V

Descansaron al llegar a la cima del montículo. Chrisfield se sentó sobre la arcilla roja, colocó el fusil entre las rodillas y miró alrededor. Frente a él, al otro extremo de la carretera, había un cementerio francés. Las pequeñas cruces de madera, inclinadas en todas direcciones, se recortaban sobre el cielo. Las coronas de abalorios brillaban a la luz del sol. A lo largo de la carretera veíase una especie de largo gusano, roto de vez en cuando por la silueta de unos camiones, un inmenso gusano oscuro que descendía por la ladera, dejando atrás las casas sin tejados de la aldea y que escalaba las cumbres de las cercanas montañas sembradas de bosques trágicamente destrozados. Chrisfield se esforzó por mirar más allá, hacia las montañas lejanas que, veladas por la niebla, parecían azules y tranquilas. El río brillaba por entre los pilares del casi destrozado puente de piedra y desaparecía después tras unos grupos de álamos amarillentos. En un rincón del valle retumbaba un cañón. La metralla se perdía seguramente en aquellas montañas, distantes, azules y tranquilas.

El regimiento de Chrisfield avanzaba otra vez. Los pies de los soldados resbalaban sobre el fango, mientras descendían a grandes pasos por la ladera soportando el peso de la mochila y la tirantez del correaje.

—¿Verdad que es un país maravilloso? —dijo Andrews, que caminaba junto a él.

—Preferiría estar en un O. T. C., como ese cochino de Anderson.

—¡Al diablo con él! —dijo Andrews. Llevaba todavía una maravilla en uno de los ojales de su sucia guerrera. Andaba con la cabeza erguida y las aletas de la nariz dilatadísimas, como si quisiera gozar mejor del perfume de aquel brillante día de otoño.

Chrisfield se quitó de la boca el cigarrillo apagado y escupió furiosamente en los talones del individuo que caminaba ante él.

—Esto no es vida para un cristiano —murmuró.

—Prefiero verme así que… que como aquéllos —dijo Andrews con amargura, señalando con la cabeza un coche lleno de oficiales que estaba parado a un lado de la carretera. Éstos tenían aire de excursionistas domingueros, y bebían en un termo que se pasaban de uno a otro constantemente. Con evidente relajación del sentido de la disciplina, saludaron con la mano a los soldados que pasaban por allí. Un teniente de bigote negro y retorcido gritó varias veces:

—¡Corren como conejos, muchachos! ¡Corren como conejos!

De la columna surgía de vez en cuando un alegre murmullo, con el cual saludaban los muchachos a los ocupantes del coche.

El gran cañón resonó de nuevo. Chrisfield, que esta vez se hallaba cerca, sintió como si le golpearan con fuerza la cabeza.

—Es una monada —dijo una voz detrás de él.

Alguien había empezado a cantar:

Buenos días, míster Zip,

con su cabello cortado,

con su cabello cortado,

con su cabello cortado

tan corto como el mío.

Todos le imitaron. El ritmo de sus pasos se ajustó al compás de la canción al atravesar las calles pavimentadas que zigzagueaban por entre las semiderruidas casas de la aldea. Las ambulancias pasaban junto a ellos, grandes camiones llenos de hombres de rostro macilento y amontonados unos sobre otros, que olían a sudor, a sangre y a ácido fénico.

Alguien siguió cantando:

Cenizas a cenizas

y polvo a polvo…

—No me gusta cantar eso —dijo Judkins—. Trae mala suerte.

Pero todos seguían entonando la canción. Chrisfield observó que los ojos de Andrews chispeaban.

«Sin duda, es un hombre extraño», se dijo, pero gritó con toda la fuerza de sus pulmones lo mismo que hacían los demás:

Cenizas a cenizas

y polvo a polvo…

Si los gases no te matan,

te matarán las granadas.

De nuevo ascendían una montaña. En el camino por donde avanzaban se abrían hondos surcos y algunos agujeros formados por las balas al caer. Estaban llenos de agua cenagosa, en la que fácilmente se hundía el pie. Empezaban los bosques, o, mejor dicho, el esqueleto ruinoso de unos bosques. Abundaban los lugares en donde estuvo emplazada la artillería, y los refugios subterráneos. El suelo estaba cubierto de latas vacías y cajas de metal que sin duda contuvieron municiones. A ambos lados, los árboles estaban festoneados de alambradas telefónicas, cable sobre cable, hasta formar verdaderas enredaderas.

Cuando se detuvieron otra vez, Chrisfield vio que se hallaba en la cumbre de la montaña, junto a una batería francesa del 75. Miró con curiosidad a los franceses, que en mangas de camisa jugaban a las cartas y fumaban, sentados sobre unos leños. Su actitud le irritó.

—Diles que seguimos avanzando —murmuró dirigiéndose a Andrews.

—¿Estás seguro? —dijo Andrews—. En fin… Dites-doncs, les Boches courent-ils comme des lupins? —gritó.

Uno de los hombres volvió la cabeza y se echó a reír.

—Dice que llevan cuatro años corriendo —dijo Andrews. Se quitó la mochila, la dejó en el suelo y se sentó sobre ella. Luego buscó un cigarrillo.

Chrisfield se quitó el casco y se alisó el pelo con una de sus sucias manos. Después cogió un trozo de tabaco de mascar y se sentó, con las manos crispadas sobre las rodillas.

—¿Tendremos que esperar mucho esta vez? —murmuró.

Las sombras de los árboles medio destruidos Invadían el camino. Los artilleros franceses cenaban en aquellos momentos. Una larga hilera de camiones pasó a su lado, salpicando de barro a los individuos agrupados a ambos lados del camino. Se puso el sol. Abajo, en el valle, unas baterías habían roto el fuego, haciendo imposibles las conversaciones. En el aire, por encima de sus cabezas, silbaban las balas. Los franceses se estiraron, bostezaron y bajaron a sus refugios subterráneos. Chrisfield los miró con envidia. Detrás de los altos árboles mutilados brillaban las estrellas. Chrisfield sintió que las piernas le dolían de frío. Comenzó a desear ansiosamente que algo sucediese. Pero, inmóviles en la creciente oscuridad, los hombres seguían aguardando. Chrisfield masticó rápidamente su tabaco, intentando olvidar todo lo que no fuese el sabor del mismo.

Al fin, la columna volvió a ponerse en movimiento. Al llegar a la cima de otra montaña, Chrisfield percibió un dulce perfume que le hizo dilatar las aletas de su nariz. «Gas», pensó. Lleno de terror, llevó la mano a la máscara que coleaba de su cuello. Pero no quiso ser el primero en ponérsela. No había oído ninguna orden a tal efecto. Siguió andando, profiriendo imprecaciones contra el sargento y el teniente. ¿Y si los dos hubiesen muerto ya a consecuencia de la emanaciones del gas? Tuvo entonces una especie de visión. El regimiento entero caía exánime en medio del camino a causa de las emanaciones del gas.

—¿No hueles a nada, Andy? —preguntó cautelosamente.

—Sí. Es como una mezcla de caballos muertos, nardos, aceite de plátano, el helado que acostumbrábamos a comer en el colegio y ratas muertas en la buhardilla. Pero ¿qué importa ahora todo eso? —dijo Andrews sonriendo burlonamente—. Estamos metidos en el mayor fregado que se ha conocido en la historia.

«Se ha vuelto loco», se dijo Chrisfield. Contempló las estrellas que brillaban en el oscuro cielo y que parecían avanzar al mismo paso que la columna. O tal vez ellos, y con ellos las estrellas, estuvieron inmóviles, y fuesen los árboles los que se movieran, los que se alejasen diciéndoles adiós con sus brazos destrozados, escuálidos y desnudos. Apenas percibía el rumor de las pisadas de tantos pies sobre el camino, tal era el estruendo de los cañones delante y detrás de ellos…

De vez en cuando estallaba un cohete. Sus luces rojas y verdes se mezclaban por espacio de breves momentos con las estrellas del cielo. En los demás lugares se encendían resplandores blancos y rojizos que se apagaban casi inmediatamente. Era como si el horizonte entero estuviese ardiendo.

Al descender por la ladera de la montaña empezaron a escasear los árboles. Vieron frente a ellos un valle iluminado por el resplandor de los cañones y la pálida luz de las estrellas. Era como mirar una chimenea llena de leños encendidos. En la ladera que iban dejando atrás se oían continuas y estruendosas detonaciones y se distinguían amarillas lenguas de fuego. Hallaron una batería junto al camino. El ruido de los cañonazos repercutía en sus cerebros. Al intermitente resplandor rojizo de los disparos se divisaban, en actitudes casi fantásticas, las oscuras siluetas de los artilugios. Aturdidos, cegados, siguieron camino abajo. Chrisfield llegó a creer que de un momento a otro caerían en la rugiente boca de un cañón.

Al pie de la montaña, junto a un grupo de árboles milagrosamente ilesos, se detuvieron otra vez. Una nueva columna motorizada —camiones que eran como borrones en la oscuridad— pasaba junto a ellos. No había baterías en las proximidades, y pudieron oír el chirriar de los engranajes al avanzar los camiones por el camino irregular, hundiéndose en los hoyos abiertos por las granadas.

Chrisfield se había refugiado en una especie de zanja, en donde crecían los helechos, y dormitaba con la cabeza apoyada en su mochila. En torno suyo dormían también otros hombres. Alguien había apoyado la cabeza en su muslo. El ruido fue disminuyendo. Semidormido como estaba, Chrisfield podía oír cómo otros hombres hablaban quedamente, como si tuviesen miedo de hacerlo en voz alta. En la carretera, los conductores de los vehículos que seguían desfilando se llamaban unos a otros sin cesar. Todos parecían nerviosos, exasperados. De pronto cesaron de sonar los motores. Por un momento el silencio fue casi completo, y entonces Chrisfield se quedó dormido.

Algo le despertó. Estaba aterido y horrorizado. Por un momento pensó que le habían dejado solo. Creyó que la compañía había continuado avanzando sin él, puesto que ningún cuerpo rozaba el suyo.

Oyó en lo alto un extraño zumbido como el que podrían producir unos mosquitos gigantescos, y percibió el estridente grito del teniente:

—¡Sargento Higgins! ¡Sargento Higgins!

La figura del teniente se recortó ante la llamarada roja que surgió al fondo. Chrisfield vio perfectamente que llevaba el gorro alto inclinado y el abrigo de campaña ceñido a la cintura y muy rígido en la parte de las rodillas. Sintió la fuerte sacudida de una explosión. Luego, la oscuridad reinó otra vez. Chrisfield se levantó. Le zumbaban los oídos. La columna avanzaba otra vez. En la oscuridad, muy cerca, escuchó unos gemidos. Pero el ruido de las pisadas y el entrechocar de los pertrechos ahogaron los demás rumores.

El continuo roce de la mochila había llegado a llagar sus hombros. De vez en cuando, al resplandor de una bomba de aviación, se divisaban a un lado del camino camiones medio destrozados. Una ametralladora disparaba desde algún sitio. Pero la columna siguió avanzando, vencida por el peso de las mochilas y por una fatiga casi mortal.

Cuando Chrisfield se detuvo, la turbulenta oscuridad salpicada de llamaradas dejaba paso a las primeras luces grises del amanecer. Los párpados le quemaban como si sus pupilas fuesen de fuego. Sus pies y sus piernas estaban entumecidos. El cañoneo incesante le martilleaba el cerebro. Avanzaban lentamente, en fila india. Chrisfield tropezaba a menudo con el soldado que le precedía. A ambos lados había unos muros de arcilla que destilaban humedad. Tropezó con unos escalones que conducían a un refugio subterráneo en donde reinaba la más profunda oscuridad. Percibió un desagradable y extraño olor que le intranquilizó, pero sus pensamientos parecían no pertenecerle a juzgar por lo lejanos que se hallaban. Tanteó las paredes. Sus rodillas chocaron con un camastro y unas mantas. Un segundo después se hallaba tumbado en él y dormía como un leño.

Cuando despertó, sus ideas habían aclarado mucho. El tejado del refugio estaba hecho de troncos. Por la puerta, situada en un apartado extremo, entraba un rayo de luz. Deseó desesperadamente no hallarse de guardia para pode descansar. Se preguntó por dónde andaría Andy. Luego recordó que se había vuelto loco. Judkins le había llamado «maldito charlatán». Se sentó con cierta dificultad, se quitó las botas y las bandas y se arropó con las mantas. En torno suyo sólo se oían ronquidos y el hondo respirar de la persona exhausta que al fin logra conciliar el sueño. Cerró los ojos.

Soñó que era juzgado por un consejo de guerra. Él se hallaba de pie, con los brazos a lo largo del cuerpo, frente a una mesa ocupada por tres oficiales. Los tres tenían el mismo rostió pálido, el mentón azulado y las cejas espesas que se juntaban sobre la nariz. Leían en voz alta unos papeles que tenían en la mano, pero por mucho que aguzó el oído no logró entender lo que decían. Sólo distinguió un leve sollozar. Percibió un olor extraño que le produjo cierta Inquietud. No logró mantenerse cuadrado, aunque desde todos los ángulos le contemplaban furiosamente muchos oficiales.

—Anderson, sargento Anderson, ¿a qué huele? —preguntó con voz lastimera una y otra vez—. Díganme, por favor, ¿a qué huele?

Pero los tres individuos que estaban sentados frente a él, seguían leyendo las hojas que tenían en la mano. Los sollozos crecieron y crecieron hasta hacerle gritar angustiado…

Después se encontró con una granada en la mano. Tiró de la cuerda y arrojó la granada lejos de sí. Por entre las llamas divisó la silueta del teniente vestido con su abrigo de campaña. Alguien se abalanzó sobre él, y poco después luchaba con Anderson. Pronto Anderson se transformó en una mujer de grandes y fláccidos senos. Chrisfield la apretó contra sí y se volvió para defenderse de tres oficiales que le atacaba. Todos llevaban el abrigo muy ceñido a la cintura de avispa.

De pronto, todas las imágenes se desvanecieron y despertó. Seguía percibiendo aquel extraño e inquietante perfume. Se sentó al borde del camastro y empezó a rascarse. Estaba lleno de piojos.

—¡Atiza! Resulta divertido pensar que acampamos en donde hasta hace poco estuvieron lo alemanes —oyó que decía una voz.

—Por fin avanzamos —dijo otra voz.

—¡Diablos! Es una extraña manera de avanzar. Todavía no he visto a un alemán.

—Pues yo hace rato que los huelo —dijo Chrisfield levantándose de repente.

El sargento Higgins acababa de aparecer en la puerta.

—¡Alinearse! —gritó. Y luego, en tono normal, añadió—: Ha llegado el momento de atacar, muchachos.

Chrisfield se había enganchado una de las bandas de los tobillos en una zarza al borde de un claro del bosque, y luchaba violentamente por libertarse, moviendo la pierna en todas direcciones. Lo logró al fin, no sin romper la banda que desde entonces arrastraba al andar. En mitad de aquel claro, y a la luz del sol, distinguió la silueta de un hombre vestido de color pardo aceitunado, arrodillado junto a algo que había en el suelo. Un alemán estaba tendido boca abajo, tenía un rojo agujero en la espalda. El individuo registraba los bolsillos del cadáver. Se quedó mirando a Chrisfield directamente al rostro.

Souvenirs —murmuró después.

—¿A qué compañía perteneces, camarada?

—A la 143 —dijo el hombre levantándose con lentitud.

—¿Dónde diablos estamos?

—Que me ahorquen si lo sé.

En el claro no había nadie, excepto los dos americanos y el alemán del agujero de la espalda. A lo lejos resonaba la artillería, y más cerca el tableteo de alguna ametralladora solitaria. Las hojas de los árboles que los rodeaban —pardas, amarillas y carmesíes— danzaban bajo el sol.

—Supongo que ese maldito dinero no sirve para nada, ¿verdad? —preguntó Chrisfield.

—¿El dinero alemán? Desde luego que no. Sin embargo, mira qué reloj tan formidable. —Y el individuo, sin dejar de mirar a Chrisfield con aire sospechoso, sacó un reloj de oro.

—Hace poco vi a uno que tenía una espada con la empuñadura de oro —dijo Chrisfield.

—¿En dónde?

—Por ahí, por el bosque —repuso Chrisfield, señalando vagamente—. Ando en busca de mi batallón. ¿Vienes conmigo? —añadió dirigiéndose al otro extremo del claro.

—No. Estoy perfectamente aquí —repuso el otro, y se tumbó sobre la hierba al sol.

Chrisfield cruzó solo el bosque. Las hojas crujían bajo sus pies. Tenía miedo de su propia soledad. Avanzaba con toda la rapidez que podía, arrastrando la banda. Así llegó hasta una alambrada de espino artificial, casi oculta por las hojas que habían ido cayendo de unas hayas cercanas. A pesar de que la alambrada había sido cortada por un sitio, al cruzarla se enganchó el muslo en un pincho. Se arrancó entonces la banda rota y la ató por encima de sus pantalones. Sintió que un hilillo de sangre corría por su pierna.

Llegó al fin a una pequeña senda que cruzaba el bosque y en la que abundaban los surcos. El fango de los charcos tenía un color parecido al de las bandas de sus piernas. A cierta distancia vio a pleno sol una figura humana. Chrisfield avanzó corriendo hacia ella. Era un hombre joven, de cabello rojo y cutis blanco y sonrosado. Por el galón dorado que lucía en el cuello de la camisa comprendió que se trataba de un teniente. No llevaba guerrera ni gorra y la parte delantera de su camisa y de sus pantalones estaba manchada de barro, como si hubiese permanecido de bruces en un charco durante mucho rato.

—¿Dónde vas?

—No lo sé, mi teniente.

—Muy bien. Puedes venir conmigo —dijo el teniente, y echó a andar rápidamente por el sendero. Al avanzar movía los brazos con violencia.

—¿Viste muchos nidos de ametralladoras?

—Ni uno.

—¡Hum! ¡Hum!

Chrisfield siguió al teniente, que andaba tan deprisa que se hacía difícil seguirle, pisando los charcos con absoluta indiferencia.

—Me gustaría saber dónde se mete nuestra artillería —gruñó el teniente, deteniéndose de pronto y alisando con una mano sus rojos cabellos—. ¿Dónde diablos está la artillería? —Miró a Chrisfield con una expresión salvaje en sus ojos verdes—. De nada sirve un avance sin preparación artillera. —Y reanudó la marcha.

De pronto vieron ante ellos una gran claridad y muchos uniformes de color pardo aceitunado Una lluvia de balas cayó en torno suyo. Eran las ametralladoras. Sin darse cuenta, Chrisfield echó a correr por un campo cubierto de rastrojos de brotes de tréboles, entre un grupo de hombres a quienes no conocía. El latigazo de los fusiles se unió al rápido balbucear de las ametralladoras. Por encima de sus cabezas, en el cielo azul, se levantaban nubecillas de blanco humo. Distinguió frente a él un grupo de casas, todas blancas, con sombras azuladas.

Chrisfield penetró en una de ellas. Llevaba una granada de piña en cada mano. De nuevo le asustó la soledad. En el exterior sonaban las ametralladoras, y de vez en cuando el tronar de un cañón. Miró el suelo de rojas baldosas y un cromo que representaba una mujer dando de mamar a un niño y que pendía de la pared enjalbegada que tenía delante. Se hallaba en una cocina de reducidas dimensiones. El hogar estaba encendido, y algo hervía en un cacharro muy negro. Chrisfield se acercó de puntillas y miró al interior del cacharro. Entre las burbujas vio cinco patatas. Al otro extremo de la cocina distinguió otra puerta. Se acercó a ella arrastrando los pies. Las baldosas parecían temblar a cada paso que daba. Puso mano en el picaporte, pero la retiró casi inmediatamente. Contempló la puerta durante unos instantes, conteniendo la respiración. Por último, la empujó temerariamente. Sentado ante una mesa, con la cabeza entre las manos, había un hombre. Era joven y rubio. Chrisfield se sintió lleno de júbilo al darse cuenta de que su uniforme era verde. Fríamente, tiró de la cuerda, alzó la granada y la arrojó muy cerca de él, retrocediendo inmediatamente al centro de la cocina. El muchacho rubio ni se movió siquiera. Sus ojos azules seguían mirando fijamente…

Una vez en la calle, Chrisfield tropezó con un hombre de alta estatura que avanzaba corriendo que dijo cogiéndole del brazo:

—El cañoneo se va acercando.

—¿Qué cañoneo?

—El nuestro. Tenemos que correr. Estamos lejos de la línea de fuego.

Hablaba con voz entrecortada. Tenía la cara llena de manchas rojas. Corrieron juntos por las desiertas calles de la aldea. Al pasar vieron ni teniente de cabello rojo apoyado en un muro. Sus piernas eran sólo una masa confusa de sangre y jirones de tela. Sin duda estaba delirando, pues chillaba con voz estridente:

—¿Dónde está nuestra artillería? Me gustaría saber dónde diablos está nuestra artillería.

Sus gritos los persiguieron durante mucho talo, mientras corrían por el camino desierto.

Los bosques grisáceos estaban húmedos por el rocío del amanecer. Completamente entumecido, Chrisfield se levantó del montón de hojas sobre el que había dormido. Estaba hambriento y aterido, y se sentía muy solo lejos de su batallón. Por doquier le rodeaban soldados de una división que no era la suya. Un capitán de rizado bigotillo, envuelto en una manta, paseaba por el camino, tras un grupo de hayas. Chrisfield le estaba viendo pasar por detrás de los húmedos troncos de los árboles casi desde que empezó a amanecer.

Pisando la húmeda hojarasca, Chrisfield se alejó del grupo. Al parecer, nadie advirtió su marcha. En torno suyo sólo veía árboles mojados, unos de color gris verdoso y otros oscuros casi negros, y las hojas amarillas de los brotes que se alzaban en todas direcciones. Se preguntaba cuál había sido el motivo que le obligó a marchar. De pronto se le ocurrió la idea de que tenía que hallar a su batallón. Al sargento Higgins, a Andy, a Judkins, a Small… ¿Qué habría sido de todos ellos? Pensó en su compañía alineada para el rancho, en aquel olorcillo a grasa y a comida que emanaba de la cocina de campaña. Estaba hambriento, desesperadamente hambriento. Se detuvo y se apoyó en un tronco cubierto de musgo.

La herida de la pierna le dolía y latía como si en ella se agolpase toda la sangre de su cuerpo. Ahora que habían cesado incluso sus pisadas, reinaba en el bosque un silencio absoluto, roto únicamente por el leve rumor de las gotas de rocío al desprenderse de las ramas y las hojas al caer al suelo. Aguzó los oídos para descubrir cualquier otro rumor. Sólo entonces se d cuenta de que estaba ante un árbol lleno de rojas y pequeñas manzanas silvestres. Ansiosamente se llevó una a la boca, pero eran ácidas y duras y no hicieron sino acrecentar su hambre. Dio una patada al fino tronco, y sus ojos se llenan de lágrimas. Lanzando juramentos e imprecaciones en tono lastimero, siguió avanzando a través del bosque sin levantar la vista del suelo. Muchas ramas azotaban su rostro, se enganchaba en otras, pero siguió adelante. De pronto tropezó con algo oculto entre las hojas del suelo. Quedó inmóvil, mirando asustado en torno suyo. Tenía dos granadas a sus pies. Un poco más al recostado en el tronco de un árbol, había hombre. Tenía la boca abierta y los ojos cerrados. Chrisfield creyó al principio que dormía. Observó atentamente las granadas. No habían hecho explosión. La cuerda estaba en su sitio. Se metió una en cada bolsillo, lanzó una mirada al individuo que parecía dormir y se alejó otro sendero del bosque, en cuyo extremo brillaba el sol. El cielo estaba cubierto de nubes purpúreas con manchas amarillas. Avanzó hacia el espacio iluminado por el sol. Sólo entonces pensó que debía haber registrado los bolsillos del durmiente para ver si llevaba un poco de pan duro. Se detuvo vacilando unos instantes, pero después siguió avanzando hacia la luz.

En la línea irregular que formaban el sol y las sombras, Chrisfield vio que algo relucía. Sentado en el suelo había un hombre. Llevaba la gorra tan inclinada que casi le ocultaba los ojos. El sol brillaba sobre el galón dorado de la gorra. Lo primero que se le ocurrió pensar fue que aquel hombre podía llevar consigo algunas provisiones.

—Mi teniente —gritó—, ¿sabe dónde se puede hallar comida?

El teniente alzó lentamente la cabeza. Chrisfield se quedó helado al ver el pálido y ancho rostro de Anderson. Su cuadrado mentón estaba oscurecido por la barba. Una gran herida le cruzaba la mejilla izquierda desde una ceja hasta la boca.

—Dame un poco de agua, muchacho —dijo Anderson con voz débil.

Chrisfield le tendió la cantimplora en silencio, con acritud. Observó que Anderson llevaba el brazo en cabestrillo y que bebía con ansia, derramando el agua sobre la barbilla y el brazo herido.

—¿Dónde está el coronel Evans? —preguntó Anderson con voz leve pero petulante.

Chrisfield no respondió. Se limitó a mirarle airado. La cantimplora se le escurrió de entre las manos y cayó al suelo. El agua brilló a la luz del sol, mojando la hojarasca. Se había levantado el viento. El bosque se llenaba de ruidos.

Una lluvia de hojas amarillentas cayó sobre ellos.

—Primero era usted cabo, después sargento, y ahora es teniente —dijo Chrisfield pausadamente.

—Mejor será que me digas dónde está el coronel Evans. Tienes que saberlo. Debe de estar en algún recodo de ese camino —dijo débilmente Anderson, tratando de ponerse en pie.

Chrisfield se alejó sin contestar. Metió la mano en el bolsillo, y su mano fría acarició una granada. Siguió alejándose mirando al suelo.

De pronto se dio cuenta de que había tirado de la cuerda y luchó por sacar la granada del bolsillo, que era bastante estrecho. Por un momento le pareció tener paralizados la mano y el brazo. Pronto sintió un júbilo intenso. Había conseguido su propósito. La había arrojado lejos.

En aquel preciso instante. Anderson había conseguido ponerse en pie, y vacilaba hacia delante y hacia atrás. La explosión retumbó en todo el bosque. Una cascada de hojas amarillentas invadió el suelo. Anderson quedó otra vez tendido. Tan tendido que parecía hundido en la tierra.

Chrisfield tiró de la otra cuerdecilla y arrojó la segunda granada con los ojos cerrados. Ésta estalló sobre las hojas que acababan de caer.

Empezó a llover. Chrisfield siguió avanzando rápidamente por el sendero. Se sentía lleno de fuerza y de vida. Una lluvia fría y despiadada azotaba su espalda.

Caminaba con los ojos fijos en el suelo. Una voz que hablaba en idioma desconocido le hizo detenerse. Un hombre cubierto con verdes andrajos se hallaba ante él con los brazos en alto. Tenía la barba sucia de barro. Al verle, Chrisfield se echó a reír.

—Vamos —dijo—. Echa a andar.

El individuo obedeció. Temblaba de tal modo que tropezaba a cada paso.

Chrisfield le dio una patada. El otro siguió andando sin volverse para mirar atrás. Chrisfield le dio otra patada. Sintió el contacto de la e» pina dorsal y de las blandas nalgas del prisionero en los dedos de su pie. Tanto rió que siquiera se fijó por dónde avanzaba.

—¡Alto! —gritó una voz.

—Traigo un prisionero —dijo Chrisfield sin dejar de reír.

—No sé si a eso puede llamársele un prisionero —repuso el soldado apuntando al alemán con su bayoneta—. Creo que se ha vuelto loco. En fin, yo me encargo de él. De poco ha de servirnos.

—Bien —dijo Chris riendo todavía—. Dime, amigo, ¿dónde podría comer algo? Hace día y medio que no pruebo bocado.

—Algo más arriba encontrarás una patrulla de reconocimiento. Ellos te darán de comer. Y dime, ¿cómo van las cosas por ahí? —preguntó señalando el camino.

—¡Dios! ¿Cómo quieres que lo sepa? Hace día y medio que no como.

El perfume delicioso que salía de la cazuela llegó a su nariz. De pie, sin dejar por un momento de llenarse la boca de grasientas y suaves patatas en salsa, mientras otros hombres congregados en torno suyo le hacían preguntas, se sintió reconfortado e importante. Estaba satisfecho y alegre. Le invadió un invencible deseo de dormir. Sin embargo, tuvo que coger un fusil y seguir avanzando con la patrulla de reconocimiento por el mismo camino que había recorrido a través del bosque.

—Un oficial muerto —gritó el capitán que marchaba a la cabeza, chascando para demostrar su contrariedad—. Que dos de vosotros vuelvan atrás, cojan una manta y lo lleven al cruce. ¡Pobre muchacho!

El capitán siguió andando, chascando continuamente.

Chrisfield miró hacia delante. Ahora, en medio de las filas, no se sentía solo. Sus pasos marchaban al compás de otros pasos. Ya no tendría que vacilar en avanzar hacia la derecha o hacia la izquierda. Haría simplemente lo que hicieran los demás.