III

Henslowe llenó los vasos con el vino contenido en un oscuro recipiente de barro. Brilló en ellos el líquido del color de las grosellas. Andrews se echó hacia atrás, y con los ojos semicerrados contempló el blanco mantel que cubría la mesa, los panes pequeños, morenos y tostados que había sobre él, y, al otro lado de la ventana las amarillentas luces de gas y las siluetas pequeñas y oscuras de algunas casas.

Sentado a una mesa situada junto a la pared de enfrente se encontraba un muchacho cojo de rostro pálido e imberbe y dulces ojos de color violado. Muy cerca de él se hallaba una muchacha sin sombrero, con los ojos fijos constantemente en él y las manos apoyadas en sus muletas. En el centro de la habitación había una estufa encendida. Por una puerta entreabierta se veía una cocina iluminada y se oía el ruido de algo que se freía en una sartén.

De la pared pendían unos dibujos del Cerro tal como fue en otro tiempo, con anchos campos y molinos de viento. Eran dibujos oscuros, saturados de los riquísimos olores a comidas y exquisitos guisados que hubieron de absorber a través del tiempo, desde el día que su autor los dejó allí.

—Quiero viajar —decía Hanslowe, arrastrando las palabras—. Abisinia, Patagonia, Turquestán, el Cáucaso… Ir a cualquier parte. Mejor dicho, a todas partes… ¿Qué te parece si nos fuésemos a Nueva Zelanda a criar ganado?

—¿Y por qué no nos quedamos aquí? No creo que exista en el mundo un lugar más maravilloso que éste.

—Puedo aplazar una semana mi marcha a Nueva Guinea. ¿Qué diablos puedo hacer? Después de lo que acabamos de pasar no podría quedarme mucho tiempo en el mismo sitio. Se me ha subido a la cabeza tanta muerte, tanta sangre… Esta guerra me ha convertido en un vagabundo, en un aventurero.

—¡Ojalá hubiese hecho de mí algo igualmente interesante!

—Haz un lío de tus escrúpulos, átalos a una piedra y arrójalos por la barandilla del Pont Neuf. Luego empieza otra vez. Muchacho, es un momento único para vivir del ingenio.

—Sigues perteneciendo al Ejército.

—¿Y eso qué importa? Pienso alistarme en la Cruz Roja.

—¿Cómo?

—Conozco un truco.

Una muchacha de rostro ovalado y una sombra de bigote oscuro sobre el labio superior sirvió la sopa, una sopa espesa de color verdoso, que humeaba de manera reconfortante.

—Si me dices cómo puedo salir del Ejército me salvas la vida —dijo Andrews seriamente.

—Hay dos sistemas… Pero ya hablaremos de eso después. Tratemos ahora de algo más importante. ¿Has dicho que eres compositor?

Andrews asintió.

Tenían ante ellos una tortilla de pálido color amarillo con trozos de verdura y unos pedacitos de dorada manteca adheridos todavía a los bordes.

—Hablemos de música —dijo Henslowe.

—Pero, siendo un aventurero sin escrúpulos, ¿cómo puedes ser sólo un soldado raso?

Henslowe bebió un trago de vino y se echó a reír ruidosamente.

—Eso es lo gracioso del caso.

Durante un rato comieron en silencio. La pareja sentada frente a ellos charlaba en voz baja y suave. El fuego chisporroteaba en la estufa, y en la cocina batían algo en una ponchera. Andrews se reclinó en la silla.

—Todo esto es tan pacífico y amable… —murmuró—. Es fácil olvidar aquí hasta que la alegría existe en el mundo.

—¡Bah! Yo comparo la vida a un desfile de circo.

—¿Hay algo más triste que un desfile de circo? ¡Oh, esos tipos que quieren ser graciosos y no lo consiguen!

—Justine, encore du vin —dijo Henslowe.

—Veo que sabes su nombre.

—Es natural, puesto que vivo aquí. Este Cerro es como la parte central de un escudo o el eje de una rueda. Por eso es tan tranquilo como el centro de un ciclón o del gran desfile de circo a que antes me refería.

Con sus manos rojas, que habían lavado muchos platos en donde otros comieron ricos guisos, Justine colocó ante ellos una langosta de color escarlata. Las patas del animal rozaron el mantel manchado de vino. La salsa era amarilla y suave como la pechuga de un canario.

—¿Sabes una cosa? —dijo Andrews hablando rápidamente y con excitación, mientras apartaba de su frente un mechón de pelo rubio—. Me dejaría matar gustosamente sólo por gozar de un año de permanencia aquí, con un piano y un millón de hojas de papel pautado. Creo que vale la pena de ofrecer la vida por una temporada así.

—Este lugar no es para quedarse, sino para volver. Imagínate que vuelves de un viaje a las montañas del Tíbet, donde estuviste a punto de que te arrancaran el cuero cabelludo o de perecer ahogado, y en donde pudiste hacerle el amor a la hija de un jefe afgano, una muchacha cuyos labios perfumados con loukoumi dejaron en su boca un sabor dulcísimo… —dijo Henslowe acariciando suavemente su bigotillo castaño.

—Pero ¿de qué sirve ver las cosas y sentirlas si no sabe uno expresarlas?

—¿De qué sirve vivir, al fin y al cabo? ¿Qué sacamos de la vida aparte de la diversión, muchacho?

—Para mí, la única diversión posible es… —empezó a decir Andrews—. ¡Dios! Daría todas las alegrías del mundo por componer una sola página de música inspirada. ¿Sabes que hace muchos años que no hablaba así con nadie?

Los dos miraron silenciosamente el exterior. La niebla era espesa y formaba nubes como de algodón en rama; sólo que la niebla era todavía más suave que el algodón y tenía un tono dorado verdoso.

—Seguro que esta noche no nos echa el guante ningún policía militar —dijo Henslowe dando un puñetazo sobre la mesa—. Tentaciones me dan de ir a la rue Ste. Anne y dejar mi tarjeta al jefe de policía. ¡Por todos los diablos! ¿Recuerdas al individuo que se comió la botella? Al parecer, todo le importaba un bledo. Y tú hablas de expresión… ¿Por qué no expresas eso? Sería un punto culminante de tu carrera. Por eso has venido a París, no lo niegues.

Ambos rieron estruendosamente, agitándose en sus sillas. Por la expresión de los ojos violados del muchacho inválido y de los oscuros de su compañera comprendió Andrews que su risa resultaba contagiosa.

—¿Por qué no les contamos lo ocurrido? —dijo sin dejar de reír. Su rostro, al que los meses de permanencia en el hospital habían vuelto pálido, adquirió un tono rosado.

Salut —dijo Henslowe volviéndose hacia ellos y alzando su vaso—. Nous rions parce que nous sommes gris de vin gris. —Luego les contó la aventura del hombre que masticaba vidrio. Se puso en pie, hablando con lentitud, arrastrando las palabras y accionando. Justine estaba de pie, muy cerca de él, con una fuente de tomates rellenos en las manos. La roja piel de los frutos surgía bajo una capa de espesa salsa oscura. La muchacha sonreía, y al hacerlo se hinchaban sus carrillos y le daban el aspecto de una gatita blanca.

—¿Vive usted aquí? —preguntó Andrews cuando todos dejaron de reír.

—Siempre. Bajo poco a la ciudad. Es difícil para mí, con esta pierna… —dijo el inválido sonriendo como el chiquillo que habla de un juguete nuevo.

—¿Y usted?

—¿Podría acaso vivir en otro sitio? —respondió la muchacha—. Es una desgracia, pero no tengo más remedio. —Al hablar golpeó el suelo con las muletas, produciendo el mismo ruido que una persona al andar valiéndose de ellas. El muchacho se echó a reír y apretó más el brazo con que rodeaba el cuello de su compañera.

—Me gustaría vivir aquí también —dijo Andrews.

—¿Por qué no se queda?

—¿No te das cuenta de que es soldado? —dijo ella precipitadamente.

Su compañero frunció el ceño y dijo:

—Supongo que no lo será por gusto.

Andrews no contestó. Se sentía avergonzado ante aquellas personas que no habían sido soldados ni nunca podrían serlo.

—Decían los griegos —murmuró, expresando una frase que hacía tiempo tenía en la cabeza— que cuando un hombre pasa a la categoría de esclavo pierde desde el primer instante la mitad de su virtud.

—Cuando un hombre pasa a la categoría de esclavo —repitió dulcemente el muchacho— pierde desde el primer instante la mitad de su virtud.

—¿De qué sirve la virtud? —dijo ella—. Lo que necesitamos es amor.

—Me he comido tu tomate, amigo Andrews —dijo Henslowe—. Justine nos traerá más —añadió, y llenó los vasos con el vino que quedaba.

En el interior, la niebla lo cubría todo con su manto oscuro. Junto a las luces de la calle, la oscuridad se teñía de amarillo y de rojo. Andrews y Henslowe emprendieron el camino que llevaba desde la tranquila oscuridad del Cerro hasta las luces confusas y el ruido del tráfico. La niebla se introducía en sus gargantas y en sus narices. Acariciaba sus mejillas un hálito de humedad.

—¿Por qué hemos salido del restaurante? Me hubiese gustado charlar un rato con aquella pareja —dijo Andrews.

—Recuerda que no hemos tomado café. Y que estamos en París, de donde pronto nos iremos. No podemos perder demasiado tiempo en un mismo sitio. Pronto cerrará todo.

—Aquel muchacho dijo que era pintor. Se gana la vida pintando juguetes, elefantes de madera y camellos para el Arca de Noé. ¿Lo sabías? —Caminaban deprisa por una calle en pendiente. Pronto divisaron el resplandor de un bulevar. Andrews siguió hablando como si lo hiciese consigo mismo—. ¡Qué espléndido sería poder vivir allá arriba, en una pequeña habitación desde donde contemplar la inmensa extensión gris y rosada de la ciudad! Y con un trabajo absurdo como el de ese muchacho, ganas para ir tirando… Componer música en las horas libres, ir a los conciertos. Sería una existencia maravillosa. Por contraste, piensa en mi vida. Esclavizado en ese Nueva York metálico y frío, escribiendo sobre absurdos temas musicales en un periódico dominguero. ¡Dios! Aquí, en cambio…

Se habían sentado ante la mesa de un animado café, cuyas brillantes luces se reflejaban en los ojos, en las botellas, en los vasos y en los labios rojos pegados al áspero borde de éstos.

—¿No te gustaría quitarte la guerrera? —dijo Andrews—. Quisiera arrancar botón por botón y arrojarlos a los vasos de licor y a las caras de todos esos elegantes oficiales franceses que parecen tan orgullosos sólo por haber vivido lo suficiente para poder llamarse victoriosos.

—El café de aquí tiene fama —dijo Hanslowe—. Únicamente lo he tomado mejor en un pequeño bistro de Niza, durante mi último permiso.

—Siempre estás hablando de lugares nuevos.

—Precisamente. Siempre, siempre lugares nuevos. Bebamos un poco de licor de ciruelas. Licor de ciruelas de antes de la guerra.

El camarero tenía aspecto solemne. Su barbilla recortada era digna de un primer ministro. Llevó una botella con un ademán casi reverente. Al verter el brillante y claro líquido en los vasos apretó los labios como si fuese necesario reconcentrarse. Al terminar, volvió la botella hacia abajo para demostrar que no quedaba ni una gota. Su movimiento fue casi trágico.

—Es el fin de los buenos tiempos pasados —dijo.

—¡Al diablo los buenos tiempos pasados! —gritó Henslowe—. Brindemos por los buenos tiempos futuros, por los muchos desfiles de circo de que aún vamos a gozar.

—Me pregunto si todo el mundo estará preparado para esos desfiles de que tanto hablas —dijo Andrews.

—¿Dónde vas a dormir? —preguntó Henslowe.

—No lo sé. Supongo que encontraré un hotel o algo por el estilo.

—¿Por qué no me acompañas a casa de Berthe? Probablemente estará allí alguna de sus amigas.

—No es que desprecie a las amigas de Berthe, pero… —dijo Andrews—, tengo ansias de soledad.

Completamente solo, Andrews avanzaba por las calles envueltas en la niebla. De vez en cuando, un taxi pasaba junto a él y se perdía pronto en la oscuridad. Unos grupos de personas transitaban cerca, o, mejor dicho, sus pisadas parecían hundirse primero y flotar después en el manto de niebla.

Andrews caminaba sin rumbo fijo, avanzando, avanzando… Cruzó largas y populosas avenidas en donde la luz tejía entre las brumas encajes de oro. Dio la vuelta a plazas anchas y desiertas. Se metió por callejas en las que de vez en cuando se detenía para escuchar tras los suyos el rumor de otros pasos que pronto se perdían en el silencio, oyendo entonces únicamente el rumor distante y apagado de la vida ciudadana.

Llegó por fin a un lugar cercano al río en donde la niebla era aún más espesa y fría y desde el cual podía oír el murmullo del agua al deslizarse entre los pilares de los puentes. Las luces brillaban y se oscurecían, mientras Andrews seguía andando. En ocasiones divisaba las ramas desnudas de los árboles comprendidos en el halo que rodeaba a las luces. La niebla le acariciaba suavemente. Las sombras seguían pasando junto a él, ofreciéndole a ráfagas suaves curvas de mejillas y miradas de ojos brillantes por entre la niebla y la oscuridad.

El espacio sombrío en donde no podía ver nada, pareció llenarse de seres familiares. El apagado murmullo de la ciudad le emocionaba como el sonido de unas voces amigas.

Desde la muchachita que en una esquina canta bajo un farol callejero, hasta la patricia que se entretiene deshojando rosas desde lo alto del lecho, todos los aspectos imaginables y los sueños del deseo

Siguió escuchando el murmullo de la vida que cantaba en torno suyo e iba formando frases largas y perfectamente moduladas en sus oídos, frases que le infundían una amable sensación de contento, como si estuviese contemplando un bajorrelieve de figuras danzando, producto del laborioso esfuerzo de unos pobres obreros en un taller del África.

Se detuvo y permaneció durante un rato apoyado en el poste de un farol húmedo y frío. Vio que dos sombras se perfilaban con creciente claridad conforme se iban acercando. Eran un muchacho inválido y una muchacha sin sombrero, que caminaban estrechamente abrazados. En los ojos violados del primero brillaba una expresión inteligente. John Andrews aguardó anhelante a que algo sucediera. Llegó a creer que la pareja se acercaría para tocarle un brazo y hacerle una revelación de importancia decisiva para su porvenir. Pero cuando llegaron junto al farol y la luz les dio de lleno se dio cuenta de que se había equivocado, de que no eran el muchacho y la muchacha con quienes habló en el Cerro.

Huyó precipitadamente y se hundió en otras calles tortuosas. De vez en cuando se detenía para mirar por la ventana iluminada de una tienda. Veía un grupo de personas tranquilamente sentadas en torno a una mesa, bajo una lámpara, o el interior de un bar en donde un muchachito fatigado, con los párpados hinchados por el sueño y la camisa arremangada, lavaba vasos, o donde una pobre mujer, un montón confuso de ropas oscuras, fregaba el suelo. En algunos portales oyó charlas y risas suaves. De muchas ventanas abiertas surgía un rayo de luz amarillenta que cortaba la niebla.

En uno de esos portales, al vago resplandor de una luz que había en la pared, vio dos figuras fundidas en estrecho abrazo.

Cuando Andrews pasó por su lado haciendo resonar las pesadas botas sobre el suelo húmedo, se separaron lentamente. Él tenía los ojos de color de violeta. Ella no llevaba sombrero, y no apartaba la vista de su compañero.

Andrews sintió que su corazón saltaba dentro del pecho. Por fin los había encontrado. Se acercó a ellos, pero se apartó inmediatamente y no tardó en perderse entre la fría niebla. De nuevo se había equivocado.

La niebla seguía envolviéndolo todo en torno suyo, ocultando rostros amigos de inteligente expresión, manos tendidas para estrechar las suyas, ojos dispuestos a quemar con el fuego de sus miradas, labios fríos de humedad que él gustosamente hubiese estrujado con los suyos…

Desde la muchachita que en una esquina canta bajo un farol

Siguió avanzando, solo, entre la niebla.