IV

La luna, entre las nubes del horizonte, parecía una calabaza que surgiera entre unas matas.

Chrisfield la contempló a través de las ramas de los manzanos cargados de fruto que daban al fresco ambiente un perfume delicioso. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el áspero tronco de un manzano y las piernas estiradas. Frente a él, apoyado en otro árbol, estaba Judkins. Entre ambos había dos botellas vacías de coñac.

Los murmullos del huerto los rodeaban por doquier. Los tallos curvados, movidos por las ráfagas del viento otoñal, producían una especie de crujido al chocar levemente. El ambiente olía a bosque y a humedad, a fruta pasada y a fermentos de unos campos en sazón. Chrisfield sintió el viento en la frente y en sus cabellos húmedos. A pesar del sopor en que le sumió el coñac que había bebido, oía el monótono ruido de las manzanas al caer al suelo a cada nueva ráfaga. Y el zumbido de los insectos nocturnos. Y más allá, a lo lejos, el estruendo de los cañonazos, como el compás de un tambor que ejecutase una danza salvaje.

—Oíste lo que dijo el coronel, ¿verdad? —preguntó Judkins con voz ronca de tanto beber.

Chrisfield eructó y asintió con un leve ademán. Recordaba la tranquila cólera de Andrews después que fue dada la orden de romper filas. Se había sentado en un madero, junto a la cocina de campaña, y contemplaba el pedazo de tierra que a fuerza de pisotear con su bota había dejado convertida en fango.

—Bien —siguió diciendo Judkins, intentando imitar el tono solemne del coronel—, hablando de prisioneros… —Hipó, hizo un ademán con la mano y continuó—: Hablando de prisioneros, prefiero dejar el asunto a vuestro criterio, muchachos, pero conviene recordar lo que los hunos hicieron en Bélgica. He de añadir, sin embargo, que como nuestras raciones son harto escasas, la presencia de prisioneros en nuestras líneas no haría sino acortarlas sensiblemente.

—Ésas fueron sus palabras, Judkie. Eso fue lo que dijo.

—La presencia de prisioneros en nuestras líneas no haría sino acortarlas sensiblemente —siguió diciendo Judkins, moviendo triunfalmente una mano.

Chrisfield cogió una botella de coñac. Al ver que estaba vacía, la levantó y la arrojó contra el árbol de enfrente: una lluvia de pequeñas manzanas cayó sobre la cabeza de Judkins, que se levantó inquieto.

—Os digo, amigos, que la guerra no es precisamente una diversión —dijo.

Chrisfield se levantó también, cogió una manzana e hincó en ella los dientes.

—Es dulce —dijo.

—¡Al diablo con lo dulce! —exclamó Judkins—. He dicho que la guerra no es una diversión. Y óyeme bien, amigo, si después de lo que ha dicho el coronel coges a algún prisionero, te juro que me las pagarás. Lo mejor es atravesarles las tripas, lo mismo que hacemos con los muñecos durante la instrucción. Atravesarles las tripas… —Súbitamente, su voz cambió de tono. Parecía un pobre chiquillo asustado—. ¡Atiza, Chris! Me siento muy mal.

—Ten cuidado —dijo Chrisfield apartándole de un empujón. Judkins se apoyó en el tronco de un árbol para vomitar.

La luna llena había triunfado sobre las nubes y ponía en el huerto de manzanos fríos reflejos dorados. Las sombras de las ramas y de los tallos entrelazados al proyectarse en el suelo casi cubierto de manzanas formaban curiosos y fantásticos dibujos. El estruendo de los cañonazos sonaba cada vez más cerca. Era un ruido sordo y prolongado, como si alguien jugase a los bolos y lanzase las pelotas con fuerza, y, a la vez, como si moviesen incesantemente muchas planchas de hierro.

—Debe de ser un verdadero infierno.

—Me encuentro mejor —dijo Judkins—. Vamos a buscar más coñac.

—Pues yo tengo hambre —dijo Chrisfield—. Vamos a pedirle a la vieja que nos prepare unos huevos.

—Es demasiado tarde —gruñó Judkins.

—¿Qué hora es?

—No lo sé. Vendí mi reloj.

Atravesaron el huerto hasta llegar a un campo de calabazas que brillaban a la luz de la luna y proyectaban sombras profundas. A lo lejos se veían unas pequeñas montañas cubiertas de bosques.

Chrisfield arrancó una calabaza de tamaño mediano y la arrojó contra el suelo con toda la fuerza de que fue capaz. La calabaza se partió en tres pedazos, esparciendo las pepitas amarillas y húmedas.

—Hay que reconocer que tienes fuerza —dijo Judkins cogiendo la calabaza mayor que encontró.

—Mira, ahí hay una granja. Tal vez encontremos algún huevo en el corral.

—¡Endiabladas gallinas!

En aquel momento, el canto de un gallo rompió el silencio de los campos. Ambos corrieron hacia el oscuro edificio de la granja.

—Cuidado. Tal vez haya oficiales acuartelados.

Pasaron junto a las diversas dependencias de la granja. Reinaba un profundo silencio. No brillaba una sola luz. La gran puerta de madera que daba acceso al patio se abrió fácilmente, sin chirriar. Sobre el tejado la silueta del palomar se recortaba sobre el disco de la luna. Percibieron olor a establo al entrar de puntillas en la granja, cuyo suelo estaba parcialmente cubierto de estiércol. Bajo un cobertizo y sobre una mesa había muchas peras puestas a madurar. Chrisfield clavó los dientes en una de ellas. El dulce jugo corrió por su barbilla. Se comió la pera rápida y nerviosamente y cogió otra.

—Llénate los bolsillos —murmuró Judkins.

—¿Y si nos echan el guante?

—¡Al diablo con todo temor! Salimos para el frente dentro de uno o dos días.

—Me gustaría llevarme unos huevos.

Chrisfield abrió la puerta de un granero. Inmediatamente percibió olor a queso y a leche.

—Vamos, acércate —murmuró—. ¿Quieres queso?

Sobre una repisa de madera, una hilera de quesos brillaban a la luz de la luna que penetraba por la puerta abierta.

—¡Maldita sea! No podría probar bocado —dijo Judkins, hundiendo pesadamente uno de sus puños sobre la suave superficie de un queso.

—No hagas eso.

—Al fin y al cabo, los hemos salvado de los hunos.

—¡Diablos!

—La guerra no es una diversión, ya lo sabes —dijo Judkins.

Abrieron otra puerta. En el suelo cubierto de paja dormitaban unos pollos que movían rítmicamente sus plumas produciendo un curioso rumor.

De pronto, todo se alborotó. Los pollos cacarearon asustados.

—¡Atiza! —exclamó Judkins corriendo en dirección a la puerta de la granja.

En el interior del edificio se oyeron exclamaciones de mujeres.

C’est les boches! C’est les boches! —gritó una voz ahogando el cacareo de los pollos y de las gallinas de Guinea. Judkins y Chrisfield se alejaron corriendo, perseguidos por los gritos histéricos de las mujeres que atronaban la noche otoñal.

—¡Así revienten! —dijo Judkins sin aliento—. ¿Qué derecho tienen esos malditos franceses para tratarnos así?

De nuevo cruzaron el huerto. Judkins llevaba un pollo en la mano. El animal no cesaba de chillar. Chrisfield seguía oyendo los gritos de las mujeres. Judkins retorció con destreza el pescuezo del pollo, y siguieron su precipitado avance por el huerto, pisando las manzanas del suelo. Las voces se perdieron en la distancia, hasta quedar ahogadas por el rumor de los cañonazos.

—Me da mucho que pensar aquella mujer —dijo Chrisfield.

—Al fin y al cabo, la hemos salvado de los hunos.

—Andy no lo cree así.

—Bueno, mira, si quieres que te diga mi opinión acerca de Andy, te la diré. No le tengo por gran cosa. Creo que no pasa de ser un charlatán —dijo Judkins.

—Nada de eso.

—Oí que el teniente lo decía. Es un maldito charlatán.

Chrisfield profirió un juramento airado.

—En fin, ya veremos. Lo que sí te digo, amigo, es que, en efecto, la guerra no es una diversión.

—¿Y qué diablos vamos a hacer con este pollo? —dijo Judkins.

—¿Recuerdas lo que le sucedió a Eddie White?

—¡Atiza! Mejor será que lo dejemos aquí.

Judkins cogió al animal por el pescuezo, lo levantó por encima de su cabeza y lo arrojó tan lejos como pudo, entre unos matorrales.

Avanzaban por un camino flanqueado de castaños que conducía al pueblo. La oscuridad era absoluta. Sólo en algunos trozos del camino brillaba la luna. En el centro, por entre las sombras que las ramas proyectaban, relucía el suelo blanco como la leche. Los envolvía la fresca fragancia de los bosques, de las frutas maduras, de las hojas secas y el fermento de los campos otoñales.

El teniente se hallaba sentado ante una mesa, al sol, en la calle del pueblo en donde estaban instaladas las oficinas de la compañía. Frente a él brillaban montones de monedas y billetes nuevos. A su lado, con aire solemne, estaban el sargento Higgins y otro sargento y el cabo.

Los soldados se habían puesto en fila. Avanzaban de uno a uno hasta situarse junto a la mesa y saludar con deferencia. Cobrada la paga, se retiraban con un aire de absoluta seguridad en sí mismos. Desde las ventanas de marcos oscuros de sus casas enjalbegadas y sencillas, algunos aldeanos contemplaban la escena. La hilera de soldados, bajo la cegadora luz del sol, proyectaba en el suelo una sombra irregular de color violáceo parecida a un gigantesco ciempiés.

Desde la mesa del café Nos Braves Poilus, Small, Judkins y Chrisfield, con la paga recién cobrada en sus bolsillos, podían ver fácilmente el jardincillo de la casa de enfrente. Tras un seto de anaranjadas maravillas, a la puerta de la casa, estaba Andrews charlando con una mujer. Era una anciana que, sentada en una silla baja, tomaba el sol en el interior del porche. Su cabeza blanca y pequeña se inclinaba sobre la rubia del muchacho.

—Ahí le tienes —murmuró Judkins en tono solemne—. Ni siquiera se acuerda de su paga. Ese chico se cree un personaje importante.

Chrisfield enrojeció, pero no dijo nada.

—Se pasa el día charlando con esa vieja —dijo Small con una mueca burlona—. Puede que le recuerde a su madre.

—¡Bah! Se conoce que le gustan mucho los franceses. Hasta me parece que prefiere echar un trago con un francés que con un americano.

—Puede que quiera aprender el idioma.

—No creo que prospere en el Ejército —dijo Judkins.

Las pequeñas casas que flanqueaban el camino brillaban rojas en la puesta de sol. Andrews se levantó despacio, y con lánguido ademán se despidió de la anciana. Ésta se levantó también. Era una figura pequeña y temblorosa, cubierta con un chal de seda negra. Andrews se inclinó hacia ella y la besó repetida y vigorosamente en ambas mejillas. Luego cruzó el camino en dirección al lugar donde se alojaban las fuerzas. Llevaba el gorro en la mano y miraba el suelo pensativamente.

—Lleva una flor detrás de la oreja, como si fuese un cigarrillo —dijo Judkins con desprecio.

—Bueno, mejor será que nos vayamos —dijo Small—. Tenemos que estar a las seis en el cuartel.

Guardaron silencio durante un rato. A lo lejos, los cañonazos seguían sonando lo mismo que un monótono tambor.

—Me parece que no tardaremos en vernos en medio del fregado.

Chrisfield sintió un escalofrío y se pasó la lengua por los labios resecos.

—Aquello es un infierno —dijo Judkins—. Yo siempre digo que la guerra no es una diversión.

—Me importa un bledo —repuso Chrisfield.

Alineados en la calle del pueblo y con la mochila al hombro los soldados aguardaban la orden de partida. Una niebla suave envolvía los árboles y cubría los pequeños jardines. El sol no había salido aún. En el cielo, de un pálido color azul, brillaban unos grupos de nubes con tonalidades doradas y rojas. La fila de soldados no era demasiado regular. El peso de los equipos hacía que las figuras se inclinasen un poco, que se moviesen hacia delante y hacia atrás, golpeando el suelo con los pies o cruzando los brazos con impaciencia. La fresca brisa de la mañana había hecho enrojecer sus orejas y sus narices. El vapor producido por su aliento se elevaba sobre sus cabezas.

Un automóvil de color oscuro avanzó lentamente por la carretera, todavía envuelta en brumas, hasta detenerse frente a la columna. De la casa de enfrente salió precipitadamente el teniente poniéndose los guantes. Los soldados miraron con curiosidad el vehículo. Vieron que tenía dos neumáticos deshinchados y un cristal roto. La oscura pintura estaba agrietada en algunos lugares, y tres grandes agujeros en la portezuela hacían el número ilegible. Por la fila de soldados corrió un ligero rumor. Se abrió la portezuela con dificultad y un comandante que vestía un abrigo claro bajó del coche. Llevaba un brazo vendado y sujeto con un pañuelo a manera de cabestrillo. Las vendas tenían manchas de sangre. Estaba muy pálido, y en su rostro se reflejaba el dolor. El teniente saludó.

—¿Dónde hay un taller de reparaciones? —preguntó el comandante con voz recia pero temblorosa.

—En esta aldea no hay ninguno, mi comandante.

—¿Dónde demonios podemos hallar uno?

—No lo sé —repuso el teniente en tono humilde.

—¿Y por qué diablos no lo sabe? Esta organización es deficiente. Es infame… Acaban de matar al comandante Stanley. Dígame, ¿cómo se llama este condenado pueblo?

—Thiocourt.

—¿Y dónde diablos está eso?

El chófer bajó del coche. No llevaba gorra, y tenía el cabello cubierto de polvo.

—El caso es, mi teniente, que tenemos que llegar a Châlons…

—Sí, eso es. A Châlons-sur… A Châlons-sur-Marne —dijo el comandante.

—El oficial de acantonamiento tiene un mapa —dijo el teniente—. La última casa a la izquierda.

—Vamos hacia allá. ¡Pronto! —gritó el comandante intentando abrir la portezuela.

El teniente la abrió por él, y al hacerlo dejó al descubierto el interior del coche. Los soldados que estaban más cerca pudieron ver un gran bulto envuelto en mantas apoyado en un asiento.

Antes de acomodarse, el comandante cogió con su brazo sano una alfombrilla de lana y la arrojó lejos de sí. El coche se alejó lentamente. Los hombres alineados en la calle del pueblo contemplaron con curiosidad los tres agujeros de la portezuela.

El teniente miró la alfombra que había quedado abandonada en mitad del camino. La tocó con el pie. Estaba empapada en sangre, que en algunos lugares se había coagulado.

El teniente y los soldados de su compañía la contemplaron en silencio. El sol, que había salido ya, brillaba sobre los tejados de las pequeñas casas enjalbegadas.

A lo lejos, al otro extremo de la carretera, el regimiento se había puesto en marcha.