V

De pie junto a la puerta que daba acceso al cuartel, Meadville contemplaba el desfile de los camiones por el camino principal. Los grises vehículos salpicados de barro avanzaban con dificultad, hundiéndose a menudo en los charcos. Formaban una hilera interminable, que por un lado se perdía en el poblado y por el otro en el extremo de la carretera.

Meadville escupió en mitad del camino y se volvió hacia el cabo que estuvo en Red Sox para decir:

—Que me ahorquen si esto no significa que algo fuerte se prepara.

—¡Y tan fuerte! —respondió el cabo afirmando con la cabeza—. ¿Has visto a Daniels, el chico que acaba de llegar del frente?

—No.

—Dice que se han desatado allí todas las furias del infierno. Todas las furias del infierno.

—¿Qué ha podido suceder? Menos mal que al fin tendremos un poco de jaleo —dijo Meadville haciendo un guiño picaresco—. ¡Por todos los diablos! Daría la mejor yegua de mi rancho con tal de entrar en acción.

—¿Pero tú tienes un rancho? —preguntó el cabo.

Los camiones seguían pasando monótonamente. Los conductores estaban tan cubiertos de barro que ni siquiera podía distinguirse con claridad el uniforme que llevaban.

—Pues, ¿qué te creías? ¿Que era un dependiente de ultramarinos?

Fuselli pasó junto a ellos; evidentemente, se dirigía al pueblo.

—Oye, Fuselli —gritó Meadville—. Dice el cabo que va a haber jaleo. Tal vez podamos aún conocer el olor de la pólvora.

Fuselli se detuvo y se acercó a ellos.

—El pobre Bill Grey debe de conocer de sobra ese olor —dijo.

—¡Ojalá me hubiese ido con él! —exclamó Meadville—. Si no nos trasladan pronto, creo que aprovecharé el buen tiempo para imitarle.

—Es arriesgada la aventura.

—¡Ésa sí que es buena! También será arriesgado estar en las trincheras. ¿O es que crees que vas a quedarte aquí siempre, cómodamente instalado?

—Nada de eso. Mi deseo es marchar al frente. No quiero quedarme en este agujero.

—¿Y bien?

—Pero nada sacaremos con precipitar los acontecimientos. Es mejor resignarse y cumplir el reglamento, siempre que sea posible.

—¿Qué sacaremos con ello? No creo que podamos volver antes a casa —dijo el cabo.

—¡Atiza! ¿Y tú hablas así? ¿Tú, un cabo?

El ruido de una nueva columna motorizada que pasaba junto a ellos interrumpió la conversación.

Fuselli colocaba medicamentos en el interior de una caja. Estaba en un amplio almacén repleto de bultos, en donde la atmósfera estaba muy cargada. Por los cierres metálicos se filtraba un poco el sol, única luz que iluminaba el recinto. Fuselli oyó que Daniels decía a Meadville, su más próximo compañero de trabajo:

—Lo peor de todo son los gases. He visto a unos muchachos con los brazos llenos de ampollas e hinchados hasta el doble de su tamaño. Le llaman «gas mostaza»[6].

—¿Y tú cómo ingresaste en el hospital? ¿Qué tuviste? —preguntó Meadville.

—Sólo una pulmonía —dijo Daniels—. Pero un amigo mío quedó partido en dos por el casco de una granada. Estaba junto a mí, tan cerca como tú estás ahora, silbando por lo bajo el Tipperary, cuando de repente sonó una detonación, vi un charco de sangre… y allí estaba él, con el torso partido y la cabeza colgando como sujeta por un hilo.

Meadville cambió de lado el tabaco que estaba masticando y escupió sobre el suelo cubierto de aserrín. Los hombres que trabajaban cerca de Daniels interrumpieron su trabajo para mirarle con admiración.

—Y bien, ¿qué crees tú que va a pasar ahora en el frente? —preguntó Meadville.

—Que me ahorquen si lo sé —respondió Daniels—. Sólo puedo deciros que el maldito hospital de Orleáns estaba abarrotado, y que continuamente había camillas con heridos esperando en el exterior. Oí decir que se habían desatado todas las furias del infierno. Si queréis que os diga la verdad, me parece que los alemanes están ganando terreno.

Meadville le miró con incredulidad.

—¿Los alemanes? —dijo Fuselli—. Imposible. Están muertos de hambre.

—¡Cuentos chinos! —dijo Daniels—. Veo que os tragáis cuanto leéis en los periódicos.

Muchos ojos se fijaron en Daniels con expresión indignada. Los hombres siguieron trabajando en silencio.

El teniente entró de pronto en el almacén. Parecía muy nervioso.

—¿Sabe alguien dónde puedo encontrar al sargento Osler?

—Estaba aquí hace unos minutos, mi teniente —dijo Fuselli.

—Bien, ¿dónde se encuentra ahora? —preguntó el teniente con acritud.

—Lo ignoro, mi teniente.

—Ve a buscarle y trata de dar con él.

Fuselli se dirigió al otro extremo del almacén. Una vez en el exterior, se detuvo para encender un cigarrillo. La sangre le hervía en las venas. ¿Cómo diablos podía saber él dónde se hallaba el sargento? ¿Qué esperaban de él? ¿Tal vez que leyera el pensamiento y adivinase dónde estaban los demás? Toda la amargura que desde hacía días iba acumulándose en su alma surgió de repente. En realidad, nadie se había portado bien con él. Se sentía como ligado al imponente engranaje de un molino, y este pensamiento le ponía furioso. La interminable procesión de los días, el tener que obedecer las mismas órdenes, la monotonía de la instrucción diaria y de las listas, todo acudió a su mente para atormentarle. Llegó a decirse que no podía soportarlo más, a pesar de saber que tenía que seguir resistiendo, que no podía detenerse, que sus pies serían irremisiblemente arrastrados por la rueda del molino.

Vio que el sargento se dirigía al almacén atravesando un sendero cubierto de musgo verde y jugoso, en donde se abrían los surcos dejados por las ruedas de los camiones.

—El teniente desea verle en el almacén B, mi sargento —dijo Fuselli con aire misterioso.

Luego volvió a su trabajo, llegando a tiempo de oír cómo el teniente preguntaba severamente al sargento:

—Sargento, ¿sabe usted preparar los papeles necesarios para formar consejo de guerra a un soldado?

—Sí, mi teniente —dijo el sargento evidentemente sorprendido. Y salió al exterior siguiendo al oficial.

Fuselli sintió por un momento que el terror se apoderaba de él. Pero siguió trabajando, a pesar de que sus manos temblaban. Buscaba en su memoria alguna infracción del reglamento, algo que pudieran achacarle a él. Pero el miedo pasó tan rápidamente como había llegado. No tenía nada que temer. Sonrió de sus propios temores. ¡Qué estúpido había sido asustándose! ¿Por qué habían de formarle consejo de guerra? Siguió trabajando con toda la rapidez y todo el cuidado de que era capaz. Y así pasó la larga y monótona tarde.

Por la noche, en el dormitorio, se reunió casi toda la compañía para hacer comentarios. Los dos sargentos habían salido. El cabo afirmó que no sabía nada de nada y se acomodó entre las mantas tosiendo a más y mejor.

Por fin dijo una voz:

—Apuesto cualquier cosa a que se trata de Eisenstein. Siempre dije que parecía un espía.

—También yo lo creo.

—Es extranjero, ¿verdad? Nacido en Polonia o algún otro endiablado lugar.

—Hablaba siempre de una forma comprometedora.

—Me cansaba de decirle que se buscaría un disgusto si seguía hablando así.

—¿Qué es lo que decía? —preguntó Daniels.

—¡Oh! Que la guerra es una equivocación, y a veces hasta hablaba en favor de los malditos alemanes.

—¿Sabéis lo que pasó en el frente? —dijo Daniels—. Fue en la segunda división. Obligaron a dos muchachos a cavar su propia sepultura antes de fusilarlos. Y todo porque se atrevieron a decir que la guerra es una equivocación.

—¿Hablas en serio?

—Que me ahorquen si miento. Os aseguro, amigos, que no sale a cuenta irse de la lengua en este condenado Ejército.

—Por lo que más queráis, callad de una vez. Hace rato que tocaron silencio —gritó el cabo con acritud.

El dormitorio quedó a oscuras. Sólo se oía el rumor que hacían los hombres al desnudarse y algunos cuchicheos.

La compañía entera estaba formada. Era la hora del rancho matinal. El sol, que había salido hacía relativamente poco, brillaba con tonalidades rosadas por entre unas nubes suaves. Los gorriones cantaban locamente en la avenida de los plátanos. Su estridente piar sobresalía por entre el zumbido de los motores que alguien ponía en marcha en un pabellón cercano.

De pronto apareció el sargento. Pasó junto a ellos muy tieso, para que todos se diesen cuenta de que tenía algo importante que comunicar.

—¡Fir… mes! —se oyó el entrechocar de las cazuelas—. Cuando hayáis terminado el rancho, presentaos en el dormitorio y preparad las mochilas. Debéis estar alerta, dispuesto a recibir órdenes.

Los hombres lanzaron exclamaciones de alegría. Más de uno hizo chocar una cazuela contra otra, como si fuesen platillos.

—Podéis continuar —gritó jovialmente el sargento, y se alejó.

Pronto desaparecieron las gachas y el tocino que constituían el rancho, y todos, emocionados, corrieron presurosos al dormitorio para preparar las mochilas. Se sentían orgullosos de haber recibido aquellas órdenes, mientras que la compañía formada al otro extremo no recibió ninguna.

Una vez preparadas las mochilas, se sentaron sobre los camastros, golpeando nerviosamente el suelo con los pies.

—Supongo que no saldremos hasta que las cosas se calmen un poco en el frente —dijo Meadville terminando de atar la última correa de su mochila.

—Siempre pasa lo mismo. Nosotros, matándonos por obedecer con rapidez una orden, y ellos…

—¡Atención! —gritó el sargento asomando la cabeza por la puerta—. Todos al exterior. ¡Fir… mes!

El teniente, con su abrigo de campaña y unas polainas flamantes en las piernas, se enfrentó decididamente con la compañía. Parecía muy solemne.

—Soldados —dijo en tono tajante, mordiendo las palabras como si éstas fuesen un caramelo duro—. Se le ha formado consejo de guerra a uno de vuestros camaradas por expresarse con deslealtad en cierta carta escrita a unos amigos. Lamento que eso haya ocurrido precisamente en mi compañía. No creo que otro hombre de los que la forman sea lo bastante mezquino para tener una ocurrencia parecida. —Los hombres ensancharon el pecho como para demostrar que no eran capaces de pensar nada que pudiera desagradar al teniente. Éste hizo una pausa y continuó—: Sólo he de añadir que si me equivoco y existe un hombre así entre vosotros, que tenga buen cuidado en guardar silencio y en redactar sus cartas. ¡Rompan filas!

Gritó la orden con voz lastimera, como si fuese una orden de ejecución…

—¡Maldito Eisenstein! —murmuró alguien.

El teniente oyó la exclamación cuando ya se retiraba.

—Sargento —dijo en tono más amable—, creo que todos los demás son buenos chicos.

La compañía volvió al interior del cuartel y aguardó.

En la oficina del brigada se escuchaba el rápido tecleo de las máquinas de escribir. El ambiente era casi sofocante. En el centro de la habitación había una estufa negra, por cuyo agrietado tubo escapaba de vez en cuando una pequeña columna de humo. El brigada, un individuo de corta estatura y cara fresca y juvenil, que al hablar tartamudeaba un poco, estaba sentado tras una máquina leyendo una revista que tenía en las rodillas.

Fuselli se acercó al brigada con la gorra en la mano.

—¿Qué buscas por aquí? —preguntó el brigada malhumorado.

—He oído decir que necesitan un individuo que entienda de óptica —repuso Fuselli con voz suave.

—¿Y bien?

—He trabajado durante tres años en una gran tienda de óptica de San Francisco.

—¿Cómo te llamas? ¿A qué clase de compañía perteneces?

—Daniel Fuselli. Soldado de primera. Compañía C. Almacén de Material para Hospitales.

—Perfectamente. Me ocuparé de ello.

—Mi brigada, es que…

—Vamos, vamos, desembucha. Pronto —dijo el brigada hojeando impaciente la revista.

—Es que mi compañía está a punto de marchar. El traslado tendría que decidirse hoy, mi brigada.

—¿Y por qué diablos no te presentaste antes? Stevens, redacta una orden de traslado al Cuartel General y que la firme el comandante tan pronto como sea posible. ¡Siempre la misma suerte perra! —exclamó echándose hacia atrás en su silla giratoria—. Todos acuden a mí precisamente en el último instante.

—Gracias, mi brigada —dijo Fuselli sonriendo.

El brigada se mesó los cabellos y con brusco ademán volvió a abrir la revista.

Fuselli regresó rápidamente al cuartel. La compañía todavía aguardaba. Un grupo de soldados jugaba a los dados en un rincón. Otros jugueteaban con sus mochilas o se habían sentado sobre los camastros. En el exterior había empezado a llover. Por la puerta abierta entraba un olor a tierra mojada y removida. Fuselli se sentó en el suelo, junto a su camastro, y se entretuvo en lanzar el cuchillo, clavándolo en el entarimado. Las horas transcurrían con lentitud. Oyó repetidas veces en la lejanía las campanadas del reloj del pueblo, que daba las horas.

Por fin, el sargento entró sacudiéndose el agua del impermeable que llevaba puesto. Su expresión era seria e importante.

—¡Inspección de botiquines! —gritó—. Que cada cual abra el suyo y lo ponga a los pies de su cama.

El teniente y un comandante aparecieron de pronto por un extremo. Se acercaron lentamente hacia ellos y empezaron a inspeccionar el material. Los soldados los miraban con el rabillo del ojo. Durante la inspección, ambos charlaban con soltura, como si hubiesen estado solos.

—Sí —decía el comandante—, esta vez no nos escapamos. Hemos tomado la ofensiva.

—Por fin nos será posible demostrar lo que valemos —dijo el teniente riendo—. Hasta hoy nunca tuvimos ocasión.

—¡Hum! Mejor será cambiar ese botiquín. Y, a propósito, ¿ha estado alguna vez en el frente?

—No, mi comandante.

—¡Hum! Bien, cuando haya estado allí tal vez vea las cosas de distinto modo —dijo el comandante. El teniente frunció el ceño—. En general, le diré que estoy satisfecho de la inspección, teniente. Nada tengo que decir con respecto a sus hombres. ¡Rompan filas!

Al llegar a la puerta, el teniente y el comandante se detuvieron para levantarse el cuello de sus abrigos. Después, sus figuras se perdieron entre la lluvia.

Al cabo de unos minutos volvió a entrar el sargento.

—Perfectamente. Poneos el capote y a formar.

La compañía, alineada en el exterior, soportó la lluvia durante un buen rato. Hacía un tiempo infernal. Las nubes tenían un color plomizo. La lluvia azotaba los rostros de los soldados y casi los hacía temblar. Fuselli miraba al sargento con ansiedad. Por fin apareció el teniente.

—¡Atención! —gritó—. Vamos a pasar lista.

Cuando terminó de leer los nombres a un extremo de la fila apareció otro individuo. Era de alta estatura y tenía los ojos saltones como una ternera.

—Soldado de primera Daniel Fuselli… Preséntese enseguida en las oficinas del Cuartel General.

Fuselli vio que en los rostros de sus compañeros se reflejaba la sorpresa. Miró a Meadville y esbozó una ligera sonrisa.

—Sargento, lleve a sus hombres a la estación.

—¡Media vuelta a la derecha! —gritó el sargento—. ¡Mar… chen!

La compañía se puso en marcha, avanzando bajo la lluvia.

Fuselli volvió al cuartel, se quitó la mochila y el capote y se secó el agua que le chorreaba por la cara.

A los primeros rayos del sol de la mañana, los rieles brillaban como si fuesen de oro. Por entre las vías había aún rojas pavesas. Los ojos de Fuselli siguieron la vía hasta alcanzar la curva en donde una húmeda montaña de arcilla adquiría a la luz diáfana una radiante tonalidad anaranjada. El andén estaba vacío. En el suelo, y como vestigio de la lluvia de la pasada noche, había algunos charcos de agua, que el viento rizaba y hacía brillar. Con las manos en los bolsillos, Fuselli daba vueltas por el andén. Había sido enviado allí para descargar determinado material que llegaba en el tren de la mañana. Desde que fue destinado al Cuartel General se sentía más libre y dichoso. Por fin tenía trabajo en que lucirse y demostrar lo que era capaz de hacer. Siguió caminando a un lado y a otro, silbando con fuerza.

Lentamente entró un tren en la estación. La máquina se paró para cargar agua. Chirriaron los ajustes de uno y otro vagón. De repente, el andén se llenó de hombres vestidos de caqui que corrían de un lado a otro moviendo los pies y gritando.

—¿Adónde vais? —preguntó Fuselli.

—A Palm Beach, de vacaciones. ¿Es que no se nos nota en la cara? —respondió una voz con sarcasmo.

Pero Fuselli había visto un rostro familiar. Poco después estrechaba las manos de los muchachos tostados por el sol cuyos rostros tenían una expresión fatigada, como si llevasen muchos días de viaje en trenes de carga.

—¡Hola, Chrisfield! ¡Hola, Andrews! —gritó—. ¿Cuándo llegasteis?

—Hará unos cuatro meses —dijo Chrisfield, fijando en Fuselli sus ojos oscuros y escrutadores.

—¡Oh! Ahora te recuerdo. Tú eres Fuselli. Estuvimos juntos en el campamento de Instrucción. ¿Te acuerdas de Fuselli, Andy?

—Naturalmente —dijo Andrews.

—¿Qué tal van las cosas?

—Pues muy bien —respondió Fuselli—. Estoy en el Departamento de Óptica.

—¿Dónde diablos está eso?

—Por ahí —dijo Fuselli, señalando con aire vago más allá de la estación.

—Hemos pasado casi cuatro meses cerca de Burdeos haciendo maniobras —dijo Andrews—. Ahora, por fin, vamos al frente.

Sonó un silbato. La locomotora se puso en marcha y empezó a avanzar con dificultad. La estación se llenó de blancas nubes de vapor. Los soldados cruzaban de uno a otro lado, buscando cada cual su vagón.

—¡Buena suerte! —gritó Fuselli. Pero Andrews y Chrisfield habían desaparecido ya. Antes de que el tren desapareciera también, volvió a verlos: dos rostros morenos, sucios y fatigados entre muchos otros rostros fatigados, sucios y morenos.

Cuando el último vagón del tren se perdía tras la curva de la montaña de arcilla, las nubes de vapor adquirieron en el cielo diáfano un ligero tinte amarillo.

La vieja escoba levantaba a su paso nubes de polvo. La mañana era oscura, y en la pequeña habitación, repleta de grandes cajas blancas de embalaje, penetraba muy poca luz. Fuselli estaba barriendo. De vez en cuando hacía una pausa en su tarea y se apoyaba sobre la escoba. En la lejanía se oía el ruido de los trenes en los apartaderos, exclamaciones y pasos que marchaban al unísono, porque los soldados hacían instrucción en el patio. Sin embargo, el edificio en donde se encontraba estaba silencioso. Siguió barriendo, pensando en la compañía a que antes perteneció y a la que vio avanzar bajo la lluvia, y en pequeños muchachos que conoció en América —Andrews y Chrisfield— y que se dirigían al frente, hacia el mismo frente en donde el amigo de Daniels había quedado muerto, partido el pecho en dos por un casco de granada. Pensó también en que había escrito a su casa diciendo que era cabo.

¿Qué hacer cuando llegase correspondencia dirigida al cabo Dan Fuselli? Dejó la escoba y quitó el polvo de la silla amarilla y de la mesa cubierta de papeles situadas en medio de las cajas. Abajo se oyó el ruido de una puerta al cerrarse y el rumor de unos pasos que subían la escalera que daba al almacén. Un hombrecillo con gafas, ele piel cetrina y cara de mono, entró en la habitación y se despojó de su abrigo. Parecía una pequeña haba que saliese de una vaina enorme.

Los galones de sargento parecían más anchos e importantes sobre su delgado brazo.

Saludó a Fuselli, se sentó ante la mesa y empezó a repasar los papeles.

—¿Trajo algo más el correo de la mañana? —preguntó a Fuselli con voz sonora.

—Todo está ahí, mi sargento —respondió Fuselli.

El sargento siguió examinando lo que había sobre la mesa.

—Tendrás que limpiar hoy mismo esa ventana —dijo tras una pausa—. El comandante puede presentarse de un momento a otro. En realidad, debió quedar limpia ayer.

—Bien, mi sargento —respondió Fuselli fríamente.

Se alejó hacia un rincón de la habitación, cogió la vieja escoba y empezó a barrer la escalera. El polvo que levantaba al barrer le hacía toser. Hizo una pausa en su trabajo y se apoyó en la escoba. Pensó en los días que habían transcurrido desde que estuvo con Andrews y Chrisfield en el campamento de instrucción militar, allá en América, y en los días que le aguardaban. Siguió barriendo el polvo de los escalones.

Fuselli se sentó al borde de su camastro. Acababa de afeitarse. Era domingo por la mañana, y esperaba gozar de una tarde entera de libertad. Se frotó la cara con la toalla y se levantó. Afuera llovía torrencialmente. Tanto, que el ruido del agua sobre los tejados de papel embreado resultaba casi ensordecedor.

Fuselli vio que en la otra hilera de camastros había un grupo de hombres que parecían mirar lo mismo. Se bajó las mangas, se colgó la guerrera de un brazo y se acercó para enterarse de lo que sucedía. Por entre el rumor de la lluvia oyó una vocecilla que decía débilmente:

—Es inútil, sargento. Estoy enfermo y no pienso levantarme.

—El pobre muchacho está loco —dijo alguien junto a Fuselli, volviéndose de espaldas.

—¡Tienes que levantarte ahora mismo! —gritó el sargento. Era de alta estatura, cabello negro y, a juzgar por su aspecto, había sido leñador en otro tiempo. Se hallaba de pie junto al camastro, en donde, liado entre unas mantas, vio Fuselli el rostro pálido de Stockton. Tenía los dientes apretados y los ojos desorbitados, como si estuviese aterrorizado.

—¡Levántate inmediatamente! —gritó el sargento.

El muchacho quedó silencioso. Sus blancas mejillas parecieron temblar:

—Pero ¿qué demonios le pasa?

—¿Por qué no le arranca de ahí de una vez, sargento?

—Levántate enseguida —siguió diciendo éste sin hacer caso a los demás.

Los espectadores terminaron por alejarse. Fuselli, desde cierta distancia, contemplaba la escena como fascinado.

—Perfectamente. En tal caso, tendré que llamar al teniente. Esto requiere consejo de guerra. Vamos a ver… Morton y Morrison, vigilad a este hombre.

El muchacho siguió impasible entre sus mantas. Cerró los ojos. A juzgar por el ritmo con que su pecho subía y bajaba, su respiración era difícil y pesada.

—Pero, Stockton, no seas idiota, hombre. ¿Por qué no te levantas? ¿Es que vas a desafiar a todo el Ejército? —dijo Fuselli.

El muchacho no respondió.

—Está loco —murmuró Fuselli.

El teniente era un individuo grueso y de rostro rojizo. Entró resoplando tras el sargento de alta estatura, y se paró para sacudir el agua que chorreaba por su sombrero de campaña. La lluvia seguía sonando sobre el tejado y, el ruido era todavía ensordecedor.

—Vamos a ver. ¿Estás enfermo, muchacho?, si lo estás, debes presentarte en la enfermería —dijo el teniente con voz mecánicamente amable.

El muchacho le miró fríamente y no respondió.

—Ya sabes que cuando te habla un oficial debes levantarte y ponerte firme.

—No pienso levantarme —respondió la voz meliflua. La roja faz del oficial adquirió el tono de la púrpura.

—Sargento, ¿qué le pasa a este hombre? —preguntó encolerizado.

—No logro comprenderlo, mi teniente. Creo que se ha vuelto loco.

—¡Tonterías! Se trata simplemente de una insubordinación. Quedas arrestado, ¿me entiendes? —gritó el teniente dirigiéndose al hombre que yacía en el camastro—. Bajadle al calabozo aunque sea a la fuerza. —Y añadió encaminándose hacia la puerta—: ¡Ah! Y empiece los trámites para el consejo de guerra.

Salió dando un portazo.

—Ahora tendréis que levantarle —dijo el sargento a los guardianes.

Fuselli se alejó.

—Hay personas estúpidas —dijo a un individuo que estaba al otro extremo del recinto. Se acercó a una ventana y contempló cómo caía la lluvia.

—Bien, levantadle —dijo el sargento.

El muchacho seguía con los ojos cerrados y su pálido rostro casi oculto por las mantas. Estaba inmóvil.

—Bueno, ¿te levantas y bajas tú solo, o tendremos que llevarte a cuestas? —gritó el sargento.

Los dos guardianes le agarraron rápidamente y le obligaron a sentarse.

—Muy bien. Sacadle ahora de la cama.

La frágil figura del muchacho, vestido con camisa caqui y calzoncillos blancos, permaneció un momento en pie entre aquellos dos hombres. De pronto se desplomó.

—Se ha desmayado, mi sargento.

—¡Por todos los diablos, ya lo veo! Morrison, avisa a uno de los practicantes de la enfermería que venga enseguida.

—No se ha desmayado. Está muerto —dijo el otro—. Vamos, échame una mano.

El sargento ayudó a colocar de nuevo el cuerpo en el camastro.

—¡Maldita sea! —exclamó el sargento.

Los ojos de Stockton se habían abierto. Los hombres taparon su cabeza con una manta.