II

La nieve azotaba las ventanas y caía con monótono ruido sobre la hojalata del colgadizo construido al lado del hospital y que hacía las veces de solarium.

El lugar, bastante sucio, estaba decorado con guirnaldas de papel cubiertas de polvo, que uno de los hombres de la Y. M. C. A. había colgado de las vigas que atravesaban el techo con motivo de las fiestas de Navidad. Había varias mesas cubiertas de revistas y un mostrador con muchas tazas blancas y algo rotas cuidadosamente alineadas, en espera de aquellas raras ocasiones en que era posible servir cacao.

En medio de la pared que lindaba con el edificio principal ardía una estufa, en torno a la cual se agrupaban varios individuos en pijama que charlaban en voz baja. Sentado junto a una ventana, Andrews los observaba atentamente, fijándose en las anchas espaldas inclinadas sobre la estufa y en las manos apoyadas negligentemente sobre las rodillas. La atmósfera estaba muy cargada. Olía a una mezcla de emanaciones de carbón y ácido fénico, del cual estaban impregnados los trajes de todos, y a tabaco barato. Por detrás de las tazas amontonadas sobre el mostrador surgía la cabeza pelirroja de un pecoso individuo de la Y. M. C. A. que leía la edición parisiense del New York Herald.

Desde su asiento junto a la ventana, John Andrews sentía como si el ambiente se fuese infiltrando en él, estancando por completo sus ideas. Sobre las rodillas tenía unos papeles cubiertos de notas musicales hechas con lápiz, los cuales desenrollaba y volvía a enrollar nerviosamente, mirando la estufa y los hombros inmóviles de los individuos sentados alrededor de ella.

La estufa hacía ruido, crujía el periódico que leía el hombre de la Y. M. C. A., se oían de vez en cuando los murmullos de las voces de los que charlaban y, en el exterior, la nieve que azotaba los cristales de la ventana continuaba produciendo el mismo monótono rumor.

Andrews se vio vagamente a sí mismo atravesando rápidamente unas calles. La nieve azotaba su rostro, y la ciudad llena de vida vibraba en torno suyo. Vio muchos rostros enrojecidos por el frío, ojos que brillaban bajo el ala de los sombreros y que se fijaban en los suyos al pasar por su lado, siluetas esbeltas de mujeres, envueltas en chales que ponían de relieve el contorno de sus senos y sus caderas.

Se preguntó si alguna vez sería libre para vagar por las calles de cualquier ciudad. Estiró las piernas y las sintió rígidas y extrañamente temblorosas. Le parecieron de plomo, y no a causa de sus heridas, sino de la monotonía del ambiente que le rodeaba. La vida parecía como paralizada en torno suyo, y esta paralización penetraba en lo más hondo de su espíritu, hasta hacerle creer que nunca podría reaccionar.

Todos eran allí como seres sin vida propia, simples autómatas destrozados y sucios, cuyas piernas, a fuerza de hacer la instrucción no podían concebir movimientos más personales. Por eso seguían sentados, inmóviles, aburridos, esperando órdenes.

De pronto, algo le distrajo de sus meditaciones. Contemplaba la brillante danza de los copos de nieve al otro lado de los cristales cuando tuvo que volver la cabeza atraído por el ruido producido por alguien que se frotaba las manos muy cerca de él. Vio que había un hombre junto a la ventana. Estaba de pie, frotándose con fuerza las manos gordezuelas y blancas. Su respiración era jadeante. Andrews observó que un cuello blanco como el que suelen llevar los sacerdotes circundaba su garganta rosada, y que bajo las bien cortadas mangas de su uniforme de oficial asomaban unos puños almidonados. Su correaje y sus polainas brillaban, y al cuello llevaba una pequeña y modesta cruz de plata. Cuando Andrews, después del detenido examen, volvió a mirar el rostro del recién llegado, tropezó con una mirada acerada y unos ojos escrutadores que le contemplaban atentamente.

—Parece usted completamente repuesto, hijo mío.

—Sí, debo de estarlo.

—¡Espléndido, espléndido! —Y añadió en tono suplicante—: ¿Tendría inconveniente en situarse al otro extremo de la habitación? Eso es. Primero rezaremos un poco, y luego os diré algunas cosas interesantes, muchachos.

El individuo pelirrojo dejó su asiento, avanzó hasta el centro de la habitación con el periódico en la mano y dijo con voz monótona:

—Por favor, muchachos, agrupaos en ese rincón. Silencio. Silencio, por favor.

Los soldados, sumisos, se acercaron a las sillas plegables situadas en un extremo. Pronto cesó todo murmullo y se hizo el silencio. Unos salieron de la habitación y otros se acercaron de puntillas en el último instante y ocuparon un asiento de primera fila. Andrews, con un movimiento de desesperada resignación, se dejó caer sobre una silla, apoyó la cara en las manos e inclinó la cabeza.

—Muchachos —siguió diciendo el pelirrojo—, permitidme que os presente al reverendo doctor Skinner. —Su voz adquirió súbitamente un tono de honda emoción patriótica y añadió—: Acaba de llegar de Alemania, en donde entró con el Ejército de ocupación.

Las palabras «Ejército de ocupación» fueron como un mágico resorte. Al oírlas, todos prorrumpieron en vítores y aplausos. El reverendo doctor Skinner, confiado y sonriente, contempló a su auditorio y levantó las manos pidiendo silencio. Todos pudieron ver sus palmas sonrosadas y regordetas.

—En primer lugar, mis queridos amigos, dediquemos una plegaria al Supremo Creador. —Su voz subía y bajaba de tono, como quien está acostumbrado a practicar la liturgia ante un selecto público de fieles bien vestidos y bien comidos—. A Él debemos nuestra salvación, y es Él quien mitiga nuestras penas. Oremos para que, cuando llegue el momento que Él crea oportuno, quiera su divina misericordia conducirnos indemnes y limpios de culpa hasta el seno de nuestras familias, al lado de nuestras mujeres, de nuestras madres o de aquellas a quienes honraremos algún día con el nombre sagrado de esposa, las cuales esperan anhelantes nuestro regreso. Oremos también para que empleemos el resto de nuestras vidas en ser útiles a nuestro gran país, por cuya seguridad y gloria acabamos de sacrificar gustosos nuestra juventud. ¡Oremos!

En la habitación se hizo el silencio. Andrews sólo oía la respiración tranquila de quienes le rodeaban, el ruido monótono de la nieve al caer sobre la hojalata del colgadizo y el rumor de unos pies al moverse impacientes. Tras una larga pausa, la voz del reverendo doctor Skinner sonó de nuevo:

—Padre nuestro, que estás en los cielos…

Al llegar al «Amén», todos levantaron alegremente la cabeza, carraspearon y movieron las sillas. Indudablemente, los hombres se disponían a escuchar.

—Y ahora, amigos míos, intentaré en pocas palabras daros una idea de cómo viven vuestros camaradas del Ejército de ocupación que luchan por abrirse camino entre los hunos. Hice en Colonia mi comida de Navidad. ¿Qué os parece? Nunca creí posible pasar semejante fiesta lejos de mi hogar y de mi familia. Pero en el mundo suceden tantas cosas inesperadas… Sí, pasé las navidades en Coblenza, bajo la bandera americana. —Hizo una pausa, hasta que dejaron de sonar unos aplausos aislados, y continuó luego—: Os aseguro que el pavo fue magnífico. Sí, nuestros muchachos no carecen de nada en Alemania, y sólo aguardan la orden de seguir su glorioso avance hasta Berlín, suponiendo que fuese necesario. Lamento tener que confesarlo, muchachos, pero los alemanes no han cambiado de modo de pensar, tal como esperábamos nosotros. Ha cambiado el nombre de sus instituciones, pero no su espíritu. Imagino la decepción de nuestro buen Presidente, que ha hecho lo imposible porque los alemanes entrasen en razón y hacerles comprender el horror que por su causa ha asolado al mundo. Pues bien, ¿creéis que han reconocido su error? Nada de eso. Por el contrario, con toda clase de propagandas insidiosas, han intentado minar la moral de nuestras tropas.

Los soldados prorrumpieron en exclamaciones de indignación. El reverendo doctor Skinner alzó de nuevo sus manos gordezuelas y sonrosadas y sonrió con benevolencia.

—Sí, han intentado minar la moral de nuestras tropas, hasta tal punto que el general en jefe ha tenido que dictar órdenes severas para evitarlo. Temo, mis queridos amigos, que nuestro victorioso avance haya sido interrumpido demasiado pronto. Alemania debió ser aplastada por completo. Todo lo que podemos hacer es vigilar y aguardar, y someternos a la decisión de esos grandes hombres que dentro de poco se reunirán en la Conferencia de París. Permitidme, muchachos, que exprese mis votos sinceros para que vuestras heridas sanen rápidamente y estéis de nuevo en disposición de ser útiles a nuestro glorioso Ejército, que durante mucho tiempo habrá de permanecer vigilante para seguir defendiendo como americanos y como cristianos la civilización que acabamos de salvar de una furia satánica. Unamos nuestras voces para cantar el himno Defendamos, defendamos a Jesús. Estoy seguro de que todos lo conocéis.

Todos, excepto, naturalmente, aquellos que no tenían piernas, se pusieron en pie y entonaron con voz insegura la primera estrofa del himno. Las voces luego fueron cesando, y al terminar la segunda estrofa sólo se oía la del reverendo doctor Skinner y la del pelirrojo, que cantaban con toda la fuerza de sus pulmones.

El reverendo doctor Skinner sacó su reloj de oro y murmuró frunciendo el ceño:

—Voy a perder el tren.

El pelirrojo le ayudó a ponerse el amplio abrigo de campaña, y ambos se dirigieron a la puerta.

—¡Qué polainas tan estupendas lleva el tío! —dijo un individuo sin piernas que estaba hundido en un asiento junto a la estufa. Era un hombre de pómulos salientes y vigorosas mandíbulas. Su boca de trazo fino y delicado y sus ojos de color castaño claro daban a su rostro un agradable aspecto.

Andrews, que se hallaba sentado junto a él, se echó a reír.

—Oí decir que vendría alguien de la Cruz Roja para darnos cigarrillos. Esta vez me engañaron —dijo.

—¿Quieres uno? —dijo el inválido, tendiéndole un paquete de cigarrillos con su mano larga y contraída, pálida y transparente como el alabastro.

—Gracias. —Después de encender una cerilla, Andrews se inclinó para dar fuego a su compañero, y sin poderlo evitar miró su cuerpo mutilado. Bajo la guerrera, vio los pantalones que colgaban vacíos sobre la silla. Sintió un escalofrío. Pensó en las cicatrices que zigzagueaban por sus muslos.

—También a ti te hirieron en las piernas, ¿no es verdad, muchacho? —preguntó calmosamente el inválido.

—Sí, pero tuve suerte. ¿Hace tiempo que estás aquí?

—Desde que Cristo era cabo. En realidad, no lo sé. Llegué aquí dos semanas después de haber sido destinado al frente. Eso fue el dieciséis de noviembre de mil novecientos diecisiete. Como ves, sé poco de la guerra. Aunque creo que no he perdido gran cosa.

—No. En cambio, sabes mucho del Ejército.

—Eso es verdad. Y te diré una cosa. No me importaría tanto la guerra si no fuese por el Ejército.

—Te enviarán pronto a casa, ¿verdad?

—Supongo que sí. ¿De dónde eres?

—De Nueva York —respondió Andrews.

—Y yo de Cranston, Wisconsin. ¿Conoces el país? Es célebre por sus lagos. Puede navegarse días enteros a través de ellos, en canoa, sin cargamento alguno. Tenemos un campamento en el lago Big Loon, y en él nos divertíamos mucho viviendo como salvajes. Una vez hice un viaje de tres semanas sin ver una sola casa. ¿Has viajado en canoa?

—Menos de lo que hubiese querido.

—Es magnífico para la salud. Lo primero que se hace al despertar es saltar de las mantas y echarse al agua. Es estupendo nadar en el lago envuelto todavía en las nieblas del amanecer y ver cómo sale el sol por entre las copas de los abedules. ¿Conoces el olorcillo que desprende el tocino al freírse? Me refiero al tocino frito en una sartén, sobre una hoguera hecha de ramas de pino y de haya, en mitad del bosque. Te aseguro que es un olor estupendo. Pero más estupendo aún es sentarse junto al fuego en cuyas cenizas se asa una trucha, y escuchar el crujido del tocino en la sartén, después de haber remado todo el día y sentirse fatigado y saturado de sol. Eso es vida, muchacho —dijo estirando los brazos.

—He tenido la tentación de retorcerle el cuello a ese maldito cura —dijo Andrews de pronto.

—¿De veras? —dijo el inválido sonriendo y fijando en él sus ojos castaños—. Yo no le creo mucho peor que los demás. Supongo que también en Alemania hay gente así.

—¿Crees que realmente hemos salvado la democracia en el mundo?

—¿Qué diablos puedo saber yo? Apuesto cualquier cosa a que nunca has conducido un camión lleno de hielo. Yo lo hice en mi pueblo durante todo un verano. Aquello era vivir. Levantarse a las tres de la mañana y llevar de ciento a doscientas libras de hielo a la nevera de los demás. Tenía que estar sano a la fuerza. Mi ayudante era un noruego gigantesco llamado Olaf. Era el hombre más fuerte que he conocido. ¡Y cómo bebía! Aquello sí que era beber, muchacho. Le vi una vez tragarse veinticinco martinis y luego atravesar el lago a nado. Yo pesaba entonces ciento ochenta libras. Sin embargo, me levantaba en vilo con una sola mano y me cargaba sobre sus hombros. Aquello sí que era vida. Y no importaba que nos acostásemos tarde la noche anterior. A las tres en punto de la madrugada saltábamos de la cama con la agilidad de un gato.

—¿Qué hace ahora tu amigo?

—Murió en el transporte que le traía a Europa. De la gripe. Hablé con un muchacho de su regimiento. Le arrojaron al mar a la altura de las Azores. En fin, ¡qué le vamos a hacer! Yo no he muerto de la gripe. ¿Otro cigarrillo?

—No, gracias —dijo Andrews.

Guardaron silencio. El fuego seguía crujiendo en la chimenea. Los hombres parecían medio dormidos en sus asientos. De vez en cuando, alguien escupía.

Andrews miró al exterior y contempló de nuevo la danza suave de los blancos copos. Los tobillos le pesaban. Sentía como si el polvo hubiese estancado sus ideas lo mismo que se estanca la vida en las buhardillas y trasteras donde entre pedazos de máquinas destrozadas y loza trágicamente rota se amontonan los juguetes viejos.

John Andrews estaba sentado en un banco de una plaza flanqueada de tilos. El pálido sol de invierno daba de lleno en su cara y en sus manos. A través de las pestañas veía el sol, que tenía el color de la miel. Luego, medio deslumbrado todavía, recorrió con la mirada los encajes oscuros de las ramas, los troncos verdes de los árboles y, al fin, el banco de enfrente, en el que se hallaban dos niñeras. En medio de éstas había una niña de rostro sonrosado e inexpresivo romo el de una muñeca. Llevaba un traje lleno de volantes bajo los cuales surgían sus piernecillas marfileñas, enfundadas en blancos calcetines y calzadas con sandalias amarillas. Sobre el halo dorado del pelo flotaba un globo de brillante color carmesí atado a un fino cordel que la chiquilla sujetaba por un extremo. El sol brillaba a través de él como a través de un vaso de clarete. Andrews contempló arrobado la deliciosa figura de la niña sentada entre los voluminosos cuerpos de las niñeras.

De pronto se dio cuenta de que habían transcurrido muchos meses —¿eran sólo meses?— desde que sus manos tocaron algo suave y desde que vio una flor. La última, una anaranjada maravilla, se la dio una anciana de cierta aldea de la región de Argonne. Recordó la suavidad de los labios que rozaron su mejilla cuando la anciana se inclinó para besarle. Su mente se iluminó de pronto como si una melodía vibrase en ella. Sintió toda la dulzura de esas vidas tranquilas que transcurren en los campos y en las calles grises de cualquier pequeña ciudad provinciana, y en las viejas cocinas que huelen a hierbas y a humo de hogar, con sus ventanas llenas de macetas de albahaca en flor.

Sin poder contenerse, se levantó, se acercó a la niña y le cogió una mano. La niña le miró sorprendida, y al ver su figura larguirucha, su cara enjuta y su cabello de color de paja que escapaba bajo el gorro demasiado pequeño, lanzó un grito y soltó el globo, que se meció un instante en el aire y comenzó luego a ascender. La niña se echó a llorar desconsoladamente. Andrews, desconcertado ante la mirada de indignación de ambas niñeras, permaneció inmóvil, sonrojado, murmurando atropelladamente una excusa tras otra, sin saber qué hacer.

Ambas niñeras inclinaron sus cabezas para intentar consolarla.

Andrews se apartó descorazonado, mirando de vez en cuando el globo que seguía elevándose y que resaltaba como una mancha negra sobre las nubes grises y de color de topacio.

Sale américain! —oyó exclamar a una de las niñeras.

Pero era su primera hora de libertad, su primer momento de soledad en muchos meses. Tenía que vivir. Pronto le enviarían de nuevo a su división. Le invadió una ola de deseos, un ansia de goces puramente carnales; de gustar ricos manjares sazonados con salsas y especias, de emborracharse con vinos generosos, de tumbarse sobre una rica alfombra entre los brazos desnudos de una mujer sensual…

Atravesaba las calles grises y tranquilas de una ciudad provinciana de casas bajas, chimeneas rojizas y tejados de pizarra azul. En un reloj sonaron estruendosamente cuatro campanadas. Andrews se echó a reír. Tenía que estar a las seis en el hospital. Estaba fatigado y le dolían las piernas.

A pesar de la escasez debida a la guerra, el escaparate de una confitería le pareció tentador. Había un rótulo en inglés que decía: «Té». Entró y se encontró en un pequeño saloncito muy animado. Las mesitas estaban cubiertas de manteles rojos, y de las paredes, cubiertas con un papel que imitaba al brocado, pendían grabados de tonos verdes y rosados. Bajo uno de ellos, que representaba un lecho con cortinas frente al que se inclinaban saludando dieciocho o veinte personas, y que se titulaba Secret d’Amour, se hallaban sentados tres jóvenes oficiales, que lanzaban glaciales y hasta irritadas miradas al soldado que con la insignia del hospital había entrado en el salón de té. También Andrews los miraba con encono.

Mientras bebía a sorbos el té caliente y perfumado, escuchaba sin proponérselo la charla de los oficiales. Hablaban de Ronsard. Andrews oyó el nombre con sorpresa y con irritación. ¿Qué derecho tenían a hablar de Ronsard? Él sabía mucho más de Ronsard que aquellos oficiales. En su cerebro se formaban frases orgullosas y encolerizadas. Él era tan sensible, humano e inteligente como pudieran ser los otros. ¿Qué derecho tenían a mirarle con tanta frialdad, como queriendo demostrarle cuál era el puesto que le correspondía?

Posiblemente, esta actitud era tan inconsciente e inevitable, como su propio sentimiento de envidia. La idea de que, si uno de los tres se acercaba, tendría que saludar y contestar humildemente, no por educación, sino por miedo a un castigo, era tan amarga como el ajenjo.

Sintió un ansia infantil de demostrar a todos cuánto valía, lo mismo que cuando sus compañeros de colegio le trataban mal, deseaba que el edificio ardiese para poder portarse como un héroe y salvarles.

En la habitación contigua había un piano y varias sillas colocadas boca abajo sobre las mesas. Sintió la tentación de acercarse al piano y empezar a tocar, para demostrar a todos aquellos hombres, que le creían un simple autómata, algo intermedio entre el hombre y el perro, mediante una acción brillante, que no sólo era igual sino superior a ellos.

—La guerra ha terminado. Quiero empezar a vivir. Vino rojo, gritó el ruiseñor a la rosa —dijo uno de los oficiales.

—¿Qué os parece si nos fuésemos a París, aunque no tengamos permiso?

—Es muy arriesgado.

—¿Qué pueden hacernos? No somos reclutas. Todo lo que puede suceder es que nos manden a casa, y eso, al fin y al cabo, es lo que estamos deseando.

—Si os parece bien, vamos al Cochon Bleu a tomar un cocktail y a pensarlo mejor.

El león y el lagarto tienen su corte en… ¿Cómo diablos se llama? De cualquier forma, divirtámonos y bebamos todo lo posible mientras el comandante Peabody sigue muy satisfecho con su corte en Dijon.

Los tres oficiales se marcharon haciendo tintinear sus espuelas. John Andrews se sintió deprimido y avergonzado de su pasada cólera. Si hubiera estado en Nueva York tocando el piano ante un grupo de amigos y hubiese entrado un hombre pobremente vestido, ¿no habría sentido un involuntario desprecio? Es inevitable que el afortunado odie al desgraciado, porque le teme.

Todos estos pensamientos empezaban a cansarle. Apuró su té y entró en la tienda para preguntar a la anciana que estaba sentada ante un escritorio blanco al final del mostrador, y que lucía un bigote negro sobre sus labios pálidos, si le importaba que tocase el piano.

En el desierto saloncito, sus dedos torpes y poco flexibles recorrieron el teclado. Lo olvidó todo. En su cerebro se abrían de par en par puertas que durante mucho tiempo permanecieron cerradas, dejando al descubierto salones suntuosos.

La reina de Saba, grotesca como un sátiro irradiando un mundo de deseos como la gran diosa e implacable Afrodita, estaba de pie a s lado y apoyaba una mano sobre su hombro, haciendo correr por su cuerpo descargas eléctricas y murmurando en su oído palabras impregnadas de voluptuosidad.

Un reloj asmático sonó en un rincón, en la oscuridad.

—Las siete —murmuró John Andrews. Pagó, se despidió de la vieja del bigote y salió a la calle precipitadamente.

«Soy como la Cenicienta en el baile», pensó, y echó a andar en dirección al hospital, a través de unas calles mal iluminadas, acortando cada vez más sus pasos.

«¿Por qué volver? —seguía diciendo una voz en su interior—. Todo es mejor que aquello. Es preferible arrojarse al río que tener que volver.»

Creyó ver el montón de sus ropas de color pardo aceitunado sobre los juncos de la orilla y a sí mismo, completamente desnudo, rompiendo la capa de hielo y hundiéndose en las aguas tan negras como la tinta china. Tal vez al llegar al otro extremo, fatigado, jadeante, pudiera comenzar la vida como si hubiese acabado de nacer. ¡Qué fuerte se sentiría si pudiese empezar a vivir de nuevo! ¡Y qué loca, qué alegremente viviría ahora que la guerra había terminado!

Había llegado ante las puertas del hospital. Sintió un estremecimiento de pena. Y permaneció de pie, mudo, en actitud humilde, mientras un sargento le reconvenía por llegar tarde.

Andrews contempló durante largo rato la línea de escudos que había en lo alto de la pared, frente a su lecho, en la que se apoyaban las vigas oscuras del techo. Los emblemas estaban borrosos y las figuras de piedra gris que se encorvaban bajo los escudos: el sátiro de las peludas piernas de cabra, el paisano del sombrero cuadrado y el guerrero de la espada entre las rodillas, habían quedado malparados en el transcurso de otras guerras. A la fuerte claridad de la tarde se veían tan deterioradas que eran casi irreconocibles. Se maravilló al recordar que el primer día de su llegada, cuando se halló en el lecho, sintiendo el tormento de las heridas, todos aquellos personajes le habían consolado. No obstante, les dirigió una mirada de afecto antes de salir de la sala.

Abajo, en la oficina, cuya atmósfera estaba cargada y olía a barniz, a papeles polvorientos y a humo de tabaco, tuvo que aguardar mucho rato de pie.

—¿Qué deseas? —preguntó el sargento pelirrojo mirándole por encima de un montón de papeles que había sobre una mesa.

—Espero una orden de traslado.

—¿No eres tú el individuo a quien dije que volviese a las tres?

—Es que son las tres.

—¡Hum! —exclamó el sargento, y siguió con la vista fija en los papeles, que crujían al moverlos de uno a otro montón. Al otro extremo de la habitación sonaba lenta pero ruidosamente una máquina de escribir.

Andrews vio una cabeza oscura y una espalda inclinadas sobre la máquina de escribir. Junto a la estufa negra y redonda que había junto a la pared, un hombre de largo bigote, que lucía los complicados galones de sargento de Sanidad, leía una novela de tapas encarnadas.

Tras una larga pausa, el sargento pelirrojo levantó la cabeza de los papeles y dijo de pronto:

—Ted.

El individuo que escribía a máquina se volvió pausadamente, mostrando una cara ancha y roja y sus ojos azules.

—Dígame —repuso arrastrando las sílabas.

—Entra a ver si el teniente ha firmado los papeles.

El otro se levantó, se desperezó y desapareció tras una puerta que había junto a la estufa, El sargento pelirrojo echó hacia atrás su silla giratoria y encendió un cigarrillo.

—¡Por todos los diablos! —exclamó bostezando.

El hombre que estaba sentado junto a la estufa soltó el libro, que resbaló de sus rodillas cayó al suelo, y bostezó también.

—Este endiablado armisticio ha terminado con la ambición —dijo después.

—¡Maldita sea! —exclamó el sargento pelirrojo—. ¿Sabes que me iban a enviar a un O. T. C. 7 ¡Qué suerte más perra! ¡Mira que tener que volver a casa sin un Sam Browne[8]!

El otro individuo regresó y se sentó de nuevo ante la máquina de escribir. El teclear lento ruidoso volvió a oírse.

Andrews movió los pies ligeramente.

—Bueno, ¿qué hay de esa orden de traslado —preguntó el sargento.

—El teniente ha salido —repuso el otro sin dejar de escribir.

—¿No lo habrá dejado sobre la mesa? —preguntó furioso el sargento.

—No pude encontrarlo.

—Supongo que tendré que buscarlo yo mismo. ¡Cielos! —exclamó el sargento, y salió de la habitación. Poco después reapareció con un montón de papeles en la mano—. ¿Te llamas Jones? —le preguntó a Andrews.

—No.

—¿Snivisky?

—No. Andrews. John Andrews.

—¿Por qué diablos no lo has dicho antes?

El individuo del bigote que se hallaba junto a la estufa se levantó de pronto con expresión atenta y sonriente.

—Buenas tardes, capitán Higginsworth —dijo alegremente.

Un hombre de cara ovalada y boca grande, que llevaba un cigarro entre los labios, entró en la habitación. Al hablar, el cigarro se movía de un lado a otro.

Sus guantes de gamuza verde le estaban demasiado ajustados, y sus oscuras polainas brillaban como la caoba.

El sargento pelirrojo se volvió y saludó.

—¿Va a otra fiesta estupenda, mi capitán? —preguntó.

El capitán asintió con una mueca de picardía.

—¿Tenéis cigarrillos de la Cruz Roja? Sólo tengo puros, y no me parece correcto ofrecer un puro a la dama. —E hizo otro gesto de picardía.

Los demás rieron comprensivamente.

—¿Tendrá bastante con dos paquetes? Los tengo aquí —dijo el sargento pelirrojo abriendo un cajón de su mesa.

—¡Magnífico! —exclamó el capitán, que los guardó en el bolsillo y salió abrochándose su guerrera de color de ante.

El sargento volvió a sentarse a la mesa, sonriendo con presunción.

—¿Encontró la orden de traslado? —preguntó Andrews tímidamente—. He de coger el tren de las cuatro y dos minutos.

—Aún no la he encontrado. Dijiste que te llamabas Anderson, ¿verdad?

—Andrews, John Andrews.

—Aquí está. ¿Por qué no viniste a buscarla antes?

Al aspirar el aire frío del crudo anochecer de invierno, que le pareció vivificante tras los desagradables olores del hospital, John Andrews se sintió liberado.

Mientras atravesaba con paso rápido las calles grises, que en algunos lugares, y a la luz de los escaparates, brillaban con tonalidades anaranjadas, se dijo varias veces que acababa de terminar otra época de su vida. Pensó que ya no vería más aquel hospital ni las gentes que había en él, y sintió un ligero alivio. Recordó a Chrisfield. Hacía semanas, muchas semanas, que ni siquiera pensaba en él. Sin embargo, con los ojos de la imaginación vio claramente el rostro del muchacho de Indiana, y experimentó un hondo sentimiento de ternura. Era un rostro ovalado y muy tostado por el sol. Sus mejillas conservaban algo de la primitiva redondez infantil. Sus largas pestañas eran negras, lo mismo que las cejas. No sabía siquiera si Chrisfield vivía. Sintió una súbita y casi salvaje alegría al pensar que él, John Andrews, estaba vivo y que aún podía hallar en el mundo mejores compañeros de los que hasta entonces encontró, seres más inteligentes con quienes conversar, hombres más fuertes y sabios de quienes aprender.

Aspiró el aire frío que penetraba por su nariz y llegaba hasta sus pulmones. Sintió los brazos fuertes y ligeros. Notó la contracción de los músculos de sus piernas al andar, y el pisar seguro de sus pies sobre el irregular empedrado de guijarros.

En la sala de espera de la estación hacía frío. Olía a uniformes sucios. En los bancos dormitaban algunos soldados franceses, que vestían largos abrigos azules. Otros soldados, agrupados en los rincones, comían pan y bebían de sus cantimploras. Una lámpara de gas que colgaba en medio del techo iluminaba la sala con su triste luz. Desesperadamente resignado, Andrews se sentó en un rincón. Faltaban cinco horas para llegar el tren. Las piernas le dolían y estaba fatigado. La excitación que sintió al dejar el hospital y al caminar por las calles oscuras aspirando el aire fresco de la noche, desapareció para dar paso a la más honda desesperación.

Su vida seguía siendo esclavitud, la misma esclavitud de los cuerpos sucios hacinados en lugares de ambiente irrespirable. Seguía siendo el engranaje de la inmensa y lenta máquina que es el Ejército. ¿Importaba algo que la lucha hubiese terminado? Los Ejércitos seguían siempre destrozando vidas, estrujando carne contra carne. ¿Podría volver a sentirse libre y solo, para vivir horas alegres que le compensaran de la tragedia y del martirio pasados? Había perdido toda esperanza. Aquella estación, triste y maloliente, en donde los hombres vestidos de uniforme dormían y respiraban el aire fétido en espera de una orden de partida o de cuadrarse rígidamente, formados en hileras interminables, inútiles, como soldados de plomo olvidados por un niño en el desván, era el símbolo de su vida.

De pronto, Andrews se levantó y salió al andén desierto. Soplaba un vientecillo helado. Una máquina resopló ruidosamente, y la mal iluminada estación se llenó de blancas nubes de humo. Andrews paseaba de un lado a otro, con la barbilla hundida en el cuello de la guerrera y las manos en los bolsillos, cuando alguien tropezó con él.

—¡Maldita sea! —exclamó una voz, y un hombre corrió hacia una puerta de cristales bastante sucia en la que se veía el siguiente rótulo: Buvette.

Andrews le siguió con aire distraído.

—Lo siento. Creí que eras un policía militar —dijo el hombre, un soldado americano sin duda, volviéndose para mirar a Andrews con aire escrutador. Tenía las mejillas muy rojas y un bigotillo cínico de color castaño. Hablaba despacio, arrastrando ligeramente las palabras, como suelen hacer los de Boston.

—No tiene importancia.

—Echemos un trago —dijo el individuo—. Estoy aquí sin permiso. Y tú, ¿dónde vas?

—Cerca de Bar-le-Duc. He salido del hospital y vuelvo a mi división.

—¿Has estado mucho tiempo en el hospital?

—Desde octubre.

—¡Atiza! Bebe un poco de curasao. Te sentará bien. Te encuentro un poco pálido. Me llamo Henslowe, y sirvo en una ambulancia, con el Ejército francés.

Se sentaron ante una mesa de mármol bastante sucia en la que se marcaban los círculos de los vasos de vino y de licor sobre la capa de hollín.

—Voy a París —dijo Henslowe—. Mi permiso terminó hace tres días, pero voy a París. Una vez allí, enfermaré, no importa si de peritonitis, pulmonía doble o lesión cardíaca. El Ejército es un asco.

—No creas que es mucho mejor el hospital —dijo Andrews suspirando—. A pesar de todo, cuando me hirieron y tuve que abandonar temporalmente el Ejército, sentí una alegría inmensa. Creí que estaba tan grave que me mandarían a casa.

—Por nada del mundo hubiese querido perderme un momento de la guerra, pero ahora que todo ha concluido sólo me queda el recurso de viajar. He pasado dos semanas entre los Pirineos, Nimes, Arlés, Les Baux, Carcasona, Perpiñán, Lourdes, Gavarnie y Toulouse. ¿Qué te parece el viajecito? Y tú, ¿en qué cuerpo servías?

—En infantería.

—Debió de ser un infierno.

—Lo es todavía.

—¿Por qué no te vienes conmigo a París?

—No quiero que me agarren —murmuró Andrews.

—No hay cuidado. Conozco el asunto. Lo que debes hacer es alejarte del Olimpia y de las estaciones de ferrocarril. Andar deprisa, llevar los zapatos limpios y… Supongo que tendrás ingenio, ¿verdad?

—No mucho. Echemos ahora un trago. ¿Sería posible comer algo?

—No. No me atrevo a salir de la estación por miedo al policía militar que hay a la puerta. Cenaremos en el expreso de Marsella.

—Pero yo no puedo ir a París.

—¡Claro que sí! Vamos a ver, ¿cómo te llamas?

—John Andrews.

—Bien, John Andrews, veo que has perdido personalidad. ¿Por qué permites que te dominen de ese modo? Reacciona. Diviértete, a pesar de ellos. ¡Que se vayan todos al diablo!

Dio sobre la mesa un golpe tan fuerte con la botella que rompió ésta y el vino tinto se derramó sobre el sucio mármol y cayó al suelo.

Unos soldados franceses, agrupados junto al mostrador, volvieron la cabeza.

Voilà un gars qui gaspille le bon vin —dijo un hombre de alta estatura, cara muy roja y grandes patillas.

Pour vingt sous je mangerai la bouteille —gritó otro individuo pequeñito, adelantándose y apoyándose en la mesa. Parecía borracho.

—Hecho —dijo Henslowe—. Oye, Andrews, dice que por un franco es capaz de comerse la botella.

Colocó un franco de plata sobre la mesa, junto a los restos de la botella rota. El individuo cogió el gollete de la botella con una mano negra que parecía una garra.

Su aspecto era cadavérico. Iba increíblemente sucio. Sus bigotes y su barba eran del color de la estopa. Su uniforme estaba manchado de barro. Cuando los otros se acercaron para disuadirle de su propósito, exclamó:

M’en fous, c’est mon métier! —y giró los ojos de tal forma que la córnea brilló a la luz sombría como los ojos de un caballo muerto.

—¡Será capaz de hacerlo! —gritó Henslowe.

Los dientes del hombre brillaron al clavarse en el borde del vidrio roto. Se oyó un crujido impresionante. El individuo blandió de nuevo el cuello de la botella.

—¡Cielos! ¡Se lo está comiendo! —gritó Henslowe riendo a carcajadas—. ¡Y pensar que tú tienes miedo de ir a París!

Una locomotora entraba en la estación. El vapor, al escapar, producía continuos silbidos.

—¡Atiza! ¡El tren de París! Tiens! —Colocó el franco en la sucia mano del hombre y añadió dirigiéndose a John—: Vamos, Andrews.

Al salir de la buvette oyeron otra vez el extraño crujido del vidrio al ser masticado. Indudablemente, el individuo atacaba otro trozo de botella.

Andrews siguió a Henslowe a través del andén lleno de humo, hasta la puerta de un vagón de primera. Subieron a él. Inmediatamente Henslowe corrió la cortinilla negra sobre la lámpara. El compartimento estaba vacío. Henslowe se dejó caer sobre los suaves cojines de color de ante lanzando un suspiro de satisfacción.

—Pero ¿cómo diablos…? —empezó a decir Andrews.

M’en fous, c’est mon métier! —le interrumpió Henslowe.

El tren salió de la estación.