejaba de repetirse que la guerra había terminado y que pasados unos meses recobraría su libertad. ¿Qué importaban unos meses más o unos meses menos? Toda idea quedaba superada, barrida por la terrible tormenta de pánico que era en su interior como la furiosa desbandada de un ganado salvaje. Imposible sobreponerse. Su espíritu se contraía rebelde, su carne se crispaba, y unas manchas oscuras danzaban ante sus ojos.
Llegó a preguntarse si habría perdido la razón. Del inmenso tumulto de su mente surgían sin cesar vastos planes que al momento se disolvían como el humo en la atmósfera. Pensó en escapar. Si le cogían, siempre podría suicidarse. Pensó en amotinar a toda la compañía, en convencer con sabias palabras a sus compañeros y hacer que se negaran a ser autómatas con un fusil y se rieran de los oficiales cuando éstos, sofocados, gritasen órdenes. Y que la división entera iniciase un extraño desfile por las montañas, sin armas, sin banderas, llamando a los soldados de otros Ejércitos para que se uniesen a ellos, y con ellos avanzasen cantando y riendo, felices al saberse libres de la pesadilla. ¿Es que nunca una ráfaga de luz avivaría la comprensión humana? ¿De qué sirve que terminen las guerras si los Ejércitos continúan en pie?
Claro que todo esto era simple retórica. Pero su mente estaba como inundada de retórica, tal vez para conservar mejor su cordura. Su mente destilaba retórica, la cual era como una esponja invisible que fuese borrando toda posible huella de locura.
Entretanto, el rumor de sus fuertes pisadas sobre el suelo helado seguía resonando en sus oídos, acercándole cada vez más al lugar en donde acampaba su división.
Subió una cuesta larga y empinada. La niebla iba desapareciendo. Brillaba más cada vez la luz del sol. Pronto llegó a la cima del montículo y avanzó a pleno sol, bajo un cielo de color azul pálido. A sus espaldas, lo mismo que frente a él, sólo se veían valles todavía envueltos en niebla. Más allá, nuevas hileras de altas montañas, coronadas de bosques de un tono rojo violado, brillaban levemente al sol.
En el valle que se extendía a sus pies, y bajo el montículo en donde se hallaba, vio el campanario de una iglesia y algunos tejados que surgían de la niebla como si subiesen a flor de agua. Por entre los grupos de casas sonó una corneta tocando a rancho. El eco alegre de las notas metálicas, al romper el silencio, fue para él una agonía. ¡Qué largo sería el día! Miró el reloj. Eran las siete y media. ¿Cómo servían el rancho tan tarde?
Después de su paseo bajo el sol, al hundirse de nuevo en la niebla, le pareció ésta doblemente fría y lúgubre. Las gotas de sudor se helaron en su rostro. Sintió el cuerpo empapado por el esfuerzo de cargar con la mochila. Tuvo escalofríos.
En las calles del pueblo, Andrews tropezó con un desconocido a quien preguntó dónde estaban las oficinas del Ejército. El individuo, que masticaba algo, señaló silenciosamente una casa de postigos verdes que había en el lado opuesto de la calle.
Ante una mesa estaba sentado Chrisfield fumando un cigarrillo. Al verle, se levantó de un salto. Andrews observó que llevaba en el brazo los galones de cabo.
—¡Hola, Andy!
Se estrecharon las manos calurosamente.
—¿Estás bien del todo, muchacho?
—Perfectamente —repuso Andrews con extraña reserva.
—Me alegro —dijo Chrisfield.
—Te felicito. Veo que eres cabo…
—Sí. Ascendí hará cosa de un mes.
Quedaron silenciosos. Chrisfield volvió a sentarse en su silla.
—¿Qué tal es este pueblo?
—Un agujero inmundo, muchacho, un agujero inmundo.
—¡Vaya un panorama!
—Pero he oído decir que pronto nos trasladaremos. Ejército de ocupación… Claro que no he debido hablar de esto. No se lo digas a nadie, ¿eh?
—¿Dónde se aloja nuestro batallón?
—No vas a conocerlo. Tenemos quince muchachos nuevos. No te inquietes. Son reclutas de la segunda quinta.
—¿Hay muchos paisanos en el pueblo?
—¡Ya lo creo! Ven conmigo, Andy. Haré que el cocinero te dé algo de comer. No. Espera un poco y evitarás el tener que cargar con el fusil. Desde ese endiablado armisticio tenemos que hacerlo cada día. Hay orden de redoblar la instrucción.
Se oyó una voz que gritaba órdenes en el exterior. Las estrechas calles se llenaron del rumor de muchas botas que marchaban al unísono. Andrews se volvió de espaldas a la ventana. Sus piernas se escapaban y querían conducirle junto con las demás piernas.
—Por ahí van —dijo Chrisfield—. Hoy está el teniente con ellos. ¿Quieres comer algo? El rancho no está tan mal desde el armisticio.
La habitación estaba oscura y vacía. A través de los sucios cristales de las ventanas se veían, además de los campos, un cielo plomizo. Una pesada claridad de color de ocre hacía que los árboles desnudos de hojas y el terreno cubierto de rastrojos adquiriesen toda una gama de colores muertos, desde el gris al pardo. Andrews estaba sentado ante el piano, pero no tocaba. Pensaba en sus sueños de llegar a expresar acertadamente todo el absurdo vacío de esta existencia. Las piernas agrupadas, formando líneas rectas; la monotonía del servilismo… Inconscientemente, sus dedos buscaron un acorde en las teclas. Pero como el piano estaba desafinado, resultó estridente.
—¡Qué estupidez! —murmuró, apartando las manos.
De pronto empezó a tocar fragmentos de piezas conocidas, cambiando los tiempos, mutilando hábilmente los ritmos, alternándolos con compases sincopados. Vibraban las teclas bajo sus manos, llenando de estruendo la habitación vacía. Súbitamente se interrumpió. Sus dedos recorrieron el teclado desde el tono grave al sobreagudo. Luego empezó a tocar en serio.
A su espalda sonó una tos tan discreta como artificial. Andrews siguió tocando sin volver la cabeza. Entonces oyó que decía una voz:
—¡Magnífico, magnífico!
Andrews se volvió y se encontró con un rostro de forma triangular, frente ancha, párpados gruesos y ojos saltones de color castaño. Llevaba el uniforme de la Y. M. C. A., tan ceñido que junto a cada botón de la guerrera se formaban varios pliegues.
—Siga tocando, por favor. Hacía muchos años que no oía a mi Debussy.
—No era de Debussy.
—¿De veras? En todo caso, era maravilloso, Siga tocando y yo continuaré escuchando desde aquí.
—No puedo tocar más —dijo Andrews en tono desabrido.
—Claro que sí, muchacho. ¿Dónde aprendió? Daría un millón de dólares (si lo tuviera, naturalmente) por tocar como usted. —Andrews le miró en silencio—. Supongo que es usted uno de los que acaban de llegar del hospital, ¿no es cierto?
—Sí, por desgracia.
—¡No! No le reprocho cuanto pueda decir. Estos pueblos franceses son tan aburridos… A pesar de todo, adoro a Francia. ¿Y usted? —su voz tenía un ligero acento plañidero.
—Todos los lugares son aburridos cuando se está en el Ejército.
—Escuche. Me interesa mucho que trabemos amistad. Mi nombre es Spencer Sheffield. Spencer B. Sheffield. Aquí, entre nosotros, le confieso que no hay en toda la división nadie con quien valga la pena conversar. Es terrible no pode hablar con nadie culto e inteligente. Supongo que es usted de Nueva York. —Andrews asintió— ¡Hum! Yo también. Tal vez haya usted leído algún artículo mío en Vain Endeavor. ¿Cómo? ¿Que nunca ha leído el Vain Endeavor? Supongo que será porque no frecuenta los grupos intelectuales. Eso suele sucederle a muchos músicos. No me refiero a los del pueblo, naturalmente. Entre ellos sólo hay anarquistas y damas de alta sociedad.
—No frecuento ninguna clase de grupos. Y tampoco…
—Bueno, bueno, no importa. Remediaremos eso cuando volvamos a Nueva York. Siéntese ahora al piano y toque Arabesque, de Debussy. Sé que lo adora tanto como yo. Pero, dígame, ¿cómo se llama usted?
—Andrews.
—¿Oriundo de Virginia?
—Sí —dijo Andrews levantándose.
—Entonces es usted pariente de los Pennelton.
—Lo mismo que puedo serlo del Káiser.
—Los Pennelton. Eso es. Mi madre era una Spencer, de Spencer Falls, Virginia. Y su madre era una Pennelton. De modo que usted y yo somos primos. ¿No es una casualidad?
—Primos lejanos… Pero, en fin, ahora he de volver al cuartel.
—Venga a verme siempre que lo desee —dijo Spencer B. Sheffield—. Ya sabe por dónde entrar. Por la puerta trasera. Y llame dos veces para que yo sepa de quién se trata.
Antes de entrar en la casa donde le alojaron, Andrews tropezó con el nuevo sargento, un individuo delgado con gafas y un bigotillo que por su color y su aspecto parecía un estropajo.
—Carta para ti —dijo—. Será mejor que mires la lista de K. P.
La carta era de Henslowe. Andrews la leyó sonriente, a la luz incierta del atardecer, recordando la constante manía de Henslowe de hablar de lugares lejanos en los que nunca había estado, al hombre que masticaba vidrio y aquel día y medio de paso en París. La carta decía:
Andy:
Hallé la solución. El 15 de febrero se abre el curso en París. Solicité permiso para estudiar algo, no importa qué, en una universidad parisiense. Presenta tu solicitud al comandante. Recurre a cuantas mentiras quieras, pues todas son válidas. Busca todas las influencias que puedas. De sargentos y de tenientes, de sus amantes o de sus lavanderas. Tuyo.
HENSLOWE
Su corazón latió fuertemente. Andrews corrió tras el sargento. Tan distraído iba, que no saludó a un teniente que pasaba por su lado.
—Oye, oye, ¿qué es eso? —gritó el oficial. Andrews se cuadró—. ¿Por qué no me saludaste?
—Tenía prisa, mi teniente, y no le vi. Llevaba un recado urgente para la compañía.
—Recuerda que aunque se haya firmado el armisticio estamos todavía en el Ejército. Puedes retirarte.
Andrews saludó. El teniente saludó también, giró sobre sus talones y se alejó.
Andrews corrió hasta alcanzar al sargento.
—Mi sargento, ¿puedo hablarle un instante?
—Tengo mucha prisa.
—¿Ha oído hablar de un cuerpo de estudiantes del Ejército que serán enviados a las universidades francesas? La iniciativa se daba a la Y. M. C. A.
—No creo que comprenda a los reclutas. No he oído hablar de eso. ¿Es que quieres volver al colegio?
—Si fuese posible me gustaría terminar mi carrera.
—Estudiante, ¿eh? Yo también lo soy. En fin, te diré algo si se reciben órdenes a tal efecto. No puedo hacer nada sin la disposición oficial, Aunque me parece que todo esto es sólo un rumor.
—Creo que tiene razón, mi sargento.
La calle estaba oscura. Vencido por una sensación de total impotencia y por unas desesperadas ansias de rebelión, Andrews apresuró el paso hacia los edificios en donde se alojaba su compañía. Llegaría tarde para el rancho. La calleja gris estaba desierta. Aquí y allá, un rayo de luz que surgía desde una ventana proyecta en la pared de enfrente un brillante espacio rectangular.
—¡Maldita sea! Si no crees lo que te habla con el teniente. Vamos a ver, Toby, no corrimos nosotros mucho más riesgo que cualquier endiablado cuerpo de ingenieros?
Toby acababa de entrar en el café. Era de alta estatura; su cara morena parecía la de un bulldog, y tenía una cicatriz en la mejilla izquierda. Hablaba poco, y cuando lo hacía su tono era solemne, con acento yanqui de las costas de Maine.
—Desde luego —se limitó a decir, y se sentó ni un banco junto al otro individuo, que siguió diciendo en tono amargo:
—Sabía que dirías eso. ¡Por todos los diablos! Vamos a ver, ¿qué puede saber de la guerra un pobre zapador?
—¡Un pobre zapador! —exclamó con furia el que pertenecía al cuerpo de ingenieros dando un fuerte puñetazo sobre la mesa. Su cara enjuta y curtida enrojeció intensamente—. Estoy seguro de que no hemos abierto la mitad de las zanjas que ha abierto la infantería en esta guerra. Y si las abrimos, no fue para meternos dentro de ellas, como malditos conejos.
—¿Qué sabéis vosotros del frente si nunca os acercasteis a él?
—Como malditos conejos… —repitió el del cuerpo de ingenieros entre estruendosas carcajadas—. ¿No es así? —preguntó, mirando en torno suyo como buscando aprobación. Pero los bancos que había a ambos lados de la larga mesa estallan llenos de soldados de infantería que le miraban con encono. Al darse cuenta de que carecía de partidarios, moderó su ira—. Comprendo que la infantería es necesaria. Lo admito. Pero, qué sería de vosotros si nosotros no rompiésemos las alambradas de espino?
—En el bosque de Oregón, donde estaba nuestra Compañía, no había alambradas, amigo. ¿De qué sirven las alambradas de espino cuando se lleva a cabo un avance?
—Vamos a ver. Apuesto una botella de coñac, a que tuvimos más víctimas que vosotros.
—Acepta la apuesta, Joe —dijo Toby interesándose de pronto por la conversación.
—De acuerdo. Aceptada.
—Tuvimos quince muertos y veinte heridos —anunció su interlocutor en tono triunfal.
—¿Muy graves?
—¿Qué importa eso? Vamos, venga el coñac.
—¡Qué coñac ni qué diablos! Nosotros también tuvimos quince muertos y veinte herido: ¿No es verdad, Toby?
—Desde luego —dijo Toby.
—¿Es o no es cierto lo que digo? —preguntó el otro dirigiéndose a toda la Compañía.
—Completamente cierto —murmuraron al unísono varias voces.
—En ese caso, es inútil seguir discutiendo.
—Nada de eso. Pensemos en los heridos. Quien cuente en su Compañía al herido más grave si lleva el coñac. ¿Qué os parece?
—Muy bien.
—Hemos enviado ya siete heridos a casita —dijo el del cuerpo de ingenieros.
—Nosotros, ocho. ¿Es verdad o no?
—¡Verdad, verdad! —gritó toda la sala.
—¿Estaban muy graves?
—Dos de ellos han quedado completamente ciegos —dijo Toby.
—¡Maldita sea! —gritó el otro como si estuviese jugando al póquer y hubiera ligado—. Uno de los nuestros volvió a su casa sin brazos ni piernas, y tres se quedaron tuberculosos a causa de los gases.
John Andrews, que durante ese intervalo había estado sentado en un rincón, se levantó de pronto. Inesperadamente había recordado al muchacho del hospital que solía decir: «Aquello sí que era una vida sana. Levantarse a las tres de la madrugada, saltar del lecho con la agilidad de un gato…» Recordó también los pantalones de color pardo aceitunado que colgaban vacíos en la silla.
—Eso no es nada. A un sargento nuestro tuvieron que hacerle de nuevo los agujeros de la nariz.
La calle del pueblo estaba oscura y llena de fango. Andrews vagó de un lado a otro, indeciso. Sólo había otro café, que sería exactamente igual al que acababa de abandonar. No podía volver al lugar triste y solitario donde dormía. Era aún demasiado temprano para dormir. Soplaba un vientecillo frío, y en el cielo se movían vagamente unas nubes oscuras. El fango, helado en parte, crujía bajo sus pies. Sentía que el agua entraba hasta el interior de sus zapatos. Se detuvo frente al establecimiento de la Y. M. C. A., se echó a reír, dio la vuelta al edificio y llamó a la puerta de la habitación de su amigo.
Llamó dos veces, con la vaga esperanza de que nadie le respondiese. Pero la voz plañidera de Sheffield preguntó desde dentro:
—¿Quién es?
—Andrews.
—Adelante. Es usted precisamente la persona a quien deseaba ver.
Andrews abrió la puerta y se detuvo junto a ella, con la mano sobre el picaporte.
—Siéntese, por favor. Está usted en su casa.
Spencer Sheffield estaba sentado ante una mesa escritorio de reducidas proporciones. La habitación tenía una sola ventana, y sus paredes eran de troncos sin pulir. Tras la mesa se amontonaban las latas de galletas y de cigarrillos. A un lado, y en la pared que lindaba con la habitación vecina, había una estrecha ventanilla, parecida a la taquilla de una estación de ferrocarril. A través de ella vendía Sheffield sus mercancías a una larga hilera de hombres que aguardaban durante horas y horas en la habitación contigua.
Andrews buscó una silla.
—Olvidé que no tengo más silla que ésta en que estoy sentado —dijo Spencer Sheffield riendo y torciendo los labios, lo cual hizo que su pequeña boca se pareciese a la de un camello, al mismo tiempo que entornaba sus grandes ojos saltones.
—No tiene importancia. Vine para hacerle una pregunta. ¿Ha oído usted hablar de…?
—Venga conmigo a mi habitación —le interrumpió Sheffield—. Tengo una deliciosa salita con chimenea junto al cuarto del teniente Bleezer… Allí hablaremos mejor de… todo. Esto ansioso por tener una charla espiritual con alguien.
—¿Sabe algo acerca de un plan para enviar reclutas a las Universidades francesas con el fin de que terminen sus estudios? Me refiero a quienes no hayan acabado la carrera, naturalmente.
—Es una magnífica idea. Nadie como el Gobierno de los Estados Unidos para tener grandes ideas.
—Por favor, ¿ha oído decir algo?
—No, pero me enteraré. ¿Tiene inconveniente» en apagar la luz? Y ahora, sígame. Necesito descansar. He trabajado mucho desde que a esos caballeros de Colón se les ocurrió venir. Es vergonzoso cómo intentan aplastar a la Y. M. C. A. Bien, ahora podemos charlar tranquilos. Hábleme de usted.
—¿Es cierto que nada ha oído decir acerca del plan universitario? Tengo entendido que el curso se abrirá el quince de febrero.
—Hablaré con el teniente Bleezer de ese asunto —dijo suavemente Sheffield, pasando un brazo por los hombros de Andrews y obligándole a pasar delante.
Atravesaron un oscuro vestíbulo hasta llegar a una pequeña habitación con chimenea, en la que ardía un fuego brillante. Las llamas rojas y amarillas iluminaban una mesa cuadrada, de roble oscuro, y dos amplios sillones con respaldo de cuero y asiento brillante como la laca.
—¡Es maravilloso! —dijo Andrews involuntariamente.
—Yo lo encuentro romántico. Recuerda a Dickens, ¿verdad?, y el Locksley Hall.
—Sí —dijo Andrews en tono vago—. ¿Hace mucho que está en Francia? —preguntó, mientras se sentaba en uno de los sillones y miraba el danzar de las llamas por entre los leños entendidos—. ¿Quiere fumar? —añadió, ofreciendo a Sheffield un tosco cigarrillo.
—No, gracias. Sólo los fumo especiales. Estoy delicado del corazón. Por eso no me admitieron en el Ejército. Me parece magnífica su idea de alistarse como soldado raso. Era uno de mis sueños favoritos. Ser uno más entre la masa anónima.
—Pues yo lo encuentro estúpido, por no decir criminal —dijo airadamente Andrews contemplando fijamente el fuego.
—No creo que diga lo que siente. ¿O es que imagina usted tener cualidades que le hubiesen hecho ocupar otro puesto en el cual habría sido más útil para su nación? Tengo algunos amigos que piensan así.
—No. Y no veo motivo para retractarme de lo dicho. No creo que andar por ahí matando gente pueda ser beneficioso para nadie. Sin embargo, he actuado como si lo fuese, bien sea por indiferencia o por cobardía. Y eso es horrible.
—No debe hablar así —dijo Sheffield precipitadamente—. Es usted músico, ¿verdad? —preguntó con aire jovial y confidencial a la vez.
—Tocaba el piano. Supongo que es eso lo que quiere decir —dijo Andrews.
—La música no fue nunca mi arte preferido. Pero reconozco que algunas piezas han logrado emocionarme intensamente. Por ejemplo, Debussy. Y esas deliciosas composiciones de Nevin. Ya sabe usted a lo que me refiero. Siempre he preferido la poesía. Cuando era joven, más joven que usted, casi un adolescente… ¡Oh, si la juventud durase siempre! Tengo treinta y dos años.
—No creo que la juventud en sí sea algo tan estupendo. No obstante, reconozco que es una maravillosa ayuda… para otras cosas —dijo Andrews—. En fin, ahora tengo que irme —añadió—. Si por casualidad se entera usted de alguna noticia acerca del plan universitario de que antes le hablé, dígamelo, por favor.
—Claro que sí, muchacho, claro que sí.
Su apretón de manos fue violento y casi dramático. Andrews se alejó por el oscuro vestíbulo dando traspiés. Una vez en el exterior, al sentir la brisa fresca de la noche, suspiró profundamente. Se detuvo bajo el rayo de luz de una ventana para mirar el reloj. Tenía tiempo de pasar por la oficina del brigada del regimiento antes del toque de retreta.
En el extremo opuesto de la calle había una casa de forma cúbica, algo apartada de todas las demás y rodeada de una extensión cubierta de césped que, debido al tránsito constante de los camiones y los coches militares, había quedado convertido en un cenagal sembrado de surcos. Con listones de madera habían formado un pasadizo que llevaba de la calle principal a la puerta del edificio. Cuando se hallaba precisamente a la mitad de ese camino, tropezó Andrews con un oficial, y automáticamente le cedió el paso y saludó.
La oficina del regimiento estaba situada en una habitación de grandes dimensiones, en otro tiempo decorada con pinturas murales bastante rudimentarias realizadas en colores apagados, al estilo de Puvis de Chavannes. Pero después de cinco años, de ocupación militar, las paredes estaban desconchadas y las pinturas apenas eran reconocibles. Por entre los mapas y los impresos con órdenes colocados en los murales se divisaban algunos trozos de carne desnuda y de velos flotantes. A un extremo de la habitación, y bajo un cartel que exaltaba el empréstito de la guerra a Francia, surgía un grupo de ninfas de colores verde Nilo y azul pastel. El techo estaba decorado con guirnaldas de flores y amorcillos de yeso a la manera de un bajorrelieve, pero también se hallaban en un deplorable estado de conservación. En algunos lugares quedaba al descubierto el listonado. La oficina estaba casi vacía. Las mesas desiertas y las máquinas de escribir silenciosas daban al lugar un aspecto desolador. Con aire decidido, Andrews se dirigió a la mesa del fondo, en la que, apoyado en la máquina de escribir, se veía un letrero rojo con la siguiente Inscripción:
BRIGADA DEL REGIMIENTO
Tras la mesa escritorio, inclinado sobre un montón de informes escritos a máquina, había un hombre sentado. Tenía el cabello escaso y áspero, y era muy bajo. Al ver que Andrews se aproximaba, levantó los ojos y preguntó sonriente:
—¿Qué, lo arreglaste?
—¿Si arreglé el qué? —dijo Andrews.
—¡Oh! Le había confundido con otra persona —repuso el brigada, y la sonrisa desapareció de sus fríos labios—. ¿Qué desea?
—Mi brigada, ¿podría usted decirme algo acerca de un plan para enviar soldados a las Universidades de este país? ¿A quién debo dirigirme para presentar una solicitud?
—¿Hay alguna orden sobre eso? ¿Quién le ha dicho que acuda a mí para informarse?
—¿Sabe usted algo acerca de ese plan?
—No. Nada definitivo. De todos modos, ahora estoy ocupado. Pregúntele a un cabo o a un sargento de su compañía —dijo, y se inclinó de nuevo sobre los papeles.
Cuando, sofocado por la cólera, se dirigía hacia la puerta, Andrews observó que un individuo sentado ante la mesa le hacía un ademán, señalando primero al sargento y luego la puerta. Andrews asintió sonriendo. Cuando hubo salido se encontró junto a un ordenanza que leía un estropeado ejemplar del Saturday Evening Post. Andrews se dispuso a aguardar. El vestíbulo debió de formar parte en otro tiempo de un salón de baile a juzgar por el entarimado y por las molduras azules y doradas de las paredes las diales en otro tiempo sirvieron sin duda para colgar tapices. El tabique de tablas sin pulir que dividía la estancia cortaba el techo profusamente decorado, en el que sobre un mar de nubes rosadas y azules danzaban unos amorcillos, luciendo el rosado trasero o agrupados tras pesadas guirnaldas de flores de invernadero, mientras los cuernos de la abundancia derramaban abundantes frutos en torno suyo. Al contemplar aquello Andrews experimentó una extraña sensación de inseguridad.
—Oiga, ¿es usted Kappa Mu? —Andrews bajó los ojos que aún tenía fijos en el techo y vio junto a él al individuo que pocos momentos antes le hizo una seña en la oficina—. ¿Es usted Kappa Mu? —volvió a preguntar.
—No. Nada de eso —repuso Andrews realmente sorprendido.
—¿En qué escuela estudió?
—En Harvard.
—Harvard… Creo que allí no tenemos sucursal. Soy del Noroeste. Pero, en todo caso, usted quiere ingresar en una Universidad francesa, yo también.
—Venga conmigo y echaremos un trago.
Su interlocutor frunció el ceño, inclinó más el gorro sobre su frente estrecha y le miró con aire misterioso.
—Está bien —murmuró.
Juntos atravesaron la calle cubierta de barro.
—Nos quedan trece minutos antes del toque de retreta. Me llamo Walters. ¿Y tú? —dijo en tono bajo, empleando frases cortas y escuetas.
—Andrews.
—Bien, Andrews, tenemos que llevar este asunto en secreto. Si se entera todo el mundo, fracasaremos. Es una pena que no seas Kappa Mu pero, en todo caso, los estudiantes deben ayudarse los unos a los otros. Al menos, ésa es opinión.
—Guardaré el secreto —dijo Andrews.
—Es demasiado maravilloso para que pueda ser verdad. No ha salido todavía la disposición oficial, pero he leído una circular preliminar. ¿En qué Universidad quieres ingresar?
—En la Sorbona de París.
—Bien. ¿Conoces la salita interior de la casa de Baboon?
Súbitamente, Walters torció por una calleja y se introdujo por una brecha abierta en un seto de espinos.
—Hay que tener los ojos bien abiertos para prosperar en el Ejército, ¿sabes? —indicó.
Atravesaron la puerta trasera de una casita. Andrews vio la línea ondulada de un tejado de ladrillos que resaltaba en el cielo oscuro. Se sentaron en un banco que había junto a la chimenea, en la que llameaban unos leños.
—Monsieur désire? —preguntó una muchacha de cara roja que llevaba un niño en brazos.
—Es Babette. O Baboon, como yo la llamo —dijo Walters riendo. Y añadió—: Chocolat.
—Para mí también. Y recuerda que soy yo quien invita.
—No lo olvido. Pero volvamos al asunto. Hay que llenar una solicitud. Yo lo haré por ti, a máquina, mañana mismo. Espérame a las ocho en este lugar y te la daré. La firmas y se la entregas al sargento. ¿Entendido? Es sólo una solicitud preliminar. Cuando se publique la disposición oficial tendrás que presentar otra.
La misma mujer que antes surgió de la oscuridad, pero en vez de llevar el niño en brazos llevaba dos tazas desportilladas de las que salía una columnita de humo que a la luz del candelabro que sostenía la muchacha tenía un color amarillo verdoso.
Walters se bebió de un trago el contenido de su taza, y tras unos gruñidos siguió diciendo:
—Dame un cigarrillo, por favor. Tienes que actuar con rapidez, porque una vez se haga pública la disposición no habrá soldado en la división que no quiera ingresar en una u otra Universidad. ¿Cómo te enteraste?
—Me escribió un amigo de París.
—¿Has estado en París? —preguntó Walters—. Dime, ¿es tan maravilloso como lo pintan? ¡Voto al diablo! Hay mucha inmoralidad en esta tierra. ¿Has visto a esa muchacha? Es capaz de acostarse con el primero que se presente. Tiene un crío…
—¿Quién se hace cargo de las solicitudes presentadas?
—El coronel, o la persona en quien éste delegue. ¿Eres católico?
—No.
—Ni yo tampoco. Eso es lo malo, porque el brigada del Regimiento sí lo es.
—¿Y qué importa?
—¿No te has dado cuenta de cómo van las cosas en el Cuartel General de la división? No hay ni un solo masón. Es más, parece la sucursal de una catedral. En fin, espero que salgamos adelante. Si me ves por la calle, simula que no me conoces. ¿Entendido?
—Entendido.
Walters salió precipitadamente. Andrews se quedó solo, contemplando las llamas de la chimenea y bebiendo a sorbos el chocolate.
Recordó el discurso que pronunciaba un personaje en una obra romántica, bastante mala por cierto, que vio siendo muy niño. Y lanzo sobre tu cabeza… la maldición de Roma.
Se echó a reír, moviéndose en el banco cuyo asiento habían pulimentado, a fuerza de sentarse en él generaciones enteras de personas que quisieron calentarse los pies junto al hogar. La mujer del rostro enrojecido lo miró con los brazos en jarras, evidentemente sorprendida al verle reír.
—Mais quelle gaieté, quelle gaieté! —repitió una y otra vez.
La paja del jergón crujía cada vez que Andrews, medio dormido, se movía entre las mantas. La corneta sonaría al cabo de un momento. Tendría que saltar del camastro, vestirse rápidamente y alinearse en la calle llena de fango. Parecía imposible que sólo hubiese transcurrido n mes desde que salió del hospital. No. Había pasado toda una vida en aquella aldea. Saltando de las mantas tibias cada mañana al toque de corneta; temblando alineado en el exterior a la hora de pasar lista; avanzando en hilera hasta la cocina de campaña en busca del rancho; acercándose a los cubos de basura para arrojar las sobras y lavar su cazuela en el agua grasienta donde otros cien hombres lo habían hecho antes que él; formando en columna para la instrucción y para la marcha por caminos llenos de barro en donde interminables filas de camiones le salpicaban; alineándose dos veces más durante el mismo día para comer, y, por último, acostándose en el camastro para dormir con un sueño pesado, aspirando el olor de la ropa de lana impregnada de sudor y de las mantas llenas de polvo que hacían el ambiente casi irrespirable. Al cabo de un momento se oiría la corneta, y su sonido ahogaría incluso aquellos pobres pensamientos, volviéndole a la categoría de autómata que espera recibir órdenes. Le invadió una sensación de despecho completamente infantil. ¡Si el corneta muriese de repente! Le veía ya con su pequeña figura, su ancho rostro, sus mejillas verdosas, su bigotillo rojo y sus piernas arqueadas, tendido en el mostrador de mármol de una carnicería, sobre sus mantas… Pero, ¡qué tontería! Pondrían otro corneta en su lugar. Se preguntó cuántos cornetas habría en el Ejército. Creía verlos en pequeños pueblecillos sucios, en cuarteles de piedra, en ciudades, en grandes campamentos cuyos edificios negruzcos y estrechos ocupaban millas y millas de terreno, todos de pie, con los pies separados, golpeando ligeramente sus cornetas de metal antes de hinchar las mejillas, y llevárselas a los labios y convertir a un millón y medio —o tal vez dos o quizá tres millones— de cuerpos vibrantes y llenos de vida en autómatas a quienes había que mover para que no perdiesen la costumbre del ejercicio, hasta que sonase de nuevo la hora de matar.
Sonó la trompeta. Al terminar las notas airosas, todo se puso en movimiento.
El cabo Chrisfield estaba subido en la escalera de mano que daba al patio. Su cabeza quedaba al nivel del suelo.
—Vamos, muchachos, daos prisa. Ya sabéis que al que llega tarde a pasar lista le castigan una semana en la cocina.
Al pasar por su lado abrochándose todavía la guerrera, Andrews oyó que su amigo le decía:
—Me han dicho que volvemos al servicio activo, Andy. Al Ejército de ocupación.
Erguido, en posición de firmes, dispuesto a responder en cuanto el sargento le nombrara, Andrews sintió que su cerebro se perdía en un torbellino de ansiedad. ¿Y si daban la orden de partir antes de que se publicase la disposición oficial con respecto al plan universitario? Seguramente su solicitud se perdería en la confusión de la marcha, en cuyo caso se vería condenado a arrastrar la misma vida durante semanas o meses. ¿Llegaría a compensar una vida futura de trabajo y de dicha la humillación, la agonía el servilismo de los tiempos presentes?
—¡Rompan… filas!
Corrió precipitadamente hacia la escalera en busca de su cazuela para comer, y a los pocos momentos se hallaba de nuevo alineado en la calle del pueblo, en donde las casas se iban perfilando a la luz incierta que invadía lentamente el cielo plomizo. Un ligero olorcillo a tocino frito y a café estimulaba su apetito y casi ahogaba en él toda idea que no fuese la de aquella comida grasienta que había de comer precipitadamente, o la de aquel café aguado que llenaría su taza de latón y que tendría que beber de un trago. Desesperado, se decía interiormente que tenía que tomar una determinación, que tenía que luchar contra la aplastante rutina que le anulaba.
Más tarde, mientras barría el suelo de malicia del cuartel, tuvo la misma inspiración musical que había tenido anteriormente (a Andrews le parecía que todo aquello sucedió en otra vida, en otra encarnación de su persona), cuando limpiaba los cristales de una interminable serie de ventanas, en el campamento de instrucción, con jabón y una esponja grasienta.
Muchas veces, durante el año recién transcurrido, le asaltó la misma idea y pensó en condensar todo aquello en una melodía capaz de expresar la aplastante monotonía de sus días bajo el yugo. Bajo el yugo… Sería un buen título. Creía escuchar el golpe seco de la batuta del director de orquesta y las primeras notas, que sonarían amargas en los atentos oídos de muchas mujeres y hombres. Pero en cuanto intentaba concentrar su cerebro en la música surgían los obstáculos; otras cosas se interponían, borrando por completo toda inspiración. Seguía sintiendo el ritmo de la reina de Saba. La veía cabalgar a lomos de un elefante ricamente enjaezado, avanzando por entre la luz de las antorchas, para colocar una de sus manos, de largas uñas doradas y dedos llenos de anillos, sobre su hombro, mientras él sentía un estremecimiento de dicha y las más voluptuosas imágenes del deseo llenaban su imaginación, hasta consumirle en la llama voraz de lo irrealizable y lo fantástico. Luego, el sonido de los cuernos, de los trombones y de los contrabajos se mezclaban de una forma extraña. Y, por encima de todo, se oía un flautín que atacaba los primeros acordes de La Bandera sembrada de estrellas.
Había dejado de barrer. Sorprendido, miró alrededor. Estaba solo. Oyó en el exterior una voz que gritaba airada: «¡Firmes!», y se precipitó hacia la escalera, para colocarse el último de la lila alineada en el exterior. El teniente le miró airadamente con sus ojos pequeños, negros y de dura expresión, muy pegados a la nariz larga y afilada; parecían los ojos de un cangrejo.
La compañía se puso en marcha a través del barro de la calle, en dirección al campo de instrucción.
Después del toque de retreta, Andrews se dirigió a la parte trasera de la cantina de la Y. M. C. A. Llamó, y al no obtener respuesta se encaminó con paso decidido al domicilio del propio Sheffield.
Al ver que tardaban unos minutos en abrirle, Andrews, angustiado, sintió que su corazón latía con fuerza. El sudor le bañaba su frente.
—¡Hola, muchacho! ¿Qué sucede? Estás descompuesto —dijo Sheffield en el umbral.
—¿Puedo pasar? Quisiera hablar con usted —dijo Andrews.
—Creo que no habrá inconveniente. El caso es que un oficial me ha honrado con su visita y… —Evidentemente, su tono era vacilante. De pronto dijo con súbito entusiasmo—. En fin, pasa, pasa. El teniente Bleezer es muy aficionado a la música. Teniente, éste es el muchacho de quien le he hablado. Hemos de convencerle para que toque un poco el piano. Estoy seguro de que si tuviese una buena oportunidad llegaría a ser famoso.
El teniente Bleezer era un joven moreno de nariz ganchuda. Llevaba lentes y tenía la guerrera desabrochada y un cigarrillo en la mano. Sonrió, tratando evidentemente de tranquilizar al recién llegado.
—Sí, soy un gran aficionado a la música. A la música moderna, se entiende —dijo, y se apoyó en la repisa de la chimenea—. ¿Es usted profesional?
—No exactamente, pero… casi —dijo Andrews, metiéndose ambas manos en los bolsillos del pantalón y mirando a los dos con aire desafiador.
—Supongo que tocaría en una orquesta. ¿Cómo no está en la banda del Regimiento?
—No conozco más banda que la de Pierian.
—¿La de Pierian? ¿Ha estado en Harvard?
—Sí.
—También yo me eduqué allí.
—¡Vaya, qué coincidencia! —dijo Sheffield—. Me felicito de haber insistido en que entrase.
—¿En qué año se graduó? —preguntó el teniente Bleezer cambiando de tono y atusándose el bigotillo negro.
—En el quince.
—Yo todavía no me he graduado —dijo el teniente riendo.
—Lo que quería decirle, mister Sheffield…
—Vamos, vamos, muchacho, me conoces ya lo suficiente como para tutearme —le interrumpió Sheffield.
—Lo que quiero saber —dijo Andrews lentamente—, es si podría usted ayudarme para que me enviasen a la Universidad de París. Sé que, aunque la disposición oficial no ha aparecido todavía, existe una lista previa. Las clases de mi compañía no me tienen mucha simpatía, y no veo manera de conseguir mi propósito sin contar con la ayuda de alguien. El caso es que no puedo resistir por más tiempo esta vida —añadió crispando los puños, sonrojándose y mirando al suelo.
—Creo que, en efecto, un hombre como usted merece ingresar en donde sea —dijo el teniente Bleezer en tono ligeramente vacilante—. Yo voy a entrar en Oxford.
—Ten confianza en mí, muchacho —dijo Sheffield—. Te prometo que trataré de arreglarlo. Sellemos el pacto con un buen apretón de manos —añadió, y cogió una de las manos de Andrews y la estrechó entre las suyas húmedas de sudor—. Haré cuanto sea posible, cuanto sea humanamente posible.
—Bueno, tengo que dejarles —dijo el teniente Bleezer dirigiéndose a la puerta—. He prometido a la marquesa mi asistencia. Adiós. ¿Quiere un cigarro? —preguntó mostrando a Andrews tres cigarros puros.
—No, gracias.
—¿No le parece simplemente maravillosa esta aristocracia francesa? El teniente visita casi cada noche a la marquesa de Rompemouville. Dice que es una dama cultísima y espiritual. Algunas veces encuentra en sus salones al comandante en jefe.
Andrews se había dejado caer en una silla. Tenía el rostro escondido entre las manos, y a través de los dedos entreabiertos contemplaba el fuego, en donde unas intermitentes llamitas blancas iban consumiendo el tronco grisáceo de un haya.
Su mente buscaba febrilmente argumentos.
De pronto se levantó y gritó con voz estridente:
—No puedo seguir viviendo así, ¿me entiende? Nada en el futuro puede compensarme de este horrible presente. Si no consigo que me envíen a París, desertaré… Desertaré, sí, y me tendrán sin cuidado las consecuencias…
—Ya te he prometido hacer cuanto sea posible para…
—Será mejor empezar enseguida —dijo Andrews brutalmente.
—Perfectamente. Hablaré con el coronel. Le diré que eres un gran músico y que…
—Vamos los dos. Ahora mismo.
—Muchacho, eso podría parecer extraño.
—He dicho que me importa un bledo. Háblele. Según parece, está usted muy bien relacionado con la oficialidad.
—Aguarda que me ponga presentable.
—Bien.
Andrews salió a la calle y comenzó a pasear de un lado a otro, sin importarle el barro, y castañeteando los dedos de pura impaciencia. Sheffield salió al fin, y ambos caminaron en silencio. Al llegar a la casa blanca con la fachada cubierta de parras en donde vivía el coronel, se detuvieron.
—Espera aquí un momento —murmuró Sheffield.
Tras unos minutos de espera, Andrews se hallo ante la puerta de un salón profusamente iluminado. La atmósfera estaba cargada de un denso humo de cigarros puros. El coronel, un hombre de edad avanzada y barba bondadosa, estaba de pie ante él. Tenía una taza de café en la mano. Andrews se cuadró.
—Acabo de enterarme de que es usted un buen pianista. Lamento no haberlo sabido con anterioridad —dijo el coronel amablemente—. Según creo, su deseo es ir a París a estudiar aprovechando el nuevo plan universitario, ¿no es eso?
—Sí, mi coronel.
—Es una lástima. La lista está completa. Claro que tal vez en el último momento alguno de los apuntados no pueda ir. Su nombre podría entonces ocupar ese sitio —dijo el coronel sonriendo amablemente, y se alejó en dirección a la habitación contigua.
—Gracias, mi coronel —dijo Andrews saludando.
Sin decir nada a Sheffield, salió al exterior y se encaminó al cuartel.
Andrews se detuvo en medio de la ancha calle, en cuyo suelo el barro se había endurecido. Un ligero airecillo movía la superficie del agua en los escasos charcos que todavía quedaban. Se paró ante el café para mirar por la ventana y ver si había en su interior alguien conocido que le prestara dinero para echar un trago. Hacía dos meses que no cobraba, y tenía los bolsillos vacíos.
El sol acababa de ponerse, y la tarde era prematuramente primaveral. Una cálida claridad violada bañaba los tejados de ladrillo, el cielo y las casas grisáceas. Al respirar la brisa fresca y percibir en ella como un hálito de tierra húmeda, de vida nueva, Andrews sintió que su tedio se transformaba en cólera. No cesaba de repetirse que estaba ya a primeros de marzo, y que había confiado estar en París, libre, o al menos casi libre, para trabajar, a mediados de febrero. Sin embargo, estaba en marzo, y seguía en el mismo lugar; indefenso, atado aún a la rueda del martirio; incapaz de un esfuerzo definitivo; recorriendo en sus horas libres la calle llena de barro como pudiera hacer un perro vagabundo; caminando desde la cantina de la Y. M. C. A., en un extremo del pueblo, hasta la iglesia, la fuente situada en su mitad y el cuartel general, al otro extremo; volviendo luego sobre sus pasos, hasta el punto de partida; atisbando indiferente por las ventanas; contemplando los rostros de los transeúntes, distraído, como si no los viese. Había perdido toda esperanza de salir para París. Ya no pensaba en ello. Mejor dicho, ya no pensaba en nada. Sólo el tedio y el furor de la desesperación dominaban su cerebro, dando vueltas y más vueltas en el mismo lugar, como un disco de gramófono estropeado.
Después de mirar un buen rato por la ventana del café de Les Braves Alliés, siguió caminando hasta detenerse de nuevo, en igual actitud, ante otro local, el Repos du Poitu, en donde un letrero con la inscripción American spoken cubría media ventana. A su lado pasaron dos oficiales, y automáticamente alzó la mano para saludar. Estaba oscureciendo. Al cabo de unos instantes, y como la brisa era cada vez más fresca empezó a sentir frío, y echó a andar calle abajo.
En dirección contraria avanzaba un hombre, Andrews reconoció a Walters, y ya iba a seguir su camino sin saludarle cuando éste se acercó a él, murmuró a su oído: «Te espero en casa de Baboon» y siguió adelante dándose importancia como de costumbre.
Andrews permaneció inmóvil un momento, con la cabeza inclinada, en actitud vacilante. Después torció por la calleja con paso no demasiado elástico, y cruzando el seto se metió en la cocina de Babette. El fuego estaba apagado. Deprimido, contempló las cenizas, hasta que oyó a su lado la voz de Walters.
—Tengo arreglado tu asunto.
—¿Qué quieres decir?
—Pero, hombre, ¿estás dormido? Quiero decir que han eliminado a uno de la lista. Nada más que eso. Y que si no te toma alguien la delantera, puedes estar en París antes de que te des cuenta.
—Eres muy amable molestándote tanto por mí.
—Toma. Aquí tienes la solicitud —dijo Walters sacando un papel del bolsillo—. Preséntala al coronel y consigue su visto bueno. Corre después a presentarte personalmente en las oficinas del brigada. Están redactando las órdenes de traslado. Hasta luego.
Walters desapareció, y Andrews quedó otra vez solo, contemplando las cenizas. De pronto se levantó de un salto y se dirigió rápidamente al Cuartel General.
En la antesala de la oficina del coronel esperó durante un buen rato, mirando fijamente sus botas cubiertas de barro. «Con estas botas causaré una mala impresión», se dijo una y otra vez. Un teniente aguardaba también para entrevistarse con el coronel. Era joven. Tenía las mejillas rosadas y la frente blanca como la leche. Llevaba la gorra en la mano, junto con los guantes de cabritilla, y con la otra se alisaba el cabello claro y bien peinado. Andrews, consciente de su uniforme mal cortado, se sintió sucio y maloliente. La presencia de aquel muchacho, con sus pantalones perfectos, sus uñas cuidadas y sus brillantes polainas, tuvo la virtud de exasperarle. Le hubiese gustado luchar con él, para demostrarle que valía más, que podía vencerle y hacerle olvidar su categoría y su aire superior. El teniente entró en el despacho del coronel.
Andrews se entretuvo leyendo una lista fija en la pared, en la que figuraban nombres, cifras y fechas. Pero no logró comprenderla.
—Bien, ahora le toca a usted —murmuró el ordenanza.
Antes de que pudiera reaccionar se hallaba con la gorra en la mano ante el coronel, que le miraba severamente, mientras con su mano nervuda hojeaba los papeles que tenía sobre la mesa.
Andrews saludó. El coronel hizo un gesto de impaciencia.
—¿Puedo hablarle del plan universitario, mi coronel?
—Supongo que tiene permiso de alguien para venir aquí.
—No, mi coronel —dijo Andrews, luchando por encontrar una buena excusa.
—Será mejor que vaya a buscarlo y vuelva cuando lo haya conseguido.
—No tengo tiempo, mi coronel. Han empezado a redactar las órdenes de traslado. Tengo entendido que han borrado un nombre de la lista.
—Es demasiado tarde.
—Pero, mi coronel, usted no sabe lo importante que es este asunto para mí. Soy músico de oficio, y si no practico un poco me será imposible hallar colocación cuando nos desmovilicen. Tengo que mantener a mi madre y a mi tía, mi coronel. Sólo a costa de grandes esfuerzo puedo ganar lo suficiente para ofrecerles todo aquello a que están acostumbradas. Un hombre de su posición, mi coronel, ha de comprender forzosamente lo que para un músico pueden significar varios meses de estudios en París.
El coronel sonrió.
—Veamos esa solicitud —dijo.
Andrews se la dio con mano temblorosa, coronel hizo una señal con lápiz en un ángulo de la hoja.
—Ahora, si llega a tiempo para que el brigada incluya su nombre en la lista, tanto mejor para usted.
Andrews saludó y salió precipitadamente. Sentía náuseas, y hubo de hacer grandes esfuerzos para dominarse y no romper el papel. Profiriendo maldiciones se dirigió rápidamente al edificio solitario y cuadrado en donde estaban instaladas las oficinas del regimiento.
Se detuvo jadeante ante la mesa, en la que había un letrerito rojo con la siguiente inscripción: «Brigada del regimiento», y observó que éste en persona le miraba con aire arrogante.
—Traigo una solicitud de ingreso en la Sorbona, mi brigada. El coronel Wilkins dijo que la trajese enseguida. Añadió que le gustaría verla debidamente cumplimentada.
—Demasiado tarde —respondió el brigada.
—Pero el coronel dijo que…
—No puedo hacer nada. Es demasiado tarde —repuso el brigada.
Andrews se estremeció. Súbitamente, la habitación, los individuos en mangas de camisa que estaban sentados ante las máquinas de escribir y hasta las ninfas que surgían tras el cartel anunciador del empréstito de guerra a Francia, todo empezó a girar en torno suyo. Luego oyó que una voz murmuraba a sus espaldas:
—¿Es Andrews el nombre que figura en la solicitud? ¿John Andrews?
—¿Cómo diablos quiere que yo lo sepa? —gritó el brigada.
—Lo digo porque ese nombre figura ya en la lista. No sé quién puede haberlo incluido.
Evidentemente, era la voz fría y severa de Walters.
—Entonces, ¿para qué viene usted a molestarme a mí? Vamos, déme ese papel —dijo el brigada, lanzando a Andrews una mirada furiosa y arrebatándole la hoja que tenía en la mano—. Perfectamente. Mañana mismo saldrá usted de aquí —gruñó después—. Mañana por la mañana le será remitida a su compañía una copia de la disposición.
Al salir, Andrews miró a Walters fijamente, pero éste simuló no verle. Cuando se encontró de nuevo en el exterior, estaba más furioso y amargado que antes. Sus ojos se llenaron de lágrimas de humillación. Se alejó del pueblo por la carretera principal, hundiéndose indiferente en los charcos y en los surcos llenos de barro. Una voz interior, como la voz de un herido que se desahoga en lamentos, murmuraba sin cesar imprecaciones y juramentos. Después de andar un rato se detuvo de pronto con los puños crispados Había oscurecido. La luna, velada por unas nubes, apenas iluminaba el cielo con una leve claridad marmórea. A ambos lados del camino se erguían los altos esqueletos grises de los álamo Al cesar el rumor de sus pisadas oyó Andrews un murmullo de agua corriente. Inmóvil en mitad del camino, sintió que gradualmente iban tranquilizándose sus sentidos.
—Eres un maldito idiota, John Andrews —dijo en voz alta una y otra vez.
Y, pensativo, regresó a la aldea.